
Las fotografías y los demás testimonios hacen ver a un hombretón grande y pesado, con anchas caderas, que seguramente se balanceaba al andar. Luego están la ceniza sobre las solapas, el cuello sucio de la camisa, los lamparones. Un día oí a Rafael Alberti contar (como si fuera suya) la anécdota del huevo frito seco, pegado a un butacón en una de las casas alquiladas por los Machado en Chamberí, que había contado Juan Ramón Jiménez. Alfredo Marqueríe, un antiguo crítico teatral, de joven lo trató en Segovia; los chavales paseaban con él hasta el río, el Eresma; de vuelta, hacían escalas en las tabernas que encontraban por el camino. A Machado le gustaba el vino, a veces no mantenía del todo la vertical y llegaba algo aturdido a la pensión de la calle de los Desamparados. A pesar de las transformaciones, quien haya visitado esa casa habrá podido percibir un desamparo muy evocador del poeta: la habitación fría, orientada al norte, que debía de tener atestada de papeles y libros en completo desorden; la cocina, oscura, lúgubre; los techos bajos, la humedad...
Quienes hemos sentido durante toda la vida la íntima compañía de Antonio Machado tenemos otra experiencia en común: la de haber arrostrado el denuesto que lo califica de poeta anticuado. Anticuado en el peor sentido: mohoso, rancio, viejo, como reflejan aquellas descripciones. Todo lo contrario que Juan Ramón Jiménez; el propio Juan Ramón se situó frente a él como epítome del artista moderno, de aspecto pulido. Y luego los famosos poetas del 27, quizá con la excepción de Bergamín y a ratos de Cernuda, siguieron aprovechando las diferencias entre los dos.
En realidad, no se trataba —y no se trata ahora— de ninguna cuestión higiénica o indumentaria, no principalmente. Machado deploraba todo lo mecánico, y la sociedad y el lenguaje modernos, convertidos en mecanismos de pulcras apariencias, fueron sus permanentes caballos de batalla. Todo eso pertenecía al «reino de las sombras», como llamó en una frase de Los complementarios a la política nacional, en la que iban envueltos el «pensamiento-ómnibus», que decía Mairena, y todos los eslóganes que rodaban por los periódicos. En definitiva, lo social, a lo que él respondía con su flagrante desaliño.
Claro que su fama también pasó por tiempos de enaltecimiento tan oficial que daba apuro declararse machadiano. Hubo un Machado para falangistas, un Machado para comunistas y siempre hay otro a mano para quienes consideran el más grande de los elogios el de poeta civil, que según se entienda viene a ser su perfecto contrario. En gran medida, todos son cosa del pasado. Hoy su nombre está institucionalizado a un nivel, digamos, turístico, pero al mismo tiempo los significados de su obra quizá sean ya incomprensibles para la mayoría. El mayor delito en nuestro socializado y mecanizado mundo cultural —el de lesa actualidad— se mantiene sobre él. Y se mantendrá siempre, porque AM no fue actual ni en su tiempo, salvados los episodios juveniles. Su tiempo no era el Tiempo, médula y clave de su pensamiento y su poesía. Y este nada tenía que ver con la grosera modalidad del tiempo únicamente vigente hoy, en la que, resumiendo, el antes es entendido como obsolescencia y el ahora como innovación (o, como dice la superstición continuamente invocada por los políticos: «retroceder o avanzar»). El propio poeta estableció su distancia con este tiempo instituido en el famoso «Poema de un día»: «Pero ¿tu hora es la mía? / ¿Tu tiempo, reloj, el mío?».
Sobre el reproche de la decrepitud externa de Antonio Machado sobrevuelan otros, por ejemplo y al nivel más superficial, los estilísticos: su apego a la música decimonónica, a la cuerda sentimental, al subjetivismo romántico, sus paisajes a la manera de Aureliano de Beruete, etc. Pero más arriba, por encima de todo eso, unas alas negras planean sobre las cuestiones verdaderamente decisivas, que no tienen ya que ver con la estética, personal o literaria, sino con la imaginación. Con los aspectos constitutivos de su imaginación, tal como cristalizan en su poesía y su pensamiento y los convierten en profundamente inactuales. La imaginación de Antonio Machado estaba habitada por el alma, la muerte y la resurrección, y los tres objetos o figuras (por decirlo así) desprenden hoy las turbias emanaciones de una sesión de ocultismo o de encuentros con ectoplasmas. Son repudiados por el zeitgeist. Las tres figuras, sin embargo, hablan de la unidad de todas las cosas, de su vislumbre fugaz, de su anhelo y del dolor por su pérdida. Una unidad abandonada, y en realidad proscrita, hace mucho tiempo.
Tras la derogación de la metafísica, las preocupaciones modernas acerca del alma, tipo De la Mettrie y demás ilustrados, consistieron en buscarle un asiento fisiológico, por sutil que este fuera. La realidad sólo tenía ya una verdad material, res extensa. La primitiva psicología del siglo XIX quiso encontrar el alma en el cerebro. Proliferaron las ciencias de lo mental, como se llamaban entonces. En un intento de rescatar su antiguo prestigio, un poeta contemporáneo nuestro como Gabriel Ferrater se refirió al alma diciendo: «Lo que los iletrados llaman psicología». Pero se trataba de los letrados, precisamente. Kant mismo, a quien Machado consideraba fundador del nuevo pensamiento, fue considerado un psicólogo. Y también Hegel entendía el alma como objeto de la nueva ciencia psicológica (o parapsicológica, quizá). Hoy, la palabra «alma» despide ese tufo a espiritismo. Pues bien, el tablado más característico del primer Antonio Machado, el de Soledades, es inseparable de aquella imaginería: los «mirtos talares», la «veste blanca y pura», las «túnicas que pasan…». Es conocido su aprecio —como el de Rubén, Unamuno, Juan Ramón o Villaespesa…— por Edgar Allan Poe; para todos ellos Poe era la fuente manantial de la poesía moderna y de la suya propia. El aldabonazo sobrecogedor en «The Raven» fue remedado por Machado en varias ocasiones, y un poema de Soledades, luego descartado, llevaba justamente ese título, «Nevermore».
La muerte. Como se sabe, Antonio Machado había nacido en una familia en la que confluyeron dos ramas muy distintas. Por un lado, estaba el reguero que representaba el abuelo darwinista, progresista y krausista Antonio Machado Núñez, rector de la universidad sevillana y sostén de la familia mientras vivió. Por el otro, le llegaba el hilo de la tradición popular, el encantamiento anónimo, el misterio oriental de una sabiduría no escrita. Su abuela, Cipriana Álvarez Durán (sobrina de Agustín Durán, el recopilador del Romancero General) fue un archivo andante de coplas y cuentos antiguos. Siguiendo ese hilo, el padre, Antonio Machado Álvarez, entregó su vida al estudio y la difusión del folk-lore, y para eso se trasladó con su familia a Madrid. Pero era un iluso; no hizo carrera académica, daba clases por las que no le pagaban. Cuando murió, tres años antes que el abuelo, Antonio Machado tenía dieciocho años y la penuria ambulante que vivió la familia tras esas muertes lo marcó para siempre. Todo lo que ocurría en el tiempo era, pues, irreversible. Todo estaba condenado a la desaparición. ¿Qué había sido de aquel otro Tiempo en el que los individuos vivían con la promesa de derrotar a la muerte y los pueblos en la espera compartida de esa victoria?
Mucho después, en una coplilla de las «Canciones a Guiomar», acuñó uno de sus dicta más célebres: «Se canta lo que se pierde». Sin embargo, Machado no se refería simplemente a lo que va quedando atrás al paso de los días, en la cuneta del tiempo cronológico. La «pérdida» de Machado tiene poco que ver con la stéresis de la que habla Aristóteles en la Física, en la Metafísica y en el tratado Acerca del alma (aunque con significados distintos). Cuando el Filósofo estudia la mecánica del movimiento —que es la del tiempo sucesivo, el «tiempo vacío» del «Poema de un día»— observa que en todo cambio natural hay algo que subsiste y algo que, en efecto, se pierde en el paso del antes al después. Pero la congoja por lo perdido no obedecía para Machado a ninguna lógica parecida; la «vieja angustia» le era conocida desde mucho antes, desde niño: «—Sí, yo era un niño, y tú, mi compañera», dice (Soledades, galerías y otros poemas, LXXVII). Esa angustia parecía haber nacido al mismo tiempo que su conciencia despertaba al mundo, como una hermana gemela, dejando atrás, en un paraíso olvidado, en un antes-del-tiempo, todo lo feliz, lo más sagrado: la unidad de «la vida buena», anterior a las particiones y contradicciones del pensamiento.
Sin embargo, como el intelectual que era, Antonio Machado no podía pensar aquella zozobra sino figurándose un antagonismo entre lo que permanece y lo que pasa, lo negativo y lo afirmativo: la razón y su sombra. En su «guerra de las entrañas» («Proverbios y cantares», XIII) las certezas racionales batallaban con la esperanza que contra toda evidencia —in spe contra spem— alumbra en el corazón. Principalmente, la del resurgimiento de todo. Sus versos invocaron frecuentemente su fraternidad con la primavera. En ella la resurrección abandonaba el mundo de las ideas y alcanzaba la realidad de las cosas. En Españoles de tres mundos Juan Ramón Jiménez (quizá con una media sonrisa) llamó a Machado «dueño del secreto de la resurrección»; pero de ese sueño hoy no queda —social, institucional, culturalmente— sino el vestigio arqueológico de una creencia archivada.
Según la circunstancia, el esquema de opuestos tomó otros nombres: el subjetivismo de su primera poesía frente al realismo de Campos de Castilla; su indecisa afiliación entre clásicos o románticos; su propio autorretrato, dubitativo entre el «guitarrista lunático, poeta» y el caviloso «aficionado» a la filosofía que le dijo ser a Federico de Onís... Envolviéndolos a todos estaba el sueño de la unidad perdida, aunque permanentemente intuida y anhelada por los poetas y los filósofos anticuados. (Así que no es de extrañar el desdén de Ortega por el Machado filósofo y sus elucubraciones románticas y sentimentales —lo que sin duda eran—; por el contrario, la moderna y mundana prosa de Ortega lleva, para entendernos, un clavel en la solapa).
Hubiera sido raro que en casa de los Machado no flotaran citas, frases, ecos de aquella dialéctica de los opuestos, heredada sin duda de la filosofía alemana que, más o menos degradada, había entrado por la puerta del brazo del krausismo. En el prólogo a una oscura Historia sobre la evolución del sentido de los colores que encontré por casualidad, obra de un profesor de Breslau, el folclorista Antonio Machado Álvarez distinguía en 1884 entre la explicación intelectual de los sentimientos y la comprensión natural que sólo «el niño y el salvaje», decía, pueden tener de las sensaciones. Así que también Machado padre perseguía una armonía de la ciencia y el romanticismo. Casi exacto contemporáneo de Hegel, Karl Christian Friedrich Krause (divulgado en España por el soriano Julián Sanz del Río, a quien Machado elogió) recibió las lecciones de Schelling y de Fichte en Jena, y fue una especie de campeón del armonismo. En fin, todos buscaban el modo de coser el desgarro que Kant había producido entre la subjetividad de nuestras sensaciones y la objetividad del mundo. El propio sistema de Hegel (traducido, por cierto, aunque del francés, por los Giner, Hermenegildo y Francisco) significa un duelo por la unidad perdida y un esfuerzo por recobrarla de otra manera. El Kant del «volatín inmortal» había hecho nacer a un nuevo individuo independiente y libre frente a las convicciones o usos arrastrados por la tradición; al menos en la mitad de sus entrañas Antonio Machado era ese individuo. En la otra mitad, su propia autoconsciencia advertía dialécticamente de lo negativo que esa misma libertad comportaba: su ganancia significaba la pérdida, a manos de los nuevos intelectos especializados, de la dimensión pre reflexiva que se encarnaba en la sabiduría popular; la de la gracia de la poesía a manos del lenguaje silogístico; la de la comunión de los corazones a manos de la aritmética social.
No obstante, la restitución o resurrección de la unidad perdida —pensemos con Machado— no se producirá como regreso a ningún pasado. Cualquier idea de restauración es un fraude. El hondo y conmovedor —aunque abstracto— poeta de Soledades había identificado el alma con el desván de los trastos: «¡Cosas de ayer que sois el alma…!» (Soledades, LXI). Y esa alma se parecía mucho al «alma bella» de los románticos, retraída y estéril, cuya pasividad puso en evidencia Goethe en sus Confesiones... Machado achacó siempre al polvoriento laberinto de sus galerías la culpa de no haber vivido la juventud que le hubiera correspondido; allí sólo había fantasmas, «despojos del recuerdo, / la carga bruta que el recuerdo lleva», como dice en otro poema crucial. Más tarde, para el poeta de Campos de Castilla el alma había cambiado de emplazamiento: ya no duerme en ningún ayer, ahora habrá de ser un trabajo de futuro, una obra, en definitiva, construida a la luz del día con «labores y esperanzas», como dirá en el poema a Giner.
En cuanto al pueblo… La ciudadanía de la democracia, compuesta de meros individuos agregados, tiene en el pueblo su contraparte. En el artículo «Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia», Machado habló de la «mónada fraterna» para referirse a la comunión de los prójimos. Rusia era entonces un talismán, rodeado, además, por un halo místico. Al escribir sobre la idea de Pueblo en la obra de Gorki, un poeta coetáneo de Machado, Alexander Blok, mantuvo frente a Lunacharsky y los socialdemócratas que Gorki no estaba guiado por ninguna idea política de la «inteligencia contemporánea», sino por el «Dios vivo». Gorki no hablaba, pues, desde una «sociedad cultural», ni desde ninguna otra en la que un individuo fuera considerado, decía Blok, el «elemento constitutivo de un conjunto». Como el propio Antonio Machado y como Juan de Mairena, el poeta ruso pensó que al pueblo y a la Intelligentsia los separaba un abismo: a este lado, las construcciones abstractas; allá, en la otra orilla, las canciones antiguas, las epopeyas cantadas por quienes no saben leer y la media sonrisa burlona de los campesinos que guardan su secreto.
Cuando yo era niño, los versos de Machado pertenecían en Soria a los hábitos del lenguaje común, con el mismo arraigo inconsciente de una costumbre heredada en familia. Circulaban sin que nadie reparase en que se trataba con ellos de una construcción estética, un artificio, una invención. Los ritmos de vida consustanciales a los poemas eran tomados por datos de la realidad. La tierra misma —el río, las sierras…— parecía haber tomado en ellos su imagen exacta por irradiación natural. Soria era así. El propio Machado dijo sentirse más inclinado a la naturaleza que al arte, pero esto sólo en parte es verdad, en la parte de un cierto sentido filosófico que le era familiar. Machado era alguien completamente urbano que gustaba de pasear por las afueras por escapar un rato del contacto con los hombres, pero ahí acaba todo (ahí y en el gusto institucionista por las excursiones a la sierra). En realidad, todo era invención para él, y todo lo que amaba, la naturaleza, el pueblo, su Dios mismo —«el Dios que se lleva y que se hace», como dice en el elogio a Azorín— había de pasar por un trabajo de la conciencia para recobrar su verdad. Debía ser hecho. El Dios de su famosa saeta no podía ser ya el de «la fe de mis mayores», ese Cristo sanguinoliento sacrificado por la tiranía de Jehová. El suyo era «el que anduvo en el mar», un Jesús del amor, únicamente accesible, como el de Hegel, tras un Viernes Santo especulativo, es decir, filosófico. Una creación. Y el paisaje, lo mismo; contra la candidez de mi pequeña ciudad infantil, ningún paisaje de Machado está ahí, en la realidad, en la naturaleza. Ninguno existe.
De hecho, tanto la idea de Dios como la de Naturaleza habían sido para la incansable filosofía idealista puertos de llegada tras un trabajoso proceso reflexivo. Creaciones. Al empirismo material, orgullo de la primera modernidad, siguió una reacción espiritualista y casi mística —la de Schelling, por ejemplo— en busca de un nuevo absoluto conciliador en el que la unidad quedara recompuesta. Como señaló Terry Pinkard, el gran biógrafo de Hegel, así fue como junto al aspecto puramente biológico de la naturaleza, fue reconocido otro aspecto en alguna medida auto sensible a su propia actividad, capaz, por tanto, de interioridad y sentimiento.
Capaz, por ejemplo, de tristeza. Entre los versos que me han acompañado siempre hay uno para mí especialmente enigmático. Ha sido el estímulo principal de estas notas. En el romance «La tierra de Alvargonzález», en Campos de Castilla, las tierras de Soria son tristes y pobres. Pero esa tristeza no es naturalista o realista, ni una mera transferencia del interior del poeta. Los versos dicen: «Tan tristes que tienen alma». ¿Por qué? ¿Es el alma una especie de colmo de la tristeza? (Unamuno lo saca a colación en Del sentimiento trágico de la vida, un poco como quien ha leído lo que ha querido leer y angustiado por la desaparición de lo individual en la onda genérica de la vida). Pero la pregunta puede ser planteada de otra manera: ¿Es posible que una realidad física haya alcanzado la condición de idea inmortal, la de una esencia, diríamos que a fuerza de tristeza? O, a la inversa, ¿es posible que la verdad más honda (para decirlo en su idioma) se haya encarnado —como «el Dios vivo»— en algo existente?
«De Platón no se ríen más que los señoritos», dice el escritor de Juan de Mairena en una frase maravillosa. La familiaridad platónica de Antonio Machado no está entre sus exégesis más habituales (y eso que leer a Platón en griego fue uno de sus deseos incumplidos). Pero —volvamos a pensar con él— el alma, dormida entre las sombras, despierta de su sueño racional. Despierta, precisamente, de la vigilia, del tiempo histórico, del olvido que significan nuestra ciencia y nuestra política, nuestra cultura y nuestras comunicaciones sociales. Entonces, el alma recuerda («Entre los poetas míos / tiene Manrique un altar» [Soledades, galerías y otros poemas, LVIII]). Y entonces la conjetura, plenamente platónica, de Abel Martín se cumple: «Si un grano del pensar arder pudiera / no en el amante, en el amor, sería / la más honda verdad lo que se viera». Por cierto que Marcel Proust, otro coetáneo, en el tercer tomo de la Recherche evocaba de manera muy parecida la salida de un sueño «La gran modificación que el despertar nos trae no es tanto el introducirnos en la vida clara de la consciencia como el hacernos perder el recuerdo de la luz un poco más tamizada en que reposaba nuestra inteligencia como en el fondo opalino de las aguas».
Todo esto no quiere decir en absoluto que los versos del mayor poeta de nuestra lengua encuentren en la filosofía, dialéctica o platónica, algo así como su justificación, y su explicación mucho menos. Pero sin el estremecimiento de pensar y de sentir lo pensado, nada hubiera ardido. La suprema emoción de su poesía culminó a mi juicio en versos que, sin embargo, no dicen nada, que no explican nada, que se limitan a nombrar: «¡pinos del amanecer / entre Almazán y Quintana!». El pensamiento aparece en ellos elidido; por decirlo así, ha muerto la flor para que brote el fruto. El río de la reflexión ha sido atravesado. En un hermoso poema titulado «Ecos», Manuel Machado preguntaba: «¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera! / (…) / De estas palabras sencillas / ¿qué puso Antonio en las letras?». Sin adverbios, sin adjetivos, sin que la sintaxis obligue a significar algo más, sin obediencia a cadena argumental alguna, ahora la conciencia se asombra de encontrarse, inconcebiblemente, ante realidades esenciales, eternas, sin circunstancia de tiempo o lugar. Nada de lo que ve está ahí —como diría Heiddeger, «ahí a mano»—. Los versos de Machado no representan ningún paisaje real. Tampoco los dedicados a la amada muerta se refieren a la historia de su vida —los hay anteriores a que el hecho real sucediera. Todo está, y quizá estuvo siempre, lejos: en el alma, que es «distancia» y «ausencia», como dice en «Los sueños dialogados». Ese río, esos cerros, ya no pertenecen —como creíamos, orgullosos e ingenuos, en la vieja ciudad de mi infancia— a ninguna geografía particular. Atestiguan del alma de todas las cosas.

