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Configurar sentido descendente

La vida imaginada de Jesús Marchamalo es un regalo. Del autor para nosotros, del autor para sí mismo. Comunicador, coleccionista, conversador, Jesús Marchamalo lee como que quien captura el recuerdo, con avidez y cariño. Del mismo modo, escribe, como si quisiera atrapar en las páginas de este dietario, mixto e híbrido, algunos de los hitos más importantes de su larga trayectoria acompañando la cultura española del siglo pasado y de este. 

Jesús Marchamalo (Madrid, 1960) ama a los escritores tanto o más que sus obras, porque, al final, las obras son consecuencias de sus autores. Con Retrato de Baroja con abrigo (Nórdica, 2013), El bolso de Blixen (Nórdica, 2016), Pessoa, gafas y pajarita (Nórdica, 2017) o Kafka con sombrero (Nórdica, 2014), uno puede encontrar pistas sobre esa pasión que encuentra un capítulo más en su reciente Dickinson y las violetas, también editado por Nórdica. 

Igualmente recomendables son otras obras menos conocidas como Tocar los libros, editado por Fórcola, o 39 escritores y medio, con ilustraciones del pintor Damián Flores (Siruela, 2006). Con manos que unen piezas, con collages que dan fondo de revista, de periódico apilado en librería de lance, al fondo, los textos emergen con la pasión de los recuerdos que uno quiere atrapar antes de que la memoria traicionera se los lleve para siempre. Habla Jesús Marchamalo de la mítica “Biblioteca de los libros perdidos”, construcción mental y pasional que te puede recordar a la vez a Jorge Luis Borges (y su círculo porteño de ilusionistas) y el Sandman de Neil Gaiman, icono pop de los años de reescribir la tradición a través de las viñetas. 

Acumulación, revisión, la elección: mejores ediciones, las baratas, las de mano, antiguas, de playa y piscina, de construcción de una vida como lector. Esas ediciones de las que habla Marchamalo, las que adquieres con poco dinero y menos barba, son los ladrillos fundamentales sobre los que se va a construir una estructura de pasiones y religiosidad literaria. Las bibliotecas, los libros, los escritores, sobre todo los lectores: en sus casas (o locales, pisos, habitaciones, espacios de alta densidad editorial), se produce una metamorfosis que tiene algo de plaga: todos los habitáculos responden a la llamada de Julio Cortázar, una casa tomada por el mismo espíritu que recorre la de José Luis Melero o Joaquín Sabina, de Enrique Cebrián o Luis Rabanaque (la de Fernando Sanmartín e Ignacio Escuín, también, sospecho). ¿Qué libro fue el que provocó un salto cualitativo en ti? 

Es La vida imaginaria de Jesús Marchamalo un volumen que, más allá de las nutritivas anécdotas o la pasión que lixivian sus páginas, nos propone una serie de preguntas, de cuestiones, de las que no podemos escapar: yo contesto, en esta reseña, sin vergüenza, ya disculparán. Quizá comenzamos con Mortal y rosa de Francisco Umbral. Seguro. También, perdonen la exquisitez, porque no estoy seguro de que me crean, A puerta cerrada de Jean Paul Sartre, y Fando y Lis de Fernando Arrabal. Era, digamos, mediados de los noventa. Y sí, era teatro. Unos años más tarde, cuando estaba obsesionado con Buenos Aires, leí la novela mayor del mayor entre los argentinos contemporáneos, Mantra de Rodrigo Fresán, mientras volaba de Madrid a Ezeiza. La novela definitiva sobre Ciudad de México. O El cielo de Manuel Vilas. Una y otra vez, imitando su ritmo, buscándole por Zaragoza como una presencia para luego verlo desaparecer, como si nunca te hubiera visto, como si nunca lo hubieras conocido. 

A Jesús Marchamalo las reseñas deberían ser un compendio de respuestas a todas las preguntas que te propone en su libro. Yo aquí lo hago. Me faltaba, claro, Dibujos animados de Félix Romeo. Lo leí antes de conocer a Félix, antes de saber que él iba a completar mi ciudad, mis canciones, la vida que quería vivir. 

Di la verdad, que no se te olvide: los que nacimos a finales de los setenta nos alimentamos de Ray Loriga. No fueron Héroes o Caídos del cielo sus mejores novelas, pero, está claro, que sí las más mediáticas, cuanto todavía los escritores salían en televisión, ofreciendo actitud y beligerancia ante la planicie social. 

Mi madre tenía una montaña de tebeos, “Superlópez”, “Mortadelo y Filemón” o “Sir Tim O’Theo” que guardaba en un armario y solo sacaba cuando me asolaban las fiebres de las anginas. Semanas de antibióticos y sobres de polvos, el sonido de la cucharilla cuando tocaba bajar la temperatura y crecer unos centímetros. Esas viñetas leídas, muy poco, que tenía reservadas para hacer más amable el tránsito de los días. Lectores de cama y enfermedad, lectores atrapados por Julio Verne. Verne el misterioso, una experiencia completa: no hay que llamarlo Julio, es Jules como muy bien nos ha enseñado el poeta David Mayor. Has leído sus adaptaciones, ilustradas, resumidas, incluso en seriales radiofónicos los domingos de madrugada con guion de Juan José Plans, has vuelto a él una y otra vez en las viñetas de “Superlópez” y su Viaje al centro de la tierra. O, en el número 6 de Planetary, la odisea pop de Warren Ellis y aquel El Club del Cañón. Después te acercas a la obra de Jules Verne y descubres una densidad literaria, una capacidad descriptiva, una manera de horadar la fantasía prácticamente desde su habitación… Un libro completo, una vida entera, capaz de mantener el misterio insondable en tiempos en los que todo parece explorado. 

Jesús Marchamalo habla, escribe, vive en trenes. Una maleta amarilla, un viaje, dos, siempre. Entrevista y una sonrisa, una sonrisa de niño, con su tebeo bajo el brazo, en la rebeldía última del que sigue llamando La masa a Hulk. Un hombre de Vértice y Novaro. Yo, que llegue a la licra con Fórum, respeto a los que abrieron el camino. Bruno Díaz, Dan Defensor, el guasón en Ciudad Gótica. Y es que Marchamalo encapsula sus recuerdos, sus pasiones, sus anhelos. Y lo hace en un anecdotario pleno de amistades y cariños. La vida de los libros, un sintagma que él mismo sabe que es prácticamente propiedad de José Luis Melero: «Porque las bibliotecas son también un proyecto de lectura». Me gustaría, por cierto, que existiera una palabra, una expresión en español, que diferenciara entre biblioteca pública y particular. La que sirve para formarse, estudiar, acceder a la primera pasión y la que acumula esas mismas pasiones de manera personal e intransferible, la que construyes soñando que la heredará tu hijo, la que te tranquiliza tener limpia y ordenada y, en mi caso, saber que está debajo de mi cama, justo en el local que tengo bajo el dormitorio. En este caso, literalmente, duermo sobre mi biblioteca. De libros, de tebeos, de discos y muñecos. Todo lo que alimenta el espíritu y la ilusión, que es queroseno de la memoria. Una palabra, entre el anaquel ordenado y la estantería subjetiva. Desde aquí lanzo la idea. ¿Dónde acabarán los libros? Los libros de los amigos muertos, el peso de esos volúmenes en la casa de Félix Romeo, aquel piso de Conde Aranda, agotado de las torretas, casi proyectos infantiles de fuertes, fuertes y castillos, alimento, de nuevo, de historias. Y la colección de poesía de Sergio Algora, con rarezas de Juan Eduardo Cirlot o Eugenio D´Ors junto a singles imposibles de Los Brincos. Los amigos, antes esos recuerdos sólidos, esos abrazos en diferido… Cuando uno tiene hijos, al menos, le queda una promesa de paz, una idea final. Tienes excusa para comprar y completar, para clasificar y rebuscar. Al final, lo importante, permítanme la broma, es tenerlo lo más ordenado posible para cuando ellos se quiten el muerto. El muerto vivo y el muerto libro. Así se consigue un mejor precio cuando llegue el trapero. Trapero o parca, todo sean recuerdos. Y este libro de Marchamalo está lleno de ellos. 

 

Jesús Marchamalo, La vida imaginada, Madrid, edición del autor, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

La voz de los sin voz

3 de julio de 2025 09:30:54 CEST

“Alfredo Saldaña es, como todos sus lectores saben muy bien, un escritor político, deliberadamente crítico e incómodo”, cuenta Nacho Escuín, reflejando parte de una poética distinta a la convencional, próxima a la voz de los sin voz, de parte de ellos al menos, o con esa intención, por decirlo, desde otros tiempos, con Claudio Gallastegui. Y, en efecto, su poesía, ahora reunida en esta antología necesaria (sus libros andaban inencontrables), se suma a la de esos escritores diferentes, no solo en sus textos, sino en su actitud ante la vida, pienso en Javier García o, con otras modulaciones más públicas, en Jorge Riechmann y Antonio Méndez Rubio.

Alfredo Saldaña asume esa voz de los desposeídos por alienados —sin ser un poeta político al estilo de Ángel González o narrativo (traumatizado por el asesinato del hermano, pobreza y Guerra Civil)—, sino por el propio vértigo y por esa extensión de quien mira solidariamente a los lados, pues esos lados son el mismo. Saldaña viene marcado por actitud crítica y resistente contra la aceptación del pensamiento único, de la democracia por la democracia subsumida en el voto cada cuatro años, entre otras cosas, es decir, de las cosas por las cosas, desde el pensar de nuevo al otro, o replantearse el yo con su poesía necesaria, nunca obtusa, abstrusa o, si me perdonan, pretenciosa en lo metalingüístico. Y decir yo es decir ahondamiento, abisalidad, por contarlo con ese Romper el límite. La poesía de Roberto Juarroz (2022), donde ha extendido y congraciado su poesía desde esa otra dimensión distinta que ha estudiado, asumido en su verticalidad, pero también en su horizontalidad (donde se ha congraciado): “escribir desde la soledad solidaria con los otros, escribir desde la desposesión y la distancia de uno mismo, /escribir desde la diferencia, desde la orilla, desde el otro lado”.

Ya hemos dicho que no es un poeta al uso, sino adentrado y resistente, o resistente desde el adentramiento, sin molinismos, sin Miguel de Molinos, para que se entienda, o sin Edmond Jabès, pues no es un hermético, ni místico, pero sí un agónico con sentido de la historia y de la posmodernidad. El propio hecho de su verso se propone porque “El poema entonces quiere únicamente /sanar la herida de una existencia disociada de su voz”, o hablar desde el yo y su circunstancia, con empatía, en el adentramiento de lo sufrido y visto padecer en otros en la historia; no es solo el yo, sino el yo-otro con la resistencia crítica de lo pensado en su identidad o correspondencia. Y así el tautograma en la Amargura Púrpura de los Infelices frente al Aloe Purpurea Laevis.

“Es un tiempo de decir, de conocer”, canta Alfredo Saldaña, y romper la mala pedagogía de una “educación torcida y lamentable”, rememora. A veces ese (esos) poema(s) en crisis, hecho(s) de la herida, se hunden hacia la evaporización del yo, cantó Baudelaire en sus Cohetes y Mi corazón al desnudo. Lo muestra en el emocionante Argumento o adentramiento, cuando se encuentra en el anticipo de la última vuelta del camino y se piensa, sospecha y canta con un estupendo poema (muy duro), La traición del lenguaje, para asustarnos un poco, porque su poesía, de tanto pensarse y mirar la voz del sometido, de lo sometido, se ha hecho trágica y ha sorteado la sensorialidad. Su poética es un mensaje agónico, olvidado el escapulario o sortilegio, resistencia crítica o decirse por el desmoronamiento de las “palabras gastadas por el tiempo”, el grito para salir de ello o por lo menos contarlo, curarse de ser. Sanar la herida es decirse, aunque no sea sanarse, y por eso llega esta estupenda antología donde se han leído bien sus versos, para quien guste paladear los complejos vericuetos del hombre desde el goce lacaniano del dolor como placer, eros y muerte, placer doloroso. Y donde Abandono muestra el juego entre llegar e irse, con la herida de quien se resiste, ahí está la verdad del poema y de su poesía en este momento de la vida inaceptable, su tragedia y parte de su poética, ese llegar a ser, y llegar a ser en la belleza, para desaparecer. Y si no me creen, lean, por favor, Lamento por los vencidos; y si aún tienen tiempo y capacidad para soportar el dolor que algunos no quieren ver (otra parte de su poética), vayan a Fosa común, porque la poesía de Saldaña rezuma ese compromiso y verosimilitud de los elegíacos auténticos, sea por el yo, sea por el otro, desde la responsabilidad de decir, pero también del saber decir o decirse en una fuerte simbiosis con que interrogar al lector: “preguntas que uno debe no plantearse si lo que desea es dormir tranquilo”. Errancia, lenguaje, laberinto, “desheredados de la tierra”, denuncia de los “sicarios de los manos limpias”, contra los que alza la “insumisión: poesía”, el grito del yo desheredado o de los desheredados. Y es que, entre la autognosis y la reivindicación, entre la reflexión y la insoportable levedad del ser, resulta que Saldaña, más allá de su inconformismo (o por ello) es un buen poeta en crisis y crítico, necesario, necesitado de esta antología, pues sus lectores nos perdíamos o no lo encontrábamos en su dispersión, hasta hoy. Ahora sí, gracias a este cultivo intensivo de sus mejores poemas podemos estar seguros de no habernos equivocado en el elogio, aunque nos duelan y sea doloroso atender a su dolor, el nuestro, el de otros. Por ahí anda para demostrarlo “en la espesura del bosque” o poco más allá ese “mundo dentro”, adentrado, lugar que se extiende hasta el atormentado vértigo del vacío en su precipicio dramático de quien (se) ha sentido mucho “sin estrategia”, en su “excavar” y “excavarse”. O, si gustan, entre el ser, el decir, decirse en el espejismo propio y de los otros, disolverse, con una poesía que esta antología ha hecho posible. Mostrado en su dimensión y, al fin, convencernos de que Alfredo Saldaña no es un profesor que en sus ocios deja caer versos, sino un poeta que así puede llamarse.

 

Alfredo Saldaña, Sanar la herida. Poesía 1983-2025, Madrid, Huerga & Fierro, 2025.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Ferrer Lerín, las partes y el todo

23 de junio de 2025 09:14:14 CEST

Si Warhol cogiera su rostro y lo multiplicase, en cada cuadrícula saldría distinto. Cada una sería un fotograma. El relato en la era de la reproducibilidad técnica podría preocupar a Benjamin, pero no a nuestro autor. “Parece que Adorno y Benjamín no incluían la ducha en el proceso. En mi caso es fundamental pasar por el cuarto de baño, no imagino el desayuno sin haberme duchado -esa cosa horrible del desayuno en la cama que algunos venden como el colmo del placer y la sofisticación-”. Responde Ferrer Lerín a Gustavo Puerta, para la revista Dossier. “La hora y pico empleada en asearme y desayunar no es tiempo para que se borre el recuerdo del sueño, al menos a día de hoy en que el fantasma de la pérdida de la memoria inmediata aún no ha aparecido”. Después, Lerín plasma el sueño tal cual, en su forma original, que a menudo coincide con su forma de escribir: relato breve, de frases cortas y mínimos aditamentos. Parece que la ducha borra su rostro del día pasado, difumina algún rasgo y cambia alguna arruga de la cara. El aseo forma parte de su técnica literaria. El que la obra sea reproducible, y que sirva lo mismo para un ensayo que para un informe o un libro de relatos u otro de poesía, no implica pérdida de singularidad. Aumenta su interés porque el marco interpretativo impone el sentido de la lectura. El arte no desaparece. Se multiplica. Y avanza hacia el abstracto, que es hacia donde el arte tiende desde la aparición de la fotografía. Lerín saca instantáneas de escenas de su vida vivida o de su vida imaginada. Su biografía le suministra elementos que, transformados, se convierten, primero, en literatura, y luego en su verdadera y final biografía. La pureza de Lerín es una suma de corrupciones. Sus textos son más puros cuanto más se rozan con otros.

En el cine es fácil entender que una imagen significa en contacto con la siguiente. Dependiendo del montaje varía su significado. A la lectura afecta también la capa del sonido, que está en el cine lo mismo que en la poesía. Cojamos el principio de El apartamento, de Wilder. “A fecha de uno de noviembre de mil novecientos cincuenta y nueve, la población de Nueva York es de ocho millones cuarenta y dos mil setecientos ochenta y tres habitantes. Conozco estos datos porque trabajo en una compañía de seguros, Consolidated Life”. Habla C. C Baxter. De seguido, informa de que lleva en ella tres años y diez meses, y de que cobra noventa y cuatro dólares con setenta semanales. Es un principio muy Ferrer Lerín, dicho sea. “Quizá Saint-John Perse sea el poeta que más me ha influido; en especial su llamada poesía del inventario. Además de informes, soy un fanático de las cuentas, de las anotaciones contables, y estas, además de ser la síntesis del informe, son, por su estructura, pulidos versos”. Esto lo confiesa en ‘Listas’, rastreable en los Casos Completos, pero cuyo origen está en un diccionario confeccionado para Caminos de Pakistán. Ahí vemos el comportamiento del texto multiespacial. En Papur, el libro que nos ocupa, nos ofrece, por ejemplo, el balance de una operación consistente en la captura y eliminación de perros vagabundos: “total de perros capturados: 112; total de perros recuperados: 18; total de perros sacrificados: 81”. Unas páginas más adelante, lamentará la escasa información existente sobre la ingesta de carne humana a cargo de aves, en las provincias de Lérida y Huesca. Pero referirá una “tranquila conversación” con un vaquero de setenta años en la glera del río Aragón. Éste le ha contado las variaciones que ha sufrido el procedimiento para la eliminación de la carroña “según las modas sanitarias” y recuerda que, a mediados de los cincuenta, un grupo de gitanos se acercaron al pueblo para preguntar si se había enterrado recientemente algún animal. Puntos suspensivos.

Volvamos a El apartamento. Demos play, apaguemos el sonido -esa música de viento animada, ‘Office workers’, de Adolph Deutsch-, y pongamos en el móvil, qué sé yo, una de Cole Porter al azar. O no salgamos de la banda sonora de la película: intercambiemos la pieza inicial, ‘Office workers’ por otra que sonará más tarde: la acogedora ‘Lonely room’. No le sienta bien ni mal: el discurso cambia. O metamos ‘Office workers’ en una de Hitchcock. Cuando Lerín elige un relato para formar parte de libros distintos lo que hace es favorecer la expansión del significado, pero, sobre todo, del sentimiento, o sea, de la sensación, que es el núcleo artístico, y lo que en él permea constantemente, ya que, sobre todo, es poeta. Poeta mayor. Lerín trata sus textos como si fueran unidades de medida. Con ellas captura el pulso del tiempo. En estas consideraciones, a pesar de decir que es, sobre todo poeta, dejo fuera la poesía, aunque también sus poemas caben en mitad de un libro narrativo.

Ferrer Lerín trata sus textos cual artista plástico y sus acciones, como un texto dramático. Sus libros en prosa son portafolios: Besos humanos, Gingival, Mansa chatarra, Casos completos, Cuaderno de campo… hasta su novela Familias como la mía parece una compilación. ¿Qué lugar ocupa Papur en su obra? Posiblemente es el libro más distinto y, al mismo tiempo, más unitario o el libro hecho con despojos que da más impresión de un todo coherente. Llama la atención que a esta idea contribuya de manera significativa la inclusión, al término, de Die rabe. Die rabe es otro libro, y consta de tres guiones. Los dos primeros, básicamente, indicaciones técnicas: “primer plano del rostro de Lerín con los ojos abiertos, pero como si volviera de un sueño”. Cine mudo. Todo, imagen. Die rabe es un filme “de rastreo, de cruzada, que se inicia, antes de créditos, con escenas del propio rodaje”. O sea, una película-libro. Sólo filmable parcialmente. Parece escrito para ser leído. Tiene que ser el lector el que torne la palabra en imagen, y la ponga en movimiento; el que active, en su cabeza, la proyección. En la edición de 2008, en la editorial Eclipsados, esta parte estrictamente cinematográfica yace impresa sobre papel gris. Ello otorga a la lectura un carácter experimental, como onírico. En 2022, en el sello Días Contados, la página es blanca. Hay más continuidad con lo anterior. Esta entrega, también de portada blanca, se lee mejor de corrido, parece hecha para llevar por la calle o abrir en la barra de un bar. Las páginas se pasan con más despreocupación. La versión precedente aconseja ser leída en casa, preferiblemente en butaca o en silla con reposabrazos, y una lámpara de pantalla al lado. Ambas ediciones se pueden subrayar y anotar. El texto en ambas, siendo el mismo, se recibe de forma parecida. No recuerdo quién dijo que un libro, en edición distinta, significa cosas distintas, pero tenía razón.

En la edición de 2008, el título de Lerín forma parte de una colección que aglutina a Ángel Petisme, a Ramón Eder, a Antonio Orihuela…  en la de 2022, convive con Juan José Saer, Miguel de Molinos y, fuera de esa colección pero en el mismo sello, con los Relatos de Kolimá y libros de Marcel Proust, Julian Gracq, Michel Lafon, Charles Baudelaire, Gonçalo M. Tavares y Jorge Amado. Ignoramos la tirada de 2008; sospechamos que no fue muy amplia. En todo caso, agotada desde el inicio. Sabemos que fue impresa en los talleres gráficos VACA. En 2022, se nos informa de que la edición nueva consta de cuatrocientos ejemplares. Uno posee el 139. Todas estas cosas modifican la experiencia lectora. El libro, en su primera edición, parte de un proemio, al que, se antepone en 2022 un prefacio del propio autor, fechado en la primavera de 2021, en Jaca. Al término de la segunda encontramos un texto final de Félix de Azúa más una nota. Llama la atención que el libro de 2008, teniendo cien páginas menos y una letra más apretada, sea más voluminoso. La respuesta está en el gramaje. Puede cogerse de la estantería simplemente para tocar su cubierta acartonada. Los dos, sin embargo, pesan parecido. Los dos están cosidos. Mientras Papur-2008 parece un catálogo o un manual, Papur-2022 parece una agenda optimista.

Los textos de Ferrer Lerín, considerados uno a uno, desgajados del conjunto, parece que sólo se acaban después de haber sido publicados unas cuantas veces en libro distinto. Ahí es cuando alcanzan la redondez, tras explorar sus posibilidades. “A lo mejor lo que describo en ‘Bibliofilia 5’ sería la solución, redactar un texto definitivo… y descansar”, dijo en una entrevista. Pues cojamos ‘Bibliofilia 5’. En Ciudad propia. Poesía autorizada (2006) se presenta como un poema novísimo. El 16 de febrero de 2008, volcado en su blog, aparece como una entrada de enciclopedia o párrafo de prospecto. El 10 de mayo del mismo año entra en imprenta Papur-2008. Ahí, ‘Bibliofilia 5’ presenta una imagen compacta, ancha, como de hormigón. En Besos humanos (2018) también sale; esta vez toma algo de la editorial en que sale, adoptando un ‘estilo Anagrama’. Parece que la reflexión podrían compartirla Vila-Matas o a Roberto Bolaño. En 2022, Papur alcanza su última encarnadura: una imagen vertical, como de El Greco. Es un relato, aquí, ascensional. Tales condicionantes físicos van modificando la recepción, expandiéndola. Y luego habría que acudir al orden que ocupa en cada referencia.

En Lerín, el fragmento se enfrenta a la unidad, favoreciéndola, siendo, al final, lo mismo. O sea: a través del fragmento, Lerín consigue la unidad. Mediante la dispersión del pensamiento logra el sistema filosófico; mediante la mancha, la figura. La página maestra, aquella que pueda ser incluida en cualquier libro, haciendo que mejore. La página maestra como una pared que sostiene el edificio. ‘Bibliofilia 5’ es una muestra. Por más que le des la vuelta, el texto es el mismo. Parece aquello del cuadro de Mondrian titulado ‘Ciudad de Nueva York, I’, más de setenta y cinco años colgado al revés. Nadie se percató porque era perfectamente posible esa disposición. El error es tantas veces verosímil. En un cuadro de Velázquez no, pero a partir del siglo XX la pintura ha cedido toda rigidez hasta amparar el error. “A veces un error mejora la obra”, dice Gonzalo García-Pelayo. ¿Es mejor o peor la forma en que hemos visto, hasta ahora, el cuadro de Mondrian? Cada vez que acudo a la galería Javier Silva, en Valladolid, fantaseo con quedarme un rato mirando una tapa mínima que hay al lado de una pared contigua a la puerta. Supongo que oculta el cuadro eléctrico, los plomos. Pero es un rectángulo sin apenas relieve, con unas hechuras de cuadro. Después de tanta pintura, no digamos de Malévich, un cuadro en blanco es encantador. Puede que sea repetitivo, pero la repetición es posible, y a veces hasta deseable. No se lo he dicho a Javier Silva, pero en ocasiones esa tapa que tiene ahí, como un cuadro secreto, me gusta más que la exposición temporal de turno, no digamos si es conceptual. Siempre echo un ojo a escondidas a esta tapa. Lo mejor, o lo más irónico, es que, a pesar del descubrimiento sobre la obra de Mondrian, se ha seguido mostrando del revés. Dicen que para evitar que se dañe. Los cambios, como los experimentos, con gaseosa. Cuando no es así, te rebautizan La metamorfosis por La transformación. Y te resignifican la memoria. Todo cambio, en realidad, es un experimento. La comisaria Susanne Meyer-Büser, la misma persona que se percató del error, fue la que animó a perseverar en él, inventando, supongo, la excusa de que el cuadro podría “desintegrarse” si se cuelga ahora del lado correcto. ¡Magnífico! [Prefiero, por cierto, comisaria a curadora, otro cambio sin pensar demasiado.] El tiempo se ha salido con la suya. Parece un veredicto del Derecho. La costumbre imponiéndose, corrigiéndose, contradiciendo al propio autor. Mondrian estaba equivocado. Como mucho, se me ocurre, podrían poner en Düsseldorf una copia al lado, con la versión que el autor quiso. Quizá todos los cuadros modernos debieran tener copias alrededor, con posiciones alternativas. “Yo nací, o eso me han dicho”, reza el comienzo de David Copperfield. Damos por buenas demasiadas cosas que nos cuentan. Cuentan. Del verbo contar. Cuentos. “Nos cuenta en ‘Bibliofilia 5’ -Joaquín Fabrellas, en el blog Vallejo&Co.- que el gran profesor Solapas sueña con su obra perfecta y continua, una obra que nunca se acaba, está ideando la página perfecta, que pueda incluirse e intercambiarse en toda su obra, de tal forma que se pueda extrapolar y poner en cualquier otro libro suyo o de otros autores; el modelo literario perfecto, el ideal de la literatura que nunca envejece y que todo el mundo entendería. Recursividad y autorreferencialidad. Eso mismo es lo que le sucederá a la obra de FFL: leyendo uno de sus últimos libros, se podrán leer sus primeros trabajos, debido a todas las interacciones realizadas a lo largo de su carrera literaria que él mismo promueve creando una red de tuberías que hacen referencia a su propia obra y a sí mismo, perdiendo el referente y el contenedor/contenido (significante y significado cuando muta de género), que cambian también a cada paso que se da del mismo texto en una nueva publicación, trazando además un nuevo camino autónomo”.

Ferrer Lerín es una de las escrituras más genuinas de la literatura en español y Papur sobresale dentro de su bibliografía. Lerín y Papur enseñan a leer, imponiendo libertad a ese acto creativo. Papur es un libro a leer casi al vuelo, como una señal de tráfico. En cualquier momento del día. So pena de perder la densidad filosófica que contiene. Papur es una fiesta seria.

 

Francisco Ferrer Lerín. Papur, Barcelona, Días Contados. 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Fernando del Val

Carmen Crespo: desterro

23 de junio de 2025 08:59:32 CEST

Para escribir esta reseña me guiaré por las impresiones que el libro ha despertado en mí. Se trata, por tanto, de una lectura personal que quiero compartir.

La palabra que da título al poemario -“desterro”-me resultó familiar cuando la leí por primera vez, de algún modo la entendía, pero acudí al diccionario y ahí no estaba. Esta situación de desamparo, unida a la voluntad de seguir leyendo, me obligó a confiar en lo que el propio texto me sugiriera, sin necesidad de acudir a la literalidad de las palabras. Un parecido desconcierto se desencadenó cuando leí palabras que sabía que ya habían sido codificadas, pero que agrupadas del modo en que lo hacían en el interior del texto, perdían su fijeza y desbordaban su significado canónico.

Quise entender que ese desbordamiento no suponía deformidad, no afeaba su carácter, e intuí que se trataba más bien de un ensanchamiento del vocablo, de un estado de crecimiento, o de una auténtica reconfiguración creadora.

Este juego de desplazamientos, en el que palabras “irreales” -entre comillas- toman carta de naturaleza y palabras reales se desnaturalizan, añadió un punto de perplejidad a la lectura y proyectó en mí una sombra de sospecha sobre el propio lenguaje.

Dice Deleuze que se puede escribir de dos modos. Que escribir consiste, o bien, en adecuarse a un código de enunciados dominantes referidos a un orden de cosas establecidas, o bien, que escribir consiste en devenir.

En la primera acepción el escritor ocupa un territorio, se asienta y toma posesión de él, en ese territorio reina el escritor, y se rige por lo que dicta su escritura.

En la segunda acepción, el escritor deviene algo distinto, habla como un extranjero en su propia lengua, tartamudea, se mueve por un lugar de perfiles cambiantes que no logra fijar con palabras precisas, busca, recorre el territorio y traza líneas que no cercan su geografía, líneas de fuga que le llevan más allá.

La escritura en esta segunda acepción no representa un paisaje, no imita, la escritura, así entendida, es un pasaje en el que sucede el encuentro del escritor con lo escrito; en una evolución conjunta de dos seres completamente distintos, en la que el escritor proporciona escritura a los que no la tienen, y los que no la tienen impregnan al escritor de palabras no redundantes, palabras que no están al servicio del poder.

¿Por qué este discurso de tono filosófico en relación con la escritura de Carmen Crespo?. La razón es simple, creo que con desterro estamos ante un claro ejemplo del escribir entendido como devenir.

El libro se divide en tres secciones: “morada”, “desterro” y “testimonio”.

La morada es el poema, y el poema es un lugar construido con palabras íntimas, hecho con un lenguaje privado, un lenguaje que presta especial atención a lo que puedan expresar las cosas mudas. El poema final reafirma esa voluntad de escucha atenta y el deseo de ofrecer un testimonio escrito.

La palabra es la gran protagonista del poema, el personaje principal en el escenario del texto.

Y en desterro la palabra se revela con v y se rebela con b; muestra su rebeldía, no se resigna al aislamiento, vuelve del solitario destierro al territorio común, al marco de la normatividad y el consenso, quizá con intención de subvertirlos; y en ese retorno nos revela algo. Cargada de realidad la palabra horada en el lenguaje, y siembra en el hueco para que aflore lo no dicho.

Un impulso recorre el libro, las ganas de hermanar lo de dentro y lo de fuera, y de hacerlo sin cesuras, sin pausas que entrecorten la voz. Es este un intento difícil, y la escritura lo acusa. El texto está plagado de huecos, de espacios en blanco, de “abismos de silencio” en los que la palabra cae y muestra su insuficiencia, o en los que simplemente se detiene para tomar aliento y retomar con nuevo ímpetu el curso del lenguaje; “abismos” en los que, en otras ocasiones, la palabra titubea y cambia el rumbo, o en los que el sentido enmascarado en la palabra se asoma al sinsentido con angustia.

A través de esos “abismos de silencio” la escritura deviene, se enfrenta a paisajes sin lindes, transita el descampado, desamparada busca refugio, y al descubrir fragmentos con los que construir se demora, escucha y transcribe. La morada, el texto, se construyen de ese modo fragmentado.

desterro es éxodo, una huida a latitudes a un tiempo extremas e íntimas, y el yo que viaja es un extraño ante sí mismo. Ese ser ajeno a la identificación habla desde una posición excéntrica; excéntrica respecto a la guía del ego, y respecto al eje de la gramática, la sintaxis, o la semántica convencionales, da cabida al desvarío para que irrumpa lo aún no dicho de este modo.

La palabra que surge entonces es una palabra íntima, pequeña, amada. Una palabra que silencia el ruido externo y el interno; un vocablo que apaga la palabrería pública y sus hipérboles, o el farfulleo privado, caótico e incesante, que impide escuchar lo que sucede en el aquí y ahora.

Pero también es una palabra que se concede a sí misma equivocarse, porque no busca ser juzgada por el pensamiento, porque nace sin premeditación, como puro desbocamiento de un cuerpo incontenible.

El cuerpo participa en la creación de lenguaje. Y en ocasiones es el engranaje conjunto del ojo y de la lengua, el mecanismo que maquina el poema. El cuerpo prófugo, es decir, el cuerpo que huye a través de los sentidos retorna al cuerpo íntimo como lenguaje.

Y en ese encuentro de lo interno y lo externo la voz vierte un titubeo de palabras, emanadas con amor y volcadas con cuidado en el poema.

Ahí, en el poema, en el cuerpo, permanece Carmen Crespo, vigilante, celando el interior, guiada por un impulso amoroso, el de desentrañar palabras y ofrecérnoslas.

Gracias Carmen por la ofrenda.

 

Carmen Crespo, desterro, Valencia, Contrabando, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Hospital

Un catálogo de inicios y finales

10 de junio de 2025 14:24:09 CEST

Los lectores de Aloma Rodríguez están acostumbrados a los géneros híbridos en su obra, Puro glamour (La Navaja Suiza, 2023) era una miscelánea de relatos con brotes de autoficción, continuista con Siempre quiero ser lo que no soy (Milenio, 2021) donde se ensayaba la madurez, la maternidad y el oficio de escribir. Por el medio, en una primera edición de 2016 en Xordica y la reedición del pasado año en La Navaja Suiza, Los idiotas prefieren la montaña, un relato sobre su relación con el poeta y compositor Sergio Algora, un arrebato de juventud que suponía un punto y aparte en su propuesta narrativa. De esa propuesta y de las distintas presentaciones del libro, convertido en una especie de proyecto multidisciplinar que incluía spoken word, música en directo y un work in progress donde se amalgamaban sus textos y los de Algora, surgieron algunos de los fragmentos que dieron lugar a Una inesperada ilusión, editado por Prensas Universitarias de Zaragoza dentro de su colección de poesía, “La Gruta de las palabras”. Y es que este libro en vez de huir de las etiquetas las contiene todas: listados, comienzos y finales, prosas y miscelánea lírica, amagos de guion, dietario y un fuerte efecto Georges Perec adoptado a los distintos universos literarios cuánticos de la autora. 

Existe un cierto placer extra, un disfrute cualitativo en la lectura si uno conoce los códigos de la obra de Aloma Rodríguez: desde su dedicación a la prensa cultural, su manera de tratar el modelo disfuncional del escritor español medio y su pasión por el mundo audiovisual e, incluso, el gusto por la canción ligera. Aloma Rodríguez te lleva siempre a Aloma, sus cuentos, novelas, reseñas. Es pura, salvaje y corrosiva. El libro tiene fragmentos de potasa, de sulfúrico, pero esa mezcla, ácido más base, te devuelve sal y agua, es cálida, cercana, usa el humor para acercarse, en su ritmo, a la manera somarda de la literatura fragmentaria de sello aragonés, la de Mariano Gistaín y el reivindicado Félix Romeo. 

Quizá al estar encuadrado en una colección de poesía, la lírica que destila recuerda a los poemas en prosa de Pablo García Casado o la lúcida construcción multivariable de Sara Herrera, pero lo que queda, lo permanente, es Aloma Rodríguez, en el eco francés, el más habitual, sensual e independiente de Annie Ernaux, pero que, en la manera de apuntalar los adjetivos de manera breve y ser poética en lo sensible, nos lleva hacia Hiroshima, mon amour con su calor y su sudor, con su piel de Indochina, en las palabras de Marguerite Duras, provocando con sus miniaturas, comienzos que aparentemente no llevan a ningún lugar, ligeramente hinchada por la especial testosterona umbralina y trubaniense (de Jonás, evidentemente) pasando por las frías playas de Daniel Veronese. 

Un libro parcialmente escrito para ser recitado, haciendo que Lydia Lunch y Luis Felipe Alegre se sientan orgullosos mientras crujen guitarras como las de Javier Aquilué o Lorién Vicente. Un libro que no existe, una destrucción programada, con preaviso, un libro que deja en cada cuento un sabor metálico y abisal en la boca. Una madre, una hija, dueto que se repite, como el terror, en una metaliteratura de ajenos. El escritor de la capital como arquetipo de la superficialidad y la miseria. Un poco de izquierda oficialista adicta al postureo y la ayuda a la edición y creación: Aloma, superviviente, no utiliza las palmaditas en la espalda ni los euros deslizados en el bolsillo por el papá estado (o comunidad o diputación). 

Aloma evita el funcionariado ruinoso de otros colegas de generación, sobrevive, pura, en prensa y presa, madre, esposa, cantante y escritora. Propone una serie, dos series, tres series, como aquella cinta de Moebius que era Seinfield (el programa de televisión) en los noventa, una comedia sobre unos personajes a los que no les sucedía nada, un lugar en el que no importaba lo que pasaba porque no pasaba nada. 

En esa especie de blues de Joe Costanza, lo que importa en el libro son los personajes y los que los miramos/leemos. Propone y dispone: secretos de familia, muertos, Mafalda, antologías, escritores músicos, escritores dibujantes, escritores periodistas. Cualquiera escribe, sobre todo el que tiene más “Me gusta”. Un día ordinario, oxímoron en realidad, una desaparición, muerte, un día que se salva del aburrimiento por una tragedia. 

Apuesta fuerte Aloma Rodríguez, sin etiquetas o con todas las etiquetas, ya lo he escrito. Siempre construyendo una caja regalo para el lector. El día y la sorpresa, la oralidad, el libro de cuentos, los cuentos con su principio y sin final, en eso está el verso, en la Aloma juglar, con sus cajones y discos duros llenos de ideas, como en un viejo diskette de 5 y ¼, que no se puede leer en ningún dispositivo, solo la memoria.

Hoteles, un libro como un continente, una península más bien. Algo físico. Coincide con alguno de los últimos poemas de Fernando Sanmartín, citando a Jorge Luis Borges, ¿qué haría Borges con ello? Y a Louise Gluck que completa la mano francesa con Albert Camus en una mezcla de sexo, familia y método. 

Poco apasionado. Los libros, las novelas, jugando al escondite por la casa, en cajones u ordenadores, hasta que se les olvidan y se convierten en fantasmas, en apariciones por los castillos o la Cuesta de Moyano. De la ciudad grande a la pequeña hasta la playa minúscula. Los párrafos, los textos, los poemas, son geografía literaria, la más real de todos.  Emparentada, también, con la última entrega de Julio José Ordovás, más por lo reflexivo que lo situacional. Una mujer y un hijo muerto, ahí vamos otra vez. Las amistades maduran, los hijos, los de los ojos grandes, enormes, de madre a hija. La fotografía, la interpretación, la autoedición es la palabra que termina el crucigrama. Un catálogo de hilos, de seda y lana, para enhebrar, coser, realizar a medida tus propias historias. 

Un libro en 3D sobre Jane Birkin. La playa y la piscina. Sentencias rotundas sobre el aburrimiento y sobre la lectura, sobre la obra, la propia y la de los demás. Hay un momento en el que hay que elegir: “Centrarse en la obra propia o estar atento a la de los otros. Cuando más lees menos escribes”. Ser Woody Allen o un personaje de su obra. Más listados: chicos, cineastas, películas, carreras, olvidos, hijos, pareja, mujer, separación, crisis, otros hombres, otros hijos, tus propios hijos, amantes literarios, baños limpios, madre española, con el botellín de agua y la manta, la maternidad abrazada con el mismo entusiasmo que el rock amateur o las drogas de diseño. Primero Félix Romeo, después Sergio Algora. El consomé, el pescado fresco, las hortalizas y los champiñones. Discos de bandas poco conocidas de la invasión británica, la vida como contemplación, la estación que nos alcanza y deja atrás, hasta convertirnos en personas perdidas, amigos, atriles, veinte minutos para que todo cambie, tres minutos, la vida en una canción de Vainica Doble, en otra de Kiev Cuando Nieva, Franco Battiato. 

El color emancipado. La sensación de siempre. El ridículo, propio y ajeno. Las piscinas y la playa, también lo he escrito un poco antes: La piscina, una novia con piscina, una novela con piscina, las diferentes familias que las han usado, el tipo que recorría las mansiones, de piscina en piscina, el agua clorada, la sirena en una quinta donde vivir para siempre, como en estos textos, cada punto y aparte es un universo paralelo distinto, como si un dios jugara con sus dados cuánticos y literarios. Ya lo explica Aloma Rodríguez, dejando el camino despejado para los críticos literarios: es un libro que va contra la muerte. Por lógica, en el axioma, un libro para la vida. 

 

Aloma Rodríguez, Una inesperada ilusión, Zaragoza,  Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2025. 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

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