Cuenta Andrés Trapiello que sus primeras lecturas, placenteras y solitarias, las realizó en el pequeño desván de la casa familiar en León, un desván “al que se accedía por una escalera de madera empinada y peligrosa” y al que tenía prohibido subir. “Las cientos de horas pasadas allí fueron lo más parecido al paraíso”, confiesa en “Mi novela”, un texto disponible en su web, necesario para todo el que quiera acercársele y al que recurrí en el momento de trabajar en esta entrevista para recrear un tiempo pasado. Un tiempo de orígenes, de formación, que él ha elevado ya a literatura, aderezándolo con ese tono de ternura y comprensión que adquieren los recuerdos cuando quien los relata se encuentra ya a una prudente distancia, lejos de los vaivenes emocionales que en su día pudieron provocar sus acciones. En ese recuento breve y sencillo de su biografía se rastrean perfectamente las huellas del escritor, esa combinación de elementos que han forjado su carácter y su manera de ver el mundo. Ahí está el campo, la naturaleza, porque su padre fue ante todo hombre de campo. Ahí están los antecedentes intelectuales de su parentesco por parte materna. Ahí están los primeros encontronazos vitales -entre ellos la expulsión de su casa cuando su progenitor encontró ejemplares de “Mundo Obrero” debajo de su cama- que le fueron dirigiendo hacia su destino de hombre de letras.

Si tuviera que retratar a Andrés Trapiello podría partir de esa idea: un hombre de letras, un ser dotado para la palabra en todas sus vertientes. Y le iría añadiendo matices, impresiones que me he ido haciendo de él a lo largo de los años. Por ejemplo, que se mueve como pez en el agua en el juego dialéctico y que le gusta llevar el contraste de las cosas hasta los extremos, expresándose como un torrente, un torrente de ideas, de circunloquios, de certezas e interrogantes que va manejando como un maestro de los malabares. Por ejemplo, que se siente igual de a gusto en su vida al aire libre, esa vida de horizontes extremeños de la que tanto ha escrito en sus diarios, en contacto con los árboles y con las flores del campo, como en el paisaje interior de su casa de Madrid, ante su mesa de trabajo, ante sus libros queridos, muchos de los cuales ha ido atesorando en tantas madrugadas de desvelo y Rastro. En ese espacio, muy cerca de los retratos de sus autores de cabecera, Trapiello ha construido una especie de fortaleza, una isla particular hecha a su medida, confortable, aislada, donde los ruidos de la calle no llegan y donde las horas parecen pasar raudas sin que él llegue a percibir -como el día de este encuentro- si fuera llueve o luce un sol radiante.

Apasionado a la hora de defender aquello en lo que cree y de criticar las causas con las que no comulga; buscador de verdades poéticas y de calmas en su vida cotidiana, aunque sus observaciones de la realidad, de la vida de las gentes que le rodean, puedan provocar desasosiegos e incomodidades; reacio a frecuentar los salones literarios y a adscribirse a grupos; capaz de imponer respeto en quienes no le conocen, pero afable y cercano en la frecuencia del trato, en la distancia corta. Todo eso es Andrés Trapiello, aunque él prefiere zanjar su retrato -sus anhelos- en una sola línea de reminiscencias machadianas: “Me gusta pasear, escribir y si ello fuera posible, una vida discreta”.

Esta conversación se inicia en torno a Ayer no más (Destino), por fin la novela sobre la Guerra Civil que siempre quiso escribir el niño que no podía dejar de escuchar a su alrededor los ecos y los temores interiorizados de la gente cercana que vivió la contienda, pero avanza a través de los hitos fundamentales de una obra caudalosa, un río del que se desgajan múltiples afluentes y que ya conforma una lista considerable de títulos en todas las ramas que conforman su árbol creativo. “Una persona que colaboró en un tomo sobre mis “Diarios” decía que en ellos, más o menos colocados, veía todos mis otros libros: los ensayos, las novelas, los poemas. Esta idea me parece muy interesante y estoy de acuerdo con ella. Todo lo que he escrito participa de un cierto carácter general, todo se mezcla”, señala el autor. En un  lado de la mesa en torno a la que nos sentamos descansa el último volumen escrito de sus diarios -corresponde a 2013-. Han de pasar algunos años para que veamos publicada esa entrega de la novela en marcha que es el “Salón de pasos perdidos”. La letra menuda, apretada, tan ordenada, dice mucho del trabajo metódico de quien se convierte en anotador, observador, esclarecedor de las pequeñas cosas, sensaciones, misterios, del día a día, de esas mariposas huidizas a las que en ocasiones es posible apresar.

 

Una novela coral sobre la Guerra Civil

- Su última novela, “Ayer no más” es una obra coral en la que asoman muchos personajes, muchas voces que acaban componiendo un mosaico múltiple, cargado de contrastes, pero también es un libro que condensa hallazgos, elementos de los anteriores, y que al mismo tiempo dice muchas cosas de la propia biografía de Andrés Trapiello

- No es exactamente una novela autobiográfica, aunque en todos mis libros hay cosas de mí y aquí concretamente hay muchos elementos que hacen referencia a León, a mi infancia, a la gente que he conocido. El suceso que hace surtir la novela, que la despierta; el primero de todos, es un hecho común, porque cuánta gente vio morir en la guerra a algún miembro de su familia asesinado a sangre fría. Tal vez haya menos casos de niños que hayan sido testigos, como sucede en el libro, pero lo que tiene valor para mí es que yo me llegué a enterar de un hecho así, real, muy cercano, y eso no es propiamente autobiográfico, auque sí es parte de mi biografía. Todos los episodios que se cuentan en esta novela me han sido relatados o los he escuchado de personas que estuvieron allí cuando sucedieron. Todos, excepto el último, en el que se habla de un asesinato de padre e hijo que no está referido a León. Pero todos los demás acaecieron, incluida la historia del filósofo que fue salvado por su abuela cuando tenía apenas unos meses, mientras su padre y sus cinco hermanos eran asesinados.

- ¿Ha dotado a su protagonista, Pepe Pestaña, de características propias, o el parecido es simple coincidencia?

-  Sí. Pepe Pestaña se parece un poco a mí o yo me parezco a él, pero él es infinitamente mucho mejor, en el sentido de que es un hombre más sosegado e incluso más escéptico, a pesar de que ha sido historiador. El padre de Pepe Pestaña tiene poco que ver con mi padre, aunque es cierto que hay elementos comunes. Yo me enfrenté con mi padre por razones ideológicas durante un tiempo, pero afortunadamente llegamos a resolverlo. El conflicto es mucho más extremo en la novela. Mi padre era falangista, igual que el de Pestaña, pero ahí se acaban todos los parecidos. El personaje de ficción pertenece a la burguesía leonesa, es un empresario, un militante político conocido, mientras que el mío, para nada. En cuanto terminó la guerra dejó la política y se quitó la camisa azul.

 

“Siempre quise aprender a escribir para contar lo que había sido un hecho determinante en mi familia, la Guerra Civil”

- ¿Por qué una novela sobre la Guerra Civil justamente ahora?

- Pues porque ha sido cuando me he sentido capaz de afrontarla. En realidad yo siempre quise escribirla, desde muy joven. Recuerdo que cuando Miriam, mi mujer, me preguntó, al empezar a salir juntos, por qué quería ser escritor, le dije que porque deseaba escribir una novela sobre la Guerra Civil. Y era cierto, aunque ahora pueda parecer muy literario, muy colocado. Siempre quise aprender a escribir para poder contar lo que era un hecho determinante en mi familia. Toda la existencia de mis parientes cercanos -mi madre, mi padre, mis tíos, mis abuelos- giraba en cierto modo alrededor de este hecho. Yo creo que estuvieron conmocionados toda la vida pensando que se habían librado de la muerte. La habían visto por todos los lados. Mi padre empezó la guerra muy joven, con 19 años [el padre del protagonista, con 17]. Asistió a la toma del Frente de Oviedo; entró en Gijón; participó en la Batalla de Teruel; acto seguido libró la del Ebro y acabó en Levante tomando Castellón. Estuvo en primera fila los tres años que duró el conflicto y nunca dejó de sentirse impresionado por ese hecho, porque vio morir a muchas personas. Hay en la novela un dato que antes no recordé y que sí he tomado de mi padre, las partidas de cartas -”las siete y media”- con los amigos muertos.

 

“España fue un país cervantino hasta 1959”

- En este libro están los ambientes de la infancia, los paisajes de la tierra natal, incluso hay impresiones que podrían haber sido las que usted sintió entonces. El protagonista asocia momentos de felicidad de la niñez con esos escenarios. ¿Cómo recuerda esa geografía y cuándo se ve por primera vez queriendo escribir y a lo mejor soñando ya con construir esa novela sobre la Guerra Civil?

- Curiosamente, como todo el mundo sabe, España fue un país cervantino prácticamente hasta 1959, año en el que se llevó a cabo el plan de estabilización del franquismo, con el que se introdujo una economía que acabó destruyendo todo lo que se había conservado prácticamente igual desde hacía cuatro siglos. Vemos fotografías de los pueblos de los años 50 y parece que estamos mucho más atrás en el tiempo. Yo tuve la suerte de conocer eso. A la edad de seis años la memoria de un niño ya es muy viva y recuerdo perfectamente lo que era León entonces. Recuerdo luces, olores, el ganado por las calles, los establos dentro de la ciudad y también los huertos, muy cercanos. León era un pueblo sitiado por el Argo, un pueblo bastante agropecuario y al mismo tiempo una urbe. Un territorio enteramente de retaguardia, muy determinado por la guerra, al menos en lo que a mi familia concierne. La guerra allí duró solamente dos días, dos días de algaradas entre los sindicalistas y unos pocos militantes de izquierdas con los militares sublevados, los falangistas y los guardias civiles, quienes atajaron esa resistencia en muy poco tiempo. Pero a partir de entonces la ciudad se convirtió en uno de los focos de represión más grandes que hubo en España. Ahí estaba ese famoso penal de lujo que es el Hostal de San Marcos, por el que iban a pasar miles de personas, unos en tránsito y otros directamente hacia la fosa común, hacia las cunetas o los cementerios. Esa memoria siempre se ha conservado porque hablamos de una ciudad muy pequeña, una  ciudad de algo más de 20.000 habitantes, donde se llegó a tener una población penal de unos 3.000. Eso es algo tremendo. En Madrid, si tu casa estaba lejos de la cárcel de San Antón podías no enterarte de lo que estaba pasando allí, pero en León no había manera de cerrar los ojos y eso pervive en mi familia de una manera muy intensa. En mi casa solo se hablaba de la guerra y no puedo olvidar cómo ciertos hábitos siguieron manteniéndose mucho después de acabada, por ejemplo el no poder hablar -y eso que éramos una familia numerosa- durante la emisión del “parte”, el nombre bélico que seguían conservando los boletines informativos de la radio. Era como si estuviéramos todavía en el frente.

 

Años de familia y formación

- Hay una figura de la que suele hablar y de la que ha escrito en sus textos más biográficos, su tío César. ¿Fue clave en su formación?

-  Sin duda influyó. Era el hermano mayor de mi madre y se vino a vivir a nuestra casa justamente en el año 1959. Además de cura y de haber sido también alférez provisional en la guerra, César Trapiello era un dibujante, un dibujante discreto, muy solanesco para algunas cosas, y que por aquel entonces, después de la guerra, había hecho un cómic muy a lo Tintín, muy bonito. Él se trajo consigo dos cosas que a mí me fascinaron siempre, su biblioteca y sus dibujos de la guerra. En casa había tres libros y de repente tener a disposición una biblioteca, no digo que copiosa, pero sí relativamente importante, fue algo grandioso. Esa biblioteca le pertenecía en parte, porque también incluía ejemplares de un tío suyo, tío abuelo mío, que se llamaba José Trapiello y que asimismo había escrito poesías en las revistas modernistas de los años 20, muy a lo Rubén Darío, a lo Amado Nervo. Entre los volúmenes que la componían había algunas obras sobre la Guerra Civil, de autores que luego me serían familiares; pero igualmente importantes fueron los dibujos que también se trajo: muchos apuntes que había tomado del natural en la batalla, que nos dejaba ver y que a mí me fascinaban. Se trataba de esbozos de bombardeos, de trincheras, de paisajes, de casas derruidas... En aquel momento mi tío César, además de cura y de capellán del Hospicio y de la Maternidad de León, era periodista y escribía todos los días de temas varios en el Diario de León, el diario clerical de la provincia, que durante la República había sido abiertamente golpista, y donde se hacían todos los años concursos de redacción para los niños. Recuerdo que me presenté a uno, lo que me lleva a considerarme como un caso de precocidad vocacional. Ya me veo como escritor desde los 8 o 9 años y no olvido que el primer libro que compré con mi dinero  fue una edición del “Quijote” para escolares de Edelvives, con ilustraciones de Doré. En esa vocación temprana, sí, pudo influir mi tío César y también mi abuelo Andrés, que era maestro de escuela, igual que mi bisabuelo. Ambos habían hecho sus pinitos, habían escrito actos sacramentales y creo que también algún tipo de madrigal que he llegado a leer.

 

El reto de escribir una novela no guerracivilista

- ¿Cuáles fueron los principales obstáculos a la hora de afrontar el reto de escribir una novela sobre la Guerra Civil, tal vez, precisamente, la vivencia tan cercana del impacto en su familia impedía la perspectiva, la distancia necesaria?

-  Bueno, fundamentalmente veía una enorme dificultad. Por una parte, aunque hay novelas sobre la Guerra Civil enormemente meritorias, muy bien construidas, yo no encontraba ninguna que me la representase en toda su complejidad, quizás porque veía que las propias características de un enfrentamiento de ese tipo hacía inviable un proyecto literario inclusivo, en el que se pudieran mirar las dos partes. La Guerra Civil, como definición, dividió el país en dos y todas las novelas, casi sin excepción, han sido o la novela de un lado o la novela del otro lado. Son obras que perpetúan un poco la propia realidad guerracivilista. Y esto, a mi modo de ver, era un hándicap enorme para los lectores. Lo que yo quería era hacer una novela que reflejase a todo el mundo.

 

Sobre Las armas y las letras

- ¿Hubiese sido posible  Ayer no más sin el antecedente de Las armas y las letras?

- No. Las armas y las letras me marcó el camino. Fue exactamente lo que he buscado llevar a cabo a través de la ficción, un libro en el que todo el mundo podía reconocerse y reconocer al que no era su igual, al que no era su semejante en ideas políticas; en el que podíamos percibir las razones, si las había, del otro, y condenar desde un mismo punto de vista la violencia similar que hubo en los dos lados. “Las armas y las letras” es un estudio exhaustivo de muchísimos escritores, cosa que no se había hecho nunca, porque se suponía que había unos pocos escritores importantes y el resto no contaba. Para mí esa división no funcionaba porque los autores que me presentaban como los grandes no me lo parecían. Por ejemplo, no me parecía relevante ni como escritor ni como político Rafael Alberti, ni me lo parecían en la derecha García Serrano o Laín Entralgo. Lo que plantea el ensayo es justamente la similitud de las retóricas y de la barbarie de los dos bandos, sobre todo en la retaguardia.

- ¿Su intención fue escribir un libro no partidista?

- En efecto. Y esto es lo que a mi modo de ver más han acabado valorando los lectores, encontrarse con un estudio que parte del reconocimiento de cosas tan elementales como que en la guerra hubo dos bandos: un bando, representado por la República, que defendía los principios de la Ilustración -Igualdad, Fraternidad y Libertad- y otro bando, el de los sublevados, que se levantó justamente contra la República porque quería acabar con la Ilustración. Hoy esto ya está claro, pero lo que no todo el mundo acaba de ver es que la defensa de esos principios de la Ilustración por parte de la República duró muy poco, ya que ésta se vio desbordada muy pronto por gentes que no solamente no los iban a defender, sino que atacaron esos principios instalando un régimen revolucionario, mientras que, paradójicamente, en la otra parte, en la de los que se sublevaron, había gentes que seguían siendo ilustrados. El día 19 de julio Ortega y Gasset o Unamuno, por poner dos ejemplos egregios, no dejaron de ser liberales por el hecho de demostrar sus simpatías a la sublevación. Siguieron siendo ilustrados, liberales, aunque luego no tuvieran absolutamente ninguna posibilidad de modificar la inercia criminal del régimen. Este era el otro paso fundamental que había que dar y que se da en Las armas y las letras, donde, además, se aborda la violencia en uno y otro caso, nunca desde la equidistancia, pero sí desde la ecuanimidad. Porque un escritor, un intelectual, ha de exigirse el ser ecuánime. Ha de encontrar un tono de discurso que nos ayude a comprender, a no prender otra vez el guerracivilismo, a reflexionar sobre la violencia y al mismo tiempo ver que todo es más complejo, más difícil, de lo que nos han dicho, que no todo es un blanco o un negro absolutos.

 

- Hablamos de una obra fundamental en el discurrir de la historia de la literatura española, ya que contribuyó a modificar la valoración de escritores tanto de izquierdas como de derechas, desmitificando a unos, sacando a la luz a otros que estaban olvidados, ocultos, ninguneados. ¿Hasta qué punto ha sido un libro que ha marcado un antes y un después?

- Ha marcado un antes y un después, no en mi vida, porque este es un libro mercenario que no hubiera escrito si Rafael Borrás no me lo hubiera encargado. No hay cosa mejor que ser pobre como escritor porque eso te impulsa a hacer cosas que de lo contrario no harías. De haber sido rico este libro no lo hubiera escrito, porque yo sabía que aquello era un terreno minado. “Las armas y las letras” me ha ayudado muchísimo a extremar la investigación, el trabajo de campo, pero las ideas generales que expongo ya las tenía claras. En lo que sí estoy de acuerdo, y lo creo modestamente, es en que ha significado un antes y un después, y no solo en la historia de la literatura, sino también en la del pensamiento político respecto de la Guerra Civil. Lo que se argumenta ampliamente en él yo ya lo había formulado, como 10 años antes, en un artículo que publiqué en El País y que partía de un texto de Agustín de Foxá. Ahí venía a decir que los escritores que habían ganado la Guerra Civil habían perdido los manuales de literatura, que habían sido entregados, como una especie de regalo de consolación, a los que la habían perdido. Para mí eso resultaba absurdo, porque me encontraba con autores estupendos de derechas frente a otros de izquierdas que teníamos que comernos porque sí y que valían mucho menos.

 

El mito de las dos Españas

- El mito de las dos Españas lo ha articulado todo durante muchísimo tiempo y en cierto modo sigue haciéndolo: la política, el pensamiento, la literatura, la vida social...

- Así es. Y yo lo que he hecho justamente en este libro es cuestionarlo. A mí ese discurso sobre la Guerra Civil no me cuadraba porque el mito de las dos Españas no articulaba perfectamente todo lo que había sucedido. Al inicio del conflicto esas dos Españas estaban representadas por dos grandes minorías, que eran la del Partido Comunista y alrededores, y la de Falange Española, dos fuerzas pequeñas, de unos veinte mil militantes a cada lado y que al terminar la confrontación acabaron con millón y pico de afiliados. Yo me preguntaba de dónde había salido ese millón y pico si antes del enfrentamiento armado, con libertad, toda esa gente no era comunista ni falangista y después, sin ella, ya estaba en un bando o en el  otro. Se habían tenido que adscribir a la fuerza. Y, por otra parte, no se podía dejar de lado a la tercera España, esa tercera España, de izquierdas, de centro o de derechas, pero que no participaba de la belicosidad de ninguna de las otras dos. En el libro, de una manera bastante gráfica a través de los escritores, están representados los dos lados, que tuvieron una determinación clara de revolución desde el primer momento, que creyeron que podían hacer una revolución en España y que la podían ganar, del mismo modo que la Alemania nacionalsocialista y fascista había hecho una revolución y la había ganado, del mismo modo que pasó en la  Unión Soviética. No estaban hablando de utopías sino de cosas reales y se lanzaron a ello con determinación de exterminio, porque tenían una visión, un discurso de la historia, finalista, que es de lo que trata también mi novela. La Historia, se creía desde un lado y desde el otro, debía conducir a un paraíso donde todo sería posible, ya fuera el paraíso comunista, ya fuera el paraíso falangista. Si para ello tenían que llevarse por delante a unos cuantos millones de seres humanos no pasaba nada porque el final iba a justificar la eliminación de todos aquellos que impedían realizar ese proyecto, llevar a cabo esa idea de la historia tan hegeliana y totalitaria.

- ¿Cree que el ensayo apareció en un momento en el que la sociedad estaba preparada para acometer esa lectura? Recuerdo que hubo mucha crispación cuando se publicó.

- Cuando se publicó los principales responsables de la guerra se estaban muriendo, las heridas ya no dolían lo mismo y estábamos dando paso a la generación de los nietos. En ese panorama lo que planteaba “Las armas y las letras” era un alejamiento para empezar a analizar las cosas con una cierta objetividad, con una mayor perspectiva. Y se da la circunstancia de que,  tanto la primera edición como la segunda, mucho más reciente, están marcadas por el descubrimiento de personas que fueron testigos oculares de los acontecimientos, pero que no participaban ni en la dialéctica de los vencedores ni en la de los perdedores. Me refiero a gentes como Juan Ramón Jiménez, Chaves Nogales, Clara Campoamor o Morla Lynch, gentes que, sin ser fascistas ni comunistas, tenían una visión clara, como representantes de esa tercera España, de lo que estaba ocurriendo, lo que les permitía ser libres para denunciar los crímenes de uno y otro bando. Unos crímenes que habían sido negados sistemáticamente por todos. La izquierda se los atribuía a unos desalmados, alegando que el gobierno de la República no tenía responsabilidades en todo ello -cosa a todas luces falsa-, mientras que los fascistas, como habían ganado, no tenían la necesidad de hablar de sus propios crímenes y optaron por ocultarlos.

-  La derecha borró sus huellas, no dejó testimonio. En este punto actuaron de manera completamente distinta.

-  Sí. La derecha hizo todo lo contrario que la izquierda, cuyos crímenes están documentadísimos. La barbarie de sus propios funcionarios fue registrada a conciencia. En Madrid se sacaban fotos de todos los asesinados de las checas, con lo cual cuando los fascistas, los franquistas, llegaron a la capital se hincharon de ver imágenes de asesinatos y a perseguir a todos los que los habían llevado a cabo. Facilitaron el camino de la represión precisamente por la idea que tenían de que ni siquiera eso que hacían estaba mal. ¿Por qué si no hay hay tanto testimonio de iglesias ardiendo, de momias desenterradas? Los revolucionarios pensaban que eso estaba bien y en cambio circulaba la ética de que había que acabar con todos los testimonios de la religión, de los curas, de los burgueses, de los militares. De la misma manera que en la revolución Cultural China se jactaban de documentar toda la barbarie. Había una especie de apología del terror y esa es otra de las cosas que yo creo que por primera vez se pone en evidencia tan claramente en Las armas y las letras.

- Al acometer esta obra, Andrés Trapiello tuvo que ejercer de historiador, una disciplina que desarrolla de manera profesional el protagonista de Ayer no más, Pepe Pestaña. ¿Se sintió un intruso en cierto modo?

- Durante la guerra Antonio Machado ya había dicho que la retórica de la guerra, de una parte y de otra parte, era similar. Pero nadie quiso oírle y esa postura se mantuvo durante 50 años. Del 39 al 94, que fue cuando se publicó “Las armas y las letras”, la universidad española se estuvo mirando el ombligo. Este libro se tendría que haber escrito en la universidad española. Ese trabajo tenían que haberlo hecho los estudiosos, los especialistas, no yo, que soy un aficionado. Pero los que se dedican a esto de una manera concienzuda, estaban en otra cosa. Con honrosas excepciones, como es el caso de José-Carlos Mainer, estaban en labores, de propaganda, tanto de derechas como de izquierdas, aunque en el caso de la literatura la inmensa mayoría apoyaba desde los departamentos a los escritores de izquierdas, sin cuestionarse nada en absoluto.

 

Atrevámonos a saber

- ¿Le ha hecho ganar muchos enemigos Las armas y las letras al descolocar el discurso imperante durante tanto tiempo? La caída de mitos, el reconocimiento de escritores largo tiempo denostados...

- Yo parto de la idea de que a mí la literatura sólo me ha dado amigos. Si alguien como yo, con 60 años, puede seguir escribiendo, publicando tantos libros y artículos en distintos medios, es porque tiene muchísimos amigos. Lo que pasa es que las personas que se revuelven rabiosas contra el tipo de pregunta que yo me planteo tanto en “Las armas y las letras” como en la novela -¿cuál es el origen de la violencia, cuál es la justificación de la violencia?-  es porque creen que el discurso de la historia de la literatura estaba cerrado ya, con los buenos y los malos; los grandes escritores y los que no valen nada. Molesta que llegue alguien y diga: “no, esto no es así; vamos a cuestionarlo; empecemos leyendo los libros; atrevámonos a saber, porque ese es el principio de la ciencia y porque lo que me han contado puede estar bien, o no, pero yo me lo voy a cuestionar”. Los representantes de ese modo ya cerrado de la Historia y de la literatura se enfurecieron. ¿Cómo que Alberti no es un gran escritor, cómo que no tuvo un comportamiento ejemplar? “Pues no, no lo tuvo”, les contesto yo y les enseño una revista, “El mono azul”, de la que él era director y donde publicaba una sección semanal, “A paseo”, que llamaba a los madrileños a “pasear” a la gente. Eso está ahí, yo no me lo invento. Requiere, de algún modo, una justificación, igual que pasa con Bergamín, quien en uno de sus libros pide a los comunistas que se carguen en las trincheras a los trotskistas. Se produjo una matanza de dos mil y pico trotskistas en unas semanas en Barcelona, porque había instigadores que alentaban a sus militantes de base a perpetuar la violencia, no tan solo en el frente sino en la retaguardia, donde ya no hay nobleza de ningún tipo y toda batalla se convierte en un mezquino y extremo cruce de pasiones. La gente que defiende todo esto, cuando en el libro se hace esa pregunta y se responde, se siente incómoda.

 

“La inmensa mayoría de mis lectores pertenecen a la tercera España”

- Sin embargo, el libro ha contado con muchísimos lectores.

-  Sí, pero la inmensa mayoría de esos lectores pertenecen a la tercera España y están enormemente agradecidos de que por fin lo que ellos habían vislumbrado de una manera oscura se haya expuesto tan claramente. Por eso es por lo que se han volcado con el libro, porque encuentran que expresa una sospecha que tenían y se sienten representados. Se trata de gente capaz de leer con el mismo provecho y el mismo gusto textos de Pla o de Cunqueiro junto con otros de Sénder, de Max Aub o del propio Alberti. Y les llegan a gustar de la misma manera, pero sin dejar de distinguir sus comportamientos éticos, la naturaleza de sus acciones, sean de un bando o de otro. Volviendo a lo anterior, no es que haya perdido como amigos a los que han protestado, porque a esas personas que intentaron por todos los medios durante 40 años que esas preguntas nuevas, que esas respuestas, no se produjeran, nunca los tuve como tales. Ellos habían dado por cerrada la Historia, mientras que el concepto que yo tengo de la misma es un concepto benjaminiano, abierto. Abrir esa puerta es lo que nos ha conducido a encontrar a esos escritores, tanto o más significativos que los que ya estaban representados, que se habían quedado orillados, marginados; caso de Chaves Nogales, paradigmático en estos años, o de don José Castillejo. En ellos, y en tantos otros, es donde he hallado una explicación sobre asuntos problemáticos que no acababa de entender. Me han dado la clave que estaba buscando durante tantos años para encajar las piezas. De ahí la alegría de encontrar los escritos de Chaves, un periodista excepcional, muy inteligente, muy brillante, que fue testigo de cosas de las que también fueron testigos en Madrid otras 600.000 personas. Pero nadie lo quiso contar porque era complicado, porque suponía verse inmediatamente señalado y condenado al ostracismo. Yo he entendido perfectamente porque este hombre ha estado durante 40 años siendo un perfecto desconocido cuando he leído “La defensa de Madrid”, su último libro, inédito durante tanto tiempo. Al ver lo que decía de los fascistas y lo que decía de los comunistas me he dado cuenta de que, una vez más, tanto unos como otros se pusieron de acuerdo: “a éste ni agua, porque es malo lo que dice de ti y es peor casi lo que dice de mí. De Chaves no se va a saber nada nunca más”, se propusieron. Y eso que hablamos de uno de los tres o cuatro grandes periodistas de la época.

- Pero, ¿tenía idea de las ampollas que podía levantar un libro así, fue  consciente de estar dando un vuelco al discurso establecido? ¿Se lo pensó dos veces antes de poner el punto final?

- Sí. En parte sí, porque uno mismo tiene muchísimos prejuicios, uno mismo piensa: “pero bueno: ¿cómo me voy a acercar yo de una manera crítica a personas sobre las que siempre se ha considerado que tienen muchísimo talento; cómo me voy a enfrentar a un icono de la izquierda, de la lucha, como Rafael Alberti; cómo voy a decir que es una persona que luchó por todo menos por la democracia y que luchó por todo menos por la libertad, si se trata de alguien que ha estado viviendo de ese cuento durante 60 años y hay cientos de miles de personas detrás que le secundan? ¿Cómo voy a decir que Pasionaria es un nombre que representa lo peor de lo peor, cuando ha tenido un entierro en Madrid de un millón de personas que la han aclamado? ¿Cómo voy a recordar a ese millón de personas que en los congresos del Partido Comunista de España en Moscú era enormemente aduladora de alguien como Stalin?” La primera edición de “Las armas y las letras” dio lugar a reacciones enormemente duras, violentas. Hubo polémica, insultos de muchísimas personas, y encima no se vendió nada. La gente en el año 1994 no estaba dispuesta todavía a aceptar, a asumir ciertas cosas, a ver los matices. Lo extraño ha sido la respuesta a la edición última de Destino. Ahí todo ha sido positivo. Todo ese trabajo que se había realizado de forma larvada durante 20 años ha encontrado finalmente los miles de lectores que no tuvo entonces.

- ¿Era simplemente cuestión de tiempo?

-  Entonces había una enorme crispación, sobre todo en la izquierda. La derecha estaba más contenta, porque como ya había perdido los manuales de literatura, no se fijaba más que en lo bueno, aunque también se dijesen cosas terribles de ella. Acostumbrada a lo peor, agradecieron el hecho de que se mirara con cierta simpatía algunas de sus obras literarias, pero la izquierda, que no había sido cuestionada ni política ni literariamente, reaccionó de un modo furibundo. No me refiero a la izquierda globalmente, sino a los que se habían apoderado de su discurso y creían ser sus administradores. Esos sí respondieron con una violencia terrible. Fue como si de pronto se les acabara una ficción que habían montado y que no daba más de sí. Ya no da más de sí, por ejemplo, la ficción de Alberti en la guerra como un luchador. Podemos justificarla. Lo acepto. Podemos decir que aquel fue un momento terrible donde cabían ciertos comportamientos. Pero es que ahora sabemos cosas que antes no podíamos entender. Ahora sabemos que Morla Lynch en sus diarios, que estaban inéditos hasta hace cuatro años, dice que se encontró al poeta gaditano al final de la guerra, cuando él, el propio Morla Lynch, había perdido 30 o 40 kilos porque no tenía que comer -como el resto de la población en Madrid-, en un piso espléndido, con todas las comodidades, gordo como un lucio, porque era el único que podía comer y que tenía la llave de la despensa. Ese dato podría ser un chisme, pero no lo es cuando al mismo tiempo se dice que Madrid se está muriendo de hambre. Eso hace cuatro años no se sabía. No sabíamos tampoco todo el lío que tuvo con Miguel Hernández. No habríamos conocido sin la labor de otro escritor, Benjamín Prado, cómo  Miguel Hernández, que fue la bandera que Alberti aireó por toda Sudamérica, estuvo peleado toda la guerra con él, sin hablarse, con un puñetazo de por medio. Por tanto, cuando ya conocemos todas estas cosas que hacen referencia a la eticidad de la persona, nos preguntamos por la verdad de la obra, por aquello que decía Juan Ramón Jiménez de que no hay estética sin ética. Esa es la labor que se hace en el libro y los lectores inteligentes van atando cabos, sacando sus propias conclusiones.

- ¿No le parece peligroso que algunos lectores, tanto del ensayo como de la novela, puedan caer en el discurso del todos son iguales, tanto respecto al pasado como al presente?

- Bueno, esa frase está mal formulada. Es verdad, todos los asesinos son iguales, pero no todos son asesinos. Eso es lo que hay que decir. No todos eran iguales en la Guerra Civil, ni muchísimo menos, pero todos los asesinos y todos los totalitarios si lo eran, y me da igual que sean de izquierdas que de derechas. Me da igual un nazi que un estalinista. Son asesinos, son gente que está contra la libertad. Ahora bien, no es igual un señor que defiende los principios de la Ilustración que otro que se muestra en contra, por supuesto. No es lo mismo. Pero en Democracia caben las diferencias. El problema está en el que no es demócrata. Cuando la gente dice: “todos son iguales”; hay que responderles que, por fortuna, no es así.

- Tanto en “Las armas y las letras” como en la novela el lector no puede evitar formularse la siguiente pregunta: ¿Quién cuenta la historia, quién marca el ángulo, la perspectiva’? Esto nos lleva al reciente acontecimiento del Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia, donde se han querido cambiar perfiles, incluso no definir a Franco como dictador.

- Bueno, es una pregunta que me parece importante, pero que se debe hacer en dos ámbitos: en el ámbito de la Historia y en el ámbito de la novela. La novela a veces es la única capaz de contar las cosas que la Historia no puede contar porque está muy cerca de ella, porque es incapaz de separarse; seguramente muchos de los miembros de la Academia de la Historia son simpatizantes franquistas... El novelista puede resultar más verosímil que la propia Historia a través de una ficción. ¿Quiénes cuentan la Historia? Normalmente los vencedores, con las paradojas consiguientes, en el caso de España,  insisto, siempre se pensó, por ejemplo, que la literatura y la inteligencia estaban de parte de la República. Esto fue un lugar común en el que creyeron incluso personas tan estimables como Juan Ramón Jiménez. Juan Ramón llegó a decir que la inmensa mayoría de las personas que tenían algo que decir y que compartían la excelencia intelectual  estaban de ese lado. Esto fue algo que cundió, que hizo enorme fortuna, incluso entre los propios de derechas, siempre con una especie de complejo de inferioridad en lo cultural, pero era absolutamente falso. “Las armas y las letras” se cuestiona esto y ofrece dos listas de escritores de un lado y de otro que resultan engañosas. Cuando las vas mirando, compruebas que el argumento falla. Por tanto, en el caso de la Guerra Civil la Historia la han contado los vencedores, pero la balanza cultural, literaria, se inclinó hacia la izquierda, que ganó la propaganda en la guerra desde el primer día porque la asistía una razón, la de la defensa de los principios de la Ilustración, causa que, por supuesto, la mayoría de la gente ilustrada apoyó.

- En Ayer no más se juega al punto de vista múltiple. La Historia es diferente según la percepción, la experiencia, el corazón de quien la cuenta. Y  hay muchos corazones palpitando en esta novela estremecedora, aunque quien lleva la voz cantante, por decirlo de alguna manera, es el protagonista, el narrador. Un hombre claramente de izquierdas, pero que es capaz de hacer autocrítica.

- Yo siempre digo que lo mejor de esta novela soy yo, porque no estoy. Aquí todo el mundo toma la palabra, eso es parte de la narración. El problema de los relatos sobre la Guerra Civil es que la voz del narrador, del protagonista, tiñe excesivamente el discurso que viene a continuación. En esta novela coral todos tienen la oportunidad de decir lo que piensan y de decirlo de la manera más inteligente posible. No se trata de que los que a mí me parece que son listos se pongan a hablar como Demóstenes y los que me parecen tontos lo hagan como idiotas. El representante de una España va a expresarse de la manera que sabe, con los argumentos que sabe; y el de la otra España lo mismo. El lector es al final el que va a determinar quién está más cerca no sólo de la verdad, sino también de la razón; quién es más proclive a intentar olvidar; quién piensa que hay que mantener vivo un recuerdo para no perdonar el agravio y quien argumenta: “no, un exceso de Historia perjudica la vida, por tanto hay que olvidar si queremos seguir viviendo”. Todo es un dilema que la novela plantea, pero que yo no sé resolver. Está claro que no es posible la justicia sin memoria, que para hacer justicia hay que acordarse, pero también es verdad que no es posible la vida, no es posible la paz, sin olvido. ¿Cómo hacemos esto, qué es lo que vamos a recordar y qué es lo que vamos a olvidar? Esa es  la cuestión primordial, el principal problema que se planteó en la Transición. O se recordaban las pifias de todos en la guerra o se optaba por correr un tupido velo. Entonces hubo dos pactos: uno tácito y otro escrito en la Constitución. El primero, sin firma, asumido por todas las fuerzas políticas,  consistía en no hablar del ayer, en dejar atrás los crímenes del pasado y del franquismo, sin venganzas, sin revisión de causas, apostando por el futuro como prioridad, mientras que el pacto escrito consistió en asumir la instauración de una monarquía como régimen político, una monarquía impuesta por Franco que había que refrendar en la Constitución, favoreciendo que los miembros de la Familia Real estuviesen blindados con todo tipo de excepciones legales. Entonces se pactó no hablar de su dinero, ni de sus líos, de nada. Esto se escribió, está pactado y es un asunto muy de actualidad. Ahora se habla más de las cosas del Rey, pero lo que sale a la luz aún resulta ridículo. Resulta ridículo que se nombre a la princesa Corinna como la “amiga íntima” del Rey, por ejemplo.

- En la novela resulta interesante cómo se trabaja con el pasado desde el hoy más reconocible. Aparecen personajes del presente con sus nombres y apellidos, caso de Fernando Savater, Baltasar Garzón, incluso alguien llega a definir al propio Andrés Trapiello como un pedante.

- Bueno, este juego forma parte de la realidad. Yo creo que todas las novelas realistas introducen parte de la vida. Yo creo que Garzón en la novela tiene un sentido porque se está hablando, y mucho, de Memoria Histórica. Los debates de Savater, que se reproducen, o de Santos Juliá, tienen también un sentido porque son personas tan significativas como Garzón en algunos de los aspectos que se tratan. Incluso yo mismo, como personaje, estoy formando parte de la trama de la realidad y de algún modo me convierto en la mejor manera de decirle al lector que él también forma parte de la misma. Hay una anécdota muy graciosa. El personaje de Mariví, la odiosa compañera de departamento del protagonista, no está construido a partir de nadie en especial. Es como un monigote, como una pantomima, pero me he encontrado ya con unas cincuenta personas que me aseguran que conocen a alguien como ella. Uno ficciona y al final la ficción le lleva a la realidad. Claro que hay mucha gente como Mariví, seguro. Y por tanto también hay otra mucha gente que es como yo, como nosotros.

 

“Hay que evitar que las circunstancias nos lleven a todos a un callejón sin salida”

- Constantemente se dice que hay un empacho, un exceso de novelas, de libros, sobre la

Guerra Civil, que ya está bien, pero, ¿cómo se puede pasar página cuando los hechos del presente te llevan una y otra vez al pasado?

- Bueno, yo siento disentir. Lo que está pasando ahora mismo no es tan distinto a lo que está pasando en otros países de nuestro entorno. Que hay un retroceso ideológico es evidente, pero también sucede en otros países que no tuvieron una Guerra Civil y podrá pasar mañana en Francia o en Alemania, porque no sabemos hasta dónde nos llevará esto. En el momento en el que la gente vea que no tiene para comer, en el momento que vea que tiene a toda la familia en el paro, inmediatamente todo eso se va a ir radicalizando, porque no puede ser que tengamos a los hijos en el paro mientras que los banqueros continúan especulando y ganando no sé cuánto dinero... Y está el retroceso en campos como la Educación o la Sanidad, que va todo junto, en el mismo saco, ya que se justifica sobre la base de que no hay dinero. Vivimos, sí, un retroceso en todos los derechos civiles que habíamos conseguido a lo largo de los últimos años. El Estado de Bienestar se está desmantelando y la derecha neoliberal dice que es porque no se puede sostener económicamente sin que podamos explicarnos muy bien por qué no podemos mantener la Sanidad, pero sí el sistema financiero español. No sé lo que pasará porque no soy adivino, pero yo no creo, pese a todo, que la democracia esté en peligro. Según los indicios que veo aún no hemos llegado a unos niveles de crispación social extremos. Y se trata de evitar -ojalá se consiga- que las circunstancias nos lleven a todos a un callejón sin salida.

 

“Estoy de la Guerra Civil hasta el copete”

- El protagonista de su novela dice que no va a hablar más de la Guerra Civil. ¿Hará lo mismo Andrés Trapiello?

- Sí, en ese sentido, somos iguales. Ambos estamos de la Guerra Civil hasta el copete. Yo estoy encantado de haber hecho “Las armas y las letras” y estoy encantado de haber hecho esta novela precisamente porque doy por zanjado el tema. Ya no voy a escribir más de la Guerra Civil. Tendría que ocurrir un hecho extraordinario, tendría que dar  con algo que me sobrepasara, algo así como unos documentos que demostraran que el mundo se iba a acabar pasado mañana. En realidad soy coherente con lo que planteo en la novela: ¿vamos a soportar vivir mucho más tiempo recordando o ya ha llegado el momento del olvido? La inmensa mayoría de las víctimas de la Guerra Civil, por lo que hemos visto, ya están pasando la página. Para quienes han podido exhumar los restos de sus familiares, para quienes los han enterrado, ya se acabó. No ha sucedido, como vaticinaba la derecha, que todo iba a saltar por los aires, que se iba a reproducir el conflicto del pasado con la Ley de Memoria Histórica. La gente lo único que quería era sepultar a los suyos.

- Pues cerremos este capítulo y pasemos a otra cosa. ¿Cuántos Trapiellos hay en Andrés Trapiello? ¿Qué tiene que ver el novelista con el poeta, el ensayista, el diarista, el diseñador de libros...?

- Bueno, yo creo que todo forma parte de lo mismo. Puede que sea versátil y es verdad que comparto muchos registros, pero no me veo muy diferente en ninguno de ellos. En mi caso todo participa de una idea común de la literatura y de la vida; todo forma parte de una misma cadena. Es verdad que soy tipógrafo, pero lo fui por accidente, porque cuando publiqué mi primer libro de poemas preferí componerlo yo que mandárselo a una editorial. Con el ensayo ocurrió lo mismo. Había muchas cosas que necesitaba aclararme. Y cuando empecé a escribir mis diarios fue porque no me sentía capaz de hacer una novela y concebía esos diarios como la puerta de atrás a través de la cual acceder a ella. Todo lo que he hecho, lo que hago, participa del mismo impulso, que se resume básicamente en llevar una vida ordenada y en seguir mi instinto. La poesía, el ensayo, la novela, los diarios o la tipografía, todo está teñido por el mismo color; todo está tocado por mi pequeña verdad, mi gran verdad, que no es más que contar aquello que soy y que se manifiesta en cada una de las cosas que realizo. He tenido la enorme suerte -al principio con mucho esfuerzo- de poder hacer casi siempre lo que he querido. No he necesitado rendir cuentas a un patrón, ni aceptar hacer cosas que no me gustaban. Siempre que he acometido trabajos por encargo, unos como tipógrafo y otros como escritor, los he agradecido y los he aceptado porque me convencían. “Las armas y las letras” fue una obra de encargo y también mi biografía sobre Cervantes. Se puede decir que he sido independiente, aunque es verdad que esa independencia tal vez no siempre me haya favorecido a la hora de sentirme arropado por una institución, una universidad o un medio determinado. Pero a este respecto yo siempre recuerdo el aforismo aquel tan bonito de Carlos Pujol que decía: “Hacer carrera, hacer la carrera”. Afortunadamente, en la medida que he podido mi carrera ha tenido poco que ver con la carrera.

- Antes reconocía que, en cierto modo, todo está en sus “Diarios”. ¿Qué es el “Salón de Pasos Perdidos” ahora, con perspectiva, con dieciocho volúmenes publicados ya -el último recién salido del horno-?

- No es que todo esté ahí. Pero yo creo que el “Salón de Pasos Perdidos” lo que hace es conformar la columna vertebral de toda mi creación. Dieciocho tomos son muchos tomos y en ellos puede caber todo, porque es mi vida desde los últimos 25 años. “El gato encerrado”, el primer título de la serie, fue una manera de entrar, como decía antes, por la puerta de atrás de la novela. Yo quería escribir una novela y no sabía muy bien cómo se hacía, aunque sí tenía claro qué tipo de novelas me gustaban y en qué camino me quería situar.

- ¿Cuáles eran esas novelas?

- Siempre me han gustado las mismas. Aparte del “Quijote”, me he inclinado mucho por Galdós, si hablamos de autores españoles. Me ha gustado “Fortunata y Jacinta” o “Misericordia” o “Miau”. Y he leído a Stendhal, muchísimo, no sólo las novelas, sino sus otros escritos, sus diarios, toda esa parte más discursiva. En una época me dejé acompañar todo el tiempo por Balzac, Dickens, Tolstoi y también por Proust, aunque menos. Estos escritores que acabo de nombrar son los que sigo leyendo todavía, pero también hay otros muchos que me han marcado. Ahí están, afortunadamente, todas las lecturas de cuando eres joven: Stevenson, Daniel Defoe... Y no puedo dejar de citar a nombres fundamentales del siglo XX. Me gusta mucho Baroja. He leído bastante a André Gide, aunque no lo leería ahora probablemente... También debo nombrar a Lampedusa, a Villalonga... Me encanta Cunqueiro, me entusiasma, y también Azorín, a ambos los sigo leyendo. Y está Pla, que no tiene novelas, pero cuya obra es absolutamente novelesca;  Ramón Gómez de la Serna, que tiene novelas, aunque no sean exactamente lo que vas buscando en él; Gabriel Miró; Pérez de Ayala... Y entre los extranjeros, por supuesto, Faulkner. En fin, si  siguiera, la lista se haría interminable.

- Abundan los autores y novelas en las que asoma el pensamiento, la reflexión, el discurso de fondo, algo que le ha atraído como lector y que luego ha practicado en su propia narrativa.

-Sí. Me gustan las novelas en las que pasa de todo. En las que suceden muchas cosas, pero en las que también se piensa. Podría formularlo de esta manera. “Me encanta pasármelo bien leyendo un libro, pero no voy a los libros para pasármelo bien”. No es esa la finalidad. La novela es entretenimiento, pero yo no acudo a la novela solo para entretenerme y eso no puede ocurrir con ninguno de los autores que he citado. La novela, además, es una mezcla muy extraña, es como una especie de fórmula magistral de los boticarios, donde puede haber un poco de todo: de ensayo, de descripción, de poesía, de viajes, de meditación, de acción trepidante. Cervantes, Tolstoi, Stendhal, Balzac, Dickens, Baroja... En todos se da esto. Todos tienen un poco ese tipo de novela y todos participan del realismo, una corriente a la que yo me adscribo. Creo en la realidad, tengo fe en ella, reconozco que me está dando muchas cosas y que, además, resulta extremadamente compleja, con dos lados contrapuestos, el de lo visible y el de lo invisible. Lo que hacemos todos, como lectores o como escritores, es intentar penetrar en la parte invisible de la realidad, en la parte misteriosa, que es donde está esa belleza que no sabemos explicarnos muy bien. Encontrar esa parte invisible de lo visible es el impulso que me mueve a escribir. Eso es lo que yo trato de ver, de buscar, y eso es también lo que me gusta encontrar en los libros de los demás.

- Antes decía sentirse afortunado por haber hecho siempre lo que ha querido, lo que le ha gustado. El “Salón de Pasos Perdidos” es la mejor demostración de ello, ¿no?. Pocos se pueden permitir ir contando su vida de ese modo, ya en dieciocho tomos y los que han de venir...

- Voy a intentar explicarlo de una manera que no parezca ni afectada ni mendaz. Los diarios son el principal fracaso literario de mi obra. Puede parecer una pose o un coqueteo mío, pero yo creo que no es así. Llevan publicándose desde hace 25 años y, a día de hoy, tras dieciocho tomos y alrededor de 10.000 páginas, el número de lectores que tienen es exactamente el mismo que cuando empezamos. Son unos 1.500 ejemplares, unos 2.000, los que se venden de cada tomo. Es verdad que algunos de ellos se han reeditado y otros han salido en bolsillo, pero eso suma unos pocos lectores más al cómputo general. Por otra parte, en cuanto al interés en los medios, a la atención en los foros académicos, universitarios, fundamental también para medir el alcance del proyecto, debo decir que la última entrega ha tenido media reseña en un periódico. Se habla de los diarios, eso sí, pero tal vez se hayan convertido ya en una obra clásica que nadie tiene la obligación de leer. A lo mejor el clasicismo consiste en eso... Y si seguimos sumando, tampoco me olvido de los muchos problemas que me han traído con la gente. Muchas personas, incluso sin haberlos leído, se han visto reflejadas o satirizadas en ellos y en ese sentido me han aislado mucho. Según dice mi editor hay un grupo, no sé si grande o pequeño, de gente señaladamente significada del mundo literario, que conforma una especie de peña de damnificados; unos con razón seguramente y otros sin ella. No es mi intención damnificar a nadie. La característica del diario, que no es hablar de personas concretas sino de “equis”, conlleva un riesgo enorme, porque tú puedes decir que “x” es una persona inteligente y nadie se da por aludido, pero si dices que “x” es idiota ya hay veinte postulantes que se creen inmediatamente agraviados. Y eso  es lo que hace que con todo sea un libro especial para mí. Un libro especial porque también me ofrece cosas enormemente satisfactorias. Gracias a que los diarios son así, gracias a que tienen una vida tan precaria, puedo seguir escribiendo, puedo seguir saliendo a la calle. Sería monstruoso que tuvieran una tirada de 25.000 ejemplares, que fueran un fenómeno literario, porque entonces podrían alterar completamente el medio en el que yo me muevo. Ya no podría escribir como escribo, ya no podría salir a la calle con tanto agraviado. Estos diarios son lo que son porque la vida de quien los lleva, que soy yo, es la misma desde hace 25 años. Probablemente si fueran más celebrados y tuvieran esa atención de la que antes me quejaba, se habrían modificado y pervertido. Digamos que se trata de un equilibrio inestable, de una especie de ecosistema sostenible.

- Pero, entonces, ¿dónde está la compensación, merece la pena ir ganando tantos descontentos?

- La gente importante en general no se da por aludida porque no deja de ser una novela en marcha. Yo insisto todo el tiempo en que se trata de una verdadera novela en marcha, pero, como decía, si tuviera una repercusión social inmensa seguramente algunos no reaccionarían con indiferencia, ni muchísimo menos, ya que se sentirían un poco incómodos. Dicho esto, claro que me compensa. A mí me encanta hacer el diario, pese a que es un esfuerzo enorme y podría decir que trabajo para poder financiarlo, porque es realmente ruinoso. Me siento afortunado porque cuento con lectores fieles, aunque sean una minoría, y seguiré con ello mientras tenga fuerza, mientras tenga ilusión, mientras crea que puedo seguir dando una doble vida a la vida que llevo. Este en realidad es el cometido de los diarios, de las novelas, de los poemas, de todo lo que hago. Doblar la vida, esa vida que  se nos da de una manera y podemos devolver multiplicada. Ese es exactamente el milagro de la literatura. No hay otro. Por eso decimos, por eso digo yo, que “Don Quijote de La Mancha” tiene más entidad como ser, como ente de ficción, como ente de lo invisible, que la inmensa mayoría de mis parientes, que son reales, que tienen nombre, apellidos y domicilio. Yo me entiendo mejor con el Quijote que con gran parte de mis allegados. Por tanto lo que nos ha dado Cervantes es un personaje tan de carne y hueso como cualquiera de nosotros.

 

[Cuando tiene lugar esta entrevista Andrés Trapiello estaba corrigiendo las pruebas del tomo 18 de su “Salón de Pasos Perdidos”, que lleva por título “Miseria y compañía” y que publica la editorial Pre-Textos, que ha apostado desde un principio por la aventura y la ha hecho posible. “Ahora, mientras voy corrigiendo me reencuentro con cosas, con cosas de la vida de Miriam, mi mujer; de la vida de mis hijos... y claro es una vida vuelta a vivir, es como nuestra novela particular, con muchos acontecimientos tomados de la realidad y otross tantos recreados...” , señala el escritor, quien vuelve a 2004, el año que fluye por esta entrega, el año en que se rompió la tibia y el peroné; de ahí que en la cubierta aparezca la imagen de una de las radiografías de entonces. “Estoy encantado”, dice, “ esta radiografía de mi tobillo es lo más íntimo que yo puedo dar de mí mismo y con ello, además, respondo a todos los que me han acusado de que no ofrezco nada de mi intimidad en los diarios”. En la mesa -volvemos al principio de la entrevista- descansa el volumen correspondiente a 2013. Aún hemos de aguardar unos cuantos años para leerlo. “Voy tomando notas diariamente. Es la parte buena del diario, lo que mejor sé hacer. Es como escribir poesía”, sigue contando con entusiasmo mientras pasa las páginas y acaricia el lomo de un cuaderno de tapas duras cuyo destino, seguramente, será acabar en una biblioteca, en un museo.]

 

“La poesía para mí lo es todo. Es lo más importante, a lo que le doy más valor”

- Ha mencionado la poesía como aquello que le hace más feliz junto con los diarios. Acaba de aparecer un nuevo libro de poemas, “Segunda oscuridad” (Pre-Textos). ¿Por qué es la poesía tan especial? ¿Cuándo recurre a ella?

- La poesía para mí lo es todo. Es lo más importante, a lo que le doy más valor. Y de hecho, creo que los libros sin poesía no tienen ningún recorrido. A la poesía le doy todo y en el momento que quiera. Esté haciendo lo que esté haciendo si surge esa ocasión, que es siempre muy misteriosa y que no sabes de dónde viene, abandono aquello con lo que estoy y me pongo a escribir poesía. Se trata de un proceso extraño porque te acerca a esa realidad invisible de la que hablaba antes y te ayuda a tener mayor conciencia de tu alrededor, manteniéndote en una especie de alerta permanente sobre las cosas, en la que tratas de descubrir siempre esa parte oscura. Eso no quiere decir que sea tenebrosa sino simplemente oscura, porque está en la otra cara de lo que tú ves. De hecho, todo lo que la poesía saca al exterior acaba siendo luminoso por un lado o por otro. Así como la prosa tiene algo de trabajo casi de picapedrero, que exige ser enormemente paciente dándole forma para que acabe iluminando algo, como una lamparita, la poesía es una especie de don que sientes que no es tuyo, algo recibido. Por eso es tan tonto jactarse de ser un poeta mejor o peor. Yo tengo siempre la sensación de que aquello en lo que me encuentro más felizmente expresado no es mío, sino que me ha sido concedido, mientras que en lo que encuentro peor escrito, fallido, me reconozco inmediatamente. Soy un poeta de corte lírico. He hecho poesía agropecuaria, del campo y también de la ciudad, pero, sobre todo, de la naturaleza, de la naturaleza en el campo y de la naturaleza vista desde la ciudad. Me han gustado siempre los mismos poetas, a los que sigo leyendo desde hace 30 años: Leopardi, Juan Ramón, Machado, Emily Dickinson. Unamuno me entusiasma y también los poetas en prosa. Cuando leo a Tolstoi, por ejemplo, siento que es como una sinfonía de un lirismo sublime.

- En el “Salón” hay muchas ráfagas de poesía.

- Sí, por supuesto. He leído recientemente dos conferencias en la Fundación Juan March donde indicaba que lo que a mí más me gusta de Juan Ramón es su enseñanza de que hay que escribir poesía para llegar a ese momento en el que ya no es necesario escribirla porque ya estás viviendo con una conciencia plena como poeta, es decir que ya no quieres tanto el poema como vivir de un modo en el que todo sea realmente belleza, belleza y verdad al mismo tiempo. Esto tiene que ver con la ética de tu vida, con cómo te comportas con las personas que tienes al lado; con tus amigos; con tus enemigos; con esta sociedad literaria o con la que te toque. Es una especie de llamamiento a que ese comportamiento sea en lo más posible noble, cabal, entero, y a que la poesía te ayude a conocer esa otra parte y a teñir todo lo que escribes y lo que vives de un ansia de belleza: desde el libro que haces a la manteca que tomas en el desayuno, pasando por la manera de estar, de actuar con las cosas que te rodean, de conducirte con tu entorno... Se trata de que toda tu vida esté informada de esa especie de deseo de mejoramiento, de hacer las cosas un poco mejor. Aquí está un poco el sentimiento poético que procuro traspasar a todo, a la prosa, a los diarios, a la vida. No sé si lo conseguiré, seguramente no, pero desde luego que tiendo a ello, de una manera consciente y lo declaro con la modestia con la que hay que declarar estas cosas, sin necesidad de que me sitúe en un pedestal. A mi edad no hace falta situarse ya en ningún lado porque, buenamente, la vida te ha puesto en el lugar que te corresponde. A estas alturas, ¿a quién voy a engañar?. Soy lo que soy. He escrito lo que he escrito. Tengo los hijos y la mujer que tengo... Eso es un poco todo, todo por lo que me gustaría ser juzgado, no solamente por un libro, sino por cómo hago las cosas, por cómo trabajo, por cómo soy.

- Hay cantidad de escritores que tienen siempre a la poesía como una asignatura pendiente, que al no haber podido alcanzarla sienten como una especie de vacío.

- Es comprensible. Los habrá, por supuesto, que esto que dices les parezca extraño, como de marcianos, pero yo creo que todo escritor consciente se da cuenta de que lo más

valioso del conocimiento literario viene por la poesía. Eso no quiere decir que tenga que ser en verso, porque la poesía se manifiesta en verso y en prosa. Azorín, que yo sepa, tiene dos o tres poemas, pero la inmensa mayoría de su prosa es poesía pura. Yo lo veo como a un poeta. Y a Proust hay que leerlo como poeta, no hay otro modo. Entiendo, sí, que haya una enorme nostalgia. Y lo digo por mi experiencia y por la de otros amigos poetas que cuando vivimos una temporada larga de sequía lo afrontamos con un poco de alarma, de preocupación. “Bueno, y si se nos ha retirado ese favor”, nos decimos, y sentimos una cierta inquietud, una cierta tristeza. La nostalgia de la poesía no solamente la sienten los que no son poetas sino que también la percibimos quienes lo somos muy frecuentemente. La alegría que te proporciona haber encontrado lo que consideras un pequeño logro es algo superior. Y no hablo de los grandes resultados sino de esos pequeños hallazgos personales que son por los que hay que medir a la gente, no por los defectos. Cuando llegan son enormemente gratificantes. Es como ese momento en que inesperadamente un día te viene un recuerdo de tu infancia, o de otra etapa de tu vida, un recuerdo que creías sepultado, que creías perdido, y que reaparece con toda su viveza. Entonces notas que tu espíritu se esponja de gratitud porque eso casi es incomunicable. Esa es la poesía. Consiste en expresar lo inefable y cuando se tiene conciencia de que es posible llegar a materializarlo, se experimenta uno de los grandes goces de la vida. Es como si te pusieras muy cerca de la divinidad porque sientes que has creado algo que no existía. Toda creación es eso. Donde no había tal personaje, tal melodía o tal pintura, de pronto la hay y la hay para toda la eternidad. Y eso es lo que abisma un poco. Pensar que estamos rodeados de tantas obras que no existían, de tantas obras que la humanidad ha ido dejando como granitos de arena. Ser conscientes de que al final, entre todos ellos, se ha hecho una enorme familia que nos acompaña, a la que consultamos, con la que nos consolamos, que nos va guiando. ¿Cuántas gentes leemos libros buscando no solamente consuelo sino consejo, aclaración?. Y con una melodía, una sinfonía, una sonata, pasa lo mismo, y con un viaje también. Y los viajes, los grandes viajes, no son hacia afuera sino hacia adentro. A veces el ir muy lejos nos ayuda a ir muy dentro. Eso es lo que es la literatura y el arte, un viaje constante.