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Configurar sentido descendente

Publicado por Pregunta Ediciones, Verissimum mendacium recoge los aforismos y reflexiones del poeta y ensayista Manuel Martínez-Forega. Un volumen continuista con la obra del escritor nacido en Molina de Aragón en 1952 y que lleva décadas compaginando el ensayo con la creación. Entre sus últimas publicaciones sus Ensayos censores IV y V (Pregunta, 2020 y 2021) y el volumen El viaje exterior. León Felipe: de la soledad española al definitivo exilio mexicano (Olifante, 2018). Es inevitable nombrar algunos de sus poemarios más celebrados dentro del canon aragonés como Ademenos (Olifante, 2008), 333 días con el que obtuvo el Premio de poesía Miguel Labordeta de 2005 y su obra clave, He roto el mar, cuya última revisión, en el año 1993, editó Prensas Universitarias de Zaragoza. 

En este libro, Manuel Martínez-Forega divide su visión de la existencia, del ser humano, en distintos estadios, capítulos que abarcan lo universal a través de distintas intervenciones en lo particular. El amor definido como libertad para amar sin exigencias. Poeta siempre, en las primeras páginas encontramos sentencias como: “¿Cuándo el amor quedará tendido chorreando corazones en la noche?”. Reflexión sobre esa misma poesía, unida de manera indisoluble al amor, si te miro, veo la luz, si te veo me ciegas. Citamos a Forega: “Transformar el mundo en templo, en liturgia la palabra y el poema en rito”. 

Exalta el peregrinaje en la poesía: “La poesía se expresa donde los demás géneros guardan silencio”. Profundiza Forega, cuando el lenguaje parece haber alcanzado su límite significador, al situarnos asomados al abismo del más irremplazable silencio. Entonces, usando la misma construcción, el poeta, el escritor, enhebra: “Allí, donde toda la palabra se diluye en el magma de la nada semántica, allí mismo surge la poesía”. 

Forega denuncia que en las tres últimas décadas la poesía española no admite un simple análisis escolar. Forega devora lo clásico, admite la potencia europea, la poesía, que lo oculta todo, así que hace de los versos una materia física y una sustancia psíquica. Se sirve, así, de una experiencia propia, la de amanuense profundo, la materia viva que avanza hacia su caducidad final. Así que es una arquitectura extrema y exigente. Incluso se atreve, postulándose de manera orgánica, en la vida, desde la microbiología a la estructura tetraédrica del carbono. 

Y de la Poesía, al Poeta. ¿Soledad? El poeta, que es actor y vive, hace. En la soledad del creador siempre, si es poeta real, tiene apetito en su posición de demiurgo. Una soledad divina. El resto, los otros, no son más que una caterva, escritores que parten líneas con una acumulación de metáforas. 

Habla, también, de la inteligencia instintiva de autores como Juan Ramón Jiménez. Manuel Martínez-Forega, entre Luis Alberto de Cuenca y Ángel Guinda, sumido en ese apetito del que hablábamos antes, traduce e interioriza una poesía hermética y profunda de Paul Valéry, Paul Verlaine o Laurent Tailhade. Se acerca, geográfica y literariamente, a la poesía checa: Vladimír Holan, František Halas y Josef Kostohryz, demostrando una capacidad y una sapiencia que lo colocan entre nuestros intelectuales de referencia. Cito esta actividad, frugal dentro de su trayectoria, como detalle para entender la capacidad del autor para referirse a la naturaleza misma de la poesía y adentrarse en otro capítulo como “La vida, la soledad y el ser”. Una intersección, especie de diagramas de Venn donde la lectura, definida como el otoño de los fantasmas, acuna con su queroseno la proclamación de la existencia completa. Por vivir se fundará en lo vivido. 

Se acerca a la libertad, que evito escribir con mayúscula, a pesar de su carencia de tipos o especies, como escribe Forega, puesto que es un absoluto y solo un miope o un sectario encontraría la carencia o la incertidumbre en ese diagnóstico. No es casualidad que sea el amor y la poesía lo que encabece el volumen y abarque el hecho puro de la existencia, existe incertidumbre en la misión de conocer el misterio de la vida, así que el afán del total, limitado por el suicidio (que denota, de manera existencialista, como el único acto de libertad plena, sentencia con la que me permito no estar de acuerdo en el fondo, más allá de la tautología de la forma), que me hace arquear la misma ceja que al autor frente a la última política en España, vacía y moribunda, pero que sigue caminando. 

Revisa, en el camino de la vida, la existencia, entre la religión y la muerte: todo ser vivo, al morir, se convierte en un iniciado en la muerte, nada de ese rito se nos dice, se comparte, así que, reflexiona con la situación de las personas, que quedan, simplemente, en su imaginación. Sobre esa misma religión, habla del origen de las confesiones que creen en el más allá, con esa separación entre el muerto y el vivo. Entre el que se marcha y queda, sin más acción que la del ritual, sin más que la fe como propuesta. 

Llegamos a la parte del lenguaje, la forma, el arte y la estética. De nuevo, como si se construyeran, desde el verso hacia la vida, con la manifestación penúltima, de la acción artística. Manuel Forega ha realizado crítica de arte, además de ser editor de la revista Pasarela de Artes Plásticas dirigida por el pintor Eduardo Laborda. La obra de arte es una realidad ejemplar, que se remite específicamente hacia el conocimiento simbólico. De ahí que el autor otorgue un sentido propio mínimo. Habla de la manera en la que el ser humano crea, puesto que no escribe sobre la necesidad, incide directamente en la obligación de crear, como una manera de consumar su propia existencia. Cita, en el apartado del lenguaje y su forma, a Arthur Rimbaud y Paul Celan, consagrando la esencia de la poesía contra la maldad desde Adorno y su conocida sentencia: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. 

Escribir, ahora, es ocupar un espacio en el tiempo. Así, en la misma estética sobre la que trabaja las palabras de Forega, enuncia la necesidad del fatalismo del héroe clásico, que funciona como sustento para el arte y la estética: “Lo sencillo es mirar/ver es complejo”, ¿queda sitio para la crítica del arte? Quizá sea necesaria una formación de la que el público, ya no generalista, incluso formado, carece. Pero sí que Forega es capaz de seguir manteniendo su búsqueda de los límites del arte, encontrándolo en el lenguaje y siendo el lenguaje de la pintura, la pintura misma. Son las exigentes sintaxis y lexicografía las que construyen la existencia con sus características morfocromáticas. Habla, Forega, del arte de la caverna. 

Un libro, el de Manuel Martínez Forega, exigente para el lector, que construye y recapitula parte de la construcción completa de una obra donde la creación y el estudio del autor sigue avanzando hacia una perspectiva completa. Se cierra, de manera natural, en el reconocimiento del ser humano frente a cualquier otra definición abstracta, al recoger poesía, arte y vida. 

 

Manuel Martínez-Forega, Verissimum mendacium, Zaragoza, Pregunta Ediciones, 2025.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Una voz divina contra el silencio de la muerte

17 de julio de 2025 10:49:02 CEST

David Conde Vitalla (Zaragoza, 1997) ha publicado dos libros de poemas, Sube a nacer conmigo (Los libros del gato negro, 2019) y, en la misma editorial, tres años más tarde, El lenguaje de los ojos. Así, Esta hiriente luz que aparece en la colección de La gruta de las palabras, dentro de Prensas Universitarias de Zaragoza, constituye la tercera entrega en su obra lírica. 

El libro se divide en varias partes o capítulos, comenzando con el primero, ‘Osario’. La cita de José Ángel Valente advierte de la presencia de la verdad y la muerte como guías ante los versos, temas que convergen en espacios simbólicos, herméticos y atemporales: “La vida es un cuerpo que todavía ignora / el verdadero tacto de la tierra”. Se habla de la ceremonia de la muerte en plena existencia, con términos como el hambre, con ausencia de labios: “Los besos han desaparecido”. el imprescindible panteón, de dioses de un cielo yermo, será compañía para el lector a lo largo de las siguientes partes. ’Sed y carne’: “¿Dónde refugiarnos/cuando venga el incendio/a convertir nuestros cuerpos en olvido?” 

Existe en Conde una lírica de ciudad abandonada, millones de años de fantasmas y polvo, discuten las razas humanas, las antiguas y las primigenias, volver a la ceremonia: “Quién se preocupa por los muertos / en esta tradición de sepulturas”. Ciudad, creencias, cicatrices. Flores que se elevan, se abren paso entre el alquitrán y la ceniza del suelo, sepultura de la hierba. El poeta asfixiado: “se derrumba el lenguaje / la tímida sentencia de los ciegos”. Volvemos al apetito atrasado: “Tristeza por una memoria / que pasará hambre”. 

En esos mismos rituales a los que el poeta somete la realidad, su discurso: “Alguien arrancó los huesos de la sombra / y escuchó la canción de los flautistas”. La descripción, el detalle, tiene más bien naturaleza de hechicería: “El sol trágico /, evite reflejarse en las cenizas”. Se alejan las musas y la naturaleza se realiza, demuestra que parte del oficio del poeta es la contemplación: “Has alzado el vuelo / los últimos reflejos de la tarde”. 

Y alcanza la segunda parte, “Nuestra tristeza”, con cita de Vladimir Holan, otro oficio, otro lugar, la inspección del poeta: “Y buscas la lengua enterrada / la huella del último grito / porque es posible su desaparición”. Y ve llegar la muerte, une especie de muerte, entre todas, una por cada poeta, por cada poeta: “La noche se aloja en mis ojos, /una especie de muerte". 

Volvemos a las ruinas, a las ciudades, muros de dolor, el silencio por la voz quebrada, ¿y la autoridad? Un dios (en minúsculas), desnudo, mudo, buscando huesos, alimento, mendigando la ausencia de rezos. El camino, otra vez, es parte del poema, como en verso: “Las raíces hieren de caminos el silencio”. Construyen un paganismo lírico: “Una ceremonia desconocida / cuando cese la palabra / desaparecerá / como los muertos”. 

La batalla, la paz, la convivencia de la voz con el silencio. Loa del destino, las transformaciones, el erudito narrador de la muerte: “La idea de la muerte desaparece / ante la muerte”. 

La tercera parte, “Esta escritura”, donde dios y el poeta conviven, acude el silencio: “tu voz desaparece” y el vacío es un hogar cálido para la luz. Recibe y ofrece memoria: “La sed de los muertos / se ha conservado/en las ciudades”, ¿y tu dios? ¿Quién lo necesita? El mito despierta aquí, el poeta anuncia: “Yo soy el cielo que yace, la íntima derrota de los dioses” y sigue, desde la garganta hasta la tinta: “Un himno sordo / el dios que desaparece”. Y entonces, el poeta, David Conde Vitalla, se acerca, avisado, con la mano, la otra mano, puede que sea él, puede que sean otros, pero allí quedarán, muerte y dios: “Alguien vendrá y recogerá estas manos frías”.

 

David Conde Vitalla, Esta hiriente luz, Zaragoza, PUZ, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

La vida imaginada de Jesús Marchamalo es un regalo. Del autor para nosotros, del autor para sí mismo. Comunicador, coleccionista, conversador, Jesús Marchamalo lee como que quien captura el recuerdo, con avidez y cariño. Del mismo modo, escribe, como si quisiera atrapar en las páginas de este dietario, mixto e híbrido, algunos de los hitos más importantes de su larga trayectoria acompañando la cultura española del siglo pasado y de este. 

Jesús Marchamalo (Madrid, 1960) ama a los escritores tanto o más que sus obras, porque, al final, las obras son consecuencias de sus autores. Con Retrato de Baroja con abrigo (Nórdica, 2013), El bolso de Blixen (Nórdica, 2016), Pessoa, gafas y pajarita (Nórdica, 2017) o Kafka con sombrero (Nórdica, 2014), uno puede encontrar pistas sobre esa pasión que encuentra un capítulo más en su reciente Dickinson y las violetas, también editado por Nórdica. 

Igualmente recomendables son otras obras menos conocidas como Tocar los libros, editado por Fórcola, o 39 escritores y medio, con ilustraciones del pintor Damián Flores (Siruela, 2006). Con manos que unen piezas, con collages que dan fondo de revista, de periódico apilado en librería de lance, al fondo, los textos emergen con la pasión de los recuerdos que uno quiere atrapar antes de que la memoria traicionera se los lleve para siempre. Habla Jesús Marchamalo de la mítica “Biblioteca de los libros perdidos”, construcción mental y pasional que te puede recordar a la vez a Jorge Luis Borges (y su círculo porteño de ilusionistas) y el Sandman de Neil Gaiman, icono pop de los años de reescribir la tradición a través de las viñetas. 

Acumulación, revisión, la elección: mejores ediciones, las baratas, las de mano, antiguas, de playa y piscina, de construcción de una vida como lector. Esas ediciones de las que habla Marchamalo, las que adquieres con poco dinero y menos barba, son los ladrillos fundamentales sobre los que se va a construir una estructura de pasiones y religiosidad literaria. Las bibliotecas, los libros, los escritores, sobre todo los lectores: en sus casas (o locales, pisos, habitaciones, espacios de alta densidad editorial), se produce una metamorfosis que tiene algo de plaga: todos los habitáculos responden a la llamada de Julio Cortázar, una casa tomada por el mismo espíritu que recorre la de José Luis Melero o Joaquín Sabina, de Enrique Cebrián o Luis Rabanaque (la de Fernando Sanmartín e Ignacio Escuín, también, sospecho). ¿Qué libro fue el que provocó un salto cualitativo en ti? 

Es La vida imaginaria de Jesús Marchamalo un volumen que, más allá de las nutritivas anécdotas o la pasión que lixivian sus páginas, nos propone una serie de preguntas, de cuestiones, de las que no podemos escapar: yo contesto, en esta reseña, sin vergüenza, ya disculparán. Quizá comenzamos con Mortal y rosa de Francisco Umbral. Seguro. También, perdonen la exquisitez, porque no estoy seguro de que me crean, A puerta cerrada de Jean Paul Sartre, y Fando y Lis de Fernando Arrabal. Era, digamos, mediados de los noventa. Y sí, era teatro. Unos años más tarde, cuando estaba obsesionado con Buenos Aires, leí la novela mayor del mayor entre los argentinos contemporáneos, Mantra de Rodrigo Fresán, mientras volaba de Madrid a Ezeiza. La novela definitiva sobre Ciudad de México. O El cielo de Manuel Vilas. Una y otra vez, imitando su ritmo, buscándole por Zaragoza como una presencia para luego verlo desaparecer, como si nunca te hubiera visto, como si nunca lo hubieras conocido. 

A Jesús Marchamalo las reseñas deberían ser un compendio de respuestas a todas las preguntas que te propone en su libro. Yo aquí lo hago. Me faltaba, claro, Dibujos animados de Félix Romeo. Lo leí antes de conocer a Félix, antes de saber que él iba a completar mi ciudad, mis canciones, la vida que quería vivir. 

Di la verdad, que no se te olvide: los que nacimos a finales de los setenta nos alimentamos de Ray Loriga. No fueron Héroes o Caídos del cielo sus mejores novelas, pero, está claro, que sí las más mediáticas, cuanto todavía los escritores salían en televisión, ofreciendo actitud y beligerancia ante la planicie social. 

Mi madre tenía una montaña de tebeos, “Superlópez”, “Mortadelo y Filemón” o “Sir Tim O’Theo” que guardaba en un armario y solo sacaba cuando me asolaban las fiebres de las anginas. Semanas de antibióticos y sobres de polvos, el sonido de la cucharilla cuando tocaba bajar la temperatura y crecer unos centímetros. Esas viñetas leídas, muy poco, que tenía reservadas para hacer más amable el tránsito de los días. Lectores de cama y enfermedad, lectores atrapados por Julio Verne. Verne el misterioso, una experiencia completa: no hay que llamarlo Julio, es Jules como muy bien nos ha enseñado el poeta David Mayor. Has leído sus adaptaciones, ilustradas, resumidas, incluso en seriales radiofónicos los domingos de madrugada con guion de Juan José Plans, has vuelto a él una y otra vez en las viñetas de “Superlópez” y su Viaje al centro de la tierra. O, en el número 6 de Planetary, la odisea pop de Warren Ellis y aquel El Club del Cañón. Después te acercas a la obra de Jules Verne y descubres una densidad literaria, una capacidad descriptiva, una manera de horadar la fantasía prácticamente desde su habitación… Un libro completo, una vida entera, capaz de mantener el misterio insondable en tiempos en los que todo parece explorado. 

Jesús Marchamalo habla, escribe, vive en trenes. Una maleta amarilla, un viaje, dos, siempre. Entrevista y una sonrisa, una sonrisa de niño, con su tebeo bajo el brazo, en la rebeldía última del que sigue llamando La masa a Hulk. Un hombre de Vértice y Novaro. Yo, que llegue a la licra con Fórum, respeto a los que abrieron el camino. Bruno Díaz, Dan Defensor, el guasón en Ciudad Gótica. Y es que Marchamalo encapsula sus recuerdos, sus pasiones, sus anhelos. Y lo hace en un anecdotario pleno de amistades y cariños. La vida de los libros, un sintagma que él mismo sabe que es prácticamente propiedad de José Luis Melero: «Porque las bibliotecas son también un proyecto de lectura». Me gustaría, por cierto, que existiera una palabra, una expresión en español, que diferenciara entre biblioteca pública y particular. La que sirve para formarse, estudiar, acceder a la primera pasión y la que acumula esas mismas pasiones de manera personal e intransferible, la que construyes soñando que la heredará tu hijo, la que te tranquiliza tener limpia y ordenada y, en mi caso, saber que está debajo de mi cama, justo en el local que tengo bajo el dormitorio. En este caso, literalmente, duermo sobre mi biblioteca. De libros, de tebeos, de discos y muñecos. Todo lo que alimenta el espíritu y la ilusión, que es queroseno de la memoria. Una palabra, entre el anaquel ordenado y la estantería subjetiva. Desde aquí lanzo la idea. ¿Dónde acabarán los libros? Los libros de los amigos muertos, el peso de esos volúmenes en la casa de Félix Romeo, aquel piso de Conde Aranda, agotado de las torretas, casi proyectos infantiles de fuertes, fuertes y castillos, alimento, de nuevo, de historias. Y la colección de poesía de Sergio Algora, con rarezas de Juan Eduardo Cirlot o Eugenio D´Ors junto a singles imposibles de Los Brincos. Los amigos, antes esos recuerdos sólidos, esos abrazos en diferido… Cuando uno tiene hijos, al menos, le queda una promesa de paz, una idea final. Tienes excusa para comprar y completar, para clasificar y rebuscar. Al final, lo importante, permítanme la broma, es tenerlo lo más ordenado posible para cuando ellos se quiten el muerto. El muerto vivo y el muerto libro. Así se consigue un mejor precio cuando llegue el trapero. Trapero o parca, todo sean recuerdos. Y este libro de Marchamalo está lleno de ellos. 

 

Jesús Marchamalo, La vida imaginada, Madrid, edición del autor, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

La voz de los sin voz

3 de julio de 2025 09:30:54 CEST

“Alfredo Saldaña es, como todos sus lectores saben muy bien, un escritor político, deliberadamente crítico e incómodo”, cuenta Nacho Escuín, reflejando parte de una poética distinta a la convencional, próxima a la voz de los sin voz, de parte de ellos al menos, o con esa intención, por decirlo, desde otros tiempos, con Claudio Gallastegui. Y, en efecto, su poesía, ahora reunida en esta antología necesaria (sus libros andaban inencontrables), se suma a la de esos escritores diferentes, no solo en sus textos, sino en su actitud ante la vida, pienso en Javier García o, con otras modulaciones más públicas, en Jorge Riechmann y Antonio Méndez Rubio.

Alfredo Saldaña asume esa voz de los desposeídos por alienados —sin ser un poeta político al estilo de Ángel González o narrativo (traumatizado por el asesinato del hermano, pobreza y Guerra Civil)—, sino por el propio vértigo y por esa extensión de quien mira solidariamente a los lados, pues esos lados son el mismo. Saldaña viene marcado por actitud crítica y resistente contra la aceptación del pensamiento único, de la democracia por la democracia subsumida en el voto cada cuatro años, entre otras cosas, es decir, de las cosas por las cosas, desde el pensar de nuevo al otro, o replantearse el yo con su poesía necesaria, nunca obtusa, abstrusa o, si me perdonan, pretenciosa en lo metalingüístico. Y decir yo es decir ahondamiento, abisalidad, por contarlo con ese Romper el límite. La poesía de Roberto Juarroz (2022), donde ha extendido y congraciado su poesía desde esa otra dimensión distinta que ha estudiado, asumido en su verticalidad, pero también en su horizontalidad (donde se ha congraciado): “escribir desde la soledad solidaria con los otros, escribir desde la desposesión y la distancia de uno mismo, /escribir desde la diferencia, desde la orilla, desde el otro lado”.

Ya hemos dicho que no es un poeta al uso, sino adentrado y resistente, o resistente desde el adentramiento, sin molinismos, sin Miguel de Molinos, para que se entienda, o sin Edmond Jabès, pues no es un hermético, ni místico, pero sí un agónico con sentido de la historia y de la posmodernidad. El propio hecho de su verso se propone porque “El poema entonces quiere únicamente /sanar la herida de una existencia disociada de su voz”, o hablar desde el yo y su circunstancia, con empatía, en el adentramiento de lo sufrido y visto padecer en otros en la historia; no es solo el yo, sino el yo-otro con la resistencia crítica de lo pensado en su identidad o correspondencia. Y así el tautograma en la Amargura Púrpura de los Infelices frente al Aloe Purpurea Laevis.

“Es un tiempo de decir, de conocer”, canta Alfredo Saldaña, y romper la mala pedagogía de una “educación torcida y lamentable”, rememora. A veces ese (esos) poema(s) en crisis, hecho(s) de la herida, se hunden hacia la evaporización del yo, cantó Baudelaire en sus Cohetes y Mi corazón al desnudo. Lo muestra en el emocionante Argumento o adentramiento, cuando se encuentra en el anticipo de la última vuelta del camino y se piensa, sospecha y canta con un estupendo poema (muy duro), La traición del lenguaje, para asustarnos un poco, porque su poesía, de tanto pensarse y mirar la voz del sometido, de lo sometido, se ha hecho trágica y ha sorteado la sensorialidad. Su poética es un mensaje agónico, olvidado el escapulario o sortilegio, resistencia crítica o decirse por el desmoronamiento de las “palabras gastadas por el tiempo”, el grito para salir de ello o por lo menos contarlo, curarse de ser. Sanar la herida es decirse, aunque no sea sanarse, y por eso llega esta estupenda antología donde se han leído bien sus versos, para quien guste paladear los complejos vericuetos del hombre desde el goce lacaniano del dolor como placer, eros y muerte, placer doloroso. Y donde Abandono muestra el juego entre llegar e irse, con la herida de quien se resiste, ahí está la verdad del poema y de su poesía en este momento de la vida inaceptable, su tragedia y parte de su poética, ese llegar a ser, y llegar a ser en la belleza, para desaparecer. Y si no me creen, lean, por favor, Lamento por los vencidos; y si aún tienen tiempo y capacidad para soportar el dolor que algunos no quieren ver (otra parte de su poética), vayan a Fosa común, porque la poesía de Saldaña rezuma ese compromiso y verosimilitud de los elegíacos auténticos, sea por el yo, sea por el otro, desde la responsabilidad de decir, pero también del saber decir o decirse en una fuerte simbiosis con que interrogar al lector: “preguntas que uno debe no plantearse si lo que desea es dormir tranquilo”. Errancia, lenguaje, laberinto, “desheredados de la tierra”, denuncia de los “sicarios de los manos limpias”, contra los que alza la “insumisión: poesía”, el grito del yo desheredado o de los desheredados. Y es que, entre la autognosis y la reivindicación, entre la reflexión y la insoportable levedad del ser, resulta que Saldaña, más allá de su inconformismo (o por ello) es un buen poeta en crisis y crítico, necesario, necesitado de esta antología, pues sus lectores nos perdíamos o no lo encontrábamos en su dispersión, hasta hoy. Ahora sí, gracias a este cultivo intensivo de sus mejores poemas podemos estar seguros de no habernos equivocado en el elogio, aunque nos duelan y sea doloroso atender a su dolor, el nuestro, el de otros. Por ahí anda para demostrarlo “en la espesura del bosque” o poco más allá ese “mundo dentro”, adentrado, lugar que se extiende hasta el atormentado vértigo del vacío en su precipicio dramático de quien (se) ha sentido mucho “sin estrategia”, en su “excavar” y “excavarse”. O, si gustan, entre el ser, el decir, decirse en el espejismo propio y de los otros, disolverse, con una poesía que esta antología ha hecho posible. Mostrado en su dimensión y, al fin, convencernos de que Alfredo Saldaña no es un profesor que en sus ocios deja caer versos, sino un poeta que así puede llamarse.

 

Alfredo Saldaña, Sanar la herida. Poesía 1983-2025, Madrid, Huerga & Fierro, 2025.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Ferrer Lerín, las partes y el todo

23 de junio de 2025 09:14:14 CEST

Si Warhol cogiera su rostro y lo multiplicase, en cada cuadrícula saldría distinto. Cada una sería un fotograma. El relato en la era de la reproducibilidad técnica podría preocupar a Benjamin, pero no a nuestro autor. “Parece que Adorno y Benjamín no incluían la ducha en el proceso. En mi caso es fundamental pasar por el cuarto de baño, no imagino el desayuno sin haberme duchado -esa cosa horrible del desayuno en la cama que algunos venden como el colmo del placer y la sofisticación-”. Responde Ferrer Lerín a Gustavo Puerta, para la revista Dossier. “La hora y pico empleada en asearme y desayunar no es tiempo para que se borre el recuerdo del sueño, al menos a día de hoy en que el fantasma de la pérdida de la memoria inmediata aún no ha aparecido”. Después, Lerín plasma el sueño tal cual, en su forma original, que a menudo coincide con su forma de escribir: relato breve, de frases cortas y mínimos aditamentos. Parece que la ducha borra su rostro del día pasado, difumina algún rasgo y cambia alguna arruga de la cara. El aseo forma parte de su técnica literaria. El que la obra sea reproducible, y que sirva lo mismo para un ensayo que para un informe o un libro de relatos u otro de poesía, no implica pérdida de singularidad. Aumenta su interés porque el marco interpretativo impone el sentido de la lectura. El arte no desaparece. Se multiplica. Y avanza hacia el abstracto, que es hacia donde el arte tiende desde la aparición de la fotografía. Lerín saca instantáneas de escenas de su vida vivida o de su vida imaginada. Su biografía le suministra elementos que, transformados, se convierten, primero, en literatura, y luego en su verdadera y final biografía. La pureza de Lerín es una suma de corrupciones. Sus textos son más puros cuanto más se rozan con otros.

En el cine es fácil entender que una imagen significa en contacto con la siguiente. Dependiendo del montaje varía su significado. A la lectura afecta también la capa del sonido, que está en el cine lo mismo que en la poesía. Cojamos el principio de El apartamento, de Wilder. “A fecha de uno de noviembre de mil novecientos cincuenta y nueve, la población de Nueva York es de ocho millones cuarenta y dos mil setecientos ochenta y tres habitantes. Conozco estos datos porque trabajo en una compañía de seguros, Consolidated Life”. Habla C. C Baxter. De seguido, informa de que lleva en ella tres años y diez meses, y de que cobra noventa y cuatro dólares con setenta semanales. Es un principio muy Ferrer Lerín, dicho sea. “Quizá Saint-John Perse sea el poeta que más me ha influido; en especial su llamada poesía del inventario. Además de informes, soy un fanático de las cuentas, de las anotaciones contables, y estas, además de ser la síntesis del informe, son, por su estructura, pulidos versos”. Esto lo confiesa en ‘Listas’, rastreable en los Casos Completos, pero cuyo origen está en un diccionario confeccionado para Caminos de Pakistán. Ahí vemos el comportamiento del texto multiespacial. En Papur, el libro que nos ocupa, nos ofrece, por ejemplo, el balance de una operación consistente en la captura y eliminación de perros vagabundos: “total de perros capturados: 112; total de perros recuperados: 18; total de perros sacrificados: 81”. Unas páginas más adelante, lamentará la escasa información existente sobre la ingesta de carne humana a cargo de aves, en las provincias de Lérida y Huesca. Pero referirá una “tranquila conversación” con un vaquero de setenta años en la glera del río Aragón. Éste le ha contado las variaciones que ha sufrido el procedimiento para la eliminación de la carroña “según las modas sanitarias” y recuerda que, a mediados de los cincuenta, un grupo de gitanos se acercaron al pueblo para preguntar si se había enterrado recientemente algún animal. Puntos suspensivos.

Volvamos a El apartamento. Demos play, apaguemos el sonido -esa música de viento animada, ‘Office workers’, de Adolph Deutsch-, y pongamos en el móvil, qué sé yo, una de Cole Porter al azar. O no salgamos de la banda sonora de la película: intercambiemos la pieza inicial, ‘Office workers’ por otra que sonará más tarde: la acogedora ‘Lonely room’. No le sienta bien ni mal: el discurso cambia. O metamos ‘Office workers’ en una de Hitchcock. Cuando Lerín elige un relato para formar parte de libros distintos lo que hace es favorecer la expansión del significado, pero, sobre todo, del sentimiento, o sea, de la sensación, que es el núcleo artístico, y lo que en él permea constantemente, ya que, sobre todo, es poeta. Poeta mayor. Lerín trata sus textos como si fueran unidades de medida. Con ellas captura el pulso del tiempo. En estas consideraciones, a pesar de decir que es, sobre todo poeta, dejo fuera la poesía, aunque también sus poemas caben en mitad de un libro narrativo.

Ferrer Lerín trata sus textos cual artista plástico y sus acciones, como un texto dramático. Sus libros en prosa son portafolios: Besos humanos, Gingival, Mansa chatarra, Casos completos, Cuaderno de campo… hasta su novela Familias como la mía parece una compilación. ¿Qué lugar ocupa Papur en su obra? Posiblemente es el libro más distinto y, al mismo tiempo, más unitario o el libro hecho con despojos que da más impresión de un todo coherente. Llama la atención que a esta idea contribuya de manera significativa la inclusión, al término, de Die rabe. Die rabe es otro libro, y consta de tres guiones. Los dos primeros, básicamente, indicaciones técnicas: “primer plano del rostro de Lerín con los ojos abiertos, pero como si volviera de un sueño”. Cine mudo. Todo, imagen. Die rabe es un filme “de rastreo, de cruzada, que se inicia, antes de créditos, con escenas del propio rodaje”. O sea, una película-libro. Sólo filmable parcialmente. Parece escrito para ser leído. Tiene que ser el lector el que torne la palabra en imagen, y la ponga en movimiento; el que active, en su cabeza, la proyección. En la edición de 2008, en la editorial Eclipsados, esta parte estrictamente cinematográfica yace impresa sobre papel gris. Ello otorga a la lectura un carácter experimental, como onírico. En 2022, en el sello Días Contados, la página es blanca. Hay más continuidad con lo anterior. Esta entrega, también de portada blanca, se lee mejor de corrido, parece hecha para llevar por la calle o abrir en la barra de un bar. Las páginas se pasan con más despreocupación. La versión precedente aconseja ser leída en casa, preferiblemente en butaca o en silla con reposabrazos, y una lámpara de pantalla al lado. Ambas ediciones se pueden subrayar y anotar. El texto en ambas, siendo el mismo, se recibe de forma parecida. No recuerdo quién dijo que un libro, en edición distinta, significa cosas distintas, pero tenía razón.

En la edición de 2008, el título de Lerín forma parte de una colección que aglutina a Ángel Petisme, a Ramón Eder, a Antonio Orihuela…  en la de 2022, convive con Juan José Saer, Miguel de Molinos y, fuera de esa colección pero en el mismo sello, con los Relatos de Kolimá y libros de Marcel Proust, Julian Gracq, Michel Lafon, Charles Baudelaire, Gonçalo M. Tavares y Jorge Amado. Ignoramos la tirada de 2008; sospechamos que no fue muy amplia. En todo caso, agotada desde el inicio. Sabemos que fue impresa en los talleres gráficos VACA. En 2022, se nos informa de que la edición nueva consta de cuatrocientos ejemplares. Uno posee el 139. Todas estas cosas modifican la experiencia lectora. El libro, en su primera edición, parte de un proemio, al que, se antepone en 2022 un prefacio del propio autor, fechado en la primavera de 2021, en Jaca. Al término de la segunda encontramos un texto final de Félix de Azúa más una nota. Llama la atención que el libro de 2008, teniendo cien páginas menos y una letra más apretada, sea más voluminoso. La respuesta está en el gramaje. Puede cogerse de la estantería simplemente para tocar su cubierta acartonada. Los dos, sin embargo, pesan parecido. Los dos están cosidos. Mientras Papur-2008 parece un catálogo o un manual, Papur-2022 parece una agenda optimista.

Los textos de Ferrer Lerín, considerados uno a uno, desgajados del conjunto, parece que sólo se acaban después de haber sido publicados unas cuantas veces en libro distinto. Ahí es cuando alcanzan la redondez, tras explorar sus posibilidades. “A lo mejor lo que describo en ‘Bibliofilia 5’ sería la solución, redactar un texto definitivo… y descansar”, dijo en una entrevista. Pues cojamos ‘Bibliofilia 5’. En Ciudad propia. Poesía autorizada (2006) se presenta como un poema novísimo. El 16 de febrero de 2008, volcado en su blog, aparece como una entrada de enciclopedia o párrafo de prospecto. El 10 de mayo del mismo año entra en imprenta Papur-2008. Ahí, ‘Bibliofilia 5’ presenta una imagen compacta, ancha, como de hormigón. En Besos humanos (2018) también sale; esta vez toma algo de la editorial en que sale, adoptando un ‘estilo Anagrama’. Parece que la reflexión podrían compartirla Vila-Matas o a Roberto Bolaño. En 2022, Papur alcanza su última encarnadura: una imagen vertical, como de El Greco. Es un relato, aquí, ascensional. Tales condicionantes físicos van modificando la recepción, expandiéndola. Y luego habría que acudir al orden que ocupa en cada referencia.

En Lerín, el fragmento se enfrenta a la unidad, favoreciéndola, siendo, al final, lo mismo. O sea: a través del fragmento, Lerín consigue la unidad. Mediante la dispersión del pensamiento logra el sistema filosófico; mediante la mancha, la figura. La página maestra, aquella que pueda ser incluida en cualquier libro, haciendo que mejore. La página maestra como una pared que sostiene el edificio. ‘Bibliofilia 5’ es una muestra. Por más que le des la vuelta, el texto es el mismo. Parece aquello del cuadro de Mondrian titulado ‘Ciudad de Nueva York, I’, más de setenta y cinco años colgado al revés. Nadie se percató porque era perfectamente posible esa disposición. El error es tantas veces verosímil. En un cuadro de Velázquez no, pero a partir del siglo XX la pintura ha cedido toda rigidez hasta amparar el error. “A veces un error mejora la obra”, dice Gonzalo García-Pelayo. ¿Es mejor o peor la forma en que hemos visto, hasta ahora, el cuadro de Mondrian? Cada vez que acudo a la galería Javier Silva, en Valladolid, fantaseo con quedarme un rato mirando una tapa mínima que hay al lado de una pared contigua a la puerta. Supongo que oculta el cuadro eléctrico, los plomos. Pero es un rectángulo sin apenas relieve, con unas hechuras de cuadro. Después de tanta pintura, no digamos de Malévich, un cuadro en blanco es encantador. Puede que sea repetitivo, pero la repetición es posible, y a veces hasta deseable. No se lo he dicho a Javier Silva, pero en ocasiones esa tapa que tiene ahí, como un cuadro secreto, me gusta más que la exposición temporal de turno, no digamos si es conceptual. Siempre echo un ojo a escondidas a esta tapa. Lo mejor, o lo más irónico, es que, a pesar del descubrimiento sobre la obra de Mondrian, se ha seguido mostrando del revés. Dicen que para evitar que se dañe. Los cambios, como los experimentos, con gaseosa. Cuando no es así, te rebautizan La metamorfosis por La transformación. Y te resignifican la memoria. Todo cambio, en realidad, es un experimento. La comisaria Susanne Meyer-Büser, la misma persona que se percató del error, fue la que animó a perseverar en él, inventando, supongo, la excusa de que el cuadro podría “desintegrarse” si se cuelga ahora del lado correcto. ¡Magnífico! [Prefiero, por cierto, comisaria a curadora, otro cambio sin pensar demasiado.] El tiempo se ha salido con la suya. Parece un veredicto del Derecho. La costumbre imponiéndose, corrigiéndose, contradiciendo al propio autor. Mondrian estaba equivocado. Como mucho, se me ocurre, podrían poner en Düsseldorf una copia al lado, con la versión que el autor quiso. Quizá todos los cuadros modernos debieran tener copias alrededor, con posiciones alternativas. “Yo nací, o eso me han dicho”, reza el comienzo de David Copperfield. Damos por buenas demasiadas cosas que nos cuentan. Cuentan. Del verbo contar. Cuentos. “Nos cuenta en ‘Bibliofilia 5’ -Joaquín Fabrellas, en el blog Vallejo&Co.- que el gran profesor Solapas sueña con su obra perfecta y continua, una obra que nunca se acaba, está ideando la página perfecta, que pueda incluirse e intercambiarse en toda su obra, de tal forma que se pueda extrapolar y poner en cualquier otro libro suyo o de otros autores; el modelo literario perfecto, el ideal de la literatura que nunca envejece y que todo el mundo entendería. Recursividad y autorreferencialidad. Eso mismo es lo que le sucederá a la obra de FFL: leyendo uno de sus últimos libros, se podrán leer sus primeros trabajos, debido a todas las interacciones realizadas a lo largo de su carrera literaria que él mismo promueve creando una red de tuberías que hacen referencia a su propia obra y a sí mismo, perdiendo el referente y el contenedor/contenido (significante y significado cuando muta de género), que cambian también a cada paso que se da del mismo texto en una nueva publicación, trazando además un nuevo camino autónomo”.

Ferrer Lerín es una de las escrituras más genuinas de la literatura en español y Papur sobresale dentro de su bibliografía. Lerín y Papur enseñan a leer, imponiendo libertad a ese acto creativo. Papur es un libro a leer casi al vuelo, como una señal de tráfico. En cualquier momento del día. So pena de perder la densidad filosófica que contiene. Papur es una fiesta seria.

 

Francisco Ferrer Lerín. Papur, Barcelona, Días Contados. 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Fernando del Val

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