Juan José Verón -a la sazón presidente de la Asociación de Periodistas de Aragón-, con motivo de la entrega a Alfonso Zapater del premio de honor a toda una trayectoria periodística en el año 2006, un año antes de su muerte, dijo de él que era “un maestro del periodismo aragonés”; sin embargo, Zapater siempre se consideró “un eterno aprendiz”: “Continúo teniendo sueños e ilusiones permanentemente. Por eso sigo diciendo que nazco cada día que amanece. Si no se soñase, no merecería la pena vivir”, declararía en una entrevista concedida con motivo del mencionado premio, pues él siempre se vio como “el hombre que era de niño”,  por lo que en todo momento le acompañaron los recuerdos de su infancia y una perenne mirada infantil con la que escudriñaba la vida y el  mundo con esa insaciable curiosidad de niño adulto en la que todo, cada día, está aún por descubrir.

Alfonso Zapater fue uno de esos periodistas de casta, de los de antes, de los que se pateaban las calles, alternaban en los bares y conocían la intrahistoria de su ciudad - Zaragoza- al dedillo.  Escribió hasta el mismo día de su muerte, incluso jubilado iba todas las tardes al Heraldo a redactar su columna y supo adaptarse como un chiquillo a la revolución informática y a su velocidad de vértigo: “tú dime cómo entro a escribir y ya está”, le pedía a su joven compañero de trabajo, lo demás ya lo ponía el escritor de raza que llevaba dentro, por eso murió con las botas puestas o la pluma en ristre, escribiendo hasta el final y manifestando en cada línea de sus artículos, con cada una de sus palabras, el amor que siempre sintió hacia su tierra: “Que la personalidad de los pueblos permanezca intacta sin temor a perderla un día, por culpa del descenso de habitantes…”, con este párrafo a propósito de la Asociación Cultural El Hocino de Blesa, terminaba su última crónica de El Solanar dos días antes de morir, palabras que demuestran, por un lado, su enorme capacidad de trabajo, y por otro, resumen la constante temática más importante de su legado creativo: su profundo amor por Aragón.

Sin duda, aunque a él no le gustara reconocerlo, fue un gran maestro del periodismo, un buen novelista, un poeta de mérito, pero ante todo fue un enamorado de su tierra, un aragonés de los pies a la cabeza, digno heredero del pensamiento de Costa, al que tanto admiró y sobre el que tanto escribió.

 

La patria de un escritor: su infancia y adolescencia

Alfonso Zapater nació en Albalate del Arzobispo, en julio de 1932, pero a los ocho meses lo llevaron a Urrea de Gaén, donde su padre tenía el molino a orillas del río Martín. Así, su infancia la pasó entre Urrea y Albalate, localidades a las que consideró sus pueblos por igual.

La Guerra Civil, como no podía ser de otra manera, marcó su niñez y adolescencia. Gran parte de sus desagradables recuerdos de esos terribles momentos los rememoró en su obra Tuerto Catachán (Zaragoza, Mira, 1998), una autobiografía novelada en la que homenajea a su abuelo materno.

Su padre se exilió por un breve espacio de tiempo en Francia, pero pronto regresó y, aunque sufrió algunos meses de prisión, fue puesto en libertad sin cargos y volvió a ejercer su oficio de molinero en Aguaviva, muy cerca de Mas de las Matas, donde Alfonso Zapater va a la escuela y escribe con nueve años sus primeros versos. Allí tiene como profesor a José Miguel Balbín, un hombre fundamental en su formación por el que siempre mostró un profundo respeto y un tremendo cariño. Desde temprana edad se manifestó como un lector voraz, así a los 12 años ya se hizo con la colección Clásicos, de Barcelona, en la que leyó precozmente a Virgilio, Homero, Balzac o Rosusseau, entre otros muchos autores de la literatura universal.

 

Importancia de la jota

De niño se crió en un ambiente en el que la jota desempeñó un papel relevante en la vida familiar: su padre fue un bailador excepcional que llegó a ganar hasta en siete ocasiones el máximo galardón en Aragón, siempre con la misma pareja, Pascuala Sancho. Creó una escuela de folclore y dio clases durante muchos años, tanto en Albalate como en Urrea. También fue el creador de la popular Jota de Albalate, de la coreografía del “Rodat” y del bolero de Castelserás, enseñó a bailar a Conchita Piquer antes del rodaje de La Dolores, fue amigo íntimo del gran cantador José Oto y, como no, del “Pastor de Andorra”, quien a su muerte le cantó un padrenuestro en su funeral. Por eso no es de extrañar que en el mundo creativo de Alfonso Zapater la jota ocupe un lugar fundamental y le dedicara infinidad de artículos y una obra monumental, Historia de la jota aragonesa (Zaragoza, Aguaviva, 1988), en tres volúmenes, con prólogo de su paisano, Pedro Laín Entralgo, en los que recoge los cantadores y bailadores más destacados de cada uno de los pueblos de la geografía aragonesa.

En este sentido, también escribió una simpática biografía, plagada de anécdotas,  del gran jotero, amigo de su padre y suyo, José Iranzo, el Pastor de Andorra (Zaragoza, Diputación General de Aragón, 1993), que rezuma reconocimiento y sincera amistad.

 

Yo quiero ser torero o la reencarnación de Manolete

Coincidiendo con la muerte de Manolete en 1947, Alfonso Zapater cayó enfermo de pulmonía (fue el primero en el pueblo en recibir inyecciones de penicilina), en su larga convalecencia comenzaron a consolidarse sus inquietudes futuras, como reconoce en una entrevista en el año 2006 a su compañero del Heraldo, Juan Dominguez Lasierra: “Padecí de niño una pulmonía y tuve que guardar cama mucho tiempo. Allí, en aquella cama, se fraguó todo: los toros, la literatura, el teatro, el periodismo.” El médico le regaló un libro sobre toros y leyó durante su convalecencia todo lo que se escribió sobre el diestro, por lo que llegó, según relata, a convencerse de que el matador se había reencarnado en él. Su decisión estaba tomada: iba a ser torero. Así comenzó a prepararse recibiendo clases de toreo de salón y visitando diferentes tentaderos por toda la geografía nacional.

A los 17 años se vistió el traje de luces y debutó como novillero en la plaza de toros de Orduña (Vizcaya), luego en Graus, junto a Braulio Lausín –el hijo del famoso torero aragonés en cuya biografía colaboraría activamente Alfonso Zapater casi cincuenta años más tarde, Braulio Lausín, “gitanillo de Ricla”. Un león en los ruedos (Zaragoza, Diputación Provincial, 1998)- y José Luis Alaiza, le siguieron Albalate, Híjar, Alcañiz, Barcelona, Valladolid, Castellón, Cáceres, Plasencia, Trujillo, etc., en suma, más de treinta novilladas compartiendo cartel con figuras reconocidas y relacionándose con nombres del toreo nacional de primera fila, llegando a ser amigo íntimo de Paco Camino o de Luis Miguel Dominguín y de su familia, en especial de su hermana Carmen, a la que acompañaba al cine con frecuencia.

Fruto de esta experiencia torera y de su afición por los toros fue la que quizá aún hoy en día siga siendo la obra más completa sobre este mundo en Aragón, nos referimos a los tres volúmenes de Tauromaquia aragonesa (Zaragoza, Urusaragon, 1998), con más de 600 protagonistas presentes en sus páginas.

 

El torero poeta

Su actividad taurina lo llevó a Madrid, donde hizo el servicio militar como voluntario en el Ministerio del Ejército. Compaginó esta situación con el mundo del toro y con su afición por la escritura, por lo que recibió el apodo del “torero poeta”, pero pronto abandonó sus veleidades toreras (“Yo nunca tuve miedo a los toros. Los toros son lo único noble de la fiesta. Me retiró el ambiente, la trastienda”, dijo al respecto) para dedicarse por completo a escribir.

Su vocación literaria pudo más que la taurina y acabó imponiéndose. En principio continuó escribiendo poemas y en 1954 vio la luz su primer libro, titulado Tristezas (Madrid, Ediciones Ensayos), publicado por Pablo Antonio Panadero en Ediciones Ensayos, editor con el que mantuvo una gran amistad y con el que incluso llegó, según relata en sus Memorias (breves escritos que se publicaban los domingos en el Heraldo, en los que repasaba de manera anárquica, sin demasiado orden, circunstancias de su vida, recuerdos familiares, amigos, anécdotas, etc., siempre acompañados de una foto ilustrativa), a formar una sociedad dedicada a la venta de relojes a plazos. A este primer poemario le siguieron en esa misma editorial, Dulce sueño eterno (1954),  Julio (1954) –dedicado al mes de su nacimiento- y Ramillete (1955). Nunca dejaría ya de escribir poesía, sin duda algo más que una afición juvenil, pues en 1973 conseguiría el accésit de la Flor de Nieve de Oro de la X Fiesta de la Poesía de Huesca y poco después obtendría el premio de sonetos del certamen “Amantes de Teruel”. De igual forma, en 1975 ganaría el Premio San Jorge de Poesía por su obra Hombre de Tierra, publicada al año siguiente por la Institución Fernando el Católico.

Poco después, en 1976, escribiría, en su afán de acercar la poesía al pueblo, Aragón para todos, espectáculo poético escenificado del que se dieron más de doscientas representaciones, y la venta del texto editado superó los 10.000 ejemplares, del que también se grabó al año siguiente un disco (Movieplay) con las canciones.

Su actividad poética perdurará a lo largo del tiempo y podemos afirmar que nunca la abandonó completamente. Así, en 1992 publicará Afirmación del ser (Zaragoza, Institución Fernando el Católico), un poemario influido por el pensamiento de Joaquín Costa, que incide en una de las constantes de la escritura de Alfonso Zapater, su inquietud social, y  en el que desnuda la palabra y los sentimientos.

Volviendo a los años cincuenta, su actividad poética la compaginaba con esporádicas colaboraciones en el diario Pueblo, dirigido por Emilio Romero, y la escritura de reportajes para el semanario Dígame, y con más continuidad con la elaboración de guiones para Radio SEU, luego Radio Juventud, donde llegó a tener un programa semanal, “Palestra universitaria”, en el que contó como colaborador con un jovencísimo Martín Villa, a la sazón estudiante de ingeniería industrial.

Ya en los medios, trabó amistad con grandes periodistas del momento como Tico Medina, Antonio D. Olano, Miguel Ors o su paisana Pilar Narvión. A partir de ese momento, combinará su periodismo de calle, sus entrevistas y reportajes, con la escritura de poesía, teatro y, casi con seguridad, novela. Al mismo tiempo,  vivía su particular bohemia literaria y asistía con frecuencia a las sesiones del Ateneo; a las del domingo por la mañana en el teatro Lara, escenario de “Alforjas de la Poesía”;  a las tertulias del sábado por la tarde en el Café Varela (allí conoció a Cela, quien luego le prologaría varias de sus obras), donde se recitaban poemas por sus propios autores; a las del Café Lisboa; a las de Perico Chicote; a los recitales de las Cuevas del Sésamo, etc.

En todas estas tertulias alternaba el mundo literario con el de la tauromaquia. En una de ellas conoció al escritor Kenneth Graham, natural de Redondo (California), quien le pidió que le prologara su novela, Don Quijote en Yankilandia, una obra muy popular en su momento con grandes dosis de humor en la que su autor resucita a Don Quijote (casualmente coincide su publicación con el comienzo del largo e inconcluso rodaje de la película de Orson Welles sobre la obra cervantina, con la que guarda ciertas similitudes) y lo revive en los Estados Unidos de los años cincuenta, para presentarlo como un viajero sui géneris, que visita asombrado las instituciones americanas –el Congreso, la Casa Blanca, la Universidad e, incluso, los estudios de Hollywood, donde participa en la grabación de una película con Marilyn Monroe-.

En esta época sufrió prisión durante un mes en Carabanchel por injurias al Jefe del Estado. Se ocupó de su defensa el por aquel entonces marido de Lola Gaos, gran amiga suya y actriz que colaboró con él formando parte, como luego veremos, de su compañía “El Corral de la Pacheca”, quien consiguió  sacarlo de la cárcel mediante fianza de 5.000 pesetas. En el juicio correspondiente fue absuelto con todos los pronunciamientos favorables. Parte de su experiencia carcelaria se recoge en la autobiografía novelada a la que ya hemos hecho referencia, Tuerto Catachán, que luego comentaremos con más detenimiento.

 

Autor teatral

Su afición por el teatro se manifestó a temprana edad. Así comentaba haber escrito en su niñez en Urrea un auto sacramental, un drama en verso y una nueva versión de Los amantes de Teruel. Ya en Madrid, a finales de los años cincuenta, acudía a todas las representaciones que le era posible y gustaba de relacionarse con todo tipo de actores y actrices.  Fue amigo de María Ladrón de Guevara y de su hija Amparo Rivelles, de Luis Prendes, Isbel Garcés, Carlos Lemos, Paco Rabal, Paco Martínez Soria, María Asquerino y un larguísimo etcétera, incluyendo artistas de revistas musicales como Lola Flores, Lina Morgan o Celia Gámez, con la que le unió -según relata en diferentes ocasiones- una gran amistad, pues en una ocasión quiso ser “boy” de uno de sus espectáculos y cuando se presentó y le dijo su apellido, ella le explicó emocionada que en Argentina había tenido un novio apellidado también Zapater, de origen español, que le pagó su primer viaje a España, al que le estaba muy agradecida. Al final resultó que el tal Zapater era un tío del padre de Alfonso.

De esta forma, resurgió en él su infantil afición por el teatro y el 16 de febrero de 1958, estrenaba su primera obra en el teatro María Cristina, Noche de pesadilla. La puso en escena el Grupo Recreativo Talía, bajo la dirección de Carlos Lang. En los programas de mano, el propio autor advertía: “Es una comedia de intriga policíaca, aunque no me atrevería a encuadrarla dentro del género. Me he propuesto solamente, a través de la brevedad de sus tres actos, mantener el interés tanto en el diálogo como en la acción, de manera que al final podamos todos sentirnos satisfechos”. 

Su siguiente obra, La chavola, fue dirigida por José Franco y estrenada en sesión matinal en el Lara el 1 de julio de 1958   por “El Corral de la Pacheca”, su propio grupo escénico, integrado en esta representación por José Luis Hernández, Carmen Martín, Paquita Fajardo, Conchita Álvarez, Anastasio de Campoy, Emilio Padilla, Braulio Crespo, y por la que fue su mujer, Pilar Delgado. Obra de fuerte crítica social, cuyo tema, el chabolismo y la marginación, fue consentido por la censura por tratarse de una pieza de las denominadas de cámara y ensayo,  en las que, dada su escasa repercusión, no solían meter las tijeras. Buero Vallejo lo felicitó personalmente mostrándole su extrañeza por haber burlado el filtro censor; sin embargo, la crítica del momento, incluido Alfredo Marqueríe, del ABC,  contrariamente a lo que años después recordará Alfonso en sus Memorias, no fue muy favorable. Así, por ejemplo, el citado crítico decía: “La chabola encierra en su tesis una buena intención laudable, moralizadora y ejemplificadora, pero adolece de los defectos propios de un autor novel, de técnica ingenua y primaria, tanto en lo que se refiere a la expresión dialogada artificiosa y poco natural, como a las entradas y salidas de los personajes, como a la falta de dosificación de los efectos bruscos y sin ritmo. Todo en La chabola, desde su asunto hasta la traza de los personajes –siempre de una pieza, sin matices, es decir, sin verdad ni humanidad- pasando por la escasa duración de los actos revela el aire de improvisación y de esquema de quien da sus primeros pasos titubeantes por el difícil camino del drama. Ahora que, por algo se empieza, aunque este “algo” encierre mejor propósito que realización y logro.” Tan solo salvaba de la representación a Pilar Delgado, de la que dijo es “actriz joven pero de soltura, voz y dominio envidiables y admirables.”

Poco después, el 23 de julio, en el teatro de Bellas Artes del Círculo Catalán, “El Corral de la Pacheca” estrenaba Llegaron a una ciudad, de Priestley, autor asimismo de la obra, reconocida mundialmente, Llega un inspector. Alfonso Zapater logró acceder a este escenario gracias a Alberto Insúa, y encargó a su amigo de Alcañiz, Sergio Ferrer de la María, que a la sazón estudiaba en la Academia de Cine y que poco después sería uno de los ayudantes de Luis Buñuel en Viridiana, la dirección de la misma. La comedia fue traducida y adaptada por Mario Antolín Paz, marido de la gran actriz María Fernanda d’Ocón. En el reparto intervinieron actores que más tarde alcanzarían renombre como Mari Luz Bautista, Sergio Mendizábal, Lola Gaos, Hebe Donay y Fernando Guillén.

Su siguiente obra, El farol,  fue estrenada también en el Teatro de Bellas Artes. Se trataba de una comedia amable y humana con su correspondiente carga de tristeza y nostalgia, que se desarrollaba en Nochebuena, y sus protagonistas eran vagabundos sin hogar ni familia para celebrar esa señalada fecha.. La acción transcurría en un espacio único, donde las sombras se mezclaban con las luces. Sus intérpretes fueron los mismos que  habían actuado en La chabola. El periodista José Antonio Alejos-Pita le hizo una entrevista para la revista Juventud, en la que le dedicaba grandes elogios: “Como puede verse, las aspiraciones de Alfonso Zapater son dignas de la mayor consideración. Pero opino que son dignas todavía de otra cosa mejor. Son merecedoras del apoyo y de la estimación de la juventud española, que tiene en estos muchachos un nuevo ejemplo de impulso y de valentía. Son muchas las dificultades que han de pasar para llegar a la meta que se ha propuesto… Merece hacerse notar la juventud que representa. La juventud que sabe lanzarse por cualquier camino sin asustarse por nada. ¡Y fijaos que meten miedo los críticos!”. El farol  se representó durante algunos años en el Ateneo de Zaragoza, que contaba con el escenario del Mercantil, cuando Alfonso estuvo al frente del Aula de Teatro de la Comisaría de Extensión Cultural de la Diputación a principios de los años sesenta como vamos a ver.

 

De regreso a Zaragoza

Por cuestiones personales y familiares regresó a Zaragoza en los años sesenta. Colaboró en Radio Juventud, con Pedro Ara y Alberto Albericio en programas como “Café, copa y puro”, en tertulias radiofónicas y escribió multitud de guiones. Al mismo tiempo colaboraba en el diario Amanecer, para el que hacía reportajes, aunque oficialmente estaba de corrector de pruebas y se convirtió también en corresponsal de Europa Press. Poco después, dejó Amanecer y entró en la redacción aragonesa del vespertino Pueblo.

Como hemos señalado, durante los primeros años de la década de los sesenta Alfonso dirigió el Aula de la Comisaría de Extensión Cultural. Tras reponer su obra El farol, el 28 de junio de 1962, cuando se conmemoraba el 550 aniversario del acontecimiento histórico del Compromiso de Caspe, estrenó una nueva obra, Crónica del compromiso, dedicada a esta efeméride. Con la colaboración de la Tertulia Teatral de Zaragoza y bajo la dirección de Manuel Muñoz Cabeza, esta primera versión en un acto fue una especie de conferencia escenificada. Algunos años más tarde, en 1975, la pieza se recuperó a instancias del Centro de Iniciativas y Turismo de Caspe  para representarse anualmente en la fecha  conmemorativa del Compromiso, con puesta en escena a cargo del Teatro “La Taguara”, bajo la dirección de Pilar Delgado. Alfonso revisó la obra dándole un corte más clásico y alargando su duración. De igual forma, la editorial Litho Arte, publicaría por esas fechas su versión escrita.

Fue a principios de los setenta, cuando su mujer, Piliar Delgado, de familia dedicada al teatro, que por estos años dirigía un interesante programa radiofónico, “Por los caminos de la poesía”, en Radio Nacional, fundó el teatro-escuela La Taguara (vinculada poco después a Publicaciones La Tagurara, que se dio a conocer con sus Premios de Poesía de 1973, única vez que se convocaron), que era el nombre de un bar en la calle Fita, en el que se hacían exposiciones.  Hacia 1974 se constituyó ya como compañía de teatro independiente. Su actividad teatral se centró fundamentalmente en obras de temática aragonesa, reivindicativas o de denuncia. Con La Taguara Alfonso estrenaría tres obras, las ya mencionadas, Crónica del compromiso y Aragón para todos, que consagraría de forma definitiva a la compañía (se llegó a estrenar en el teatro Alfil en Madrid en 1980), con la que recorrerían toda la geografía aragonesa, y su otro gran éxito fue, Resurrección y vida de Joaquín Costa, de la que incluso grabaron una serie para la Televisión Aragonesa y que luego comentaremos más por extenso.

 Otras piezas teatrales de Alfonso Zapater son Yo traigo la luz, Se fue al amanecer, Tio Títeres y Una mirada sobre Daroca. Escenificación del misterio, esta última escrita en colaboración con Juan Manuel Torrijo en 1965.

Volviendo a su actividad periodística, en 1966 entró a formar parte de la redacción de Heraldo de Aragón, que ya no abandonaría hasta su muerte, donde comenzó a escribir una página diaria, “Zaragoza al día”, en la que mezclaba el reportaje, la crónica, la entrevista y el comentario o la opinión. En suma, algo nuevo, distinto en el periodismo de la época. Su serie “Aragón, pueblo a pueblo” se convirtió en un impresionante fresco del panorama regional, en el que todos los municipios estaban presentes -1350 núcleos de población- y que fue publicada en 18 volúmenes, con prólogo de su amigo Camilo José Cela. En la memoria colectiva del pueblo aragonés también  sobrevive su beligerante reportaje sobre la inundación de Fayón, magistral trabajo de periodismo de investigación. Son igualmente destacables sus trabajos sobre el incendio del hotel Corona de Aragón, en 1979, en el que murieron decenas de personas.

 

Costista hasta la médula

En 1975, Alfonso Zapater, gracias a las facilidades que le concedieron los familiares de Joaquín Costa, pudo estudiar y analizar los documentos que se conservaban en las estanterías de su despacho de Graus, más de doscientos ochenta y tres legajos y carpetas. Asombra la capacidad de trabajo del intelectual grausino, pero también la de Alfonso Zapater, quien en dos semanas de estudio intenso escribe los más de doscientos folios de su primer libro sobre Costa, titulado Desde este Sinaí (Costa, en su despacho de Graus), en el que se resume el contenido –el pensamiento- de todo este material acumulado en el despacho del regeneracionista aragonés. Se trata de un ensayo fundamental en su producción, pues con él se inicia una constante en la misma que no habría de abandonarle ya nunca: su costismo militante, que no es sino una concreción intelectual del amor y el interés que el albalatino siempre tuvo por Aragón. Zapater trae al presente a Costa, lo hace vivir de nuevo y mediante un diálogo con él recupera lo fundamental de su pensamiento y de su personalidad: el trueno de su voz, su misantropía, la irritación que le causa su enfermedad, la desesperación por la secular sordera de Aragón y de España ante sus reflexiones, la justa ira por las razones desatendidas, desoídas y marginadas, etc. El despacho de Graus es un hervidero de ideas, opiniones y consejos. No existe una especialización concreta o una preferencia sobre determinados temas. Al polígrafo aragonés le preocupaba todo lo que afectara a España  y por ende a Aragón-, nacional e internacionalmente. Hay sed de justicia y hambre de libertad. Le interesa, en especial, “hacer libre al pueblo español, que no lo es a pesar de sus leyes aparentemente democráticas”; elevar la cultura, es decir, modificar la manera como se distribuye el presupuesto a favor de la educación, y establecer o crear una disciplina social que a todos obligue y a todos alcance”.  De alguna forma, Desde este Sinaí  encierra una obra de teatro centrada en el pensamiento de Costa, pero demasiado discursiva y densa.

Esta pieza teatral que anticipaba su ensayo anterior la va a escribir en 1978, Resurrección y vida de Joaquín Costa. Ideario dramático en dos partes (Zaragoza, Guara Editorial, 1979). A este respecto, Zapater señalaba en la introducción que su intención había sido la de llevar a Joaquín Costa  al teatro, aun siendo sabedor de que “es empresa arriesgada y mucho más si se pretende realizar teatralmente, de acuerdo con las exigencias del género. Hay tres vicios o defectos en los que, a primera vista, se puede caer fácilmente: el abuso del monólogo, el diálogo excesivamente discursivo y la sucesión de estampas sin la necesaria coherencia en la acción. De estos tres vicios o defectos, casi obligados en este caso —máxime conociendo la personalidad de Costa—, he intentado huir para dar al hecho teatral toda su fuerza apoyándome en personajes reales, de carne y hueso, como reales son también —fueron— los diálogos que se escuchan en escena”. Así pues, Zapater busca a Costa en su voluntario retiro de Graus -en su tierra, en su patria- para repasar, desde el escepticismo que le confieren los años y el lastre de su enfermedad, en conversación con sus íntimos (Manuel Bescós, “Sivio Kossti”, Carmen Viñas Costa, Ramón Auset, etc.)  su vida, sus ilusiones –desilusiones-, sus proyectos, etc. El preestreno de la obra se celebró en Graus, el jueves 8 de febrero de 1979, con motivo del LXVIII aniversario de la muerte de Joaquín Costa, y el estreno oficial en el Teatro Principal de Zaragoza, el día 15 del mismo mes, a cargo del Grupo de Teatro Independiente La Taguara, bajo la dirección de Pilar Delgado.

La pasión de Alfonso Zapater por Joaquín Costa le lleva a fabular sobre los aspectos más personales, íntimos, del personaje. Así, partiendo de un imaginario manuscrito -unas memorias apócrifas como reza el título, que en el fondo no son sino los documentos que Zapater consultó para escribir Desde este Sinaí- que ni los más tenaces investigadores han descubierto, y de un enigmático personaje que se considera la reencarnación de Joaquín Costa en el presente, Alfonso Zapater repasa la vida y la obra del regeneracionista aragonés en la novela titulada, El regreso de Moisés. Memorias apócrifas de Joaquín Costa, (Zaragoza, Mira Editores, 1996), pero centrándose de manera muy especial en aquellos aspectos que inciden en su vida sentimental, contribuyendo a potenciar la semblanza humana del montisonense-grausino, la cual para la mayor parte de sus estudiosos pasa desapercibida, y todo ello desde la convicción de que en esta vida, antes que genio no hay otra cosa tan difícil como llegar a ser hombre, de hecho, en su semblanza de Joaquín Costa si algo resalta por encima incluso de su pensamiento es su fisicidad, su necesidad de amor, de sexo, de que le quisieran como persona.

Como colofón, Alfonso Zapater escribirá también una biografía del montisonense en el año 2005, Joaquín Costa (Zaragoza, Delsán Libros, 2005), en la que aporta datos y recuerda anécdotas poco conocidas tanto del personaje público, como del privado, el que tuvo una hija secreta y se resistió durante mucho tiempo a reconocerla como suya. La presencia de Costa y de su pensamiento no se agota única y exclusivamente en la escritura de las obras reseñadas, sino que se manifiesta también, de una u otra forma como constante influencia, en toda la producción escrita del periodista.

 

Novelista

Durante su estancia en Madrid, Alfonso Zapater combina sus inquietudes poéticas y teatrales con las narrativas y escribe su primera novela, inédita por el momento, titulada Camelia, en la que según resume en sus Memorias se mostraba “ingenioso y humorista a la par”, en ella relataba una singular historia de amor, desde una “perspectiva diferente a la tradicional”. En este mismo capítulo de sus Memorias confiesa que es en “la novela donde más a gusto me siento, porque me da la oportunidad de fundir la realidad con la ficción, sin olvidar que todo tipo de narración va acompañada también de poesía y teatro. Es una visión más rica de la realidad y de la historia, por sus muchas posibilidades”, y así es, quizá junto con la periodística, sea la novela el género más destacado de Alfonso Zapater, como lo demuestran los múltiples premios que alcanzó.

Con su segunda novela, primera publicada, El hombre y el toro (Zaragoza, Litho Arte, 1976), consiguió el premio Padre Llanas, de Binefar, en 1975. Se trata de una novela simbólica y lírica, que remite con claridad meridiana a su etapa de novillero y que parece inscribirse dentro de esas obras de corte taurino que José María de Lera escribiera en los años sesenta dedicadas al mundo de los toros, nos referimos a Los clarines del miedo (1958), Bochorno (1960), Trampa para morir (1964) o Los fanáticos (1969), o a la de Camilo José Cela, El gallego y su cuadrilla y otros apuntes carpetovetónicos  (1949), pero en este caso se trata solo de un hombre y un toro, sin público ni orquestas, ni cuadrillas ni espadas, ni turistas ni picadores ni banderilleros que saben mucho, tan solo un hombre, un toro y una naturaleza inhóspita, que en una noche inclemente de cellisca se disputan una isla insignificante, un trozo de tierra que por capricho no se lo ha tragado el río. Se trata de una esplendida novela que, por encima de cualquier otra consideración, es una lección de fortaleza ante el infortunio y la desesperanza,  una demostración del valor que puede llegar a tener un hombre en una situación límite, pero también, al final, es una historia de amistad y admiración, de supervivencia animal. El autor no toma parte por ninguno de los dos, simplemente deja actuar a sus instintos animales. El hombre y el toro tiene  connotaciones de heroica epopeya. El frío y el mal tiempo en que la acción tiene lugar no son un recurso del escritor para añadir suspense o dramatismo al relato, que también, sino que fueron una realidad, el suceso no es ficción, verdaderamente un hombre y un toro, en unas condiciones extremas, como se explica en una nota, protagonizaron esa noche y los periódicos lo contaron en su sección de casos insólitos.

Imbuido del pensamiento costista, Zapater escribió Siembra (Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1978) y El pueblo que se vendió (Barcelona, Bruguera, 1978), dos magníficas novelas de realismo social rural, que conforman un díptico perfecto de la realidad de los pueblos de Aragón.

Con la primera, Alfonso Zapater ganó el Premio “San Jorge” de Novela 1978. En ella narra la rivalidad entre dos familias –de alguna manera se trata de una metáfora de la guerra civil-, las últimas que quedan en un pueblo: una, los Acines, compuesta por la viuda, Blasa Cenarbe Adiego, madre de tres hijos solteros “como tres castillos” –Cosme, Fermín y Doroteo-; otra, los  Artales, compuesta por el viejo Lorenzo Artal Sendino, su mujer Ramona Bielsa Martín, tres hijas, también solteras, Rosario, Ramona y Dolores, y Lorenzo, su hijo menor –el impotente-y la mujer de este, Cristina Berdún Larués. Dos familias enfrentadas en su soledad, dos bandos –los rojos y los azules, los pobres y los ricos- odiándose a muerte en una guerra sorda que a veces estalla en insultos y algaradas que llevan a la justicia a sentenciar el  destierro de la familia de los Acines por sus amenazas continuas a los Artales, por su tradicional malquerencia. La enemistad proviene de tiempos de la guerra, cuando el ahora viejo Lorenzo parece ser que delató a Cosme Acín Palomar, quien fue asesinado. A partir de ese momento el rencor anida en la familia de los Acines, con tres hijos, “como tres castillos, cualquiera nos tose”, sin atender a palabras, sin que el amor de reminiscencias shakesperianas  que surge entre los primogénitos de cada casa, Cosme y Rosario, logre el perdón, ni siquiera con la esperanza de futuro para el pueblo y de reconciliación para las familias que podría suponer esa nueva vida que crece en el vientre de Rosario; sin embargo, ya nada es posible, todo está perdido: la sangre de Caín sigue triunfando hasta adueñarse de ese pequeño microcosmos del solar patrio que es el pueblo.        

Con El pueblo que se vendió Alfonso Zapater ganó el premio Ciudad de Barbastro de 1978 y se anticipó a toda esa literatura de la memoria, de mundos que se acaban, tan propia de los narradores leoneses (Juan Pedro Aparicio, José María Merino o Luis Mateo Díez) y a libros de enorme popularidad como La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, ambientado en el Pirineo aragonés. El pueblo que se vendió tiene ecos de la narrativa de Rulfo, en especial de Pedro Páramo, solo que en este caso son los vivos los que reclaman, los que dan voz a los muertos. La historia trascurre en Urbecia, un pequeño pueblo aragonés, que se va quedando sin habitantes, hasta que los últimos deciden vender sus propiedades y lo abandonan definitivamente, todos, incluidos los muertos que son trasladados a la localidad vecina para volver a ser enterrados. El lugar se acota y el casco urbano, para evitar el retorno de los antiguos habitantes, se convierte en un cercado protegido por un implacable patrón y por Damián, un terco lugareño aferrado a lo suyo que, aunque vendió sus propiedades, consiguió su usufructo y trabajar para los nuevos propietarios como guarda. La vieja tía Micaela ronda cada día las alambradas, para reclamar los huesos de su difunto, los cuales no fueron exhumados en su momento con los del resto de la población y que ahora ella necesita recuperar para descansar en paz junto a ellos. El capataz no puede soportar su presencia, le deniega una y otra vez su petición y amenaza con matarla si la ve merodear por el vallado. Damián comprende su reclamación y poco a poco va robando los restos  para devolvérselos a plazos a su legítima dueña, como si de una macabra deuda se tratara. Esta tarea reparadora le lleva a darse cuenta que el ciclo de la vida en Urbecia se ha roto de manera definitiva, ya nadie podrá pasar noticia de su muerte, de esta forma descubre a su alrededor toda una serie de males: la soledad, el paso inexorable del tiempo, la muerte y sus consecuencias más inmediatas: el pánico a morir solo y el miedo a convivir con los fantasmas del pasado. Así se desencadena toda una serie de sentimientos de culpa en su interior, en especial su falta de valor para declarar su amor a Orosia y haber luchado junto a ella contra la despoblación teniendo hijos; su dócil conformismo para aceptar la muerte de una manera de vivir y de su pueblo y, sobre todo, el de no mantenerse fiel a sus principios y a la memoria de los suyos y acabar abandonando la aldea como los demás. Para evitar esta situación, para no perder definitivamente la dignidad y como desagravio a los errores cometidos en el pasado se rinde al amor pasivo de la viuda Hortensia con la finalidad de tener hijos y de que la vida vuelva al pueblo, pero ya es demasiado tarde, con fatalidad de tragedia clásica, en un final tremendista, asistimos al asesinato del patrón. Al final los muertos imponen su muda ley a los vivos, ya no hay futuro y todo será olvido en Urbecia.

La novela impresiona, no solo por su calidad literaria, sino por la tristeza de saber que no hay solución posible. Su prosa es cruda, sin artificios, con un léxico vivo, preciso, autóctono, con el que logra crear un clima poético, en ocasiones casi lírico, que hace que el lector acompañe a Damián en sus meditaciones y remordimientos, en su soledad, convirtiéndolo en protagonista.

En 1980, Zapater conseguía con la novela Viajando con Alirio (Barcelona, Planeta, 1980) el Premio Ciudad de Jaca. En ella, Enrique, conductor que se gana la vida transportando mercancías por España con su furgoneta, es contratado para trasladar a su pueblo natal el cadáver de Alirio Pérez Lafita, un transporte ilegal que le llevará por los lugares  en los que transcurrió la vida del difunto en una suerte de casualidad-causal que lo va atrapando en la personalidad de Alirio. La novela se desdobla y en cada uno de los lugares que recorren, en primera persona, en un tono épico e intimista, el personaje principal relata en forma de memorias sus vivencias. Su vida fue singular, voluntariosa, aventurera, en ella Alirio manifiesta una clara voluntad de ser un hombre más natural que social –el modelo bien podría ser el del buen salvaje de Rousseau- que se adapta a los ambientes sucesivos sin que estos interrumpan el curso de su trayectoria que tiene a gala no volver sobre sus pasos, porque cuando lo hace es solo su cadáver quien recopila sus andanzas y vivifica su huella, sobre los seres que conoció, sobre los paisajes que holló, etc. Alirio de alguna manera es una especie de Pedro Saputo particular, un hombre con una filosofía personal que al cumplir la mayoría de edad decide enfrentarse a su “verdad desnuda”: el hecho de ser hombre en absoluta libertad, sin ataduras de ningún tipo, sin perseguir ningún fin en la vida, su único objetivo es el de vivir cada día como si fuera el primero de su existencia, anhelando lo inalcanzable (¡Cuánto del propio Zapater en este personaje!).

La novela pues, presenta la vida de Alirio como una sucesión de peripecias, de estructura itinerante –modélo clásico picaresco, pero sin picaresca, en modo alguno Alirio es un pícaro-. Alirio, como Pedro Saputo, es hijo de sus  obras, de su talento natural y de su voluntad de aprender y saber: Alirio abandona su casa y se lanza a recorrer mundo sin destino y sin metas: primero conoce el amor en una venta con una mujer madura  y trabaja durante algunos meses en la restauración de una iglesia como peón de albañil. Aquí nace su amor por el arte, lo que le lleva a aprender la profesión de alfarero,  hasta que  es hecho preso por desertor del ejército. Tras pasar dos años cumpliendo con la Patria, donde aprende a tocar maravillosamente bien la guitarra, entra a trabajar de camarero y su carácter emprendedor le lleva a asociarse con el dueño y a montar un complejo hotelero en el que instruir a los profesionales del gremio. Pronto se enamora de Martina, la hija de su jefe-socio y esto un tiempo después provoca que tenga que abandonar el negocio, pues su padre no ve con buenos ojos la relación. Alirio se retira al desierto para reencontrarse consigo mismo (capítulo muy filosófico que habla del transcurrir del tiempo, del ser, de la libertad, de la esclavitud actual. Se reintegra a la sociedad, rescatado del desierto como si de un salvaje se tratara, pero poco a poco recupera sus habilidades e instruye a todo un pueblo en ellas. Sigue su peregrinar y llega a unas cuencas mineras donde ayuda a los mineros en su esfuerzo por mejorar sus condiciones sanitarias y consigue un hospital. Vuelve a la ciudad y se alcoholiza. Sale de esa situación y ya sin esperanza de conseguir su ansiada libertad, se prepara para morir y escribe-ordena sus pensamientos. Contrae matrimonio con una mujer a la que no ama, pero que le da cobijo hasta su muerte. Al final, su cadáver, como el de los héroes míticos, desaparece.

En 1981, Alfonso Zapater quedó finalista del Premio Nadal de Novela con su obra, El accidente (Barcelona, Ediciones Destino, 1983), tras la gijonesa Carmen Gómez Ojea, una licenciada en Filosofía y Letras, ama de casa con cinco hijos, que se definía como una “cocinera que escribe o una escritora que fríe huevos”, ganadora con la novela fantástica y de aventuras titulada Cantiga de agüero. Resulta paradójico que la novela de Zapater rezume un profundo feminismo al que la misma ganadora parece renunciar, pues se declara escritora por afición, escribe por las noches, después de cumplir como ama de casa.

Alfonso Zapater escribió  El accidente en dieciséis días, durante su veraneo en Sitges, si bien había madurado la idea durante más de un año. Basada en un hecho real que cubrió como periodista de El Heraldo, narra la despedida de soltero de cuatro amigos en la montaña –Candanchú- que concluye a su regreso con un fatal accidente, en el que mueren al permanecer 14 horas sin recibir socorro. Atrapados en los restos del coche, el novio trata de sacar a sus acompañantes la verdad sobre su futura esposa. Así, El accidente es la crónica de los últimos instantes de vida de cuatro hombres, conducida in crescendo –como una tragedia griega, en la que el coro lo forman las gentes del pueblo que acuden a la orilla del río Aragón para ver como sacan los cadáveres- con breves y elusivos diálogos, y sus correspondientes monólogos interiores, para dejarnos en la duda de si tal accidente no es sino colectiva y voluntaria anulación (el parecido con El Jarama es solo instrumental). Novela realista, no exenta de toques líricos presentes en el ritmo de la prosa y numerosos elementos simbólicos (la montaña, el río, la noche, la tortuosa prisión de hierros retorcidos en que se ha convertido el chasis del coche, una especie de simbólica tela de araña en la que se encuentran atrapados, etc.), narrada desde los diferentes puntos de vista de los cuatro personajes: Antonio, Ramiro, Pedro y Carlos. Sobre ellos gravita la sombra de la auténtica protagonista, ausente, pero siempre presente en el recuerdo de cada uno de ellos: Mercedes. Novela feminista en la que se reivindica la libertad sexual absoluta de la mujer.

En 1983, Alfonso Zapater vuelve a presentarse al premio Nadal con su novela Los sublevados (Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1983. Nueva edición en la Editorial Certeza, 2005). En ella novela con rigor histórico la epopeya de la sublevación republicana de Jaca a cargo de los capitanes Fermín Galán y Ángel García.

En sus páginas se recrea de forma casi cinematográfica la aventura vivida por estos capitanes, que se sublevaron el 12 de diciembre de 1930 en Jaca y proclamaron en esa ciudad la República. Tras hacerse con la capital jacetana formaron un convoy de camiones con cientos de soldados con el objetivo de tomar Huesca, pero fueron rechazados y ambos militares fueron fusilados tras un juicio sumarísimo.

Las cincuenta y siete horas y diez minutos que duró la aventura republicana, desde el 12 de diciembre de 1930, al toque de diana, hasta el día 14 a las tres y diez, son revividas por toda una serie de personas que participaron en los diferentes acontecimientos, testigos de la fallida asonada que, reunidos muchos años después, tratan de reconstruir los hechos y de revelar-descubrir la verdad de lo ocurrido, complicada tarea que deja algunas importantes preguntas sin contestar: ¿fueron utilizados en realidad los sublevados por los políticos de Madrid para medir las fuerzas de la monarquía?, ¿fueron sacrificados de forma consciente?, ¿cuál fue la verdadera actuación de Casares Quiroga?, etc. Paradojas de la vida, cuatro meses después de su fracaso y fusilamiento, se produjo la caída de la monarquía y la llegada de la II República sin el menor derramamiento de sangre, si bien las muertes de los capitanes no fueron en vano, pues se convirtieron en símbolo de la lucha por unos ideales.

La novela rezuma emotividad, admiración por la figura de Fermín Galán, al que se considera un mártir de la causa republicana, conocimiento de los paisajes de la acción y una documentación muy trabajada de los hechos narrados.

En 1992, Alfonso Zapater publicó su novela La ciudad infinita (Zaragoza, Mira).Se trata de una novela urbana, caleidoscópica, comprometida, de crítica social, implacable con la burguesía, en la que se denuncia la existencia en las ciudades de un ámbito marginal, de una capa social oculta y relegada, si bien la obra está recorrida de un humor constante desdramatizador. Escrita con un lenguaje sencillo. Como aconsejaba Celaya, Zapater escribe “como quien respira”. El protagonista es colectivo, de temática urbana. Con los característicos personajes representativos de su clase o grupo social, no hay argumento propiamente dicho, pues se disuelve en las peripecias de su acontecer diario: Felipe el Patapalo, Nicasio, Agustín Méndez el Poeta, Jorge Bescós el Galaxias, Dolores Velasco Heredia, la Pitonisa, etc., toda una caterva de pobres, menesterosos, putas, videntes, tullidos, en definitiva, una troupe de personajes alucinados, con su particular idiosincrasia  cultural, filosófica, de vida, etc., empeñados en crear un sindicato, el SILIPOPE –Sindicato Libre de Pobres de Pedir-, que defienda sus derechos como mendicantes y los reconozca como clase; sin embargo, a lo largo de la novela no consiguen nada, tan sólo ser el centro de atención, de sospechas de la desaparición de dos niños, que luego uno de ellos, Agapito, encuentra, así como también ser los máximos sospechosos de toda una serie de incendios de entidades bancarias que se están produciendo en la ciudad. Esta serie de incendios, parece ser que causados por el Sardineta, un pobre justiciero que atenta contra un capitalismo injusto, que no solo los mantiene en una situación inaceptable, sino que también los considera sospechosos de todo tipo de males. Junto con el realismo (son muy importantes las descripciones, en especial de lugares, calles, bares, locales de alterne, ríos, puentes, etc. de Zaragoza, que se convierte de esta forma en la gran protagonista), presenta otro nivel de lectura simbólico, así los ataques incendiarios o incluso el final, la muerte y entierro del Poeta., tienen una lectura más trascendente.

En 1995 y también en la editorial Mira, publica su novela Yo falsifiqué el Guernica, una reflexión sobre el arte, sobre su originalidad, sobre el amor,  la guerra civil española y la política de nuestro país (incluido el terrorismo vasco) en los años ochenta, todo ello construido sobre una intriga mínima en la que se deja entrever que el “Guernica  que regresó a España y se contempla en el Casón del Buen Retiro podría ser falso, debido a la mano de un experto falsificador”.

En Tuerto Catachán, autobiografía novelada del propio Zapater que ya hemos mencionado con anterioridad, va alternando la mirada de un niño que vivió la guerra civil y la inmediata posguerra, con sus padecimientos, odios, venganzas, prisiones y fusilamientos, a las que como es lógico no escapó su familia, con la mirada de un adulto, un periodista -el mismo Zapater-, quien es recluido en la cárcel de Yeserías (en realidad, como hemos dicho fue en Carabanchel), acusado de injurias al Jefe del Estado, situación que se prolonga durante poco más de un mes, y que supuso una terrible experiencia que le llevó a  conocer las cloacas del régimen franquista y a descubrir que la celebrada victoria de los vencedores y los sucesivos años de paz que le siguieron eran un espejismo, pues existía en España una guerra no declarada de odios, venganzas y muertes que infligían los vencedores sobre los vencidos y que él mismo sufrió en sus propias carnes durante su encarcelamiento.

En líneas generales, podemos concluir que su estilo narrativo es, sin duda, de corte periodístico: claro, sencillo, preciso y conciso (no es un fin en sí mismo, sino un medio para contar una historia), pero con fuerza, con imágenes y símbolos telúricos, con ritmos muy marcados basados en su mayor parte en repeticiones de nombres y sintagmas, con profundidad de pensamiento en sus reflexiones. Incluso, la mayoría de sus novelas tienen su origen en una noticia y fueron escritas en poco, muy poco tiempo, con esa inmediatez creativa tan propia del Zapater periodista, ansioso de comprobar la recepción del público. En todas sus novelas la muerte está presente, pero, paradójicamente, casi siempre se erige en fundamento de vida, como no podía ser de otra forma en alguien que tuvo verdadera pasión por la vida. Otra constante en ellas es Aragón (agua, tierra, viento y sol). El paisaje no es un decorado, es un personaje, en muchas, incluso,  el principal.

 

Biógrafo

Una de las facetas más desconocidas de Alfonso Zapater es quizá la de biógrafo (en este trabajo ya hemos mencionado las dedicadas al matador Braulio Lausín, al jotero José Iranzo y la de Joaquín Costa), si bien hay que significar que se trata de un estudioso un tanto sui géneris, poco paciente para reunir toda la información relativa al biografiado y poder así abarcarlo en su totalidad; es decir, más que un investigador al uso que trata de acotar una personalidad desde todos los puntos de vista posibles, él aborda la misma desde aquellos aspectos que le son más próximos y accesibles, por eso sus biografías no se pueden considerar totales y ni mucho menos definitivas –no sé si se ha escrito alguna-, pero, sin embargo, todas son simpáticas, más anecdóticas que profundas, más humanas que rigurosas, pues están hechas desde la amistad con el personaje o con aquellos que lo conocieron y lo trataron en su vida diaria o, incluso, en la intimidad, ya que las biografías de Zapater son más bien un conjunto de entrevistas, de conversaciones ordenadas que dan una idea parcial de la vida de una persona más que de una personalidad relevante.

Un claro ejemplo de todo lo anterior lo encontramos en la biografía que le dedicó al Rey, Juan Carlos, hombre (Zaragoza, IberCaja, 1990), un trabajo que ilustra la vida  de nuestro monarca durante su estancia en Zaragoza como cadete de la Academia General Militar. Sus páginas nos descubren a don Juan Carlos como una persona “sencilla, abierta y afable” en su trato con los compañeros de promoción y con el personal de la Academia. El peluquero del centro de enseñanza del Ejército de Tierra rememora sus frecuentes visitas a la barbería: “’Aféitame’, me decía, y yo le contestaba. Pero ¿cómo le voy a afeitar, Alteza, si no tiene barba?” En este sentido, Camilo José Cela, que escribió el prólogo del libro sobre un ejemplar de un ABC, al no tener a mano un papel en blanco, resalta que “Don Juan Carlos fue un hombre: cabal, templado y como Dios manda, con el pulso latiéndole en su sitio y la mirada abierta al mundo…”, incluso en la presentación del mismo, que oficio como maestro de ceremonias, dijo que “antes y después de Rey fue un hombre que jamás volvió la espalda al tiempo que le tocó vivir y al papel que le correspondió representar.” Así pues, la obra es un conjunto de entrevistas a personas que tuvieron la oportunidad de convivir con él: la limpiadora de su habitación, el conductor del tranvía que enlazaba el centro de Zaragoza con la Academia, etc. Se trata inevitablemente de una biografía impresionista y subjetiva, si se quiere, pero no por ello menos apasionante e interesante, necesaria y reveladora de la honda personalidad de Don Juan Carlos.

Otra biografía importante es la que dedica al pintor de su pueblo, Juan José Gárate. Recuerdos y vivencias, a quien el abuelo de Zapater, el “Tuerto Catachán”, conoció bien, Zapater tan sólo en sus últimos días, pero con eso y la colaboración de sus familiares y paisanos que lo trataron en la cotidianeidad en Albalate, reconstruye su vida de forma amena y repasa su producción artística.

Un compendio de micro biografías es su trabajo en cuatro volúmenes, Líderes de Aragón siglo XX (Zaragoza, 2000), una especie de who is who de nuestra Comunidad.

En este apartado de su producción también cabe mencionar el guión escrito para televisión a finales de los años ochenta dedicado al famoso pianista aragonés, Luis Galve: Tres cuartos de siglo al piano, interpretado entre otros por Mariano Anos y  Pilar Delgado. Así como el trabajo sobre el escritor aragonés, Ildefonso Manuel Gil, El poeta que vio nacer un pueblo.

 

Aragón en el corazón

Junto a su producción poética, teatral, novelística y biográfica, su obra comprende también una serie de libros de crónicas y reportajes periodísticos que se inician con Venezuela, paso a paso (Zaragoza, Tipo-Línea, 1971), fruto de un largo viaje por aquellas tierras hermanas, y que se centra fundamentalmente en Aragón: sus gentes, su paisaje, su riqueza cultural y patrimonial, etc. Andar, ver y contar es la máxima de Zapater, en el decidido empeño de recuperar las señas de identidad de nuestra Comunidad. En unión de su esposa Pilar y de la Taguara recorren hasta el último rincón de su tierra. Alfonso no pierde el tiempo y aprovecha para empaparse de todo, de su paisaje y de su historia, sus gentes y problemas.  Así en 1975 escribe Aragón, ruta de la sed (Zaragoza, Institución “Fernando el Católico”), con prólogo de Ramón J. Sender; Esta tierra nuestra (Zaragoza, Librería General, 1981-1986, VI tomos) y Aragón pueblo a pueblo (Zaragoza, Aguaviva, 1986, X volúmenes), introducida por Camilo José Cela, obra enciclopédica, en doce volúmenes, que acoge todos los núcleos de población aragonesa en plásticas semblanzas, casi como sonetos de una obra poética monumental, y que compendia la experiencia del autor a lo largo de muchos años de visitar todos y cada uno de los pueblos de nuestra geografía.

En este capítulo deberíamos mencionar también los múltiples guiones que escribió para la elaboración de videos sobre recorridos por tierras aragonesas (De la montaña a la ribera, Del Jiloca al Ebro, etc.), con producción de Pilar Burillo y dirección de Rajko Rutar.

Con Aragón como motivo central del libro encontramos también su obra de explícito título, Aragón 1900 (Madrid, Silex, 2002), en el que Zapater presenta una semblanza de los hechos más relevantes acaecidos en nuestra comunidad –en especial en Zaragoza- a finales del siglo XIX y primer tercio del s. XX: situación política, resumen de las ideas de Costa, la situación agrícola, el urbanismo, los regadíos, la exposición Hispano-Francesa de 1908, los periódicos y revistas, el ferrocarril del Canfranc, una sucinta presentación de aragoneses ilustres, el mundo del espectáculo, del deporte, la sublevación de Jaca, etc.

Digno de mención es también en este apartado su estudio titulado Don Quijote en Aragón en el que a analiza pormenorizadamente la obra, desde las menciones iniciales de Aragón en la primera parte, hasta llegar a la segunda, y más concretamente en la tercera salida del famoso hidalgo, cuando nuestro territorio cobra capital importancia, especialmente los treinta y un capítulos  (del XXIX al LX) que dedica fundamentalmente a la provincia de Zaragoza.