Me piden de la revista Turia que les envíe algún escrito inédito, e imagino que seguramente querrán un capítulo de una novela que se esté horneando, un cuento, lo que se dice un trabajo de creación, pero el horno de casa sigue apagado y la masa fría. Defraudando seguramente las expectativas de los editores, busco en los cuadernos en los que, con escasa disciplina, vengo anotando opiniones y recuerdos desde mediados de los años ochenta, y selecciono algunas notas que tienen como banda sonora común un fondo de violencia. Me parece que pueden cobrar algún sentido en estos tiempos en los que, cien años después de la Primera Gran Guerra, se sigue cavando en la inmensa trinchera que va desde Estonia hasta Afganistán. 

  

26 de febrero 2006

Colocando los libros, aparece un tomito minúsculo cuya existencia no recordaba: Textos sobre el poder negro. Me pongo a leerme algunos de Malcom X, duros, violentos, con una claridad de ideas cegadora, textos que sólo puede escribir alguien que está muy seguro de quién es su sujeto histórico y social, el que él define como el negro campesino (el que quiere la tierra), el negro nacionalista (el que aspira a la nación negra) y el negro que desea hacer su revolución, la revolución negra, y sabe que tendrá que hacerla con sangre (la revolución es la tierra, el poder; y nadie cede la tierra y el poder sin sangre). Malcom X no quiere una revolución de negros, sino la revolución negra. En estos tiempos en los que la violencia del islamismo ha pasado a primer plano, sorprende encontrar un texto de Malcom X escrito en el 63 en el que reclama El Corán como religión de venganza. Imagino que este texto que yo no he vuelto a leer desde hace treinta y cinco años, actualmente debe ser de enseñanza obligatoria de jóvenes islamistas en las madrasas de los suburbios estadounidenses. Admira su potencia verbal, su lógica, su definición implacable del mecanismo social. Al leerlo, qué blandos y falaces parecen tantos y tantos textos de política y sociología difundidos en los últimos decenios. Pienso en lo que, desde el poder occidental, han tenido que hacer para liquidar cabezas como ésa, con un mensaje tan claro y poderoso, tan bien armado (en todos los sentidos): corrompieron, asesinaron, infiltraron, hundieron a tres generaciones en un basurero de drogas adulteradas, delación y miseria. Aún están ahí en ese oscuro batiburrillo de sangre de Oriente Medio.

 

El texto (con la historia de la niña china matando a su padre, un chino-Tom) resulta escalofriante, insoportable para nuestra moral, pero nadie puede negarle la lucidez. El poder no se toma por las buenas. Leo a Malcom X y en su cortante prosa resuena Maquiavelo, a quien leí días atrás (por cierto, en uno de los textos Malcom se refiere a los bombardeos a las iglesias de los negros; treinta o cuarenta años después, los periódicos de estos días informan de numerosos incendios en iglesias baptistas del sur de los Estados Unidos: nuevos capítulos para añadir a los discursos del activista de los Black Panters).

 

Algunos ejemplos de la potencia verbal de Malcom X:

“si fueras norteamericano no vivirías en un infierno. Vives en un infierno porque eres negro. Tú vives en un infierno y todos nosotros vivimos en un infierno por la misma razón.

Así que todos somos gente negra, eso que llaman “los negros”, ciudadanos de segunda, exesclavos. Ustedes no son más que exesclavos. A ustedes no les gusta que se lo digan. Pero, ¿qué otra cosa son? Son esclavos. No vinieron en el Mayflower. Vinieron en un barco de esclavos. Encadenados como un caballo, o una vaca, o una gallina. Y los trajeron los que vinieron en el Mayflower, a ustedes los trajeron los llamados Peregrinos o Padres Fundadores de la Patria. Ellos fueron quienes los trajeron aquí”.

 

En otro discurso (éste del 64), dice: “¿quién es el que se opone a la aplicación de la ley? El propio departamento de policía. Con perros policías y con garrotes. Siempre que ustedes se estén manifestando contra la segregación, ya se trate de la enseñanza segregada, de la vivienda segregada o de cualquier otra cosa, la ley estará de parte suya y el que se les ponga en el camino deja de ser la ley. Está violando la ley, no es representativo de la ley. Siempre que ustedes se estén manifestando contra la segregación y un hombre tenga la osadía de echarles encima un perro policía, maten a ese perro, mátenlo, les digo que maten a ese perro. Se lo digo aunque mañana me cueste la cárcel: maten a ese perro”. Poco tiene que ver esa violencia que sacudió nuestra juventud con lo que estos días muestran las televisiones, las radios, aprovechando el treinta aniversario de la muerte de Franco: Beatles, hippies, Mary Quant, canciones de Joan Baez y Dylan, florecitas trenzadas en los cabellos, velas. Eso estaba más bien como contrapunto de la verdadera discusión acerca de cómo desalojar del poder al dictador, una discusión violenta, terrible, que era ponzoña, porque nadie está fuera de su tiempo, y ése fue nuestro tiempo. La gran discusión: Ballots o bullets. Todo nuestro idealismo adolescente no conseguía convertir ese malestar en cosa de broma. Pero no sólo era –Malcom X como prueba- un tema español. Era la vigilia de la revolución mundial. No parecía tan lejos. Al capitalismo se le había ido de las manos el poder en medio mundo, y en la otra mitad lo defendía sin parar en mientes. Napalm, guerra química, y degollina. Luego ha restablecido más o menos sus modales corteses, pero, al menos desde la revolución rusa, no había sido así (¿y antes? ¿y esa criminal acumulación de capital en las fábricas de Mánchester, en los campos de algodón de las colonias?, ¿en los de caña, en los de café?, ¿en los latifundios andaluces y extremeños?: A Delibes aún le dio tiempo de escribir Los santos inocentes): a mediados de los sesenta y principios de los setenta, se mataba en Vietnam, en Camboya, en Indonesia. El sudeste asiático se bañaba en sangre. Y también buena parte de África; y América Latina: Bolivia, Perú, Colombia; aún estaba por llegar lo peor en América Latina: las dictaduras de Chile, de Argentina, de Uruguay, las matanzas en Nicaragua, en El Salvador… Era la sangrienta lucha final. A vida o muerte. Veíamos estallar los conflictos cada vez más cerca: la tentación de la muerte se había instalado en Europa: los Baader-Meinhof en Alemania; las Brigate rosse, en Italia; Eta, Frap y Grapo entre nosotros. En aquellos años violentos, se permitió todo. Se fomentaron los golpes de Estado, las guerras sucias, los grupos armados fascistas; se emponzoñó el movimiento izquierdista europeo –infiltrado por los servicios de información, encanallado, encauzado hacia la violencia ciega- y se persiguió de todas las maneras posibles a los Panteras Negras hasta eliminarlos: los reventaron a balazos y a chutes de heroína. Malcom X cuenta las maniobras de los Kennedy para inventarse la figura de Martin Luther King como forma de encauzar el por entonces incontrolable movimiento negro. Malcom X odia a Luther King, al que considera un miserable tío Tom. Lo de I had a dream le parece un eslogan propagandístico inventado y puesto en circulación por los servicios secretos, para dividir un movimiento negro activo, virulento, que no toleraba componendas. Así –y no como hoy nos cuenta la tele- fueron los últimos sesenta, los primeros setenta. Hoy, los vencedores –el pegajoso conglomerado- han restablecido la historia única y algodonosa, lectura unidireccional. No triunfaron los demócratas, ni los republicanos: triunfó la máquina. Los socialdemócratas presumen todavía de que, con ellos, los bancos pueden exhibir paz social y, al mismo tiempo presentarles a sus accionistas mejores resultados económicos (nos lo repiten estos días aquí en España). Nuestro socialdemócrata Zapatero se muestra orgulloso de que las multinacionales y la banca repartan mejores dividendos que cuando gobernaba el PP. Además, se supone que nuestro Bambi es más simpático que aquel ceñudo Aznar.

Malcom X señala la conferencia de Bandung como el lugar en que se escenificó la aparición de contrapoderes. El grupo de países allí representado se convirtió en el gran objetivo a batir. Basta leer en los libros de historia la evolución posterior de cada uno de ellos para calibrar la cantidad de sufrimiento que supuso esa guerra del capitalismo para recuperar su estatus de modelo único, perdido desde la Revolución rusa, reconquistar parcela a parcela los países perdidos en Asia y en África. Hay que leer lo que cuenta Malcom de la Marcha sobre Washington y comparar su versión con lo que los reportajes de la televisión y las películas que hemos visto nos cuentan: comparar las versiones es una lección de historia, que debería proponérseles a los escolares. Martin Luther King no sale nada bien parado. Y ni siquiera a él fueron capaces de tragárselo, ni a los que Malcom X supone que se lo inventaron: Luther King, los Kennedy, Malcom X, todos asesinados.

 

 2 de julio 2006

Antes de acostarme, me pongo El triunfo de la voluntad, de Leni Riffenstal en un dvd que ayer me compré en Valencia, y que incluye también Olimpia. Hitler convirtió a toda esa gente que llena la pantalla en intérprete de un espectáculo total, con momentos de casi insoportable sobrecarga escénica: por ejemplo, ése en que las brigadas de trabajadores empiezan a preguntarse unos a otros en voz alta: ¿Tú de dónde vienes? Y  responden: Yo de tal sitio, y de nuevo la pregunta, Tú, ¿de dónde?, y la respuesta: yo vengo de tal otro, y, en todas las ocasiones, acompañan su respuesta con una frase corta de extrema artificiosidad, que define el lugar nombrado con una característica. Visto ahora, resulta casi imposible creer que esos hombres fueran capaces de decir cosas como que el sitio del que proceden está en los sombríos bosques, u –otros- en los húmedos pantanos. Leen un guión aprendido, pero se han prestado a hacerlo y se supone que no sienten pudor, o vergüenza. El poder del teatro para meterte en su código, aquello que decía La Capria del Huis clos de Sartre, que convierte en estupenda obra de teatro elementos que, fuera de esa trama, serían ridículos. Si te dejas llevar, el teatro te introduce en un mundo que tiene reglas diferentes. Me digo que debería ponerme la película en otra ocasión para reproducir en este cuaderno la secuencia, con los diálogos completos. Hitler y la Riffenstal han invitado a esos hombretones a participar en una obra de teatro colegial, de guión dudosamente creíble, y ellos cumplen con docilidad, ilusionados con su papel. Influye en esa impresión el tono de voz en el que se les pregunta, que es a gritos, y con qué orgullo responden ellos, que se negarían a decir cosas así en cualquier otro lugar, porque se sentirían ridículos. Sin embargo, en este caso se sienten fascinados por el lenguaje que suponen propio de la cultura, un lenguaje elevado, y aceptan el juego que creen que los levanta por arriba de su prosaica existencia cotidiana. Ése es el hechizo de la cultura que en tan peligrosos convierte a los brujos que manipulan la combinación de los ingredientes del bebedizo y gradúan la dosis. Me deprime terriblemente esa sensación humillante. Uno ve la película setenta años más tarde y sabe a lo que llevó todo ese ajetreo, las banderas, lítores, pendones, tambores, uniformes, gritos, tirones de brazo y paso de la oca. El teatrillo infantil. Ves desfilar a esos jóvenes sabiendo que se convirtieron en carniceros antes de cumplir el papel de ovejas en el inmenso matadero. Mataron y se dejaron matar. Gimieron, lloriquearon y ensuciaron los pantalones antes de morir. Ves la película, miles y miles de ojos espléndidamente fotografiados, bocas, manos, caras, músculos, y te preguntas cuántos de ellos llegaron con vida a la primavera de 1945: sólo diez años después de que el documental se rodara, ya era carroña la mayor parte de la carne humana fotografiada por Riffenstal. Y la que quedaba con vida se había convertido en deshecho. Durante la hora y media que dura la película, no consigo apartar de mí una telaraña, un pesar que me encoge el ánimo.

 

En los desfiles que aparecen en la película consiguen ponerme especialmente nervioso los momentos en los que los participantes se ponen a marcar el paso de la oca: me desazona la forma en que levantan al unísono la pierna a cada paso. La precisión y la velocidad a la que lo hacen convierte a esos hombres en una especie de figuras mecánicas movidas por un resorte, sin que, por ello, las figuras dejen de ser sospechosamente humanas, un ser humano al que le hubieran puesto un motor ajeno, le hubieran cambiado desde dentro el juego de sus articulaciones. Los miras marcar el paso de la oca y tienen algo de animalito agresivo (la velocidad con que levantan y bajan las piernas; la rapidez con la que avanzan, el modo cómo yerguen la cabeza, transmiten esa impresión de agresividad animal, pollos o patos furiosos que quieren picotear a un intruso que se ha metido en el corral), pero también de juguete mecánico, aunque todo eso no anula la visión de que se trata de seres racionales que aplican ese forcejeo sobre el propio cuerpo como metáfora del retorcido esfuerzo al que deberá someterse la sociedad que ellos moldeen, la que formen, deformen o conquisten. El complejo juego de símbolos me llega cada vez que veo pasar por la pantalla a un batallón marcando ese paso. Si los que aparecen marcando el paso de la oca son los dos o tres oficiales que preceden al grupo, y la cámara los muestra así, aislados, aunque sigue predominando en su manera de avanzar lo animal -aves zancudas en ejercicio de un juego de coquetería-, hay también una afectación ridícula en sus movimientos: viejas damas pintarrajeadas que se pavonearan ante un grupo de jovenzuelos, convencidas de su capacidad de seducción. Yo le encuentro muchos rasgos femeninos al pavoneo castrense, me ha ocurrido presenciando otros desfiles: como si la marcialidad, así ordenada, milimetrada, codificada en toda una serie de llamativos movimientos, limitase con el ballet, con las contorsiones de las coristas en una revista musical, lo cual, además, no tiene nada de extraño ya que el orden de los ballets de revista se ha inspirado no poco en la quincalla bélica: no me refiero ahora a los amoríos entre oficial y corista, Millán Astray-Celia Gámez, ni a la asiduidad con que la milicia llenaba los teatros de variedades. Cuántas veces no hemos visto en los teatros de varietés a las chicas desfilando con pícara marcialidad y cargando sobre el hombro con un fusil o con algo que lo representa o sustituye. La supervedette, encabeza el desfile o se pone en el centro cuando las chicas se abren en abanico sobre el escenario, y, a veces, lleva una gorra de plato.

 

También resulta muy femenina la forma en que Hitler extiende y recoge el brazo para hacer el saludo a la romana, en él se trata de un gesto más coqueto que marcial, casi un guiño para entendidos (entre los gays se dice, ése entiende, cuando se reconoce a alguien afín) en una fiesta multitudinaria, coquetería que se prolonga en el recogimiento con que recibe los aplausos y vítores de la multitud (obsérvenlo: una quinceañera a la que su novio le dice al oído algo turbador, escabroso. Chaplin lo descifró muy bien en su película: esos mohines). Aunque, a medida que sus discursos avanzan, los gestos se vuelven más explícitos, más teatrales, el movimiento de ojos, brazos y manos se acerca a lo convulso, se escapan del espacio femenino, se descontrolan, y remiten más bien a los catálogos de síntomas que se explican en los tratados de psiquiatría.


15 de diciembre de 2007

Viaje relámpago a San Sebastián. La playa de la Concha desde una habitación del Hotel Londres y desde la cristalera de la cafetería. La mañana, muy fría, despliega un cielo purísimo, una luz que fluctúa entre el acero y el oro. Todo se recorta con nitidez, sobresale, reluce: el barrio de pescadores al pie del Urgull, las torres doradas del Ayuntamiento, un pretencioso juguete. El mar es una lámina, espejo sobre el que se reflejan las edificaciones como en una acuarela impresionista: colores levemente desvaídos, finísimos. En esa calma, sorprende el borde de espuma de las olas al romper en la playa, formando un impecable arco de circunferencia: entre las boyas dispersas en la bahía se ven las cabezas cubiertas con gorro y los brazos que se levantan rítmicamente por encima del agua: son las nadadoras del Club Atlético, mujeres maduras –algunas, ya ancianas- que ni siquiera esta gélida mañana de diciembre renuncian a su baño diario. El termómetro que hay a pocos metros del hotel marca dos grados por encima de cero.

 

A las once de la mañana ya estamos tomando riojas y unos pinchos –mis añoradas gambas con gabardina, crujientes y esponjosas, como hace años que no las tomo, una delicada tortilla- en una tasca que se llama Paco Bueno, en el barrio viejo. Mientras damos cuenta de nuestra consumición, el propietario cierra las puertas metálicas porque hay convocada una huelga general de dos horas en protesta por la ilegalización de Batasuna. Permanecemos en el interior del local, en compañía de unos cuantos hombres con aspecto de jubilados, varios de ellos tocados con txapelas y con ese aspecto tan característico de la tierra: tipos humanos polisémicos, porque parece que concentran en su físico rasgos campesinos, arrantxales y urbanos, como si para tallar sus caras hubieran trabajado en equipo el mar, la tierra y la ciudad, también su pausada manera de caminar, el tono de su voz es extraña mezcla de mar y montaña, de lo rústico y lo urbano. Cuando salimos, las calles que media hora antes bullían de actividad, se han quedado desiertas, reina un ambiente como de mañana de domingo. La ciudad está acostumbrada a estas peculiares ceremonias cívicas que todo el mundo cumple con la misma mezcla de devoción e indiferencia que en los años cincuenta se tenía en las ciudades castellanas por la liturgia religiosa: cumplimiento del deber de conciencia en unos, y en otros un variable temor a perder la consideración por parte de la sociedad; en muchos, una confusa mezcla de ambas cosas. Ser un buen católico te colocaba en una escala de valores que te amparaba más como ciudadano que como persona, salvaba tu día a día más que tu aspiración a la eternidad.

 

En el apacible callejeo, mis acompañantes saludan a buena parte de la gente con la que nos cruzamos, al estilo de quien es alguien en una pequeña ciudad; la gente viste bien, con ropa de calidad y marca, y muchas de las señoras que pasean en pequeños grupos o que caminan a solas, se enfundan en caros y elegantes abrigos de pieles que entonan con la calidad de la arquitectura, el buen gusto de lo que exhiben los escaparates, o la excelencia de los productos que se exponen en la barra de la taberna que hemos abandonado hace un rato: el conjunto transmite la imagen de una sociedad refinada y opulenta lo que, para quien viene de fuera, convierte en bastante inexplicable que, por debajo, exista ese violento enfrentamiento entre españolistas y nacionalistas, y sea uno de los puntos del mundo en que se libra una guerra. No cabe en la cabeza que por detrás de las ostentosas joyerías (consagración de lo eterno) o tiendas gourmet (celebración de lo efímero), por debajo de las elegantes instalaciones de este hotel con sus pretensiones decorativas de vieja aristocracia british, se muevan fabricantes de explosivos, pistoleros que le aprietan a alguien la bocacha de un arma en la sien o en la nuca, confidentes con las manos manchadas de sangre, policías torturadores, pistoleros y matones. Me esfuerzo por armonizar esa doble imagen, por superponer los dos planos ajustando los perfiles de una y otra para que formen una sola figura, pero me cuesta, no lo consigo, más aún cuando por la noche ceno con los organizadores del acto en el que he intervenido, en un saloncito privado del Kursaal. El camino hasta allí: la arquitectura del Victoria Eugenia y el Casino, los globos luminosos del elegante puente del Kursaal, todo tan belle époque, tan hecho para gustar, y esta gente afectuosa, amigable, tan civilizada, tan acostumbrada a comer y beber bien, tan amiga de cocineros y artistas, atravesada por esa latente pulsión de violencia: cuadra todo muy mal, el hedor de la sangre, los miembros esparcidos en mitad de esta calle que pisan zapatos elegantes. El centro en el que he dado la charla se llama Ernest Lluch en memoria del socialista asesinado por Eta. Las luces de Navidad componen consignas políticas –ASKATUT, leo- como si pudiera existir una lucha que compaginara la sangre con el buen gusto. Sí, ya lo sé, el nacionalismo, Franco lo exacerbó, claro que sí, yo estuve en Carabanchel por apoyar a los vascos en el siniestro consejo de guerra que se conoció como Proceso de Burgos, conviví en Carabanchel con Sabino Arana Bilbao, uno de los condenados en el proceso (evidentemente, no el ideólogo decimonónico Sabino Arana Goiri), inteligente y generoso, y con un muchacho bueno y noble que se llamaba Iñaki Aizpuru Zubitu, los recuerdo con afecto, claro que sí, era el franquismo, había que enfrentarse a él, pero Franco se murió hace más de treinta años, y antes de Franco fue lo de Isabel II, fueron las guerras carlistas, el clericalismo y antirrepublicanismo de una gente que luchaba contra esa frágil flor que fue la I República, los siniestros vaticanistas de El intruso de Blasco Ibáñez, los curas montaraces, el oscuro mugido de violencia del que nos habla en sus novelas Baroja y, con una lucidez hiriente, Sánchez Ostiz.

 

A la mañana siguiente, antes de abandonar el hotel, otra vez el cielo cristalino y frío, el arco perfecto que forma la puntilla de espuma sobre la arena, los que caminan por la playa, los bracitos que salen intermitentemente del agua y los flotantes gorros multicolores de las mujeres que se bañan a pesar de los dos grados bajo cero de hoy, la sensación de una ciudad hermosa, provinciana y serena, tan lejos del turismo chabacano del Mediterráneo, donde sin embargo nadie tiene la impresión de tener que luchar por nada, ni de que le estén quitando nada, cuando allí sí que les han quitado la historia, la arquitectura, el paisaje, los han despojado de todo, arruinado: a esos sí que los entendería volando con explosivos de dinamita kilómetros de edificaciones, devorando las tripas de las rapaces que se los han estado comiendo a ellos. Y justo esos, se están quietos. Ni pían.

De vuelta, me pongo en el coche la cinta de Mikel Laboa que me acaban de regalar, Xoriak. Escucho esa voz desgarrada, melancólica, tristísima, y me entran ganas de llorar; el acompañamiento musical es a ratos jazz, en otros momentos se vuelve una sonata clásica, o te estremece con la txalaparta: fondo musical trabajadísimo, refinado, complejo, incluso sobrecargado de referencias al jazz, al blues, al soul, pero la voz de Mikel Laboa se impone, posee una hondura extraña, prehistórica, es a ratos voz de la tribu, y en otros momentos grito de animal herido –ese pájaro ciego, al que se refiere en la más hermosa canción del disco, y en la que Laboa le pone música a un poema de Ungaretti. Entre los campesinos era costumbre pincharles los ojos a los jilgueros para que cantaran mejor. Hay una trama sonora culta en el disco, de raíces profundamente urbanas, cosmopolitas, a través de la que se abre paso la voz de Laboa, que parece proceder de la oscuridad de los bosques, o de una herida abierta en el animal humano, lugares auditivos del dolor, topos ante los que uno se arruga temeroso. “Difícilmente deja su lugar natal / quien allá tiene sus raíces. / Difícilmente deja su tierra el árbol; / sólo cuando lo abaten y lo hacen tablas”, dice la traducción de un poema de Bernardo Atxaga que aparece en el libreto que acompaña al cd. Y también canta Laboa esa otra: “El pájaro / si le hubiera cortado las alas / habría sido mío, / no habría escapado, / pero, /así / habría dejado de ser pájaro/ y era un pájaro lo que yo quería”.

 

Cada uno de estos viajes dejo en casa la novela de Balzac. Me llevo otras lecturas. No quiero leer Splendeurs a salto de mata, y, sobre todo, no quisiera por nada del mundo perder el libro. ¿Cómo volver a encontrar un ejemplar en francés en pocos días? No me resignaría a interrumpirlo a la fuerza: no es un libro salón, es un libro ciudad, un libro mundo. Es París entero, incluso me atrevo a decir que es Francia entera. Sí, el mundo. En Balzac, no hay paisaje: hay economía, clases sociales. El paisaje es un espacio económico. Si habla de un bosque, enseguida lo mide en arpentas de tierra, e inmediatamente le pone el precio y la renta que puede dejar al año, y nombra al propietario que lo tiene escriturado a su nombre. También la vida social –incluido, cómo no, el matrimonio, núcleo financiero- es cuestión de rentas y dotes. La pasión situada fuera de la economía circula por el lado peligroso, y hay que controlarla, poniéndole algún piso, comprando unos muebles y dejando caer un poco de dinero para atarla al circuito de la economía. No es difícil.

 

18 de diciembre

Me cambian la dirección del correo electrónico y, a pesar de que cumplo las instrucciones y compruebo con ayuda telefónica del proveedor de internet que está todo en orden, resulta que ya no puedo entrar como lo hacía antes, ahora todo es más difícil e infinitamente más lento. En esos quehaceres (o quebraderos de cabeza) estúpidos, e intentando responder a las preguntas que me envían para una entrevista, se me va medio día. La otra mitad –la mañana- la he pasado en Denia. De camino, a la ida, a la vuelta, oigo el disco de Laboa que me regaló Hasier Etxeberria. Se me saltan las lágrimas oyendo esa voz desolada que chapurrea o se inventa letras en francés o en inglés, haciendo que Ne me quittes pas pierda la mínima partícula que pudiera quedarle de cursilería al texto de Brel, y se convierta en algo así como el mugido de un buey al que arrastran al matadero y huele la sangre de sus congéneres recién sacrificados; esa voz dolorida que recita historias de pájaros que mueren durante el invierno en los bosques y cuyos esqueletos no encontramos cuando llega el buen tiempo (Atxaga), la que, con palabras de Ungaretti canta: morir como las alondras sedientas; o como la codorniz que, tras cruzar el mar, se rinde junto a las primeras matas de la recién alcanzada costa, porque ya no tiene ganas de volar. Mejor esas muertes que vivir lamentándose como un jilguero al que han cegado. También están los versos que incluí en Crematorio: “si le hubiera cortado las alas al pájaro…” O esos otros: “Les abrís las manos, las ventanas de vuestras casas y vuestros ojos. Alabáis a los pájaros, les dedicáis halagos líricos… Pero los pájaros os rehúyen…“. Todo esto es muy hermoso y muy triste, me eleva y me hace sufrir.

 

Por la noche, me paso un buen rato contemplando un espléndido libraco de fotografía titulado Berlín, que ha publicado Taschen. Un siglo de la vida de la ciudad en imágenes, muchas de ellas tomadas por artistas que tenían una mirada que aún hoy nos sorprende por su originalidad, aunque, desde la perspectiva actual, nos admira, sobre todo, la belleza convulsa, violenta e incluso trágica, de un mundo que se ha ido; hablo de esa gente que construyó la ciudad y luego la vio destruida, que hoy ya no está, pero cuyos cuerpos, sus caras, sus miradas, sus sonrisas o sus gestos de alegría o de preocupación podemos ver, aunque sólo sea en estas reproducciones en papel: eran niños y jugaban, eran jóvenes y bailaban, eran lecheros, eran carpinteros, transportaban cubas de agua en las que se mantenían vivas las truchas destinadas al mercado; remaban junto con otros miles de aficionados una tarde de domingo en aguas del Spree: el hechizo de toda esa gente que no está y de la que las fotografías nos entregan algo de su cuerpo, de su vida; en una sola imagen, nos parece capturar incluso su carácter (como piensan muchos pueblos primitivos: el retrato te roba el alma). El gesto, la pose en los que han sido sorprendidos y que han quedado fijados para siempre, los convierte en ellos mismos y, a la vez, en símbolos: del buen humor, de la felicidad, de la energía, de la laboriosidad, de la crueldad, de la diferencia de clases, de la brutalidad: la fotografía nos devuelve la realidad de entonces, pero sobrecargada de significado: esos personajes que sonríen se nos convierten en la alegría de la juventud; los que beben juntos representan la camaradería; y esos otros son el mundo del trabajo, o la altiva burguesía, o la riqueza, o el poder, o la prostitución callejera: todo lo recogido en las instantáneas del álbum de fotos nos llega sobrecargado, lo particular como metonimia, materialización o concreción de ciertas ideas abstractas. La fotografía las ha convertido en signo, lo particular vuelto universal; el rasgo individual, materia de algo colectivo. La colección de fotografías clasifica el universo urbano (¡el álbum es Berlín a lo largo de un siglo!), lo ordena, lo fija en una edad, en una actitud ante la vida, en una pertenencia: al fijar un momento de verdad, se convierte en una verdad de orden superior: instruye sobre lo general a partir de un rasgo, de un movimiento, de un primer plano o de un plano de detalle.


10 de febrero de 2008

Hacía años que no leía a Walt Whitman. Anoche volví a caer entre sus brazos. Esa tremenda energía. Cogí sus Obras completas porque quería extraer una cita para lo de Leipzig, y ya no pude dejarlo: escribir una novela como el poema de Whitman que se titula Manahatta: en realidad, en esos versos está toda la narrativa sobre la ciudad del siglo XX. Dos Passos y Döblin, desde luego. Pero incluso Selby, con su Última salida para Brooklyn. O las novelas de Henry Roth. Seducido por los versos de Whitman, vuelvo a ponerme la película de Rutmann, Berlín. Sinfonía de una ciudad. Pienso que toda esa gente que va de acá para allá, que trabaja, pasea, camina apresurada, o se divierte, e incluso buena parte de los paisajes urbanos que aparecen en la película, han desaparecido para siempre, ya no están, o sólo están en esas sombras en blanco y negro que muestra la pantalla, como los carreteros y marineros de Whitman están sólo en sus versos. La extraña fuerza de la palabra, de las imágenes (se entiende: del arte), los personajes de los cuadros holandeses, sus habitaciones y despachos, las elegantes ropas. En realidad, Hojas de hierba tiene algo de gran novela lírica, narración en verso. Ni siquiera me atrevería a decir que le falta acción. Todo el poema está marcado por un gran movimiento, a la vez colectivo e íntimo: el nacimiento de una nación y la creación de un yo que crece con ella, que se siente parte de ella, y pone su palabra como material de construcción del edificio patriótico, que es el pórtico de entrada a esa inmensa koiné en la que se agitan los hombres de todas las razas, de todos los oficios, de todas las lenguas: Salut au monde!  

 

Beniarbeig, 12 de septiembre de 2014. El aire trae ceniza en suspensión y huele a resina quemada.