Los magníficos ensayos que conforman Laberinto veneciano tienen su origen en diez años de apasionada experiencia veneciana de la escritora venezolana Marina Gasparini.  Todos los temas que se desarrollan en sus páginas han sido  inspirados por distintos lugares venecianos, o por las obras de arte que Venecia guarda: los cuadros de Tiziano, Lorenzo Lotto, Watteau y el Canaletto, el grupo escultórico de Orfeo y Eurídice de Canova que hay en el Museo Correr, la veleta que corona la torre de la Aduana, las plazas oscuras y solitarias, los muelles golpeados por la marea…Todos (tesoros o lugares) incitan el pensamiento y la sensibilidad de la autora,  y la invitan a la búsqueda de un significado profundo,  una búsqueda en que la sabiduría y la erudición se alían con un gran poder de evocación, de meditación y de penetración psicológica.

 

Venecia como laberinto: es una idea que aceptamos sin preguntarnos más. Para cualquier visitante de la ciudad, sus calles –en las que es imposible no perderse si no se sigue a un guía con un paraguas coloreado en alto  (lo que impide encontrarse de verdad con Venecia)- son un laberinto. Las calles  de Venecia son un laberinto que incita a ser recorrido y, en ese laberinto real, Marina Gasparini, persiguiendo el hilo conductor de su pensamiento y desde un punto de vista comparatista y jungiano,  descubre no sólo los enlaces culturales sino las categorías psicológicas y metafísicas que lo refrendan. Gasparini convierte trazados de calles, ramos, campos, campiellos, ríos, rioterràs , fondamenta, canales y puentes, en objetos de profunda meditación, en símbolos y correspondencias de los misteriosos caminos del carácter y del destino.

 

Por esos caminos sinuosos de Venecia, la narradora (pues además de pensadora, Gasparini es una narradora de talento) se perdió una tarde de verano, cuando ya oscurecía. Deambuló durante algún tiempo por lugares sofocantes hasta que, “de repente, una calle se abrió a los árboles y a la iglesia de S. Giàcomo dell’Orio bordeando a la cual hay un campiello que por uno de sus lados limita con un canal cruzado por un pequeño puente”.   San Giàcomo dell’Òrio es, entre las venecianas, una iglesia humilde que está en el barrio de Santa Croce. De planta y de interior con sabor bizantino, aunque reformada y transformada posteriormente con elementos renacentistas y barrocos, como ocurre con muchos edificios venecianos. En su interior, suele señalarse como de interés la techumbre de madera, semejante a la de la gran iglesia de Santo Stéfano y algunas pinturas de Veronés, Palma il Giovane y una “Virgen con el Niño y Santos” de Lorenzo Lotto. En el campo donde está la iglesia, donde hay sembrados árboles altos, los patricios vénetos solían jugar al balón, y por eso este juego se clasificó como “noble”. Pero, en Laberinto venciano, Marina Gasparini no se ocupa de todos estos datos que pueden encontrarse en las guías históricas sobre Venecia. Ella se ocupa del alma y de los símbolos que pueblan la ciudad.

 

Aquella noche de verano en que  Marina Gasparini se perdió y se encontró en el campiello de S. Giàcomo, se topó, en su posterior búsqueda de aquellos lugares que no pudo hallar,  con la hornacina de una Madona frente a la que se había detenido la primera vez. Es entonces cuando entiende que aquel es su propio laberinto y cita estas palabras de María Zambrano: “Venecia, toda Venecia, es para mí un enigma que se deja ver, un laberinto que se aparece y que no hay que esforzarse por buscar porque si se lo busca, no se encuentra jamás”. Y añade Marina Gasparini: “El laberinto de Venecia posee meandros distintos para cada uno de nosotros. No salimos al encuentro de nuestro laberinto, será éste el que nos encuentre”. Aunque para que esto suceda,  es necesario que vayamos a Venecia: es decir, que nos situemos en la disposición anímica apropiada.

    

La autora discurre sobre la imagen arquetípica del laberinto desde sus orígenes cretenses (el Minotauro, Teseo, Ariadna) hasta un relato de Kafka, “La   construcción”, o  Los reyes, la obra teatral de Cortázar, pasando por el Renacimiento (“El hombre con el laberinto” de Bartolomeo Véneto, que lleva sobre el pecho este diseño emblemático) o las catedrales medievales que  substituyeron la peregrinación a Jerusalén por el dibujo de un laberinto en sus pavimentos como imago vitae.

 

Importantísimo me parece –y resumen central de estos ensayos que, en su desarrollo central van ejemplificándolo- el planteamiento de la cultura como trazado laberíntico que Gasparini propone al   considerar que las “correspondencias que se establecen entre símbolos, imágenes y diferentes disciplinas de la cultura siguen un proceso en el que las ideas se suceden y entrelazan tomando al laberinto como imagen de creación. El pensamiento tampoco es una línea recta (….) La experiencia del laberinto es un deambular entre sombras con un frágil hilo entre las manos que podemos perder, que nos puede abandonar, que se puede romper. Este hilo lo tejemos y destejemos siguiendo el diseño íntimo de nuestra necesidad”.

 

Una invitación, en definitiva, al laberinto que define a Venecia y que es nuestro propio laberinto, una invitación que atraerá poderosamente a los muchos lectores que están bajo el hechizo de esta ciudad.

 

Marina Gasparini, Laberinto veneciano, Barcelona, Candaya, 2011