«Llegó con tres heridas…», Ángel Guinda llegó a la poesía y a la vida ‒que para él eran lo mismo‒ con esos tres cortes profundos que tan hermosamente cita en su particular seguidilla Miguel Hernández. Ángel Guinda fundó para la poesía de su tiempo el antitópico. El amor, la muerte y la vida, conceptos más tópicos todavía, lugares comunes en la literatura desde sus primitivas manifestaciones escritas y no escritas, reciben un tratamiento asimismo antitópico cuando quien los poetiza es el Ángel (fieramente humano) Guinda. Si el antitópico formal, basado en el uso morfosemántico de la oposición significadora (‘juventud, humano tesoro’; ‘cántico corporal’, etc.) es hábito guindiano, el abordaje de los topós literarios constituye del mismo modo una novedosa característica de su poesía. No encontraremos en la obra de Ángel Guinda ni un solo título ‒ni uno sólo‒ en el que no aparezca esa trilogía. Sus páginas poéticas, aforemáticas, críticas… las inunda la presencia constante de la vida, de la muerte, del amor. ¿Cómo iban a ser diferentes o estar ausentes en Aparición y otras desapariciones?

Sin embargo, destaca en este hermoso y naturalista póstumo un rasgo que ya hizo acusado acto de presencia en Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones: el estoicismo. No a la manera dócil de Séneca, sino un estoicismo activo entroncado con ese parabién clásico que orna a nuestro Ángel vivísimo y que en Los deslumbramientos… aparecía mezclado con un ascetismo recobrado del sintagma titular dictado en 2001 para su Biografía de la muerte. Allí, «Una vida tranquila» recuperaba a Fray Luis, el asceta que propagó por Europa un beatus ille hortelano, es decir, activo. Dichoso él, dichoso también el Ángel que regresaba a su madurez imbuido de un precoz cansancio de la vida, del amor y de la muerte. En esa década, entre 1994 y 2001, Ángel Guinda se sentía fatigado; los títulos de esa etapa constituían el tránsito precedente al descenso tras la esforzada subida a la cima de la ‘existencia’. Después de todo, Conocimiento del medio, La llegada del mal tiempo y Biografía de la muerte son sus títulos-descansillo. Ángel había llegado al altiplano reflexivo; a partir de entonces comenzaría el descenso. El peso con el que cargará es de nuevo un topós literario, aunque no deja de ser una realidad conviviente, común a la general angustia existencial del ser humano: la edad, el paso del tiempo, la extendida cronopatología. Resulta llamativo a este respecto que siga el asunto presente en Aparición; lo prueba la cita de Séneca que acota el poema «El convaleciente»: No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho. Digamos que esta cita senequista apunta al centro mismo de su rotunda negación, pues el texto del poema deja bien a las claras la necesidad de perder ese tiempo en determinadas circunstancias: por ejemplo, cuando la materialidad de las cosas y su orden rutinario crean el perfecto marco de un espacio propicio a la abstracción reparadora: «El espacio seguía en calma; /  y yo, ausente, volaba.», dicen los dos últimos versos de este poema sensual en el que los sentidos cobran valor trascendental en la ocupación del tiempo en el espacio.

Ángel Guinda repite cita, ahora objetiva y descriptiva, en el poema «El tiempo», sustantivado, concreto, unívoco: «Todo es tiempo» ‒dice‒ y termina: «Más allá del tiempo sigue el tiempo». Esta visión, tan einsteniana, que prescribe al tiempo como una dimensión dada, proyectada ad infinitum, la misma que le hace decir (más o menos) a Octavio Paz que no es el tiempo el que pasa, sino nosotros los que pasamos por él, no la tengo recogida en mi inmediata memoria lectora de Guinda. Es nueva para mí, como una aparición más de las que nos tiene acostumbrados su obra, pero que, como muchas veces ocurre con sus ‘iluminaciones’, nos remite a un hecho a mi juicio irrefutable respecto a la consideración del tiempo. Es bien sabido, por ejemplo, que la historia ha dispuesto un nuevo marco referencial en el que ya no basta el paso del tiempo exterior al hombre como ser individual y colectivo, sino que la propia evolución de las sociedades ha ido estableciendo jalones sustentados en acontecimientos que la razón ha ido ordenando y por medio de los cuales nos planteamos también un tiempo histórico, un tiempo psíquico y un tiempo sensitivo. Pues bien, los nueve versos del poema nos muestran cómo la disgregación de este tiempo en nuevas perspectivas y valores, otorga a aquella dimensión naturalmente cósmica ‒einsteniana, repito‒ una percepción más ensayística, filosófica y, desde luego, ayuntada a la experiencia individual, como no puede ser de otro modo en Ángel Guinda: sensitiva, psíquica.

Diría más: ese poema, en su compleja sencillez (dictaría Borges), pone en entredicho aquella pulsión del ser humano que ha estado siempre ligada a la transición de una vida mensurable en el tiempo convencional, pero, sobre todo, al rito mágico por medio del cual era posible traspasar esa frontera y seguir «viviendo» más allá de la contingencia azarosa de la vida puramente material o física. El poema de Guinda, al reducir el tiempo a un fenómeno casi material, refuta esa posibilidad que suelda buena parte de las preocupaciones del hombre como ser en el tiempo y sus preguntas sobre su papel en un contexto dado y sobre su destino, sobre su finalidad (el tópico ubi sunt), difícilmente aceptable más acá de su crisis vital en cuanto toma conciencia de ser un «ser para la muerte», particularidad sobre la que tanto debatirían Heidegger y Sartre.

Ese ser para la muerte está aquí en su plena aceptación; está en Aparición y otras desapariciones con la rotundidad, sinceridad y firmeza del Pouvoir poétique de un poeta cuyo ser humano interior sabe que existe y saldrá de él (lo dijo diáfanamente en Los deslumbramientos…); pero es que es precisamente esto lo que significa ‘existir’ (= ex‒ister): salir, ‘aparecer’ a la realidad para, finalmente, en este caso, soldar el plasma del mundo, la materia y el fluido, lo que parece escapar a las venas que recorren cielo y tierra, aire, agua… Lo inaprehensible es así atrapado por la palabra en una suerte de hábil y exclusiva maestría para apresarlo en el signo que significa o en el signo que invita a otra semántica apenas atisbada o definitivamente secreta.

En «Anemia II» es ese plasma del mundo («todas las sangres que me transfundieron») el que ha escrito sus poemas. Ángel Guinda se abre aquí las venas para entregarnos esos poemas y vivir más, para que nosotros vivamos más. Séneca se las abrió para morir por decreto imperial.

 

Ángel Guinda, Aparición y otras desapariciones, Zaragoza, Olifante, 2023.