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Configurar sentido descendente

Descrédito de la política

5 de abril de 2024 12:33:33 CEST

Queridos niños, de David Trueba, podría leerse como la exégesis de lo que nunca debiera ser la política. Podría ser perfectamente una comedia amarga de las de Billy Wilder, tan querido por su autor, (estoy pensando, por ejemplo, en El apartamento), en la que bajo un tono amable, incluso decididamente humorístico en ocasiones, se esconde el desconsuelo o la pesadumbre por una vida triste y fracasada. En la novela de Trueba, ocultas tras un manto de aparente ligereza o frivolidad, las vidas de todos los protagonistas son profundamente grises y desgraciadas, aunque parezca que el mundo de los poderosos en el que se mueven pudiera un día hacer el milagro de redimirlas y convertirlas en algo mejor, en algo que tal vez las alejara de la villanía y miseria moral en que están instaladas y las acercara a posturas nobles o, al menos, simplemente decorosas.

Queridos niños (que es como el protagonista llama a los electores) trata sobre la campaña electoral en la que participa Amelia, una catedrática de universidad candidata a la presidencia del gobierno por un partido conservador (al que el narrador llama Los Cuervos y al que no es difícil imaginar como el Partido Popular), en la que recorre toda España pidiendo el voto junto con un pequeño equipo de personas que trabaja para ella: su mano derecha, Carlota, una antigua alumna suya muy ambiciosa; la venezolana Tania, que bajo una apariencia de mujer dulce encubre una personalidad falaz;  Albert,  conocido como “Arroba”, que se encarga de las redes sociales; y, sobre todo, Basilio, el gran personaje de la novela junto con Amelia, a quien el partido ha contratado para que le escriba los discursos y que hace en el libro las veces de narrador. Basilio es un cínico y un amoral, al que sólo al final de la novela podremos tratar (sin demasiado éxito) de comprender y perdonar. Basilio representa lo peor de la política y sus frases son, una página sí y otra también, abyectas y demoledoras: “ese empeño de construir las campañas con gente de fuera de la casa se debe a que no se fían ni ellos de su cuadrilla propia, porque sólo saben relacionarse a cuchilladas”; y añade, para que no haya dudas: “Todos dentro de los partidos quieren escalar, es un microclima criminal”. Conoce muy bien la política: “en política quien te protege te domina”; “te nombran, lo aceptas y cuando llegas a saber lo que necesitas saber, ya no estás en el cargo”; o “sin poder un partido se vacía de fondos y por tanto de motivo”, ya que “esa máquina de crear empleos para los cercanos si no funciona a pleno gas machaca al líder, por culpable y responsable máximo del lucro cesante”. Basilio no cree que la política corrompa a la gente, sino que sucede al revés: “es la gente corrupta la que encuentra en la política un campo por explotar y les atrae ese sector para progresar en su maldad”. Su cinismo sobrecoge y encoleriza: “Los fieles a las esencias de los partidos son sus votantes, no sus integrantes”, pues una cosa es “pedir el voto por unos motivos y otra muy distinta convertir esos motivos en tu pensamiento íntimo”; y cuando van a visitar en Alicante unas casas afectadas por aluminosis, tras decir Amelia unas “frases hechas y topicazos sobre la solidaridad”, afirma que “nuestro plan de gobierno más bien consistía en dejar tirada a esa gente, en apostar por algo más fotogénico”. Es un cínico de manual cuando ironiza sobre los discursos que le escribe a la candidata (“mierdas que enlacé con anécdotas inventadas y fraseología de graderío”), cuando finge preocupación por el futuro de su hijo, cuando escribe en el colmo de la deslealtad una reseña, que firma otro en su lugar, contra la autobiografía que acaba de publicar la propia Amelia, o cuando pone en labios de uno de los líderes de Los Cuervos estas tristísimas palabras: “la izquierda es necesaria en el poder en momentos puntuales. La reconversión, la crisis, la protesta necesitan de su gobierno para ser aplacadas. El resto del tiempo, España es un país conservador y de orden, orgulloso de su hogareña paz callada. Si perdemos las elecciones es por culpa nuestra o porque alguien en la izquierda es tan inteligente que se convierte en una derecha más pragmática. Hay que ser burros para no aprovechar la ventaja que nos concede este país”. Y es desolador cuando afirma que “todas las personas que se dedican a la política lo hacen porque hay un vacío en su vida”; que no se elige a los inteligentes, sino que “para ganar las elecciones tienes que parecer un poco tonto”; o que los mayores de su partido habían robado tanto que “no les dejaban un frente por corromper a las juventudes que llegaban sedientas de su propia oportunidad”. Todo muy triste.

Tan triste como las opiniones de Basilio sobre la vida: “considero la bondad un signo de cobardía, como la buena educación, la gente es así para que no le partan la cara”; “los buenos sentimientos son una impostura”; o cuando, al recordar a sus padres, dice que aprendió de ellos que “para ser una buena pareja es necesario ser algo necio y primario”. La norma de su vida es ésta: “Nada es sagrado, tienes que amenazar para que no te amedrenten y hay que humillar para que te dejen avanzar”. Pero el personaje de Basilio está tan extraordinariamente bien construido que consigue que el lector se sienta atraído por él, por canalla y amoral, y que a la vez le odie por las mismas razones.

Amelia, la candidata (turolense por más señas, de un pueblo entre Lechago y Navarrete del Río), tiene un corazón más limpio, pero sabe muy bien en qué lodazal se mete y qué barrizales pisa. Tampoco es inocente, y acepta muchas de las marrullerías que le proponen para tratar de desacreditar o apartar del camino a sus rivales. Como dice Basilio, la campaña consiste en hacerse malos: “entra una doncella y sale una bruja”. Y es que, en realidad, en la novela no hay ningún sentimiento noble ni un solo personaje que pudiéramos salvar de la quema: policías que redactan informes falsos, políticos que inventan historias sólo para conmover al electorado, asesores que crean cuentas falsas en las redes para lanzar encuestas manipuladas, especialistas en desactivar escándalos a través de negocios de “defensa reputacional y lavado de imagen”… Lo que ocurre es que la trama está tan bien urdida, los personajes son tan fieramente humanos, que al final, como se dice en el libro, todos los políticos acaban siendo como un edificio feo al que cuando pasan los años le tomas cariño. Uno sólo desea que la política de verdad no llegue a ser nunca como la que refleja esta gran novela de David Trueba, que te atrapa y te engulle desde la primera página, esa en que la precampaña arranca en el Gran Hotel de Zaragoza.

 

David Trueba, Queridos niños, Barcelona, Anagrama, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Luis Melero

¿Hacia un mundo sin pensamiento crítico?

5 de abril de 2024 09:33:33 CEST

Prohibido aprender es un libro tan real que parece de ficción. Traza un recorrido desolador por las ocho leyes generales de Educación que ha sufrido (sí, este es el verbo adecuado) este país, pero no se trata de un ensayo aburrido ni de una enumeración de despropósitos, sino de la narración irónica y muy bien documentada del desmantelamiento del sistema educativo en aras de una modernidad que ya era antigua mucho antes de convertirse en ley.

Desde la LOGSE, nos explica Andreu Navarra se han ido sucediendo leyes educativas cada vez más alejadas de las aulas, y además dictadas desde despachos en los que ha primado, frente a la pedagogía, un utilitarismo mercantil que ha tergiversado el verdadero significado de la palabra competencia (pericia, nos recuerda el autor) hasta convertirla en la palabra clave de una jerga religiosa que pertenece al campo semántico de los buhoneros neoeducativos y sus moralinas sensoafectivas.

Prohibido aprender es también la crónica del escepticismo de los profesores y de los alumnos,  y una novela del desencanto,  y la descripción de una distopía tan tangible y tan cercana que asusta. Podría leerse como la precuela, esa palabra tan de moda, de un mundo similar al descrito en Farenheit 451, 1984,  o en El cuento de la criada, un mundo sin pensamiento crítico, sin capacidad de análisis, sin posibilidad de salvación ante el tsunami de datos con que el Gran Hermano nos bombardea a diario.

Pensar se convertirá en un acto revolucionario, el único posible. Como nos explica el autor, hemos dejado que la cultura se asocie al elitismo, que se nos convenza de que escribir bien no es democrático, pero al mismo tiempo,  quien quiera formarse deberá pagarse su formación al margen de la escuela pública, cerrando así un círculo vicioso: nos han convencido de que el conocimiento es solo un adorno de las clases altas para llegar a la realidad de que así lo sea. Solo quien pueda pagar el conocimiento podrá acceder a él. 

Se llega a la paradoja de que en un mundo sobrecargado de información hasta convertirse en un vertedero digital, no dotaremos a nuestros alumnos de la herramienta indispensable para abrirse paso entre la inmundicia: el pensamiento crítico. A cambio, podrán jugar con la basura, controlar sus emociones ante su aparición, pero no discernirán qué pueden aprovechar de todo lo que les llega a través de mil canales distintos. Tendrán barcos, pero no sabrán navegar. Ante la ola de la desinformación, boquearán ahogados por material que ni saben comprender ni podrán asimilar.

Sin saber comprender un texto, es imposible que luego puedan aprender a esquivar los anzuelos que se les tienden no solo en las redes sociales (el mundo es más que esto), sino también en la publicidad, en los contratos de trabajo, en la retórica que ya no sabrán qué es, en la propaganda pura y dura.  Y no sabrán qué son los daños colaterales de una guerra o una crisis, los reajustes de personal, el oxímoron de las guerras humanitarias… los eufemismos que nos rodean como una red de la que no sabremos salir. Por seguir con las metáforas marítimas, nuestros alumnos no sabrán dudar, creerán que la vida es un mar de certezas.

El problema es que habrá otros que no solo sabrán tender trampas sino que se han adueñado de un saber que era común y además, gratuito. Hemos dejado que otros nos digan que aprender menos es saber más. Y les hemos dado el poder de hablar bien, de escribir bien, de convencer, o sea, de manipular.

Como nos dice el autor, el verdadero problema es que no se está dando clase. Mientras la burocracia no deja de crecer y en las aulas prima la gamificación como si fuera la única opción posible, los profesores han dejado de creer en que las leyes traerán una solución, más bien al contrario. Con su retórica hueca y su léxico entusiasta, cada ley que abogaba por la inclusión y la atención a la diversidad ha ocultado que sin financiación, sin bajar el número de alumnos por profesor y sin formación, nada es posible. Sin fondos y sin interés por crear material pedagógico que se ajuste a la realidad, las leyes fracasan.

Apunta también el autor a los posibles intereses privados que acechan a la escuela pública, y a la falta de confianza en el profesorado como si ya solo fuera necesaria una pantalla para conseguir lo que un docente apenas puede conseguir. La desprofesorización a cambio de las supuestas ventajas de lo digital. Ya en el año 2000 Álvaro Marchesi alertaba contra la introducción de juegos de marcianos en el sistema educativo. De un modo parecido escribía que la inmersión digital no podía consistir en el mismo libro de texto pero en CD-ROM. Esto es exactamente lo que está pasando pero con herramientas mucho más sofisticadas.

No hay que discutir si se pone en el centro al alumno o al profesor, sino a la educación, que debería estar por encima de cualquier disensión política. Pero no es así, como nos recuerda a lo largo de todo el ensayo Andreu Navarra: la cultura se asocia al elitismo, la ignorancia se fabrica, y la oposición o el sentido común se consideran propios de reaccionarios.  Así, todo el que se oponía a Marchesi era tachado de conservador.

Adónde vamos, se pregunta el autor al final, al mismo tiempo que se espanta de que las familias no reaccionen ante la falta de pensamiento crítico de los alumnos.

El aprendizaje será algo clandestino. Volveremos a aprendernos los libros de memoria para que no se pierdan, crearemos sociedades secretas, trataremos de luchar contra un sistema que fomenta centros de día para los jóvenes, con tal de que no estén sin trabajo y en la calle…o quizá dejaremos de hablar de distopías y utopías, y trabajaremos para revertir la frase final del ensayo: “hemos prohibido enseñar y aprender para poner en venta el futuro de nuestra juventud”.

Hasta ese momento, conviene leer este libro que muestra una realidad que parece ficción, esta crónica del desencanto escrita por un profesor que sabe de lo que habla, una cualidad cada vez menos común en estos tiempos extraños.-

 

Andreu Navarra, Prohibido aprender. Un recorrido por las leyes de educación de la democracia, Barcelona, Anagrama, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pilar Galán

Una novela excepcional

26 de enero de 2024 10:17:14 CET

Pocas obras dentro de la literatura española contemporánea poseen la singularidad de Nada de Carmen Laforet (1921-2004), ya sea por el aura de misterio que rodea a la autora o por  la excepcionalidad de una novela fulgurante, única, que descuella dentro del panorama narrativo tras la guerra civil. Desde su publicación en 1945 y con el espaldarazo que supuso el Premio Nadal, no ha dejado de publicarse (se explica convenientemente en la “Introducción”, que descarga así al texto de muchas notas a pie de página y agiliza la lectura), a la vez que ha ido aumentado la admiración hacia una novela que forma parte del canon literario moderno. Nada se convirtió muy pronto en un “fenómeno socioliterario”, que arrumbó al resto de la producción novelística de Laforet y que pareció convertir a su autora en la escritora de una sola obra, algo que, como bien se explica en la mencionada “Introducción”, no es tal. Sin embargo, para buena parte de la crítica y numerosos estudiantes de bachillerato, esta novela no es sino un epígrafe más dentro de la narrativa española de posguerra, aunque antes, cuando se leía bastante más que ahora en los cursos preuniversitarios, era una de las lecturas obligatorias, de esas que, como El árbol de la ciencia de Baroja, Las ratas de Delibes o Tiempo de silencio de Martín Santos, había que leer (y sobre todo descubrir y disfrutar). El recuerdo de las ediciones de Cátedra –colección “Letras Hispánicas”, color negro (y tipografía no muy grande)- está también asociado a parte de esas lecturas, a introducciones amplias, documentadas y rigurosas que debían acompañar al texto, convenientemente editado. Esa labor ecdótica, profunda y detallada, es la que vemos en esta nueva edición de Nada, a cargo de José Teruel, quien también ha editado con primor las obras completas de Carmen Martín Gaite en Círculo de Lectores (por cierto, en el número 124 de Turia aparece un extenso estudio en torno a la investigación que la autora de Usos amorosos de la posguerra llevó a cabo sobre los Torán) y a quien se deben unos cuantos estudios esenciales de la literatura española del siglo XX (como los de Luis Cernuda). Su “Introducción” resulta clara y amena, y sitúa a los lectores en el contexto de creación y recepción de la obra, tan importante para entender el porqué de su trascendencia.

Lo que tal vez más pueda sorprender a los lectores que se enfrentan por primera a la novela es el hecho de que la novela en sí posee una estructura lineal sencilla –un curso académico, con tres partes-, de pocas regresiones temporales, y en la que aparentemente a la protagonista no le suceden muchas cosas, sino que es más bien testigo de diversos acontecimientos relacionados con su familia y amistades. Es, por otro lado, y así se ha venido diciendo desde hace tiempo, una novela de aprendizaje, en la que a través de la voz de la narradora-protagonista, Andrea, vamos conociendo a su familia, el piso de la calle Aribau, la universidad y la ciudad de Barcelona en  ese curso de 1939-1940. También es una novela que muestra el “mito de la conciencia desorientada”, las cicatrices de la guerra y se convierte en la obra que representa a una generación, la de esos jóvenes de comienzos de los cuarenta que, en muchos casos, vivieron la guerra sin participación directa, pues eran apenas unos adolescentes. Quizás sea este último aspecto sobre el que más se incide cuando se analiza la novela, ya que se considera fundacional de un tipo de narrativa y representativa de un tiempo y una nueva forma de narrar, que tendrá su continuación en la novelística posterior.

Pero no solo hay que prestar atención al contexto histórico y social en el que transcurre la narración, que es la inmediata posguerra, con todas sus secuelas y heridas abiertas, sino a lo que se cuenta y cómo se hace. La familia de Andrea y el piso de la calle Aribau son sin duda dos de los principales elementos que van jalonando los diversos cuadros e impresiones –muchas de ellas negativas- con los que la protagonista intercala su narración, a modo de retratos que de algún modo anticipan procedimientos narrativos posteriores. Sus dos tíos, Juan y Román, su tutora Angustias, la misteriosa figura de Gloria, la presencia de la abuela y ese niño por el que sufrimos cada vez que aparece o se le menciona, son la familia de Andrea, y de ellos se ofrecen retazos de vida, secretos y miedos. De ellos, posiblemente sea la figura del tío Román la más enigmática y compleja, con muchas sombras e historias detrás de las que vamos obteniendo detalles. Su comportamiento y su aire mujeriego, algo canalla, lo convierten en heredero de la estirpe de personajes masculinos que aparecían en numerosas novelas del XIX. Y por la parte no familiar, la de las amistades y la universidad, sin duda será Ena, la amiga de Andrea, el personaje más importante, aquel que con sus idas y venidas, esté presente en la vida de nuestra protagonista durante ese curso escolar. Los amigos de la universidad, el pelma de Gerardo, el amigo Pons o el ambiente de la Barcelona de 1940 son otros de los elementos narrativos que son presentados a los lectores de un modo a veces fragmentario, con recuerdos e impresiones de ellos a través de sucesivos episodios.

Nada es la novela que, en un estilo nuevo y diferente, muestra de manera clara la deriva y el “desarraigo existencial” de una generación y de una joven que nace a la vida tras la guerra civil. Su familia, venida a menos, rota y desquiciada por momentos, será, junto a la opresiva y oscura casa familiar, una fuerza opresiva sobre Andrea. Tampoco las amistades y el mundo universitario ofrecerán, salvo algunos destellos, claridad y tranquilidad a la protagonista, que deberá ir adaptándose a las circunstancias de la mejor manera posible, aprendiendo a base de decepciones y pequeños fracasos (tal vez el episodio de la fiesta de Pons sea un ejemplo de ello). Esta novela es esencial dentro de la historia de la literatura española contemporánea, no solo por su singularidad y especiales circunstancias (¿qué jóvenes autores son capaces de escribir una obra como esta con poco más de 23 años?) o por todo lo que la ha rodeado y que todavía hoy nos seguimos preguntando. Las historias que se intuyen detrás de lo que se cuenta tienen también su influjo sobre los lectores, pues no menos importante es aquello que se omite y calla en la narración. Quizás en tiempos de zozobra como los que vivimos ahora deberíamos volver a las obras que sustentan nuestra formación literaria y personal, aunque sea para sentir la desazón y angustia de Andrea, esa “chica rara” que protagoniza Nada.- PEDRO MORENO PÉREZ.

 

Carmen Laforet, Nada, edición de José Teruel, Madrid, Cátedra, 2020.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pedro Moreno Pérez

La verdad criminal de nuestra historia reciente

28 de mayo de 2021 08:46:35 CEST

Entre 1945 y 1946 tuvo lugar en Núremberg el largo proceso que sentó en el banquillo a una veintena de nazis implicados, en diferentes grados, en las matanzas y todo género de delitos de los que fue autor consciente un amplio elenco de alemanes encabezado, entre otros, por Adolf Hitler. En el banquillo se sentaba Hans Frank, abogado, ex ministro del recién derrocado régimen, y responsable, entre otras muchas acciones criminales, del asesinato de tres mil quinientos judíos, ejecutados al borde de una fosa donde se enterraron, amontonados, los cadáveres, en las cercanías de la ciudad entonces polaca conocida como Lwow, Lvov, Lviv o Lemberg. Así como de la deportación de muchos más a los campos de exterminio.

De Lemberg, y de sus proximidades, donde ejerció su letal dominio Frank como gobernador, provenían, y allí habían residido y llevado a cabo parte de sus estudios, Hersch Lauterpacht, catedrático de derecho internacional afincado en Inglaterra; Rafael Lemkin, fiscal y abogado, que ejerció la casi totalidad de su carrera profesional en Estados Unidos; y Leon Buchholz, abuelo por línea materna de Philippe Sands, autor de Calle Este-Oeste, un extraordinario trabajo que destaca por su cuidada y exhaustiva documentación, y por su habilidad narrativa.

Sands (Londres, 1960) es profesor de derecho internacional en el University College de su ciudad natal; y ha jugado un importante papel en los juicios llevados a cabo en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Corte Penal Internacional de La Haya, referidos al más reciente conflicto yugoslavo, al genocidio ruandés, a la invasión de Irak, a Guantánamo, o al dictador chileno Pinochet. Ha escrito ensayos sobre la ilegalidad de la guerra de Irak o el uso de la tortura por parte del gobierno de Bush. Seis años de arduo trabajo, según explica al final de Calle Este-Oeste, le han llevado a elaborar una suerte de quest o de ensayo narrativo que tiene mucho de detectivesco, de thriller, de indagación sobre el horror del siglo XX, lo que facilita su lectura pese al acopio de datos –el listado de las fuentes utilizadas, las notas, los créditos de las más de setenta ilustraciones y mapas, y el índice analítico que acompañan la edición, ocupan casi un centenar de páginas.

Además de reproducir una buena parte de los debates internos del juicio de Núremberg –haciendo hincapié en las intervenciones de jueces, fiscales, abogados y de algunos de los acusados (Göring, Ribbentrop, Rosenberg, Speer o el propio Frank, entre otros)-, Sands recoge opiniones y testimonios de descendientes directos de algunos de aquellos personajes. Uno de los más interesantes es el de Niklas Frank, que no sólo abomina de su padre, sino que todavía hoy mira cada día la foto de su cadáver, efectuada instantes después de ser ahorcado en Núremberg: “Para acordarme, para asegurarme de que está muerto” (p. 493).

Pero sin duda hay tres componentes que colman el interés de este trabajo: la biografía y la descripción del quehacer intelectual y político de Lauterpacht y de Lemkin, y la indagación en el pasado familiar del autor, a medida que, tardíamente, lo va descubriendo. Todo ello relacionado con la raíz común en la región de la Galitzia polaca –hoy ucraniana- donde Frank –del que también se nos dan muchos detalles de su vida personal, militar y política- ejerció un poder destructivo. Lauterpacht y Lemkin, con sus seguidores en el campo de las ideas referentes a la aplicación de la justicia universal, fueron los “creadores”, respectivamente, del concepto de crímenes contra la humanidad y del de genocidio. Sands no elude cualquier aportación que explique el auge merecido de ambos términos y la importancia de su relevante aplicación en muchas de las acciones y de los análisis ejercidos con posterioridad a la fecha de Núremberg. Un solo ejemplo: la noción de genocidio tiene sus antecedentes en la de “Völkermord” (asesinato de pueblos), que ya formuló el poeta August Graf von Platen en 1831, y Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, cuatro décadas más tarde (p. 253). Lauterpacht y Lemkin enfrentaron ambos conceptos, intentando imponer cada uno la supremacía del suyo, lo que hace que Sands concluya que en buena medida se complementan y revisten la misma vital importancia en la consecución de un mundo más justo.

A esas indagaciones sobre personajes fundamentales en la construcción de nuestro universo judicial contemporáneo, se une, como ya he dicho, el descubrimiento progresivo de unos antecedentes familiares semitas, del que los ascendientes han preferido ocultar los detalles en un intento por superar la marca indeleble grabada en sus vidas. Sands averigua que una buena parte de sus predecesores perecieron víctimas de la Shoah. En cuanto a los que escaparon de ella, han preferido, como su abuelo Leon, adoptar el silencio, en un singular rescate de sí mismos que resulta imposible: “Es solo que hace muchísimo tiempo decidí que esa era una época que no deseaba recordar. No he olvidado. He decidido no recordar” (p. 427), manifiesta el anciano, con delicada sutileza.

Sands ha viajado también a los lugares donde los hechos evocados tuvieron su desarrollo para constatar que, en muchos casos, se ha intentado cubrirlos de un velo que esconde la vergüenza o la ausencia de crítica, si no una ridícula parodia. Así, cuando, de visita en la actual Lviv ucraniana, el autor descubre, cercano a las ruinas de la sinagoga construida a finales del siglo XVI y destruida por los nazis en 1941, un restaurante judío llamado Golden Rose en una ciudad donde no sobrevivió ningún representante de esta nación. Los comensales, a los que observa, cenan ataviados como judíos de la década de los veinte: sombreros negros y toda “la parafernalia asociada a la comunidad judía ortodoxa. Nos quedamos horrorizados [le acompaña su hijo]; era un lugar para que se disfrazaran los turistas, que al entrar cogían las características prendas y sombreros negros de unos colgadores situados justo dentro de la entrada principal. El restaurante ofrecía comida judía tradicional –junto con salchichas de cerdo- en un menú en el que no figuraban los precios. Al final de la comida, el camarero invitaba a los comensales a regatear el precio” (p. 505).

La supuesta comicidad de la interesada parodia no puede ser más ofensiva ni infame.

 

Philippe Sands, Calle Este-Oeste. Sobre los orígenes de “genocidio” y “crímenes contra la humanidad”, traducción de Francisco J. Ramos Mena, Barcelona, Anagrama, 2017.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Giménez Corbatón

Circunvalar lo extraño

30 de abril de 2021 14:31:47 CEST

 

Hablaba Szymborska, en su discurso después de la concesión del premio Nobel, de la duda, de la necesidad de dudar para poder entender. Hablaba del no sé como respuesta inherente a la perpetua pregunta del poeta, en este caso. ¿Cómo resolver que no hay base firme, que el tal vez es más cierto que la certeza, que el vuelo se aproxima más a nuestra respiración que el paso?, ¿cuál es la reacción ante la perplejidad o la herida? Voy a responder sin demasiada rotundidad: el silencio. Hablar y callar acaso sean dos marabuntas igualmente violentas. Y esto, este impulso preparatorio para decir o no decir, genera lo extraño. Intuyo que la escritura de Arturo Borra es una escritura perpleja, esto es, hay extrañeza en el afuera y en el adentro, por tanto, la palabra se comporta como esa extraña que intenta ser vestigio y memoria.

 

     Desde lejos (Eolas ediciones, 2020), este inquietante y portentoso libro, nos embadurna de tiempo y de fisuras: el ser que se aleja —de sí y de sus lugares— y la acechanza de un desconcertante vacío: «late en mí / el desfiladero».

     El libro se inicia con dos acertadísimas citas de Simone Weil y René Char, que abren el orificio de dos irrevocables agujas que el poeta henderá en los versos: extranjería e incertidumbre. Estos topos son la lanzadera de las lesiones que se van apelmazando en los versos: la inconsistencia, el miedo, la distante cordura, la suciedad política y social, etc.; y también, cómo no nombrarlo, ese reducto que es el amor desde donde poder visitarse a uno mismo y mantener la dignidad —y la esperanza.

     No hay secciones; la lectura se ofrece en su desbordamiento como una fronda repleta de alegorías o de refuerzos sintácticos desmembrados por la barra interna de muchos de los versos. Así mismo, los poemas encierran en corchetes sus títulos —concisos, esenciales, en su gran mayoría una sola palabra—; visualmente actúan con tal rotundidad que la lectura que a continuación se inicia ya proviene de un cierre, de una extenuación. Cabría insinuar que los signos ortotipográficos son actantes, no solo especifican sino que explican y se comportan como verdaderos nutrientes del contenido.

     Intuyo, nuevamente, que de entre los bellos y perturbables hallazgos que podemos encontrar en la escritura de Arturo Borra está esa atmósfera reconocible e íntima que se ancla al grumo desnudo de la inocencia. ¿Cómo, si no, las incesantes preguntas, la infancia en carne viva —y su expulsión—, el no retorno a nada, la extranjería ubicua o el dolor por aquellos que pierden la vida durante las extenuantes travesías para, paradójicamente, poderla mantener?

     En el magnífico texto introductorio de Alfredo Saldaña se trazan sabiamente las constantes que permanecen en la poesía de Arturo Borra. Repasando alguno de los libros anteriores del poeta, leemos en Para trazar lo imposible: «[...]Hacer del tránsito / una patria oscura» o «Si no nos expusiéramos al viento, ¿cómo podríamos sentirnos acariciados por lo lejano?». El viento, efectivamente —y como también apunta Saldaña—, actuaba como un desfibrilador reactivando la andadura, aun a pesar de la liviandad del paso. En Desde lejos también cruza —el viento— los versos como habitante interno, pero es el vacío o el hueco la gran fosa que detona la palabra. «[...]Para no callar/, escribir la hendidura», nos encontramos en Todo tanto; «Que el vacío se convierta en lugar de lo naciente.», oímos en el primer poema de Desde lejos.

     La palabra, que nombra y vacía, su no lugar y sus ocultos desdoblamientos, ¿acaso puede deambular como un eco sorprendido en donde la sustancia —el es— pueda significarse?; ¿puede retener en su vastedad el preciso hematoma que produce lo extraño? La razón poética (María Zambrano), tal vez condensada en el intento, abre pozos en el pozo, hay en ella un «irse vaciando en el vacío» (Clara Janés).

    No es en balde que Arturo Borra incluya cuatro Poéticas en Desde lejos —hay que tener en cuenta sus ensayos publicados sobre el lenguaje poético y el exilio— y dos Sabidurías. Las primeras articulan, curiosamente, un posicionamiento vital que deja —¿al margen?— la reflexión sobre el lenguaje, de manera que el poeta, sabedor de su impostura pero también de la necesidad de este, la disemina, como si se tratase de perdigones, por todo el libro —así el título de muchos de los poemas: [Idioma], [Lengua muerta], [Palabra desamarrada], etc—. En las Sabidurías, volvemos a lo inicialmente apuntado, la duda: «yo no sé quién sabe qué / qué yo/ quién / decime vos que vas preguntando / sin voz», en la primera; «¿Y quién sabe morir?», en la segunda. Es inevitable entrar en los Libros Sapienciales y leer lo siguiente: «De improviso hemos sido engendrados, | y después de esto seremos como si no hubiéramos sido [...]» (Sabiduría 2,2). La muerte es ese paseante mudo que alumbra nuestro eco y del que no sabemos nada salvo su existencia cierta; así, la desaparición sucede como un desalojo callado. También la oscuridad —esa materia que se revela en el morir— es aliento en los versos de Arturo Borra: «No importa que la penumbra sea: / así se confunden los pasos / que llegan desde lejos / como un ritual de despedida». El poeta bordea el filo de la oquedad en la lengua e incesantemente pregunta, y se pregunta, cómo se regresa, y quién lo hace.

     Pongamos que vuela, la palabra, como el jazmín en noches lentas. Pongamos que, como apuntó Rilke, desemboca en silencio. Arturo Borra, extraño de sí mismo y de su voz, ausculta la naturaleza del ser, disecciona hábilmente las incisiones dolorosas que nos perforan, deambula lejos para comprender que el afuera también convierte la palabra en hueco —«[...]todo barranco es más real / que la cercanía.»—; de lejos delimita magistralmente los cercos de la memoria —lo expulsado que permanece— y, de lejos, da cuenta de los registros perdidos que le instan a reconocerse.

     También desde fuera urde el recuerdo de la infancia —modismos y giros de su tierra natal e imágenes devueltas al ahora—. Con el lenguaje busca la casa en silencio: «un solcito/ un árbol/ otra palabra / que abrazar/ manto verde / para cubrirse del desierto» y en esa distancia reconstruye la mirada: «aprendiendo a mirar / desde lejos». Extrañar lo vivido acaso retumbe como una onda en el agua que agranda su movimiento, pues allá están los sonidos irrompibles que siguen acuciando al rumor del presente (es inevitable recordar aquí aquellos matices consternados del Libro del desasosiego, de Pessoa).

     Esta escritura limada en el vínculo sobrecogedor de la propia imagen, que expone, apabullante y precisa, la carencia de abrigo, se refleja en el lector como si se tratara de un espejo. Solo cabe circunvalar los intensos poemas que nos brinda su autor y, acto seguido, estremecerse y asistir a un ritmo despiadado de lucidez, de belleza y, si acaso, de desazón.

     «¿Y quién no arrastra sus lechos secos, zonas baldías donde depositamos las pérdidas?», nos dice Arturo Borra.

     ¿Quién no lo hace?

 

 

 

                                                    

Arturo Borra, Desde lejos, León, Eolas Ediciones, 2020.

    

     

Escrito en La Torre de Babel Turia por Lola Andrés

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