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Configurar sentido descendente

¿Qué espacio concurre en el hiato que se produce entre la palabra y lo real? ¿Cómo irrumpe, brota, habita la realidad en la creación artística? ¿De qué manera el arte ensancha la vida, la solapa, se superpone o se hace imposible la distinción entre uno y otra? De todas estas cuestiones y algunas otras más, tan sugerentes y lábiles, habla el poeta Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971) en su último ensayo, Yo soy la naturaleza (Anagrama).

 

- Un buen verso, ¿se parece a una idea musical, en el decir de Théophile Gautier?

- Tengo muchas ganas de contestar que sí, pero creo que es reduccionista. Hay muchas maneras de ser verso, y algunas, creo, no tienen nada que ver con la música (con ningún tipo de música: la música también tiene formas de ser muy variadas). Algunos versos, por ejemplo, parecen mudos, y no se parecen a una idea musical, sino al silencio; o a configuraciones sonoras que no dan la impresión de representar una idea, sino otra cosa, una punzada, una descarga eléctrica, un escalofrío.

 

“Al escribir, algunos nos guiamos por intuiciones o asociaciones que no podemos explicar”

 

- ¿Qué cosas hace el poema que no dice, según Emily Dickinson?

- Algunos poemas hacen esas cosas que acabo de mencionar, trabajan sobre nosotros al margen de las ideas y lo decible. Pienso que la comunicación tan peculiar que se establece a veces por medio de la poesía es una comunicación entre el inconsciente de quien escribe y el inconsciente de quien lee: al escribir, no siempre sabemos del todo qué estamos haciendo, y algunos nos guiamos por intuiciones o asociaciones que no podemos explicar; y al leer, no siempre sabemos del todo qué ni cómo nos está movilizando el texto.

 

- Partamos de un hecho discutible: la poesía está siendo colonizada por el sistema (youtubers e influencers se alzan en las listas de más vendidos, en Facebook cualquiera se reclama como poeta, la industria del libro empieza a cortejar la poesía como posible territorio susceptible de beneficios…). Si lo que la caracteriza es la subversión de los valores dominantes, ¿los poetas que se repliegan al poder, lo son?

- La poesía es independiente de lo que hagan los poetas, las editoriales, los gestores culturales y los lectores. Creo que la poesía no está siendo colonizada en absoluto. Precisamente en el libro planteo que habría que distinguir entre la poesía y la "poesía", entre comillas: textos que comparten la apariencia de los poemas, pero no su esencia.

 

- ¿Hay un exceso de protagonismo en el poeta que va en detrimento del poema?

- Entiendo que eso nos puede pasar a todos, y que es algo a lo que tenemos que estar atentos siempre. Y no me refiero al protagonismo en el sentido de que seamos vanidosos o fatuos, sino a que a veces intervenimos en la escritura o la corrección desde nuestros gustos y prejuicios y limitamos la libertad del poema para ser lo que quiere ser (o nuestra libertad para hablar desde otros lugares).

 

- ¿Cómo conjugar lo que tiene que decir el propio poema con lo que desea expresar el poeta, esa "imposición de su autor", de la usted habla? Dicho de otra manera, ¿cómo el poeta deja de ser persona en su escritura?

- Es un problema, sí, porque tampoco estoy a favor de la no intervención o la no corrección, desde luego. No sé cómo se hace eso, es uno de los muchos misterios del proceso de escritura. En algunos casos, sentimos con claridad que algo que hemos escrito funciona, o está vivo, y tenemos que dejarlo aunque puede que vaya en contra de nuestro gusto. Otras veces, quizá la mayoría, este ir contra el gusto propio genera una especie de incertidumbre: a mí me pasa que no me acaban de gustar algunas cosas de mis poemas, o no sé si me gustan, o no sé si tendría que haberlos retocado. En algún momento percibí ahí una cosa verdadera y lo mandé a la editorial, y quién sabe.

 

“Me gusta que el poema esté abierto a lo contingente”

 

- ¿Cuánto de azar se concita en un poema?

- Tampoco se sabe, pero a mí me gusta que el poema esté abierto a lo contingente. Eso es lo que se logra, espero, cuando no se deja todo atado. El poema puede tener marcas de imperfección, pero hay algo que se mantiene vivo, verdadero, real.

 

- ¿De qué modo la poesía nos habla de lo real, esa conjugación "entre un mundo regulado y un mundo donde todo es posible"?

- Creo que precisamente me interesa eso de la poesía, como estaba diciendo: que hable de lo real, o mejor, que produzca realidad. Lo hace de un modo único, singular, como ninguna otra actividad lo hace, pero tiene cosas en común con las demás artes y, me parece, con el modo en que los sueños hablan de lo real y producen realidad.

 

- Si "la poesía genera un tipo de comunicación peculiar" (pienso en la reflexión de McFerrin a propósito de una canción sin palabras que genera casi todas las canciones posibles), ¿cualquier interpretación sobre el poema es válida?

- No sé. ¿Válida para qué? Si queremos ser mediadores entre un poema y sus lectores, e imponer un sentido, no cualquier interpretación es válida (ninguna es válida, pero quizá algunas serían más válidas que otras). Si, por otra parte, leemos un poema para ver qué nos pasa, para ver dónde nos lleva, diría que cualquier cosa que pensemos es válida, aunque nada de lo que haya en el texto "justifique" esa lectura.

 

“La poesía sirve para pensar, desde luego, pero no diría que el poema piensa”

 

- ¿De qué modo (si es que lo hace) piensa el poema?

- No sé si el poema piensa, la verdad. Creo que cuando el poema parece pensar, está reflejando el pensamiento de quien lo ha escrito o leído. O sea, aceptando la metáfora, yo no llamaría pensar a eso que hace el poema, creo que el pensamiento es otra cosa. La poesía sirve para pensar, desde luego, pero no diría que el poema piensa. Me parece que encajaría mejor con mi imagen borrosa de lo que es un poema decir que opera como opera la naturaleza. Eso de lo contingente que decía antes.

- ¿Por qué todo yo es un yo poético, como afirma? ¿Cualquiera, como dijeron los surrealistas, y antes los románticos, es un poeta en potencia, existe lo que denominaron "comunismo del genio"?

- No, cuando digo en el libro que todo yo es un yo poético me refiero a que el yo también es una construcción relativamente ficticia, que toma cuerpo en ciertos actos (de habla, de lectura, en ensoñaciones, en actividades físicas también, en el amor), pero que no representa una cosa sólida, permanente, responsable.

 

“La poesía nos puede transformar de infinidad de maneras”

- ¿De qué manera la poesía tiene capacidad de transformar a quien la habita? ¿Puede incidir en lo real?

- Incide en lo real y forma parte de lo real. Nos puede transformar de infinidad de maneras. Por mencionar una, nos puede generar una gran conciencia de todo lo que pasa por el lenguaje.

 

- Para usted, el gran problema de la poesía es que la disposición de las palabras, en el poema, siempre sea idéntica. ¿Eso queda suplido indefectiblemente con la capacidad de lectura que admite, con el hecho de que un buen poema siempre resuena aportando un matiz?

- ¡Es un problema porque no tiene solución! Para mí, al menos, no hay nada que pueda suplir el movimiento que hay en el impulso de escritura. Eso es algo esencialmente efímero; en cierta medida, está condenado a no poder conservarse. Pero es un problema desde el punto de vista de quien escribe. Lo que dices de la lectura es un consuelo para este problema, o una especie de sucedáneo de eternidad. Lo cual no significa que no sea algo absolutamente maravilloso, algo que vale la pena en sí: los lectores no están ahí para solucionar los problemas de los autores.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

La figura de Dante Liano (Chimaltenango, Guatemala, 1948) representa uno de esos ejemplos ilustres en América Latina (como el de Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes o, más recientemente, Sergio Ramírez) en que la labor de creación estética se alía brillantemente con la erudición literaria, dando lugar a un humanismo total. 

Como profesor, y hasta su jubilación en 2019, ha alcanzado las más altas distinciones académicas en la Universidad italiana y ha sido fundador y coordinador de la Cátedra de Lengua y Literatura Española e Hispanoamericana de la Università Cattolica del Sacro Cuore, donde ha sabido llevar un número fabuloso (más de mil cada año) de estudiantes. 

En tanto crítico literario, lo relevante tiene que ver con su condición de pionero en lo relacionado con el estudio, el conocimiento y la difusión de las culturas indígenas prehispánicas y poscolombinas en la región de América Central, así como con su investigación acerca de la literatura colonial centroamericana. 

Como creador literario, su quehacer adquiere notoriedad fundamentalmente por tres aspectos: el trabajo de homenaje y transformación genérica, la conciencia cívico-moral y  la tarea de forja sobre el lenguaje coloquial, que adquiere en su literatura una gran calidad estética.


Los géneros narrativos

 

La maestría técnica se advierte en la experimentación a que el autor somete al género negro en novelas como El hombre de Montserrat, de 1994, o El hijo de casa, obra de 2004. La primera de ellas es una precursora de la corriente antidetectivesca en la literatura centroamericana, por la desconstrucción que lleva a cabo del concepto de Verdad, tanto en la esfera ontológica (el Ser) como en el dominio epistemológico (el Conocer) o ético. El hijo de casa es una novela negra híbrida, puesto que, si la autoría del crimen se dilucida y el retrato de la maldad social es demoledor, las causas del mismo se esfuman en las tinieblas de lo indescifrable. En la novelística de Dante Liano, como en la narrativa negra hispanoamericana, la idea usual de pesquisa, lo mismo que el maniqueísmo moral, serán transformados, cuando no burlados, por parte de los autores.

En El abogado y la señora, de 2015, es de notar el tributo que se rinde a la novela picaresca, ambientada en la Guatemala del conflicto bélico y de la postguerra. Las analogías con el relato picaresco son tanto superficiales como profundas. En efecto, el origen vil, la sátira social, el discipulado del protagonista, sus andanzas, el humor, la amoralidad o el afán de medro guardan relación con el personaje de Abundio Revolorio, pero la novela es ante todo picaresca por su pesimismo existencial (recuérdese el magisterio del Guzmán de Alfarache) y por su concepción del mundo como un simulacro de una realidad ideal (ausente).


Un compromiso más allá de lo ideológico

 

La vertiente cívica tampoco carece de importancia en la literatura de Dante Liano, y así lo evidencia una novela como El misterio de San Andrés, de 1996, en la cual el material narrativo se reparte equitativamente entre los personajes de Benito Xocop, que representa el mundo indígena, y el personaje de Roberto Cosenza, que encarna el mundo ladino de ascendencia europea, en este caso italiana. En muchas ocasiones, a lo largo de la literatura guatemalteca, el personaje del indígena ha sido depreciado y despreciado, o instrumentalizado en aras de un mestizaje forzoso que pasaba por la aceptación de la modernidad, de la técnica, de la ciudad letrada o del progreso material y espiritual. En esta novela de Liano, empero, se propone una suerte de solución federal, en la que las dos mitades de la nación guatemalteca convivan armoniosamente, en igualdad de derechos e intercambio mutuo. Es interesante leer esta novela en paralelo con obras emblemáticas del indigenismo como El mundo es ancho y ajeno (1941), de Ciro Alegría, para advertir que en la obra de Liano no se produce esa inversión de la dicotomía civilización-barbarie que sí tiene lugar en el texto de Alegría. En el relato de Liano, por el contrario, se supera cualquier maniqueísmo, y el odio ladino-indígena o indígena-ladino adquiere una connotación de “plaga”, en el sentido que el teórico francés René Girard le confirió al término, que apunta al recurso generalizado a la violencia.

Por su parte, si Réquiem por Teresa, de 2019, es indudablemente una novela feminista, no es, sin embargo, un texto de lectura unívoca, pues se demuestra que, en un país que carece de los instrumentos necesarios para erradicar o paliar el abuso patriarcalista, las víctimas pueden degradarse moralmente tanto como los victimarios.

 

El lenguaje

 

En lo atinente a Dante Liano, el estudio de su narrativa (sobre todo de su cuentística, pero también de novelas como El hombre de Montserrat, El abogado y la señora o Réquiem por Teresa) pone de manifiesto la diferencia cualitativa del lenguaje coloquial literario sobre el lenguaje coloquial natural o común, el cual experimenta un proceso de estilización, de suerte que el hablar espontáneo muta y se enriquece en todos los planos de la lengua, desde el dominio léxico a la dimensión morfosintáctica.

En la esfera diatópica (la de las lenguas), la narrativa de Dante Liano se alimenta del español, del inglés, del italiano, del maya o del náhuatl, así como del dialecto chapín, mexicano, o del español peninsular. En el plano diastrático (el de los estratos socioculturales), la coloquialidad de la narrativa de Liano es tanto popular como clasemediera o culta. Y en el nivel diafásico (el de los registros lingüísticos), el lenguaje de sus obras es informal o vulgar, pero también elevado. Respecto de la dimensión morfosintáctica, su coloquialidad remeda las reiteraciones o la parataxis (la preponderancia de las oraciones coordinadas o yuxtapuestas) del discurso oral, aunque también puede adoptar una gran flexibilidad sintáctica, de modo que los coloquialismos aparezcan insertos en oraciones complejas (subordinadas). Por último, a las funciones usualmente asociadas a la coloquialidad (a saber: la apelativa, la referencial, la emotiva y ante todo la fática, es decir, la que se obstina en mantener la comunicación a toda costa) se añaden en la literatura de Liano la función metalingüística y sobre todo la estética, en una obra literaria que, a través del manejo maestro del lenguaje (ejemplo y testimonio de un mestizaje feliz), acrecienta la creatividad, la representatividad y la esfera cognitiva de la tradición literaria que lo antecede, desde Miguel Ángel Asturias a Marco Antonio Flores.

 

En resumen, y para concluir, el realismo de la narrativa de Dante Liano adquiere envergadura literaria no solo por su profundización en la circunstancia guatemalteca, sino también por la complejidad de su mensaje moral. En términos propiamente técnicos y formales, ha de destacarse el gusto vanguardista por el experimento genérico y el logro de un lenguaje coloquial de gran valor artístico, desde la mímesis hacia la pura creatividad verbal.

 

                                                                                               

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Emiliano Coello Gutiérrez

Interino

23 de octubre de 2025 09:48:35 CEST

Los libros del gato negro nos acercan una lectura muy particular, una novela que -más que un ejercicio de autoficción- nos traslada la narración novelada de un tramo de la vida que arranca en la adolescencia y que concluye en la cuarentena del protagonista, cuando el hijo es padre y quien fue padre protector se ha convertido en una figura vulnerable a la que se debe dar cobijo. Se trata de Interino, de Octavio Gómez Milián, quien limpia el relato y lo lanza en un párrafo infinito, que me ha hecho recordar -obviamente salvado las distancias- a aquel Las bodas en casa de Bohumil Hrabal, si bien el novelista checo mostraba tres estilos distintos en cada una de sus tres partes. Pero, volviendo a Interino, esta propuesta narrativa propone una revisión de un tiempo, de una generación que ha vivido la digitalización de todas las cosas, desde la perspectiva de la transitoriedad, de una fugacidad en la que todos somos parte de una suerte de permanente interinidad, en la que unos reemplazamos a otros -como el hijo es ahora el padre- y que, obviamente, todos también seremos sustituidos en los papeles que desempeñamos, así como reemplazados en los espacios físicos en los que nos desenvolvemos, pues -en el fondo, nos propone- estamos guardándole el sitio a otra persona mientras vivimos esa suplencia en una historia en la que la muerte, tantas veces, parece querer reclamar el papel principal. 

En el relato, la familia es el vértice sobre el que rota y se organizan los afectos y la línea de avance de los estadios y de las cadenas de temporalidad en el hogar. Pero también son centrales el coleccionismo, tal vez como identidad o como forma de retener simbólicamente una parte significativa de la experiencia vital, cultural, social, histórica…, como forma de eludir a la muerte a través de un fetiche, de un objeto imperecedero -más aún cuando permanece protegido e intacto dentro de su caja original-. Hay en esa visión de las vidas extendidas, comparadas, superpuestas, paralelas del padre y del hijo, del abuelo y del nieto, una manera de alcanzar el entendimiento, de empatizar con sus pasiones y sus errores, con su determinación ante los momentos críticos de un camino en el que se aprende la ruta cruce a cruce o con sus actitudes ante los hechos desencadenados tras cada nuevo giro. 

En sus páginas sentimos cómo ha volado la pluma sobre el papel en blanco y, en pos de ella, corre nuestra lectura “sucumbiendo al registro orgánico del recuerdo” de un tiempo cuya llama se ha extinguido y en el que las cosas parecen haber quedado impregnadas del alma que motivó las acciones. El relato fluye -en mi opinión- más engrasado que nunca, es -por momentos- divertido, en otros es dramático, doloroso y, aunque por sus referentes (la serie V o El Equipo A, por ponerles algún ejemplo), por los iconos estelares y por los momentos en los que transcurre es evidentemente generacional. No obstante, también puede sentirse muy abierto a cualquier lector, pues se muestra universal en los afectos y en las heridas del alma que en el libro se nos muestran. Y, es que, en sus páginas se da una abierta exposición en la que el autor nos abre su casa, pero también deja entrar la luz hasta los dolores más arraigados: los complejos de la última infancia y primera adolescencia, el miedo, el acoso escolar descarnado al caer etiquetado como el “gordo-fofo-empollón-cuatro ojos” de la clase. 

Igual que el papel en blanco se vuelve viejo con la primera letra que escribimos, así ocurre con la vida, con la interinidad de la vida, con la repetición de cada paso sistemático e inconsciente, haciendo suyo el autor el célebre verso de Gil de Biedma en el que, asaetado por la percepción de la verdad, constataba que “nunca volveré a ser joven”, pero -como nos indica Gómez Milián- “las palabras, no lo sabía entonces, son picudas y laberínticas, no siempre se dejan domar” y por ello, deberán ser ustedes quienes -de forma interina- vivan su sentido durante la efímera lectura.  

 

Octavio Gómez Milián, Interino, Zaragoza, Los libros del gato negro, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

El eterno blues del vástago

23 de octubre de 2025 09:18:51 CEST

Ramiro Gairín (Zaragoza, 1980), poeta de la familia y la naturaleza, de la clorofila y el paisaje nos ofrece una nueva entrega de su prolija y consolidada obra poética con La vibración del mundo (RIL Editores, 2025). Hace unos meses llegaba a nuestras manos, Carreteras que brillan en el bosque, Premio Ciudad de Salamanca 2024, un recorrido sentimental por sus últimos años fuera de su Zaragoza natal y que completaba una obra que incluía libros como Lar (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2016), Llegar aquí (Versátiles, Huelva, 2020) o Tiempo de frutos (Piezas Azules, Madrid, 2022). 

Alejado del asfalto, en su madurez literaria, sin afanarse en el presentismo mediático, Gairín sigue en su camino lírico, esta vez con este delicado volumen que se adentra en la relación paterno-filial, en la contemplación del hijo y todos los aspavientos inesperados que suponen sus primeros años de vida. 

Versos nutricios, de paternidad y “Sala de espera” (título de la primera parte). Donde antes había tabaco, ahora hay corazones que compiten contra el miedo con amor. El mundo, “fuego lento y silencio”, ahora “Esto es lo que pudimos oponer: / un nuevo ejército de vivos”. Después del instante, el comienzo, “Sobre los pinos tiende el cielo / esas nubes, soltadas en verano” y es que el poeta se entrega, ahora en proyecto de compañía, a un paisaje que será eterno en sus palabras, casi desaparecido por el alquitrán. Y el padre, el hombre, el escritor, conserva para su vástago. Hay, como todo autor del interior, una obsesión por el infinito de sal y agua: “El mar que siempre te fascinará / porque, como nosotros, / vas a venir al mundo tierra adentro”. 

El científico emerge, hace de la vigilancia de las pantallas, de las luces que parpadean, de la angustia de los números, alimento para el verso: “Ser padres es aprenderse también / la escala del terror”, en el ánimo se busca mantener la inmortalidad del recuerdo, que conserva la juventud, el instante previo, el instante posterior, la naturaleza del padre y el hijo. Orión y el valle de Bujaruelo, cuando la distancia no es una medida euclídea, una reflexión de ficción digital, sobre el tiempo se contempla el espacio: “Hoy sé que la alegría es un oficio / y que lo aprenderás con nuestro ejemplo”. 

Se mantiene la primitiva protección, el muro del amor filial, en tiempos acelerados, en la génesis de la Inteligencia Artificial: “Recuerda que tu madre siempre tiene magia en las manos” o “También a él le queda / muy grande todavía la receta”. En los poemas que componen “Familia” se suceden palabras como mamá, Aleph, vómito, fiebre, vacunas y desorden. Es el momento en el que la noche hace de la temperatura algo terrible: “Si declaro a la noche que prepare / detallada por horas la factura”. El mismo terror primigenio de los padres, que en la oscuridad se ven devorados por el miedo para despertar, en la frescura de la mañana, con la esperanza primordial. Es un ritmo eterno que Ramiro Gairín recoge con paciencia, reconstruye la eternidad con sus palabras: lluvia, concesionarios, otoño, recoger los juguetes, la cena, hay que acostarse pronto. Es un blues de tortillas y sopa que se enfrían, el domingo como divinidad menor de la despedida, como el último resquicio de la festividad, ahora, otra vez, envejecido: “Con el sol despidiéndose y el frío, / como un gato al que nadie hace caso / dándonos topetazos”. 

Volvemos a los números, nunca le dimos a los percentiles de la facultad, a la estadística, cuando en la facultad se hablaba de seguridad, de intervalos de confianza, de test de hipótesis, cuando no es producto ni porcentaje, cuando es un cuerpo débil, mínimo: “Las tablas amenazan, / va detrás de la media” u “Ojalá alcances la media suficiente” y esa campana, Gauss y su variable normalizada, “Ojalá los primeros sedimentos / estratos que a tus padres corresponden / aguanten tanto mundo”. Llegamos a “El río del futuro”, penúltima parte del libro. Sumergidos en el acierto del poeta, que impone a los dioses la mecánica de su hijo: el mundo vibra en la misma frecuencia que el corazón del niño. Escribe: “Que para ser gigante / hay que vivir oculto / en medio de otros árboles”. Y entonces, llega: “Hoy ha venido el mundo a reponerse / con nosotros al parque. / Hoy se ha tomado el día libre”. En “El mundo terminado”, fragmento final del volumen, se supera lo sensible para alcanzar lo moral, aunque sea en el primer apetito del día: “No quiero que conozcas / las metáforas bélicas: / combatir el invierno / batallar contra el cáncer”. Escuchar crecer a un hijo, mientras escribe, en el miedo eterno del padre, incapaz de tapar, de cubrir, todas la fugas posibles en el navío de la existencia. Un final del camino, que engancha, vasos comunicantes, la primera infancia, el aviso de la eternidad, la contradicción que supone que el nacimiento del hijo es el primer ladrillo de la vejez. Es en esa contradicción perenne donde, todos, poetas o no, existimos. Pero con sus versos, Ramiro Gairín, construye un señuelo de belleza, una plataforma de esperanza.

 

Ramiro Gairín, La vibración del mundo, Providencia, Región Metropolitana, Chile RIL Editores, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

El dolor universal

23 de octubre de 2025 09:06:54 CEST

Marta Sanz (Madrid, 1967) es una escritora polivalente. Novelista canónica con Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013), ensayista con obras como Monstruas y centauras (Anagrama, 2018), escribe poesía con la intensidad del que utiliza los versos como escape, incluyendo el Premio de la Crítica de Madrid al mejor poemario de 2014 con Vintage (Bartleby, 2013). Con Amarilla (La Bella Varsovia) nos ofrece un volumen de palabras repletas de dolor, en la búsqueda de la anestesia de los días y la cotidianidad mínima. Cuerpo propio, padre en los pasillos, lugares de sufrimiento revisados que sofocan la cercanía. La autora, en la fusión de la tierra y la ceniza busca el sustento: “En la jugosidad del pétalo / está la hez”. Los colores se mezclan con quemadura, cuerpo y dedos, en la lírica de un encuentro terrible: “El tumor / es un miedo / que, por fin / se hizo mañana”.  ¿Es la denuncia de Gaza una consolación de la muerte? “Si toda esa desgracia minimiza la tuya”. El cuerpo como refugio, como enemigo ciego de algo estúpido. Viajar y mover, desplazar carne y vísceras en busca de la salud, como una especie de salmo. “En la plaza central de New Haven / vimos brillar / un árbol amarillo”. El poema se embadurna de maquillaje para reconstruir otros rasgos, su cara, la de la poeta, que es máscara que hace otro cuerpo. Poemas con mayúsculas, poemas de las mayúsculas, que son cualitativamente distintos en su intención de capturar la vida y el tiempo, la dualidad de pasado y presente: “Cuando no cabes, cuando parece que insultas al tiempo” o “Como protegerte del frío / que llevas sembrado en el hueso / ni del calor / Que siempre asusta / Y se bebe toda el agua / (no sabes)”. 

La autora detecta el poder del frío interior, terrible, inabarcable, más del que existe fuera: “No me dejéis morir / con la sonrisa alucinante / que adorna el rostro mineral/de la congelación”.  En comparación, la búsqueda del calor, que se identifica con la paz, el final del tiempo, la vejez: “Aclimatarse / muy gustosamente / a la pérdida progresiva de los cinco sentidos”. Usar el poema como tramadol o algo más fuerte: “Es mentira que olvidemos / solo las palabras que no merecen la pena”. Flores que van del rojo al amarillo, flores verdes, patatas, medusas, el pelo que hace de la vida piedra. El amarillo contra el calor, el amarillo demasiado cerca del frío de vivir/no vivir. Luz en escena, que, al estallar, abandona el disfraz de nova para ser un hilo, solo un hilo. La vida desaparece, se evapora: “Para sobrevivir es necesario perder el oído”. Y volver, buscar el camino, una vela, cera que, derretida, guía los sentidos hacia la soledad, un estadio de dolor más avanzado: “Que la melancolía es un golpe amarillo”. Ese color, que lo domina todo, el de la bolsa, el de la bilis, amarillo cadmio, los metales pesados que exigen un lixiviado para poder escapar del cuerpo. Sustancia, cuando es el poema, cuando encontrar, cuando no te das cuenta. “Un compuesto para aniquilar la araña / de debajo de la piel / ¿Cómo es posible? Que no lo descubriéramos antes”. En esa búsqueda la enfermedad viene con el presentimiento, la sustancia extraña en un cuerpo que se desentiende: “Se desencadenan malévolos / procesos químicos / se sueltan puntos”. Tristeza y cuerpo, el cuerpo es un extraño. “Si no que esta tristeza bola de cristal, la mía”, el mal atrapado en una célula ¿Qué hacer? El miedo, usar las palabras que lo reconozcan y limpien, y si esas mismas palabras terminan por aumentar el dolor. Umbría, que se repite a lo largo de todo el poemario, como un estadio vital, una vida desconocida. La poesía de los hospitales, tan habitual, tan generacional, madres que se convierten en hijas, hijas que temen dejar solas a sus vástagos, luz de los pasillos blancos que atrapan la enfermedad, que marean a la muerte, el triángulo enfermeras-enfermo-compañía. Cuando la persona muere el dolor no termina, solo cambia: “También yo soy una hija con su padre / y escucho...” y sigo “el obsceno gemido de mi padre / el que nunca se habría debido emitir”. 

Así, en la miseria/belleza de la muerte/familia, llega: “Los ángeles del infierno también corren con sus madres a urgencias”. La narrativa del color, la enfermedad, la habitación y el pasillo: “Miran el móvil ocultas detrás de un tabique / se ponen auriculares / apagan la luz”. Luz, jardín, flores. “Las palabras no abolen la muerte, / pero sí su constancia de gota eterna, /su miedo/su neurosis”. Escribo, yo mismo, en la página del poema, en el libro de Marta Sanz, utilizando los bordes prestados, invalido el libro para otros lectores, o lo convierto, quizá, en un guía, que solo me vale a mí o a otros escritores/poetas/lectores que hablan y escriben, que viven la enfermedad de sus padres, la suya propia, la de sus hijos, y después de la vergüenza encuentran una especie de morfina, de alivio en la palabra sobre el papel, recogiendo el exabrupto del dolor, de la pestilencia de la edad.  “De qué luz hablamos / cuando se escapa la luz / se gana, / hay que pagar el precio del hígado infantil”. Luz azul de los quirófanos que emprende una lucha total contra la célula. La luz del hospital, siempre presente, nunca se desconecta: “Luz de la intemperie y la luz / del cuarto oscuro”. Cuerpo belleza, cuerpo perdido, cuerpo posesión, cuerpo joven, cuerpo extraño: “Moscas necrófagas liban mi jugo / anticipadamente”. Oxígeno, azul, pulmón, cuerpo, tristeza: “Se volverá / contra nuestra alegría / a cualquier precio”. La poeta cuenta, coloca las palabras para asumir lo obvio del sufrimiento, mezcla el yo con el nosotros, deja implícito el vosotros: “Soy una mujer materialista / que celebra las reacciones exotérmicas”. Células sensibles, piel polilla, amapola. Crónica de flores, animal, vegetal, niña, poeta, trasuntos o proyecciones que sirven para explicarse: “Todos los poemas me salen amarillos”. Como una manera innecesaria de pedir perdón. 

 

Marta Sanz, Amarilla, Barcelona, La Bella Varsovia, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

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