ANTONIO Machado es, desde hace tiempo, un clásico moderno. Es un autor vivo, continuamente editado y leído; un poeta querido y popular, incluso más allá de nuestras fronteras y de nuestra lengua, y cuya presencia llega, por ejemplo, a Raymond Carver. Su obra ha influido permanentemente en toda la poesía del siglo XX, y cada década ha buscado y encontrado un Machado diferente, pero siempre próximo y cordial: en los años cuarenta, un Machado intimista y temporalista; en los cincuenta y sesenta, cívico y social, pero también coloquial e irónico; a partir de los setenta, un Machado simbolista; en los años ochenta, su obra sirve de punto de partida para una nueva sentimentalidad, encabezada por Luis García Montero, que se prolonga en las siguientes décadas. El cielo (2000), de Manuel Vilas, se abre con unos versos machadianos;

y su obra está muy presente, verbigracia, en los últimos poemarios de Jon Juaristi y de Andrés Trapiello (Renta antigua y Segunda oscuridad), aparecidos hace pocos meses, en este mismo 2012. Siempre me ha gustado pensar que cada poeta que ha bebido de la generosa fuente machadiana se ha convertido en uno de sus apócrifos del siglo XX, esos que Machado anunció pero cuya obra finalmente no escribió: porque la han escrito ellos, sus hijos. Pero Machado no solamente es un grandísimo poeta: también es un prosista excepcional con su Juan de Mairena.

Su palabra sigue vigente, porque todavía tiene mucho que decirnos. Y no solamente es ejemplar en su dimensión literaria y poética; también en su vertiente de crítica y dinamización cívica, educativa, cultural, política, regeneradora y con la vista puesta en mejorar nuestra sociedad, que, hoy como ayer, tanta falta hace. Y para completar esta faceta, hay que añadir su carácter de símbolo de la España republicana y democrática que no pudo ser. Su noble condición de santo laico de la modernización social: como lo llamó Jorge Guillén, San Antonio de Collioure.

Él y Juan Ramón Jiménez, ambos andaluces universales, ambos reivindicadores de Bécquer y de su lección de poesía intimista, que lleva a un simbolismo interior, conforman la columna vertebral, el tronco del árbol de la poesía moderna española. Podemos dejar alguna vértebra para su hermano Manuel o para Unamuno; así lo reconocieron Gerardo Diego y el grupo del «veintisiete» en su Antología poética de 1932.

Machado parece un poeta sencillo pero es, en realidad, un poeta muy complejo. En este nuevo siglo necesita nuevos lectores (porque son los lectores los que hacen la poesía, los que le dan un significado permanentemente renovado) y nuevos críticos que le hagan justicia. Este cartapacio de la revista Turia que coordino quiere contribuir, modestamente, a ello, así como este artículo, que presenta un panorama necesariamente sintético. Como filólogo, he tenido la suerte de estudiar tanto su prosa como su verso (y su teatro, escrito en colaboración con su hermano Manuel) y de editar buena parte de sus manuscritos inéditos (principalmente, los diez volúmenes de la colección Unicaja) que, unidos a los  materiales conservados en Burgos y a otros manuscritos que poseen sus herederos, han sacado a la luz numerosos papeles y cuadernos de trabajo (de los que ya se conocía el llamado Los complementarios) con los que podemos entender a fondo su taller literario y realizar una rigurosa edición crítica de toda su obra1. En la actualidad sigo trabajando con manuscritos desconocidos de su obra gracias a la generosidad de su familia. Y lo más inteligente que puedo decir es que Antonio Machado para mí sigue siendo, en gran medida, un misterio que nunca se acaba. Sigo aprendiendo de él y sigo sin poder explicarme bien parte de su obra. Porque, afortunadamente, todo buen poeta siempre se escapa de las manos que intentan apresarlo y no permite su «normalización»; el intento bienintencionado de los especialistas de convertirlo en materia «poéticamente correcta», sin aristas ni puntos ciegos.

El objetivo de Antonio Machado no era pequeño: conseguir una poesía que caminara naturalmente entre lo intuitivo y lo racional; entre lo subjetivo y lo objetivo; entre lo individual y lo genérico; entre la esencialidad y la temporalidad. Una lírica que superara tanto el vitalismo irracional (del siglo XIX, del simbolismo y de buena parte de las vanguardias) como el racionalismo desvitalizador (de la poesía pura, por ejemplo). Porque, como él mismo afirmó en «Reflexiones sobre la lírica», «no es la lógica (la razón) lo que el poema canta, sino la vida (temporal), aunque no es la vida lo que da estructura al poema, sino la lógica». De ahí su búsqueda de una palabra esencial en el tiempo; una palabra fraternal y universal, porque la sed de todo creador (un absoluto inalcanzable), para Machado, solo se calma cuando descubre que es la misma sed que tienen todos los seres humanos. Y porque, además, «el hombre crea en lo otro y en el otro, en la esencial
heterogeneidad del ser», como escribe en el borrador de su discurso de ingreso en la RAE. En esta cuadratura del círculo, Machado se debatió, entre Unamuno y Ortega, en un continuo ir de lo uno a lo otro, y en diversas tentativas poéticas que caminaban hacia un vitalismo fraternal y razonador, hacia una nueva sentimentalidad, a través de diversas
formas poéticas que nunca le satisfacían plenamente: el poema alegórico-temporal, descriptivo-reflexivo, el romance narrativo, la mezcla de folklore y filosofía, los apócrifos, la máquina de trovar…

Pero empecemos por el principio. Antonio Machado logra, en Soledades (1903) y Soledades, Galerías. Otros poemas (1907), un ciclo de una intensidad y concentración simbolista desconocido en la lírica española de su tiempo. Solo por eso ya merece un puesto de primera línea en la historia de la literatura2. A partir de la introducción del simbolismo, el escritor opera con elementos verbales de significado subjetivo e irracional y, por tanto, abierto, lo que conlleva un nuevo concepto, más exigente, intuitivo y emocional, de escritura y de lectura. Este cambio, que hunde sus raíces en el romanticismo –el cual tuvo un débil desarrollo en nuestro país–, significa una auténtica revolución en la lírica española que, de este modo, se incorpora plenamente a la modernidad3.

La poesía de Machado está vertebrada por una serie de procedimientos destinados a mostrar complejos estados de ánimo, vagos presagios, atmósferas de misterio y enigmáticas evocaciones, mediante el encadenamiento de distintos signos de sugestión emocional. La mayoría de estos recursos proceden de la poética simbolista que Machado interioriza, y que integra en su propia tradición lírica. Esta nueva óptica simbolista, a través del espiritualismo finisecular, es injertada en una línea precedente de poesía intimista y sentimental, cuyos nombres mayores son Bécquer y Rosalía de Castro, que a partir de este momento va a constituirse en corriente central de la poesía española contemporánea. Antonio Machado
(al igual que su hermano Manuel y que Juan Ramón Jiménez) une la modernidad simbolista con la relectura que desde esta hace de la propia tradición lírica, reinventando así un canon nacional que va desde Berceo o Jorge Manrique, pasando por los místicos –San Juan de la Cruz y Santa Teresa–, hasta Bécquer y Rosalía. Sería injusto olvidar el estímulo que supone el modernismo hispanoamericano, encarnado principalmente en Rubén Darío, que abre un camino, ofrece un modelo y muestra a los poetas españoles que la renovación lírica es posible. 

Para entender esta lírica hay que referirse a un conglomerado de símbolos que vertebran la poesía moderna desde el romanticismo alemán al simbolismo y al modernismo más genuino. El poeta siente la escisión y el hastío de su existencia, desterrada en el tiempo y el vacío de la modernidad. Pero también la nostalgia de una unidad perdida: en la naturaleza y en el fondo de su ser vislumbra, en algunos momentos, los signos de un misterio trascendente. Mediante la concepción analógica del universo y la idea de la reminiscencia, siente que su vida más profunda se corresponde con la armonía del mundo. De ahí el anhelo de abandonar su yo escindido, a través de los estados de liberación onírica, donde el alma reencuentra la certeza de la unidad de sí mismo y del universo. Sus esfuerzos se dirigen a recuperar ese centro de su ser, esa trascendencia que es la verdad esencial de su yo y del mundo. La vía para conseguirlo es la creación lírica: la poesía es entendida no solo como creación estética, sino como un camino de exploración hacia lo absoluto. Ante la ausencia del otro real se construye la poesía como un otro simbólico, un simulacro del primero. Pero este propósito está condenado al fracaso: al final del camino no se desvela el misterio de lo inefable, sino el silencio, el tiempo, la muerte y la nada. La búsqueda del significado oculto, trascendente, del yo y del mundo es un movimiento característico de todo el arte moderno, así como la sospecha de que tanto el yo como el mundo son, en última instancia, inaccesibles para el sujeto. El poeta se queda a solas con su verdadero destino temporal. La sinceridad vivencial de esta tensión y movimiento permanente entre el anhelo del todo y su imposibilidad es el motor dialéctico de buena parte de la poesía machadiana, y lo que hace de ella algo extraordinario. Son unas Soledades ambivalentes: por un lado, expresan su desorientación, melancolía y desamparo; por otro, son el ámbito de su recogimiento interior, de su exploración vital de lo trascendente y de su creación lírica. Del diálogo entre ambos extremos surge el poema, que es camino de conocimiento y creación.

Otro elemento novedoso en estos poemarios es su cuidada organización. Está muy meditada la elección de los poemas de apertura y cierre tanto de cada parte como del libro en su conjunto, y las resonancias, ecos y modulaciones que se establecen entre unas composiciones y otras. Esta concepción orgánica del libro, que conscientemente dispone de forma meticulosa sus textos para dosificar los efectos de su lectura, es algo que en la lírica española se inicia con el modernismo.

De esta poética machadiana hay que destacar, fundamentalmente, su brevedad, sobriedad y concentración expresiva, a la vez que su contención y condensación emocional, ese peculiar tono de amortiguación verbal, de confidencia y asombro intimista, que ya no le va a abandonar casi nunca. Es el triunfo de la interioridad subjetiva. El poema tiene un objetivo primordial: lograr una comunicación emocional (esto es, no por medios racionales, sino irracionales) entre poeta y lector. No declarar directamente unos sentimientos –a menudo inefables–, sino lograr que el receptor del texto los sienta. El poema se reduce a lo esencial, se desprende en lo posible de lo narrativo, lo anecdótico o circunstancial. Su logro es la dilatación y densidad del significado, la sutil elocuencia de lo implícito, de lo apenas sugerido, aludido o eludido. Es una «forma abierta» hacia el misterio hecha de intuiciones y vaguedades impresionistas, incluso métricamente. Las atmósferas de expectación y la poética del silencio que pone en práctica resuenan, al final del poema, en la conciencia del lector. No obstante, los correlatos objetivos más importantes son los que funcionan como fenómenos irracionales de tipo simbólico. Machado nunca emplea estas construcciones visionarias para ocultar lo real, sino para intentar nombrar o al menos cercar lo inefable. Este desdoblamiento simbolista en busca de lo otro (el centro de su ser y el ideal trascendente), a través de un peregrinaje onírico que muestra sus deseos y temores, su inseguridad y desorientación vital, poética y espiritual, es uno de los grandes valores de la poesía machadiana.

Entre los espacios simbólicos que emplea Machado como proyecciones de su estado de ánimo (fanales iluminados por la emoción de una intuición personal única, cuya temporalidad se detiene al quedar fijada en el espacio del poema) sobresalen las escenografías ambientales del parque o jardín solitario, en la que no falta el misterio del agua de la fuente, que encierra el enigma del ideal, coincidente con la edad de oro de la infancia perdida y recordada (como apunta el excepcional «Los cantos de los niños», que une temporalidad y comunidad); de la ciudad muerta, ensimismada, silenciosa y solitaria; del crepúsculo de la tarde (y, en menor medida, el alba y la noche), casi siempre de primavera, clara, triste, polvorienta y tranquila, momento propicio a las revelaciones más hondas pero donde, en contraste, el poeta nunca logra reverdecer su vida, prevaleciendo la desolación, la monotonía y el hastío; del camino, imagen alegórica de la peregrinatio vitae y del homo viator en clave simbolista; de los sueños y el recuerdo, intensa introspección en los abismos del reino interior del poeta, donde también aparecen las galerías del alma y de su infancia, el espejo y el cristal, fragmentación del sujeto lírico en sus múltiples visiones, mise en abîme hecha de deseos y temores, ilusiones y decepciones, que nunca se concretan ni explican del todo. Otro desdoblamiento da lugar a esquivos personajes que aparecen en el poema, entonces ya no mero paisaje del alma, sino paisaje con figuras, como el mendigo o el fantasma en pena y, sobre todo, la fugaz visión femenina, anhelo y símbolo erotanático ambivalente.

La composición más enigmática y a la vez reveladora es la XXXVII, donde, en un diálogo visionario con la «noche amiga», esta declara al sujeto lírico que «nunca supe, amado, / si eras tú ese fantasma de tu sueño, / ni averigüé si era su voz la tuya, / o era la voz de un histrión grotesco», porque «en las hondas bóvedas del alma / no sé si el llanto es una voz o un eco», para acabar reconociendo, en versos inolvidables: «te busqué en tu sueño, / y allí te vi vagando en un borroso
/ laberinto de espejos». El poema, a través de la estructura dramática y del desdoblamiento del yo, que se desintegra, junto al espacio, el tiempo y el lenguaje, manifiesta que el alma es impenetrable, que es imposible todo conocimiento racional a través del solipsismo intrasubjetivo de los sueños (el propio Machado era bien consciente de ello: «La belleza no está en el misterio sino en el deseo de penetrarlo, pero este camino es muy peligroso y puede llevarnos a hacer un caos de nosotros mismos»4). Es una de las razones por las cuales Machado impugnará la poética del simbolismo.

¿Qué caracteriza esta poesía machadiana? En primer lugar, la concentración y sobriedad de su lírica. En segundo lugar, la intensidad, condensación y homogeneidad de sus recursos simbólicos. Su búsqueda de lo trascendente a través de la inmersión en el mundo de los sueños y las galerías del alma es de una rara intensidad. Machado no utiliza los símbolos para ocultar lo expresado, sino para tratar de nombrar lo inefable, ante lo que muestra su asombro. Esto, que es uno de los grandes valores de su poesía, y que recupera en sus últimos poemas, hace que sus elementos simbólicos, aparentemente sencillos y claros, sean a veces muy complicados de interpretar. En tercer lugar, la obsesión recurrente por el pasado, el tiempo y la muerte. En cuarto lugar, la lucidez con que expone el fracaso de su búsqueda, que le llevará a alejarse de su simbolismo inicial, y a cuestionarlo con una honestidad irreprochable. Todos estos aspectos, casi siempre presentes en su obra, podemos resumirlos en uno: la alta calidad emocional y estética que transmite su poesía al lector.

En Soledades. Galerías. Otros poemas (1907) desaparece la tercera parte de los poemas del libro anterior y se añade el doble de composiciones nuevas. Estas aportaciones no solo enriquecen y culminan su introspección simbolista (fundamentalmente en la sección «Galerías»), sino que inician nuevas direcciones poéticas (mediante procedimientos alegórico-temporales, descriptivo-reflexivos y folklórico-filosóficos) que serán ampliadas posteriormente. Es decir, que Soledades se publica cuando el poemario no ha cerrado su ciclo simbolista, y Soledades. Galerías. Otros poemas cuando este parece haber culminado y Machado está ensayando y buscando nuevos caminos, en los que el contrapunto objetividad-subjetividad (o de una interioridad que trata de objetivarse a través de su conciencia del mundo) se convierte en un movimiento básico. 

De hecho, los años siguientes son de crecimiento intelectual, profesional y sentimental, y Machado no vuelve a publicar un nuevo libro hasta Campos de Castilla (1912), fecha también de la muerte de su joven esposa Leonor y de su traslado de Soria a Baeza, de la que ahora conmemoramos su centenario. De modo similar a lo que sucedió con Soledades, esta primera entrega de Campos de Castilla era un adelanto de un ciclo más amplio, como el poeta reconoció en carta a Juan Ramón Jiménez («Es un intermedio. Mi libro vendrá más tarde. Empiezo a verlo hoy y lo escribiré en unos cuantos años»), pero su desgracia familiar hizo que este propósito saltara por los aires. A partir de este momento, no puedo evitar ver toda la obra de Antonio Machado como un inmenso naufragio, entre cuyos restos aparecen pecios deslumbrantes. 

Campos de Castilla es un libro heterogéneo, formado por composiciones de muy distinto tipo; lo unifica un nuevo tipo de poema descriptivo y reflexivo, que parte de la intuición en su acercamiento a la realidad objetiva para pasar al sentimiento humano y a la meditación existencial sobre el mismo. Lo abre su famoso «Retrato», retractación del modernismo desde dentro del mismo; siguen poemas descriptivos y reflexivos, a veces un tanto declamatorios, sobre las tierras castellanas y la España rural (cuyo conocimiento por parte de Machado es básico para entender su trayectoria), con hitos como «A orillas del Duero» o «Campos de Soria». «La tierra de Alvargon zález», tentativa de un nuevo romancero, con el tema del cainismo nacional, que no prosperará; los primeros «Proverbios y cantares», que emplean formas populares y gnómicas para exponer cuestiones sociales, metapoéticas, existenciales o metafísicas, y que en siguientes entregas afianza; las «Humoradas», poemas en los que no falta su pensamiento irónico, y los «Elogios» a Unamuno y Juan Ramón.

En estos poemas, la contemplación del paisaje ya no es una mera proyección de su estado de ánimo, ni hay una búsqueda solipsista de su verdad interior; al contrario, es una nueva toma de conciencia que tiene en cuenta los componentes históricos y nacionales de la realidad observada. La verdad personal es inseparable de la verdad social y, de esta forma, el sentimiento individual tiene una raíz ética colectiva, un sentido crítico frente a su historia, su sociedad y
su tiempo. Hay un fuerte componente cívico, moral y regeneracionista, pero su poesía no se queda en eso, sino que, partiendo de su propio contexto e intimidad, se convierte en una reflexión integral sobre el alma del mundo, del hombre y de la poesía. En 1914, su reseña de Garba, poemario de José Moreno Villa, le sirve para exponer esta búsqueda estética: la imagen poética debe expresar sentimientos, no conceptos o ideas, como harían el barroco y la poesía pura.

Ortega y Gasset reseñó elogiosamente el libro, que coincidía en parte con sus propios proyectos de reformismo social, político y cultural (de hecho, Machado se adhirió a su Liga de Educación Política Española), pero Juan Ramón Jiménez, que no iba nunca a renunciar a sus presupuestos simbolistas, se empezó a distanciar de Machado en este momento. No obstante, con la supervisión del poeta de Moguer, en 1917 apareció la primera edición de las Poesías completas machadianas, publicada por la Residencia de Estudiantes. En esta recopilación, Campos de Castilla es un libro notablemente ampliado y transformado, con nuevas líneas formales y temáticas. Al tema del recuerdo de Soria y las tierras castellanas, ahora con más reflexión, se inicia el ciclo, amargo y meditativo, de la muerte de Leonor, donde, con una voz pura y estremecida, luchan el vacío y la esperanza, tanto en una serie de poemas breves («Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería» y las composiciones siguientes) con otros de mayor desarrollo, que culminan en la emocionante y pudorosa epístola en clave «A José María Palacio».

Esta situación de soledad y desarraigo se acrecienta con la sensación de ser «extranjero en los campos de mi tierra» (CXXV), a la que ahora vuelve, viudo y derrotado. A su nueva vida en Baeza dedica diversas composiciones, entre las que destacan dos poemas extraordinarios: el soliloquio «Poema de un día (meditaciones rurales) » y «Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido», eco paródico de su predilecto Jorge Manrique en una poesía, en ambos casos, de gran modernidad irónica, coloquial y dialógica (no muy lejana a la de su hermano Manuel en El mal poema), donde la
rutina de lo cotidiano y secular se acompaña de humor, melancolía y una gran carga de crítica social, acentuada, en el segundo caso, por la caricatura del señorito andaluz (vida estéril a la que acompaña la expuesta en «Del pasado efímero», frente a las que se opone su visión del porvenir de España en «El mañana efímero»). Por su parte, la sección de «Proverbios y cantares» se amplía notablemente, con un mayor acierto estético en su mezcla de lo popular,
lo metapoético y lo filosófico, conformando un pensamiento paradójico típicamente machadiano. Finalmente, la sección de «Elogios» también se incrementa; son poemas circunstanciales que conforman toda una galería de afinidades electivas: Giner de los Ríos, Ortega, Xavier Valcarce, Juan Ramón, Azorín, Valle-Inclán, Darío, Alonso Cortés y Unamuno, con Berceo a la cabeza del canon («Mis poetas»), y donde sobresale la pareja, patriótica y regeneracionista, formada por «A una España joven» y «España en paz», sobre el telón de fondo de la primera guerra mundial, ante la que firma varios manifiestos aliadófilos. 

En Baeza, Machado acaba su licenciatura en Filosofía y Letras y su doctorado en Filosofía por la Universidad de Madrid. En noviembre de 1919 se traslada a Segovia, donde vive hasta 1932, cuando consigue finalmente ser destinado a un instituto de la capital. Allí escribe su siguiente poemario, Nuevas canciones (1924, que amplía brevemente en la edición de sus Poesías completas de 1928), un libro quizá por descubrir, lleno de renuncia, melancolía y soledad, y con bastante de diario poético sui géneris. Es la última entrega machadiana escrita completamente en verso, porque la prosa cada vez le va a ocupar más espacio en su labor creativa. Sobre sus propósitos, ya había adelantado en una encuesta aparecida en el semanario La Internacional en 1920: «Yo, por ahora, no hago más que Folk-lore, autofolklore o folklore de mí mismo. Mi próximo libro será, en gran parte, de coplas […] donde se contiene cuanto hay de mí de común con el alma del que canta y piensa en el pueblo. Así creo yo continuar mi camino». Y es cierto que en Nuevas canciones se desarrolla esta línea en buena parte de sus secciones: apuntes, canciones, proverbios y cantares, con un excepcional tono de sencillez neopopularista, en muchos casos para acoger su reflexión metapoética y estética, su meditación moral, histórica y filosófica, siempre a través de un pensamiento paradójico e irónico, que se busca las cosquillas a sí mismo en su batalla contra el solipsismo y su afán de alcanzar la «otredad» del prójimo, y que enseguida va a traspasar a sus apócrifos.

Pero en el poemario hay también otras novedades: el largo poema (no muy conseguido) que sirve de pórtico, «Olivo del camino », donde medita esperanzado y en soledad sobre el futuro de su vida y del mundo, a la vez que narra el mito de Deméter y Demofón; las nuevas «Galerías», que anulan el tiempo en su conexión con el pasado y su misterio; la complejidad psicológica de sus originales sonetos, quizá lo más sorprendente de todo el libro. «Glosando a Ronsard» introduce el tema pre-Guiomar del amor en la madurez con un elegante tono entre arcaico y paródico, próximo al de su hermano Manuel en Ars moriendi (1921); otros sonetos, visionarios y enigmáticos («Esto soñé», «El amor y la sierra», «Los sueños dialogados»), mezclan oniroscopia, filosofía, soledad y presentimiento de la muerte. Finalmente, los nuevos homenajes a escritores. En 1928 se añaden las «Viejas canciones» y algún nuevo soneto sobre el laberinto del recuerdo, algunos excepcionales y llenos de emoción contenida, como el confesional «¿Empañé tu memoria? ¡Cuántas veces!», dirigido a Leonor, y el sobrio dedicado a la evocación de su padre, muerto cuando Machado era adolescente, donde este y el poeta se miran a través del tiempo.

Nuevas cancionesfue recibido con respeto pero también con desinterés; la dirección machadiana resultaba extemporánea para las corrientes centrales de la lírica de su tiempo, y él mismo era consciente de este anacronismo, así como de lo parcial de sus aciertos. Todo ello le llevó seguramente a dedicarse más a la prosa. Los años veinte y primeros treinta son también los de los estrenos teatrales de las obras escritas en colaboración con su hermano Manuel (labor que inician en 1918), tras la buena acogida de sus adaptaciones previas del Hernani de Victor Hugo y de comedias clásicas de Tirso o Lope: Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel (1926), Juan de Mañara (1927), Las adelfas (1928), La Lola se va a los Puertos (1929), La prima Fernanda (1931), La duquesa de Benamejí (1932) y El hombre que murió en la guerra (que no subió a escena hasta 19415); al margen quedaron algunos borradores de obras inacabadas. Dichos estrenos fueron acompañados de «autocríticas» y de una inteligente reflexión sobre el género dramático.

La escritura en prosa de Antonio Machado ya es mayoritaria en De un cancionero apócrifo, el nuevo libro añadido a sus Poesías completas en 1928. Como he expuesto en otro lugar, sus textos públicos son la punta del iceberg de una masa oculta formada por su escritura privada, a través de la cual su autor madura sus ideas y su escritura, su pensamiento y su poética6. De esta escritura oculta provienen gran parte de sus textos públicos. Lo mejor de su prosa pública fue antes íntima, como podemos comprobar en las apuntaciones de sus cuadernos de notas. En ellos se gesta la invención de
los apócrifos machadianos. A través de dos filósofos peregrinos, Abel Martín y Juan de Mairena, Machado puede liberarse y a la vez dedicarse, con ironía y distanciamiento, a exponer las paradojas de su asistemático pensamiento; y a través de su cancionero apócrifo, a crear poetas del siglo XIX y del siglo XX (estos, solo en proyecto) que escriban una obra históricamente necesaria; entre ellos, un Antonio Machado decimonónico y apócrifo de sí mismo. 

Dejando de lado ocasionales artículos periodísticos, su prosa ensayística salta de su taller a la palestra pública, de forma brillante y extensa, en su largo ensayo «Reflexiones sobre la lírica», publicado en 1925 en Revista de Occidente, y donde Machado, al hilo del poemario Canciónde Moreno Villa, vuelve a exponer su ideal poético: un equilibrio entre intuición subjetiva e inteligencia abstracta, abierto a la otredad y sin que predomine ninguna de las dos. Esta concepción se extenderá, de un modo más extenso, en el borrador de su discurso de ingreso en la Real Academia Española (tras ser elegido, sin solicitarlo, en 1927) que no llegará a acabar ni, por tanto, a leer. El primer Abel Martín también aparece en Revista de Occidente, en 1926, bajo el título De un cancionero apócrifo. De forma irónica, y no sin dificultades para el lector, Machado resume el pensamiento de su filósofo a través de la glosa de sus poemas; la clave es la inasequible tensión erótica hacia la otredad del ser, hacia el sentimiento del prójimo, aunque antes haya que pasar por el no ser («Al gran Cero»). En 1928 se continúa este Cancionero apócrifo en las Poesías completas con Juan de Mairena, discípulo del anterior y a través del cual Machado desarrolla una pequeña metafísica y cuestiones de arte poética, con su conocida paradoja sobre lo temporal y lo intemporal, lo individual y lo comunitario, lo subjetivo y lo objetivo: la poesía congela en un instante una experiencia temporal individual a través de un lenguaje que es universal, sí, pero que no por ello tiene que caer en la abstracción o el concepto, como sucedió en el siglo XVII o en su propio tiempo. Todo ello se lleva a la práctica con una nueva vuelta de tuerca, una paradoja llena de humor y de verdad: Mairena imagina un poeta, Jorge Meneses, que inventa un aparato, la máquina de trovar, que garantiza la expresión de sentimientos colectivos, y con la cual elabora el primero sus Coplas mecánicas. Un paso más es la invención de sus «poetas futuros», solo anunciados en La Gaceta Literaria (1928) y en su texto para la Antología de Gerardo Diego (1931), los cuales, en oposición a la joven literatura, serían «cultivadores de una lírica otra vez inmergida en las mesmas vivas aguas de la vida», en frase de Teresa de Jesús. 

La extraordinaria fluidez dialógica de la original prosa machadiana, clara, precisa, bienhumorada, irónica, escéptica y conversacional se amplía desde 1934 en entregas periodísticas, primero en el Diario de Madrid y luego en El Sol, recogidas en Juan de MairenaSentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo (1936), libro divertido, inteligente y excepcional, que está a la altura de su mejor poesía (y que en su forma resulta seguramente mucho más
moderna), que se prolongó en sus artículos escritos en defensa de la República durante la guerra civil. 

La cuarta edición de sus Poesías completas (1936) incorpora el ciclo de poemas dedicados a Guiomar, los escritos «a la manera de Abel Martín y Juan de Mairena» y el último cancionero de Abel Martín, uniendo así, muy significativamente, amor y metafísica, irrealidad y vacío, de forma bastante enigmática; un amor cortésde senectud, entresoñado en las oscuras galerías de la conciencia y el deseo, en buena medida tan apócrifo y metaliterario como sus filósofos de cabecera y sus nihilistas reflexiones sobre el ser y la nada.

Su último libro es La guerra (1936-1937), con dibujos de José Machado (1937), donde se recogen diversos artículos y poemas, entre ellos su emocionante elegía «El crimen fue en Granada», dedicado a Federico García Lorca, y la primicia de «Meditación del día». Buena parte de su poesía de este tiempo aparece en el suplemento literario del Servicio Español de Información, dirigido por Domenchina, y en la revista Hora de España, como los cuatro sonetos «escritos una noche de bombardeo, en Rocafort» (donde sobresale el emocional «La muerte del niño herido») y los otros cuatro recogidos
con el título de «La guerra». Conocida es la penosa estación de penitencia que sufre, al final de la contienda civil, hasta su llegada y muerte en el pueblecito francés de Collioure, como un símbolo de la tragedia colectiva del pueblo español al que nunca abandonó. Allí está enterrado el poeta que, con su modestia de siempre, supo estar a la altura de las circunstancias, y su tumba no ha dejado de ser, a lo largo de los años, motivo de recuerdo y peregrinación, al igual
que su obra, que hoy celebramos, no ha dejado nunca de ser leída. 

 


(1) Vid. El fondo machadiano de Burgos. Los papeles de Antonio Machado, introducción y coordinación de Alberto C. Ibáñez Pérez, Burgos, Institución Fernán González, Academia Burgense de Historia y Bellas Artes, 2004, II vols.; Rafael Alarcón Sierra, Pablo del Barco y Antonio Rodríguez Almodóvar (eds.), Colección Unicaja Manuscritos de los Hermanos Machado, Málaga, Fundación Unicaja, 2005-2006, IX vols., y R. Alarcón Sierra, «Los manuscritos machadianos de Sevilla y Burgos (Historia, descripción, localización, análisis y transcripciones)», Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, LXXXIV (2008), pp. 321-363, y su actualización en «Los manuscritos de los hermanos Machado», en José Luis Chicharro Chamorro (dir.), Antonio Machado y Baeza, 1912-2012. Cien años de un encuentro, Madrid, Sociedad Estatal de Acción Cultural / Ayuntamiento de Baeza, 2012, pp. 121-153. Rosa Sanmartín, por su parte, está editando los manuscritos teatrales de los Machado en Alupa Editorial, donde próximamente saldrá mi edición del ms. de El hombre que murió en la guerra. 

(2) Vid. R. Alarcón Sierra, «“A orillas del gran silencio”: el ciclo simbolista de Antonio Machado (Soledades y Soledades. Galerías. Otros poemas)», en Antonio Jiménez Millán (ed.), Antonio Machado. Laberinto de espejos, Málaga, Junta de Andalucía, Consejería de Cultura, Centro Andaluz de las Letras, 2009, pp. 241-263. 

(3) He analizado lo que significa el simbolismo en la poesía española en R. Alarcón Sierra, «Valores simbolistas en la literatura española del primer tercio del siglo XX», Anales de Literatura Española, 15 (2002), pp. 71-93.

(4) A. Machado, carta a M. de Unamuno que este reproduce en «Almas de jóvenes», Nuestro Tiempo, 41 (mayo de 1904), pp. 252-262.

(5) Vid. R. Alarcón Sierra, «El hombre que murió en la guerra, El hombre que yo maté de Rostand y Lubitsch y los intertextos de Manuel Machado», Revista de Literatura, LXVIII, 136 (2006), pp. 569-593, y «El manuscrito machadiano de El hombre que murió en la guerra», Revista de Literatura [en prensa]. 

(6) Vid. R. Alarcón Sierra, «Las prosas dispersas de Antonio Machado (1893-1936)», en Antonio Machado, Prosas dispersas (1893-1936). Ed J. Doménech, Madrid, Páginas de Espuma, 2001, pp. 15-97.