La revista cultural TURIA, que distribuirá el próximo día 24 de marzo su nuevo número, rinde un atractivo y completo homenaje al escritor Juan Eduardo Zúñiga. Quien ha sido calificado como “uno de los grandes, un pionero, un raro, un innovador a destiempo” protagoniza en TURIA más de 130 páginas de interesantes artículos, testimonios y estudios originales sobre un autor inolvidable. Quince escritores analizan, a través de textos inéditos, al personaje y su obra: desde Luis Mateo Díez a Antonio Muñoz Molina. Este espectacular monográfico sobre Zúñiga ha sido coordinado por Fernando Valls y también incluye colaboraciones de Rafael Chirbes, Manuel Longares y Antonio Soler, entre otros.

Juan Eduardo Zúñiga (Madrid, 1929) es, pese su condición de autor casi secreto o minoritario, uno de los más destacados nombres propios de las letras españolas de las últimas décadas. Pocos como él han sido capaces de elaborar, a partir de la reconstrucción de la memoria, una obra tan coherente como ya inolvidable en cualquier balance de nuestro acervo literario. Buena prueba de esa excelencia creativa la constituiría su trilogía narrativa sobre la guerra civil española: Largo noviembre de Madrid, Capital de la gloria y La tierra será un paraíso. Un trabajo ambicioso y paciente que constituye, según la crítica, un auténtico tesoro cultural. Una fabulosa reconstrucción de la vida latente que se producía en esa ciudad sitiada que fue Madrid. Toda una “épica de la cotidianidad”, como anota Rafael Chirbes desde la más sincera admiración. No en vano Zúñiga, a pesar de no contar con el público mayoritario que merecería,  sí que goza del aprecio de numerosos escritores de distintas generaciones. Ahora, la revista TURIA le dedica un cuidado monográfico que invita a los lectores de hoy a redescubrirlo y a sumergirse en una obra que ya es considerada por muchos como la de un clásico contemporáneo.  

Además de una extraordinaria nómina de creadores, en el monográfico sobre J.E. Zúñiga de la revista TURIA sobresale la presencia de artículos elaborados por estudiosos de su obra como Santos Sanz Villanueva, Javier Goñi, Israel Prados, Luis Beltrán Almería o la hispanista Irene Andres-Suarez. De la faceta de Zúñiga como traductor nos habla Carlos Fortea, mientras que su actual editor Joan Tarrida no duda en confesarnos: “me rindo ante la coherencia de Juan Eduardo Zúñiga”. Felicidad Orquín, su compañera de siempre, también aporta su testimonio y el propio Zúñiga anticipa un fragmento de sus Memorias íntimas. Se cierra el monográfico con una útil y pormenorizada biocronología a cargo de Fernando del Val.

 

 

LA ESCRITURA DE ZÚÑIGA, ENTRE LA LUZ Y LAS TINIEBLAS

 

Fernando Valls, en el artículo que abre el monográfico de TURIA, destaca que Zúñiga es “un profundo conocedor de la narrativa española, rusa y portuguesa”. Y, lo que es más importante, “nuestro autor no sólo educó la sensibilidad en su literatura, sino que aprendió de ella una concepción ética de la existencia y la capacidad de iluminarnos diversos aspectos de la vida cotidiana acostumbrados a permanecer en la sombra”. Por todo ello, afirma Valls, “cuesta trabajo entender por qué no se le ha prestado más atención a su obra”. Ahora TURIA, con su exhaustiva y rigurosa aproximación al universo literario de  Zúñiga, contribuye a paliar este inexplicable descuido.

A la hora de valorar la narrativa de Zúñiga, Santos Sanz Villanueva que el autor de Largo noviembre de Madrid, siempre “ha escrito a su aire. De ahí los calificativos que se le aplican, extraño, misterioso, raro, excéntrico, solitario. De ello se deriva, además, una seria dificultad para inscribir su obra en nuestra historia literaria”. En cualquier caso, concluye Sanz Villanueva, “la narrativa de Zúñiga supone una aventura literaria personal cuyo anhelo es descubrir las soterradas voces del corazón y hacerlas arte”.

Cree J.E. Zúñiga en “la literatura de ficción cargada de responsabilidad”, porque “la Historia sirve para enriquecer el tejido de la invención literaria”. De ahí que en su obra, y en particular en su trilogía sobre la guerra civil española, busque y consiga “recoger la quiebra moral y ética de la sociedad y de la ciudadanía”. Y es que, para Zúñiga, la guerra civil española ha sido el acontecimiento más importante del siglo XX y de ahí su presencia en la mayoría de sus libros de ficción. Sobre todo ello  nos habla Israel Prados en su artículo de TURIA: “La guerra civil de Juan Eduardo Zúñiga: vida latente de ciudad sitiada”. Según Prados, Zúñiga se aleja de la mayoría de la producción guerracivilista porque en su narrativa “la experiencia de la guerra se ha integrado con admirable naturalidad en un discurso madurado por influencias temáticas y estilísticas diversas, desde Pío Baroja o Mariano J. de Larra hasta (especialmente) los grandes de la cultura eslava”.

Del ciclo eslavo en la literatura de Zúñiga se ocupa en TURIA Luis Beltrán Almería. Allí se nos dirá que “Zúñiga es moderno y un gran lector, pero toda su obra está impregnada del influjo de Iván Turguéniev”. Quizá Zúñiga “vio en el autor ruso el mismo drama que pudo apreciar él en la España del siglo XX: el drama de la destrucción de la tierra natal”.

Un título fundamental en la producción de Zúñiga es el volumen de cuentos “Misterios de las noches y los días”. Sobre él escribe Irene Andres-Suárez en TURIA que “además de crear todo un universo simbólico que suministra al lector las claves para aprehender y desentrañar su universo literario, Zúñiga se sirve del género fantástico para desestructurar nuestra visión ordinaria de la realidad y hacernos reflexionar sobre los límites de los parámetros cognoscitivos que solemos utilizar para aprehender la realidad y reconocernos a nosotros mismos”.

Varios grandes autores españoles muestran en TURIA su sincera admiración hacia la obra de Zúñiga. Así, a Luis Mateo Díez le gusta recordar una obra de Zúñiga, “Inútiles totales”, fechada  en  1951  y  señalada  como  un  lejano  precedente  de  un  autor  que considera “un auténtico maestro” y para el que “nos gustaría un destino de conocimiento y reconocimiento mucho mayor”.

Antonio Muñoz Molina, que ha paseado al lado de Juan Eduardo Zúñiga por las calles y por la historia de Madrid, opina que “su escritura sobre la guerra y la posguerra me parece ejemplar: imaginativa y llena de consistencia histórica; cercana a la causa de los vencidos pero limpia de odio. Me ha influido su retrato de esa normalidad cotidiana, extraña, que hay en las guerras”.

Manuel Longares asegura en TURIA que “no por exaltación amistosa, sino por convicción artística, creo que cuatro o cinco de los mejores cuentos escritos en español en el siglo XX son de Juan Eduardo Zúñiga”. Y Rafael Chirbes, en un artículo que titula “Épica de la cotidianidad”, anota su asombro y admiración a propósito de la trilogía de la guerra civil escrita por Zúñiga: “Ni una sola nota suena en falso, nada roza lo cursi, nada es calderilla sentimental: los textos entregan la ferocidad de lo que ha sido destilado en el alambique perverso de la guerra, ese estado de excepción que convierte la vida en algo aún más frágil, el instante en que el ser humano camina por el delgado borde de sí mismo. He vuelto a leer los tres libros para escribir este artículo: se mantienen incólumes, vestidos con esa hermosura inigualable que otorga la verdad”.

TURIA, que acaba de cumplir 30 años de trayectoria,  ha conseguido convertirse en una de las revistas culturales en español de referencia. Cuenta con difusión nacional e internacional y por sus páginas han pasado más de mil autores de diversas procedencias estéticas e ideológicas, lo que da idea de la riqueza y pluralidad de sus contenidos. En reconocimiento a su labor, la revista obtuvo el Premio Nacional al Fomento de la Lectura.

Además de su tradicional edición cuatrimestral en papel,  TURIA cuenta ahora con una edición digital (http://www.ieturolenses.org/revista_turia/) y una página en Facebook (https://www.facebook.com/pages/Revista-Turia/373833962736088), ambas muy bien acogidas por los lectores.

 

UN FRAGMENTO INÉDITO DE LAS “MEMORIAS ÍNTIMAS” DE J.E. ZÚÑIGA

 

La revista TURIA publica en su nuevo número un anticipo de las Memorias íntimas de Juan Eduardo Zúñiga. Ofrecemos a continuación un fragmento de ese interesante material inédito:

 “Vivía con mi familia –madre, padre, una hermana mayor- en un barrio alejado del centro. Los únicos visitantes, los mas adictos eran los gatos de los chalés vecinos que saltaban la tapia a la busca de alimento seguro. Nuestro chalé tenía dos pisos. La planta baja era la vivienda, los horarios, las comidas, las reuniones familiares; el piso superior apenas se habitaba y en él se acordó que una habitación fuese como un dominio infantil donde se reunieran mis pertenencias y los restos de mi primera infancia.

Era una  habitación fría en nada acogedora donde nadie de mi familia solía subir; el techo, más bajo que lo habitual, originaba que la ventana estuviera a dos palmos del suelo, desde la que se veía la parte delentera de nuestro jardín. Desde allí contemplaba los dos chalés de la acera de enfrente, acaso vacíos, y la calle que apenas nadie recorría, lo propio de  las  calles  de  un  barrio  de  las  afueras entonces; el único leve ruido que oía era el de la carcoma en alguna madera vieja, pero había que esforzarse en escuchar y entonces estremecía el ronroneo hondo en la materia profundo. Sin duda fue el primer espacio confidente, beneficioso por las horas que allí pasaba. Leía cuanto me era posible y dibujaba escenas de las historias que más me gustaban.

 Pero había calma, esa condición importante para entrar en las galerías profundas de la conciencia. Escribió Rilke en un poema: “La noche es mi libro” pero alguien, un niño, podría decir “La calma es mi libro” porque sentí la necesidad de estar en sosiego, porque la  cristalización del silencio, de la quietud, de las ausencias, de la atmósfera del libre pensamiento hacía que todo ayudase no solo a divagar sino a inquirir tal como se pasan las hojas de un libro: se releen párrafos y se busca otro capítulo con el deseo de entender y hacer nuestro un pasaje. El pensamiento puede ir y venir pero la paz lo protege, lo mantiene.

Entre mis cuidados, el objeto predilecto era la librería: unas tablitas finas como estantes, donde se ordenaban los libros de cuentos; aunque no acortasen la distancia con el mundo circundante, a ellos recurría como entrada a un recinto grato. Los releía muchas veces y las caras y apariencia de los graciosos personajes de las ilustraciones de Pinocho y Chapete se hacían familiares y formaban parte de mi tendencia a dibujar. Así fue naciendo la necesidad de los libros, tocarlos, conservarlos, alinearlos en uno u otro orden y como consuelo en momentos en que había habido regaños.

Una mañana al entrar en mi habitación me vino al pensamiento la figura de un hombre vestido como cualquiera de la clase media, que estaba sentado en una roca y a ésta la rodeaba agua, el mar.

Fue muy intensa esta imagen y me estremeció porque no comprendí quién era aquel ni qué relación tenía con nadie de nuestro ambiente, y la misma nitidez y claridad que por una fracción de segundo tuve ante mí fue más impresionante. Debí de quedar muy asustado y por eso baje y se lo conté a mi hermana y acaso añadí que “lo había visto”. Era lógico que esta información se trasladase rápidamente a mis padres. No me puede extrañar que suscitase inquietud como rareza mental y motivó recomendaciones de reducir lecturas, no fuera a pasarme lo que al hidalgo Alonso Quijano, según oportunamente alguien me recordó. Pero ahora sé que se trató de una exteriorización de mi prematura conciencia del aislamiento y la soledad que creaba aquella pequeña habitación: el tipo sentado tranquilamente en la roca era yo, si bien entonces me fuese imposible deducirlo.

En aquellos tiempos con quien yo más hablaba y más atendía era con mi madre a la que no recuerdo alarmada por mi visión Oigo que canta mientras se ocupa de algo en el jardín que rodea la casa. La veo en la semi penumbra de la tarde, tiene las manos manchadas de tierra húmeda, lleva una especie de delantal de lona, maneja un almocafre, la palabra que ella empleó para designar un pequeño azadón que usó cuando plantó unas semillas en los macizos abandonados: eran violetas y en el invierno nos sorprendió esa flor frágil, de color purísimo, aterciopelado, y secretamente femenina que resistía el frío y cuya belleza sería para mi madre compensación de alguna ilusión irrealizable.”