1. Subasta

 

Manuel y yo ayudábamos a llevar cuadros en una subasta de arte. Habían venido a Huesca unos marchantes con un camión lleno de cuadros, un camión con matrícula de Pamplona. Durante unos días habían tenido los lienzos expuestos en un salón del hotel Pedro I; un cartel anunciaba la subasta ahí mismo para el viernes. El hombre que parecía llevar la voz de mando nos detuvo a Manuel y a mí en una acera del hotel, nos llamó “chavales”. Nos propuso entonces que hiciésemos para él de mozos de subasta. Cuando llegó el viernes nos hizo vestir unos jerséis blancos de cuello alto y nos dio las instrucciones de cómo debíamos sostener delante del público las obras de arte. El efecto de los ayudantes uniformados, cierta ceremoniosidad, trataban de dar lugar a una sugestión entre el público, de envolver de prestigio aquellos cuadros. El acompañante joven del hombre que llevaba la voz de mando se descalzaba detrás de una tela grande para inyectarse heroína en el tobillo. La mujer del hombre de la voz de mando nos repetía durante la subasta los números de los lotes que debíamos sacar, las marinas de acuarela, los paisajes de labranza, las muchachas de caras sucias. De vez en cuando nos hacía mostrar un cuadro de precio muy alto por el que nadie pujaba, pero que, de algún modo, después de la venta seguida de láminas de baratillo y lotes de oferta, volvía a levantar entre los asistentes una ilusión de lujo, cierta convención de gran subasta, de participar, aunque sólo fuese con el estar ahí, de un mundo al que no se pertenecía.

 

Manuel iba a clases de yudo. Huesca era, según la estadística, la ciudad con menos delincuencia de España. Manuel pensaba que en otras ciudades, quizá en Pamplona, podrían servirle un día, por sorpresa, sus conocimientos de artes marciales. El hombre de la voz de mando, cuando todavía no bebíamos cerveza, nos hizo servir dos cañas en la barra y nos pagó lo acordado. A la mañana siguiente ayudamos a volver a cargar los cuadros en el camión. El ayudante joven del hombre de la voz de mando no tenía sitio en la cabina, acomodaba su cuerpo duro de drogadicto en la penumbra de la carga, entre las molduras doradas de los marcos. Manuel se quedó junto al camión hasta el último momento, aunque nadie le ofreció subir e irse.

 

2. Boda

 

En el banquete de boda de mi prima Merche cantaban los tunos. Abadías decía que en el hospital donde trabajaba su padre se guardaba una colección de envases y objetos extraídos de los anos. Mi prima Merche hizo su banquete de boda en un restaurante de la carretera de Ayerbe. Era el mismo restaurante en el que, unos meses antes, se detuvieron los padres de Blasco para avisar de que les había sobrevolado un ovni. El tuno de la pandereta raspaba el parche con el dedo, ponía la mano en forma de pistola. De pronto, el tuno daba de tacón un golpe seco al instrumento, como un disparo, mientras apuntaba a un comensal. Ya se encendían los puros. En el fondo de una mesa, con sueño, la hermana pequeña de mi prima Merche ensayaba su compromiso con el anillo de las vitolas. Fuera, junto al aparcamiento, se reconocían en el fondo sucio de un arcón las latas atadas otras tardes a los coches de los novios.

 

Abadías decía que en el hospital donde trabajaba su padre había un encargado de cerrar la boca de los muertos con una sutura, y de adecentarlos. A veces el propio Abadías, siguiendo la broma, mandaba callar con el gesto rápido del que se da dos punzadas sobre los labios. Los tunos se balanceaban a un tiempo; a sus pies, el de la pandereta animaba el cuadro con ejercicios de evocación rusa. En el papel de una servilleta de este restaurante dibujaron los padres de Blasco, por primera vez, las luces del ovni que los sobrevoló. Ya tarde, ebrio del todo, el padre de mi prima Mercha fue por las mesas llamando “muertos de hambre” a los invitados. Los tunos, quizá como parte del pago, se quedaban a cenar en otro de los salones; sus capas y sus cintas, amontonadas sobre una silla, formaban un cuerpo más, negro y mudo, entre las rondas de chistes de la comparsa.

 

Los novios abandonaron por fin el salón. El novio, también claramente bebido, se llevaba consigo el cuchillo del cubierto. Lo utilizó para cortar la cuerda de latas y envases, atada todavía al parachoques. Luego, delante de los que estábamos ahí, miraba a un lado y a otro; por un momento parecía no saber qué hacer con el cuchillo, antes de tirarlo sobre la grava, como un culpable.

 

3. Interior

 

El padre de Manuel no estaba nunca en casa; su trabajo, decían, lo mantenía fuera del país. En el cuarto de estar de la casa de Manuel sonaba el teléfono. Era el padre de Manuel. En el dibujo del plato chino de ese cuarto de estar una cortesana se asomaba al agua de una pecera. Manuel, después de hablar con su padre, se iba corriendo hacia su habitación para que no le viésemos llorar. La madre de Manuel le quitaba importancia; decía: “Yo también soy de lágrima fácil”. Decía “¿Ves?”, porque alguna escena de la televisión, después de haber atendido durante un instante a la pantalla, ya le estaba humedeciendo los ojos. A un lado del pasillo, como una tumba puesta de pie, se sostenía la caja de reloj de pared, regalo del banco –mis tíos, los de la casa del pueblo, se habían hecho con otro igual-. En aquel reloj cabría el padre de Manuel. Era como si para la madre de Manuel, ahí, en el cuarto de estar, todas las películas fuesen de llorar.

 

Manuel acompañaba a su madre al cine. Yo no fui a ver Kramer contra Kramer. La madre de Manuel iba a clases de pintura. En la cocina tenía empezado el retrato de su hijo. También era aficionada a la cartomancia. Sobre el maletín cerrado de los óleos barajaba las setenta y ocho cartulinas del tarot. Durante meses tenía en el caballete el retrato esbozado de Manuel, apenas avanzaba. Entre bromas, dedicaba más tiempo a leer el futuro de los demás, también de la figura esbozada, que a tratar de continuarla. En una esquina del lienzo, como modelo, estaba sujeta una fotografía de Manuel ya un poco vieja, ya algo del pasado que no iba casi con él.

 

En la casa de Manuel sonaban varios cerrojos antes de que él o su madre abriesen por fin la puerta. La lente de la mirilla hacía ver el rellano como a través de la bola de pecera del plato chino, o una esfera de adivinación. La madre de Manuel miraba por ella antes de abrir, debíamos posar frente a la puerta durante un instante, igual que frente a una cámara, una vez y otra, hasta venir a formar una secuencia de la película patética de la casa.

 

4. Puf

 

En un último minuto la selección española de baloncesto perdía, o ganaba, contra la de otro país. Mi padre, nervioso frente al televisor, acababa entonces sentado en el borde del asiento. Mi hermano se levantaba el pijama para palmearse la tripa, repetía el estribillo de “¡Es-pa-ña!” entre desinteresado y divertido. Dentro del puf de esa sala de estar se guardaban las madejas de hacer punto de mi madre. Las dos agujas largas, clavadas en el ovillo de perlé, hacían pensar en otra antena de televisión, la antena simultánea de una emisión ciega. Mi madre, a ratos, sacaba las madejas de la oscuridad del puf y comenzaba el ese o ese de los choques de las agujas.

 

En la visita a la casa de los tíos de Madrid habíamos ido a ver el Valle de los Caídos y El Escorial. Sobre mi mesilla de noche, ya en Huesca, después de apagada la lámpara, la luz de la figurilla fosforescente del Valle de los Caídos seguía trayendo el recuerdo de las fotografías que nos habíamos hecho bajo esa escalinata de los padecimientos, del señalar hacia los nidos que habían dejado las aves en los pliegues de las estatuas gigantes de los evangelistas; de cuando la hija de mi tío el de Madrid, después de haber sido maoísta durante un año, recordó desengañada que también los chinos se dieron prisa por hacer llegar flores a aquella tumba.

 

La hija maoísta de mi tío el de Madrid llevaba prendas de hilo tejidas por su madre. A nuestro hogar, autosuficiente en jerséis y chaquetas de punto, también lo recorría, según se mirase, un aire oriental de anticapitalismo. El árbitro de la pantalla pitaba pasos contra España. Mi hermano se levantaba del sofá, desde la puerta abierta del cuarto de baño dejaba oír el chorro de la orina contra el fondo de la taza. Lao Tse, en los libros de la hija de mi tío el de Madrid, se dolía de los avances técnicos de la agricultura: ¿es que no eran ya felices con las herramientas de que disponían, las mismas que las de sus antepasados? Bajo mi cama, entre un desorden de juegos, hacía tiempo que el robot sin pilas no proyectaba transparencias de otros mundos en la pantallita del pecho.

 

5. Clásicos

 

Eloy, el profesor de dibujo, acompañaba sus clases con música clásica. Decía: “Recordad, esto es de Vivaldi”, o “Esto es de un español que se llamaba Cabezón”. Otras veces dejaba oír un fragmento conocido y preguntaba: “¿Quién sabe de qué compositor es esto?” La música clásica era el camino bueno. A veces costaba esfuerzo mantener la atención, pero había que pensar que todo lo valioso exigía algo de disciplina y de voluntad. Cabezón era un maestro del contrapunto. Eloy, en un momento de enfado, tiró el borrador de la pizarra a la cabeza de Abadías. Avisó luego a una señora de la limpieza para que acompañase al alumno hasta el botiquín. Eloy nos pedía que le tuteásemos. Volvían a sonar unos violines. “A ver, ¿de quién es esto?” Era como un concurso de televisión para chicos aventajados pero en el que nadie respondía, aún cuando se supiese la respuesta.

 

Manuel, cuando Eloy mandaba hacer dibujo libre, seguían haciéndolo geométrico, con regla y compás. Las láminas de dibujo libre de Manuel se acababan pareciendo todas a la carta de ajuste del televisor. Eloy, queriendo ser gracioso, le preguntaba a Manuel si era musulmán, por sus reparos en dibujar personas o animales. El sentido del humor de Eloy solía ser así, culto e instructivo, como su música de fondo de los grandes maestros. Manuel, en realidad, no dibujaba personas porque las hacía igual que de niño pequeño, unos monigotes por los que sentía vergüenza. Eloy, delante de todos, pidió disculpas a Abadías por lo del borrador. Después del timbre del final de clase, solo, recorría el pasillo de las aulas con su tocadiscos portátil de maletín.

 

En verano, a mediados de agosto, Manuel, Abadías y yo subíamos a las ruinas del castillo de Montearagón. Ibamos a ver estrellas fugaces. Allá la oscuridad era completa. Tumbados de cara al cielo, sentíamos el mareo de mirar al firmamento. El silencio, a ratos, parecía también algo profundo, entre el cansancio y el mirar en el reloj luminoso la hora de volver. Aunque todavía no éramos capaces de ver una estrella fugaz sin decirlo en voz alta al momento, sin señalarla y sin llevar la cuenta.

 

6. Premios

 

Manuel se quedó entre los seis primeros del campeonato de ajedrez del colegio. En su casa tenía un tablero de ajedrez de imán. Jugaba contra su padre –no mucho, sólo las veces en que venía a verle-. Nosotros no llegamos a conocer nunca al padre de Manuel. Había junto a la cama de Manuel un libro sobre el ajedrez, sacado de la biblioteca pública, y el tablero de metal. El padre estaba fuera y Manuel se adiestraba en su habitación para la siguiente partida. Quizá pensara que era un buen jugador, no admitía que hubiese perdido limpiamente su partida en el campeonato del colegio; que, sin ir más lejos, en el pasillo de las aulas, hubiese por lo menos cinco compañeros capaces de manejar las fichas mejor que él contra sus padres. En la fiesta del colegio regalaban bolígrafos de propaganda y siluetas del mapa de Aragón, también de imán.

 

Abadías ganaba un concurso de redacción, una Caja de ahorros le premiaba con un diccionario de la Real Academia Española. La hermana de Abadías le hizo una mamada a su otro hermano mayor a cambio del dinero para un concierto. El diccionario que de verdad valía era el de la Real Academia; Abadías, si lo deseaba, ya podía ser escritor. El encuadernado de piel de los dos volúmenes de la obra se recalentaba bajo la lámpara del flexo. Abadías ya no volvía a ganar ningún concurso. Durante las fiestas de San Lorenzo, apretados entre siete u ocho amigos más, acertamos luego en la diana de la feria con premio de fotografía instantánea.

 

Mi hermano y yo nos avisábamos a voces, si uno de los dos no estaba frente al televisor, cuando en la pantalla llegaba el momento de acción de la película, la secuencia bélica o de catástrofe, o cuando en el programa de conducción sobre carretera, “La segunda oportunidad”, hacían caer un coche barranco abajo antes de los consejos y las advertencias. De ese acudir corriendo hacia la televisión, del frenarnos con las manos en la curva del pasillo, fuimos dejando mi hermano y yo una huella negra sobre el empapelado.