Un golpe en prosa lírica penetra agudamente en nuestro suelo. Resuena. Es la reverberación de lo que ya no está, de lo que ha dejado de ser y, sin embargo, permanece. Es el pálpito de un sonido que germina, crece, brota y, después de retumbar, hace nacer a un nuevo retoño que apunta con firmeza hacia el futuro de la luz en forma de poema. Es la palabra precisa de Ana Muñoz (Cuenca, 1987), una voz madura y verdecida que, tras ese dulce titubeo a caballo entre el deseo y la búsqueda que puebla las primeras páginas de su poemario Madriguera, se decanta por pasar a contemplar la profundidad que entraña el curso de la vida, así como por permitir que el lenguaje arraigue en lo más hondo de la rutina cuando una pérdida que no parece seguir las leyes de la naturaleza quiebra la superficie que hasta entonces había sostenido el camino de su Redehuerta. Así, la poeta opta por encaminarse hacia el poema y allí comienza a excavar un agujero, se hace voz de masa madre que moldea la tierra fecunda en la que la escritura trabaja hasta socavar los espacios anteriormente frecuentados y desenterrar de ellos la hermosura que hasta entonces siempre habían albergado, hasta llegar a desconocerlos e incluso a renunciar a ellos al asegurar «ya no quiero volver ni a la luz ni al campo, ni al resto de cosas que me hacían feliz» (Muñoz, 2021: 18).

            La voz lírica rompe en cierto modo con el pasado, pero a su vez lo conserva como patria añorada, como lugar de la evocación y la escritura, como textualidad del soporte de memoria que sobrevive al paso del tiempo. Bajo la percepción de que «esta es la forma en la que acaba el mundo: con un poema» (Muñoz, 2021: 18), Ana Muñoz sin embargo invierte esta cadencia conclusiva de su propia letra porque considera que cada cambio es un transcurso de situaciones, que «nada sucede del todo hasta que se supera» (Muñoz, 2021: 19), y que por lo tanto es preciso continuar el trayecto iniciado; y así es como empieza el recorrido de un libro en el que alcanza a guarecerse del dolor tan solo cuando lo taladra, cuando trepana el silencio tenso del suelo con la voz y profundiza con el tiempo en lo más hondo de la vida, en la raíz de la belleza.

            El ambiente lírico del poemario, de este modo, varía a lo largo de la obra. Se inaugura con la tendencia lóbrega y nublada de una vida que se consume en momentos como los de «esa avanzadera de los días de quema que es el humo» (Muñoz, 2021: 20), de un mundo «que se está muriendo» (Muñoz, 2021: 26) y en el que «todo ha pasado a ser algo aproximado, algo incierto, como los años de este ciprés longevo» (Muñoz, 2021: 21). Es este un entorno en el que se recuerda constantemente la fecha señalada de un miércoles que, lejos de ser un anclaje temporal como otro cualquiera, se define como el instante del dolor por antonomasia, el comienzo del sufrimiento que implica la llegada de una pérdida. Lo vemos en versos como «desde aquel miércoles, el silencio es una forma más de violencia y se acumula demasiado ruido en las ideas que bordean, y bordan, tu nombre a lo largo de la zequia» (Muñoz, 2021: 18). Pero más adelante el yo lírico abandona este espacio del duelo, ese inicial «No quiero que nada ni nadie pueda brotar a tu costa en la próxima primavera» (Muñoz, 2021: 26), y lo sustituye  por un «Ya no suele inquietarme que la tierra en la que yaces pueda llegar a profanarse […] Así ha sido y así ha de ser siempre» (Muñoz, 2021: 35). Nuestra poeta se redefine así en la convicción de que el recorrido vital no pasa por la posesión en cierto sentido egoísta del cariño, ni tampoco consiste en un mero estado de presencia o ausencia, sino que se traduce en recorrido, en un proceso de renovación constante en el que todo fluye y permanece pero en el que «Nada queda. Nada si es posesión» (Muñoz, 2021: 23), porque «La naturaleza es tránsito y misterio» (Muñoz, 2021: 23).

            Como traslación de poesía y pensamiento, la voz lírica se injerta en sus nostalgias y las completa con la prolongación y la unión permanentes que surgen de su recuerdo, llenando así el vacío de la ausencia con el lenguaje que nos traspone una nueva presencia, porque «La comunicación aquí es necesaria. Por consideración. Por instinto. Por supervivencia» (Muñoz, 2021: 37). Ana Muñoz, consciente de que «Importa el fruto. Porque importan las raíces» (Muñoz, 2021: 32), cuida tanto de lo visible como de lo invisible en la traslación de sus poemas, actúa como tallo que transita entre los rincones más oscuros y los espacios más iluminados, entre lo más hondo y lo más alto al mismo tiempo, como vínculo entre los extremos, y acepta que el vacío colme un nuevo lugar de la naturaleza, que pase «a ser pasto de la tierra para poder pertenecerle a ella» (Muñoz, 2021: 20). Es de este modo como nuestra poeta emprende el camino hacia las hojas renovadas de una existencia caduca que se secó y se cayó en otro tiempo, y entonces se reconoce a sí misma «al borde de una vida nueva, desparramándome como el café que siempre echo de más» (Muñoz, 2021: 30), saliéndose por completo de los límites del mundo conocido para así explorar el otro lado y entender que al cuidar a las plantas «ese mimo es comunicación con algo más que con ellas» (Muñoz, 2021: 38), es diálogo con lo que no está y, sin embargo, permanece y se intuye cada vez más cerca.

            Y a medio camino entre el “aquí” de su palabra y el “allí” de la tierra y del cielo, la voz de Ana Muñoz recorre la trascendencia de la vida como savia que fluctúa entre ambos extremos, y, considerando que «ser alguien o ser algo es aquello que pasa inmediatamente antes e inmediatamente después de no ser nada y de no ser nadie» (Muñoz, 2021: 19), la poeta hace “algo” de la “nada”, hace presencia de lírica desde el silencio violento de la ausencia. Y la traslada al injertar al presente su recuerdo como prolongación futura, como una palabra nodriza que amamanta el curso de la vida desde el refugio del lenguaje, desde el cobijo del poema, desde un agujero inicial ahora ya poblado por su firme convicción de madriguera.

 

 

Ana Muñoz, Madriguera, Zaragoza, Olifante, 2021.