El joven oficial estaba leyendo las páginas de mi pasaporte con diligencia, con escrúpulo, como si fuesen las páginas de una revista de farándula o de una novela barata. Las sostenía en alto. Las miraba a contraluz. Las raspaba fuerte con la uña de su índice. Se me ocurrió que en cualquier momento doblaría la esquina de alguna, como marcador, como para volver más tarde a su lectura. Viaja mucho usted, dijo de pronto mientras revisaba todos los sellos. No supe si era una pregunta o un comentario y sólo guardé silencio, observándolo ante mí, sentado del otro lado de un escritorio de metal negro. No tendría aún veinte años. Su rostro era lampiño, bruno, brilloso. Su uniforme verde caqui le tallaba demasiado apretado. Parecían ya no importarle los hilos de sudor que caían despacio por su frente y cuello. Como que le gusta viajar a usted, musitó sin verme, usando ese tono abusivo de nuevo militar. Pensé decirle que todos nuestros viajes son en realidad un solo viaje, con múltiples paradas y escalas. Pensé decirle que todo viaje, cualquier viaje, no es lineal, ni circular, ni concluye jamás. Pensé decirle que todo viaje es un despropósito. Pero no dije nada. Por la puerta abierta entraba el ruido de motos, de camiones, de camionetas, de una ranchera en radio transistor, de truenos en la distancia, de los enjambres de moscas y mosquitos y de los hombres que a gritos ofrecían comprar y vender dólares beliceños. Oscilando en la esquina, un viejo ventilador de piso sólo revolvía el calor selvático y húmedo de la tarde.

Era mi primera vez allí, en Melchor de Mencos, último pueblo guatemalteco antes de entrar a Belice. Había salido de la capital al amanecer, y conducido hasta la frontera sin detenerme más que una vez, a medio camino, en el lago de Izabal, a echar gasolina y almorzar un caldo de mariscos, un manojo de tortillas negras con queso fresco y loroco, y bastante café.   

¿Su domicilio, señor?, me preguntó el oficial, aún ojeando las páginas de mi pasaporte y anotando mis datos en una enorme bitácora contable. Ciudad de Guatemala, le mentí, aunque no era del todo mentira. ¿Y la intención de su viaje a Belice? Voy a visitar a unos amigos, en Belmopán, le mentí, aunque tampoco era del todo mentira: me habían invitado a hacer una lectura en la Universidad de Belice, en Belmopán; viajar por tierra había sido idea mía, para conocer esa ruta, para conocer las hermosas playas de arena blanca de Belice, el idílico mar azul turquesa de Belice —una idea que ahora, tras comprobar la distancia y el estado tan paupérrimo de las carreteras, empezaba a cuestionar. ¿Su profesión, señor? Ingeniero, le mentí, como miento siempre, como escribo siempre en los formularios de migración. Es mucho más recomendable y sensato, especialmente en fronteras de cualquier tipo, ser ingeniero que escritor.

El oficial se quedó callado, y despacio, con todo el letargo del trópico, continuó anotando mis datos.

Afuera estaba nublado y denso y el cielo parecía a punto de reventar. Tras secarme la frente con la mano, me puse a mirar un inmenso mapa de Guatemala colgado en la pared, justo detrás del oficial, y recordé cuando de niño, en los años setenta, había ganado un premio en el colegio por hacer el mejor dibujo del mapa nacional. Mi dibujo, por supuesto, aún incluía el entonces departamento de Belice, el más grande, ubicado en el extremo norte del país. No sería hasta 1981 que Belice lograría su independencia —y hasta 1992 que ésta fuese reconocida oficialmente por Guatemala—, dejando así de formar la parte superior de aquel mapa que yo aprendí a dibujar de niño. Nunca he podido dibujar muy bien. Pero esa vez, recuerdo, me esmeré. Y mi premio, que recibí atónito de la mano de la maestra, fue un pequeño mango verde. Aún no puedo ver un mapa del país sin antojárseme un mango verde. Aún no puedo ver un mapa del país sin pensar que Guatemala, de un modo más que figurativo, quedó decapitada.

 

*

 

Esto no sirve, señor.

Tardé un poco en comprender que el oficial, sin subir la mirada, y apenas audible por encima del silbido del ventilador, me estaba hablando a mí.

¿Cómo dice?, le pregunté. Que esto no sirve, dijo, cerrando mi pasaporte y dejándolo caer sobre el escritorio de metal, como con repudio, como si fuese algo tieso y podrido. Su pasaporte, señor, venció el mes pasado. Sentí un ligero golpe en el vientre. No puede ser, balbuceé. El oficial, inalterado, sólo continuó garabateando algo en la vieja bitácora. ¿Era posible? ¿Hacía cuántos años que lo había tramitado? ¿Hacía cuánto tiempo que ni siquiera había verificado la fecha de vencimiento? Estiré la mano y recogí el librillo azul del escritorio y lo abrí a la primera página. Vencido, en efecto, hacía un mes. No sirve, espetó el oficial hacia abajo, hacia las páginas rayadas y amarillentas de la vieja bitácora, y por un momento creí entender que el que no servía era yo. ¿Y ahora?, le pregunté. ¿Y ahora qué, señor?, sin verme. ¿No hay otra manera de entrar a Belice? Ninguna, señor. ¿No puedo cruzar la frontera con mi cédula de identidad? Meneó la cabeza una sola vez, lapidario. Belice, dijo, no forma parte del convenio centroamericano. Era cierto. Todos los países centroamericanos recién habían firmado un convenio permitiendo el libre paso fronterizo a sus ciudadanos —todos, claro, salvo Belice. Suspiré, ya imaginándome el camino de vuelta a la capital, ya haciendo el cálculo matemático de todas las horas y todos los kilómetros de ida y vuelta, atravesando el territorio nacional casi entero de ida y vuelta, en un mismo día. Abrí mi cartera de cuero para guardar el pasaporte y me sorprendió ver allí el cartón rojo. No se me había ocurrido. De hecho, aunque se me hubiese ocurrido, ese preciado cartón rojo generalmente se quedaba en casa, y no hubiera creído encontrarlo allí, en la cartera de cuero que siempre viaja conmigo, y en la cual mantengo otras tarjetas de crédito (por si acaso), credencial de seguro médico (por si acaso), licencia de buceo (por si acaso), un par de preservativos (por si acaso). Sonreí triunfante. Aquí tiene, le dije al oficial, y lo coloqué bajo su mirada, sobre las páginas mismas de la bitácora. ¿Y esto?, farfulló perplejo, aun desconfiado. Es que soy muchos, le dije con algo de sátira. Pero hoy, le dije, soy dos.

El oficial, quizás por primera vez, alzó la mirada, y me observó detenidamente, escépticamente, mientras sostenía un librillo en cada mano, un pasaporte en cada mano: el guatemalteco en la derecha, y el español en la izquierda.

Permítame, y se puso de pie. En su espalda verde caqui crecía una mancha oscura y redonda de sudor.

Caminó despacio hacia un escritorio más grande y más importante donde estaba sentado un señor mofletudo, calvo, con un grueso bigote ceniciento y gafas de lectura, y trajeado en el mismo uniforme verde caqui. Su jefe, supuse. El joven oficial le entregó los pasaportes y me señaló y los dos hombres se pusieron a revisar mis documentos, a compararlos, a juzgarlos, mientras se susurraban no sé qué cosas. De pronto el oficial mayor se quitó las gafas de lectura. Alzó la mirada hacia mí y se quedó observándome unos segundos. Como enfurecido por algo. O como asustado por algo. O como intentando descubrir algo en mi rostro, quizás algún detalle o gesto que le comprobara mi identidad. Luego bajó la vista, le devolvió mis dos pasaportes al joven oficial y, buscando las gafas de lectura que le colgaban del cuello, regresó su atención a los papeles sobre el escritorio.

Firme usted aquí, me dijo el joven oficial al nomás sentarse, indicándome una línea en blanco en la bitácora, a la par de mi nombre. Firmé gustoso, en letras pomposas y estilizadas. El oficial selló la bitácora con demasiada fuerza, acaso con la furia del derrotado, y me entregó ambos pasaportes. Siguiente, declamó en forma de despedida hacia la cola de personas atrás de mí, esperando su turno. Yo guardé todo en la cartera de cuero, di media vuelta sin prisa y sin decir nada, y ya marchándome de la oficina de migración, ya oyendo las gotas de lluvia sobre las láminas corrugadas del techo, advertí que el oficial gordo y bigotudo me miraba serio por encima de sus gafas. 

Afuera llovía fuerte. Esquivé rápido a los vendedores de chicles y golosinas, a los vendedores de naranja agria con pepitoria, a los vendedores de dólares beliceños con fajos de billetes sucios en las manos y cangureras de nailon atadas a las cinturas, y me puse a correr entre las oleadas de lluvia hacia donde había dejado aparcado el carro: un viejo Saab color zafiro que me solía prestar un amigo para hacer viajes en el interior del país.

Al nomás llegar, abrí la puerta y entré y me apuré a insertar la llave y arrancar el motor. Me quedé quieto, medio empapado o quizás medio sudado, nada más oyendo el repentino chubasco contra la carrocería, y los truenos en la lejanía de la selva petenera, y el chirrido metálico y agobiante de una batería muerta.

 

*

 

Aquí le va a costar hallar a un camionero que quiera ayudarlo.

Tenía acento salvadoreño o quizás nicaragüense. Llevaba puestas unas botas de vaquero de piel de cocodrilo. Su camisa de botones estaba abierta y sobre su corazón, en tinta verde, tenía un tatuaje de otro corazón atravesado por una flecha y por una cinta con el nombre de alguien. De su mujer, supuse. O de alguna de sus mujeres. Llevaba un machete largo en una funda de cuero negro colgada de su cinturón. Y yo de inmediato, al verlo acercarse y sonreírme con sus dientes de plata, sentí una ráfaga de desconfianza y pánico y estuve a punto de cerrar los ojos y decirle que sólo el dinero, por favor, que me dejara quedarme con mis tarjetas de crédito y demás papeles. Pero él rápido me saludó y me dijo que su camión era aquél de allá, el blanquito, que iba camino a México, que se llamaba Roldán. No quise preguntarle si ése era su nombre o su apellido. Tampoco quise preguntarle qué llevaba en su camión.

Yo había tenido que permanecer casi una hora dentro del carro, esperando a que menguara la lluvia. De vez en cuando abría un poco la puerta para airear el calor y el humo de mi cigarro (la ventanilla eléctrica, claro, no funcionaba). Pero llovía demasiado fuerte y el agua se entraba enseguida y tuve entonces que curtirme una hora allí dentro, sumergido en mi propio humo y vapor. Creí ver en varias ocasiones —a través del vidrio y de las sábanas de lluvia— al oficial bigotudo parado en la puerta de la oficina de migración, quizás observando la lluvia, quizás observándome a mí.  

Aquí ningún camionero le echará una mano, dijo Roldán. Dizque andan con prisa los compañeros. Se rascó la barriga. Pero son puros cuentos, dijo. Lo que pasa es que son algo crueles.

Con un par de chiflidos, llamó a un muchacho adolescente que pasó caminando por ahí. Ayudáme a empujar, vos, le dijo al muchacho, que accedió de mala gana. Usted póngalo en neutro, me gritó Roldán, y cuando yo le diga, meta segunda y trate de arrancar. Intentamos tres veces. El motor ni siquiera reaccionó.

Ay, mi rey, dijo Roldán ensanchando su sonrisa de plata. Esa batería ya no da. El muchacho, sin decir nada, se había esfumado.

Me bajé del carro. Le extendí a Roldán la cajetilla de Camel y él tomó un cigarro y ambos nos quedamos fumando un momento en silencio. El sol había vuelto a salir. En la distancia, un velo de neblina tibia cubría parte de la montaña. ¿Tiene usted cables?, me preguntó de pronto. Creo que sí, le dije, en la maletera. Mi camión sólo anda con batería de veinticuatro voltios, dijo. Hay que hallar a un camionero con batería de doce voltios. Tal vez así logramos cargarla. Me pidió otro cigarro. Para lueguito, dijo, y lo colocó sobre su oreja. ¿Desde dónde viene usted, pues?, me preguntó, y le expliqué que había salido de la capital esa misma mañana, que iba camino a Belice, que quería cruzar a Belice, que quería llegar a las playas de arena blanca de Belice. No con esa su batería, mi rey, dijo siempre sonriendo. Pero no se preocupe. Ya mero se la arreglamos. Dios mediante.

Roldán detuvo a dos camioneros, y ambos, desde sus cabinas, sólo negaron con la cabeza y siguieron por la carretera. Al rato llegó el dueño del camión que estaba aparcado a mi lado. Roldán se acercó al él y le explicó la situación y el tipo le dijo que sí tenía batería de doce voltios, pero que no podía darme carga. ¿Y por qué no, papá?, le preguntó Roldán, y el tipo sólo meneó la cabeza, apenado. Roldán le insistió de tal manera que el camionero finalmente aceptó. Conectamos las dos baterías. El camionero encendió su motor, y lo dejamos correr unos minutos, y nada. Luego lo dejamos correr unos minutos más, y yo volví a intentar, y otra vez nada. El camionero desconectó los cables, se subió a su cabina y, casi ofendido conmigo, como si yo le hubiese robado algo, se marchó.

Roldán sacó su teléfono celular y marcó un número. Pidió una grúa. No se inquiete, me dijo. Es de un amigo, me dijo, quien en nada le cambia la batería aquí en Melchor de Mencos, del otro lado del puente, y puede seguir usted su camino a Belice.

Sentí algo en las rodillas. Acaso impotencia. Acaso una devastadora soledad. Acaso el pánico de estar ingresando, poco a poco, a una extensa telaraña de estafadores.

Roldán se quedó fumando a mi lado hasta que llegó su amigo con la grúa y negoció el precio con él y lo amenazó con tratarme bien. Le agradecí. Le ofrecí unos cuantos billetes, que rechazó con obstinación. Le dije, quizás por miedo a quedarme solo y varado a media selva petenera, que me dejara invitarlo a una cerveza en el pueblo. Es que yo también tengo que seguir mi camino, dijo negando con la cabeza.

Me subí al asiento de pasajero de la grúa. Olía a sudor, a grasa, a pescado rancio, a frenos quemados. Del espejo retrovisor colgaba un crucifijo de plástico color rosa, una postal laminada de una rubia mostrando las tetas, y dos dados de peluche, uno blanco y el otro negro. Leí pintado en el vidrio, hasta arriba, en grandes letras de oro: cristo es mi norte. No se le vaya a ocurrir viajar a Belice de noche, me dijo Roldán sosteniendo la puerta. Mejor quédese usted en el pueblo, cene sabroso, duerma bien, y salga mañana tempranito, con calma. Volví a sentir ese mismo algo en las rodillas. Ya veremos, le dije. Cerré la puerta. De veras, gritó encima del recio motor de la grúa. Puede ser peligroso andar por allí de noche.

 

*

 

No parecía un taller de mecánica. No tenía ningún rótulo. Era nada más un pequeño predio con suelo de tierra, encerrado por tres paredes de adobe, y con un portón de metal gris que daba a la calle. Había herramientas tiradas y amontonadas por doquier. En una esquina estaba aparcado un Mercedes Benz de los años setenta, quizás blanco, todo destartalado y corroído. A su lado, un niño de dos o tres años estaba sentado en el suelo de tierra, completamente desnudo. Jugaba con un puñado de tarugos y tuercas. El tipo de la grúa era también el dueño y el único mecánico allí. Se llamaba Nicasio. Tras conectar la batería a una máquina vetusta, me confirmó que, en efecto, ya estaba inservible. Me dijo que él podía conseguir e instalar una nueva, de lujo, importada, a muy buen precio. Me dijo que le pagara la mitad por adelantado. Me dijo que le dejara las llaves del carro. Me dijo que le diera unas horas, que había un comedor en la esquina donde podía esperar, tomarme algo, que él me buscaría allí al haber terminado el trabajo. Vi mi reloj. Eran ya las cinco de la tarde. Luego vi el Saab azul zafiro de mi amigo: abierto y fatigado y con las vísceras expuestas. Saqué mi mochila del maletero y me dirigí hacia el portón. El niño desnudo me miraba desparramado en un charco de lodo.

 

*

 

Llegué caminando a un pequeño parque, en una cuchilla. No había nadie. No había brisa, ni sombra, ni alivio. En la entrada, mal pintado encima de un arco blancuzco, un rótulo daba la bienvenida al pueblo. Saqué el último cigarro de la cajetilla y me senté a fumar en una banca aún medio mojada. Casi de inmediato se acercó un muchacho con varios sacos de semillas y una vieja báscula de bronce. ¿Le doy algo, don? Hay maní, dijo. Hay habas, marañón, macadamia, almendra salada. Le compré un par de onzas de semillas de marañón. Tras pesarlas y cobrarme, se sentó a mi lado. Le pregunté por el origen del nombre del pueblo, Melchor de Mencos. Dicen por ahí, dijo, que ése era el nombre de un general que venció a los británicos. Siglos atrás, dijo. Pero saber si será cierto, dijo. Alzó la mirada hacia la carretera, como buscando a alguien, o como si alguien lo estuviera buscando a él. También me quedé viendo hacia la carretera. Vi a un señor de piel tostada, dando pequeños pasos hacia delante, como bailando hacia delante. Luego vi a un camión transportando, en la parte trasera, a una escuálida vaca blanca. Luego vi a tres niños montados en una sola bicicleta. ¿Y usted anda de paso?, me preguntó el muchacho. Algo así, le dije. Me terminé el cigarro en silencio.

 

*

 

Caminé frente a una niña babeada de rojo y correteando a un grupo de polluelos. Su vestido blanco parecía ya teñido de rojo. Sus medias blancas y flojas parecían ya teñidas de rojo. Su diadema y sus zapatillas negras de charol estaban olvidadas detrás de ella, junto a la puerta abierta de una iglesia evangélica por donde salían los cantos de los feligreses y del predicador. La niña sostenía media granada en sus manos morenas. De pronto se llevaba la media granada a la boca y le daba un buen mordisco y se ponía a dispararles balines rojos a los polluelos.  

 

*

 

Caminé frente a un señor recostado contra el tronco de un almendro. Estaba sentado en la grama, con las piernas extendidas. Aprovechaba, supuse, la sombra del almendro. Tenía puesto un pantalón negro y una camisola blanca y una corbata negra. Tenía un periódico en el regazo. Al acercarme aún más, noté que había un círculo verde en cada una de sus sienes. Eran dos rodajas de limón, prensadas allí con una cinta de zapatos que se había amarrado alrededor de la cabeza. Pequeñas gotas chorreaban por todo su rostro, quizás de limón o de sudor o de ambas cosas. Vení te la chupo vos gringo, creí escuchar que susurró a mis espaldas, ya alejándome con prisa del almendro. Pero al volver la mirada me pareció que el señor estaba profundamente dormido.

 

*

 

Entré a una abarrotería, en la calle principal y bulliciosa del pueblo. Un anciano estaba apoyado contra el mostrador, apenas de pie, apenas sosteniendo un octavito ya casi vacío de aguardiente Quezalteca Especial. Dígame, me dijo una señora chaparra del otro lado de las rejas. Me acerqué. La saludé, descubriendo a través de las rejas que sólo vendía cigarros nacionales. Le pedí una cajetilla de Rubios. El anciano balbuceó algo. La señora me pasó la cajetilla por entre las rejas, y yo entonces le pasé unos cuantos billetes. El anciano se acercó un poco a mí y volvió a balbucear algo, con su mano extendida. Todo él apestaba a orina. Deje de molestar, lo regañó la señora. Y usted ignórelo nomás, me dijo, devolviéndome unas cuantas monedas a través de las rejas, que luego quise entregarle al anciano. Pero su vieja mano no logró sostenerlas y las monedas cayeron al suelo. Me agaché a recogerlas. Cuando volví a ponerme de pie, allí, justo a mi lado, estaba el oficial gordo y bigotudo de migración: siempre serio, siempre en su uniforme verde caqui, siempre con sus gafas de lectura colgándole del cuello, pero ahora acompañado por un hombre en botas de vaquero y sombrero de vaquero y con unos inmensos anteojos oscuros y un palillo entre los dientes y una pistola negra bien metida entre el pantalón. Me sequé la frente con la manga de la camisa. Salí casi corriendo a la penumbra de la calle principal.

 

*

 

Una enorme guacamaya roja estaba perchada en un palo de escoba, en el fondo del comedor. De vez en cuando se rascaba el pecho con el pico o lanzaba un grito o un agudo silbido. Su plumaje rojo me pareció triste y opaco. En cada una de las cuatro mesas, sobre un mantel de plástico floreado, había una botella con atomizador. Por si acaso, me dijo la señorita al sentarme. Es que es medio chiflada, dijo mirando a la enorme guacamaya. A veces le agarra por atacar a la gente, dijo. Pero un chorro de agua la asusta.

Abrí la cajetilla nueva de Rubios y encendí uno y de inmediato empecé a sentirme mejor, a recuperar el aliento. Desde la cocina, detrás de una cortinilla de abalorios, me llegaba el rumor de voces femeninas, de risas, de gemidos, de un merengue en la radio, del retintín de platos y vasos. Un par de bombillas blancas colgaban del techo. La guacamaya me miraba soñolienta desde su palo.

La misma señorita salió por la cortinilla de abalorios, cargando un azafate, y caminó hacia mí. Noté que estaba descalza. Noté que ahora llevaba a un bebé amarrado a su espalda (¿o lo llevaba antes y yo no lo vi?) con una larga faja azul. El bebé dormía. Aquí tiene, me dijo, y colocó sobre la mesa un cenicero, una botella de cerveza Gallo, un vaso pequeño. Le agradecí. Para servirle, dijo. ¿No quiere usted comer algo?, me preguntó casi avergonzada, y le dije que por ahora no, que gracias, que tal vez más tarde. Un perro callejero quiso entrar al comedor, pero ella lo espantó con un aplauso. Luego se quedó allí parada, abrazando el azafate contra sus pechos rollizos, quizás esperando algo. Le pregunté por qué se llamaba Comedor Fallabón. Es que así le dicen a esta colonia, dijo. Antes, dijo, Fallabón era una aldea propia, aquí merito, pero ahora ya forma parte de Melchor de Mencos (me enteraría después de que el nombre de la aldea, Fallabón, viene de un fuego y estallido que hubo allí cerca, en un almacenamiento de madera, en 1950; es un anglicismo, derivado de las palabras en inglés para fuego y estallido: fire y boom). El bebé soltó un quejido y la señorita estiró su mano hacia atrás y le acarició la mejilla con un dedo. ¿Y ése es su carro, pues, en el taller de don Nica? Así es, le dije, reacio a explicarle que en realidad no era mío el carro, sino de un amigo. Ella hizo un chasquido con la lengua como diciendo buena suerte, o como diciendo qué pena. Le pregunté si podía recomendarme un hotel, que a lo mejor tendría que pasar la noche, y ella pensó un momento y luego me dijo que el hotel La Cabaña era bueno, que quedaba allí nomás, en la calle principal. Hasta piscina hay, dijo. Hotel La Cabaña, repetí, como para no olvidarlo, y mientras me secaba el sudor de la frente con una servilleta de papel, creí ver que algo pequeño y oscuro estaba subiendo por la pared del fondo. Tal vez una araña. Tal vez un tábano. Tal vez un alacrán. ¿Y la guacamaya es suya?, le pregunté a la señorita. Ella sonrió. Ésa es de aquí, dijo, pero no entendí si del comedor o de la colonia o del pueblo entero. ¿Tiene nombre? Bien tiene, dijo. Se llama Gómez, dijo. La guacamaya gritó algo, quizás porque había oído su nombre y quería participar en la conversación. Aplasté mi cigarro en el cenicero. ¿Es macho?, le pregunté a la señorita y ella sólo soltó una risa y alzó los hombros y dijo que a lo mejor, que eso nadie lo sabía. Advertí que las baldosas del piso, debajo de la guacamaya, estaban cubiertas de heces blancas y grises. Permiso, susurró la señorita, y regresó a la cocina.

Me serví un trago de cerveza con bastante espuma. La cerveza estaba tibia pero me cayó bien. Me serví otro trago. Encendí un cigarro y respiré hondo. Acerqué la botella de agua, por si la guacamaya decidía bajarse de su palo. Abrí mi mochila y estaba por sacar un libro para leer un rato cuando sentí la presencia de alguien a mis espaldas.

Traénos dos cervezas, hija, gritó el oficial de migración.

 

*

 

Me saludaron serios, nada más con la mirada, y se ubicaron en una mesa enfrente de mí. La señorita salió por la cortinilla de abalorios. Cargaba una botella de cerveza en cada mano. El bebé aún dormía atado a su espalda. Aquí tiene, don Francisco, dijo. El oficial musitó algo, quizás agradeciéndole. Había sacado un pañuelo rojo de un bolsillo de su uniforme verde caqui. Terminó de enjugarse el sudor del cuello y la cara. Luego tomó un sorbo largo de cerveza y se limpió los labios y el bigote grisáceo con el pañuelo rojo. El otro hombre extendió una mano y agarró fuerte el antebrazo de la señorita y la jaló hacia él hasta sentarla en su regazo. ¿Tenés carnitas?, le preguntó en un susurro libidinoso, su mano de uñas largas prensándole el cuello, como un garfio. Me pareció que su tono de voz era demasiado femenino. Bien hay, dijo ella sin alzar la mirada del suelo. El bebé en su espalda se meneó, gimió. ¿Y chicharrón tenés? También hay, dijo ella, su voz ahogada, su mirada siempre en el suelo. Pues andá a traernos una orden de carnitas y una de chicharrón, dijo, y le dio un empujón fuerte hacia la cocina. Ella se tambaleó un poco. Ahorita mismo, dijo, recuperando el balance. El hombre se quitó los anteojos oscuros y el sombrero de vaquero y sacó la pistola negra y puso todo sobre la mesa. Aún mordiendo el palillo, levantó la mano derecha como si estuviera jurando ante un juez. Y si se me acerca ese pájaro de mierda, dijo, por Dios que le meto un par de plomazos.

Ambos hombres se rieron, recio, cacareado, quizás mirándome. La señorita se escabulló, deprisa y cabizbaja y agitando al bebé.

Yo quise fumar. Noté que el cigarro en mis dedos temblaba un poco. No podía dejar de mirar esa mano sucia y regordeta en el aire, y aún mirándola, pensé en el infarto que mi abuelo polaco había sufrido a final de los años setenta. Yo era muy niño entonces, pero aún recuerdo el llanto descontrolado de mi mamá al recibir la llamada del hospital. Mi abuelo tuvo suerte. Fue un infarto menor. Se recuperó rápido. Pero como consecuencia, y siguiendo los tres consejos de su médico: dejó de fumar tabaco, empezó a beber a diario un par de onzas de whisky (para los nervios, decía), y adquirió el hábito de caminar. Caminaba mucho, todas las mañanas, como ejercicio. Salía de su casa muy temprano y caminaba por su barrio. A veces hasta un par de horas. A veces yo lo acompañaba. Y durante una de esas caminatas, mientras andaba él solo al final de la avenida de Las Américas, justo enfrente de la escultura en homenaje al papa Juan Pablo II, una moto con dos tipos se detuvo a su lado. Que lo derribaron al suelo, nos decía con escándalo. Que le asestaron un golpe en la cabeza, nos decía mostrándonos dónde. Que habían querido secuestrarlo, nos decía quizás ya exagerando un simple hurto. Que le robaron todo lo que llevaba, nos decía ora indignado, o casi todo, nos decía ora orgulloso. Que logró quedarse, nos decía, con el anillo de piedra negra que usaba en el meñique derecho. A veces nos decía que suplicó con ellos hasta quedarse con su anillo. A veces nos decía que forcejeó con ellos hasta quedarse con su anillo. A veces nos decía que luchó contra ellos hasta quedarse con su anillo. La versión variaba dependiendo del paso de los años, o de su nostalgia, o de su estado de ánimo, o del carácter de la persona que le estuviese preguntando (mi abuelo entendía, acaso a un nivel intuitivo, que una historia crece, cambia de piel, hace malabares sobre la cuerda floja del tiempo; entendía que una historia es en realidad muchas historias). Había comprado ese anillo en el 45, le gustaba decirnos, en Nueva York, su primera parada en ruta a Guatemala después de ser liberado del campo de concentración de Sachsenhausen. En Nueva York, en una joyería judía de Harlem, había pagado por él cuarenta dólares. Y lo había usado durante el resto de su vida, durante los próximos sesenta años, en el meñique derecho, en forma de luto por sus padres y hermanos y amigos y todos los demás exterminados por los nazis en guetos y campos de concentración. Hace unos años, al morir mi abuelo, ese anillo le quedó a uno de los hermanos de mi madre, que lloró de emoción al heredarlo y decidió guardarlo en la caja fuerte de su oficina. No tenía ningún valor económico. Era una piedra negra cualquiera, en una montura dorada cualquiera. Pero una noche, alguien se metió a esa oficina y logró abrir la caja fuerte y robarse todo su contenido, incluido el anillo de piedra negra de mi abuelo.

            Y yo seguía mirando, ante mí, en el dedo meñique de esa mano sucia y regordeta que ahora sostenía una tortilla rellena de carnitas y chicharrón, un anillo muy parecido al anillo de mi abuelo. O quizás era exacto al anillo de mi abuelo. Quizás era exactamente la misma piedra negra, y exactamente la misma montura de metal dorado, y tenía exactamente la misma forma y tamaño. O al menos todo era exacto al anillo en mi memoria, al anillo como yo lo recordaba o como yo quería recordarlo, en el meñique derecho y pálido y algo combado de mi abuelo. Y aunque lo sabía imposible, aun descabellado, aun absurdo, no pude evitar imaginarme que ese anillo, en esa mano regordeta y grasosa, era, en efecto, el anillo de piedra negra de mi abuelo. No uno parecido. No uno exacto. Sino el mismo. El que mi abuelo había comprado en Nueva York, en Harlem, en el 45. El que había usado durante el resto de su vida en el meñique derecho. El que había logrado salvar tras vencer o convencer, al final de la avenida de las Américas, al final de los años setenta, a unos ladrones o acaso secuestradores. El que al morir le había heredado a uno de los hermanos de mi madre. El que alguien se había robado de una caja fuerte, una noche, sin jamás saber el ladrón qué se estaba robando; sin jamás saber el ladrón que en esa insignificante y sombría piedra negra aún se reflejaban perfectamente los rostros de los padres exterminados de mi abuelo (Samuel y Masha), y los rostros de las dos hermanas exterminadas de mi abuelo (Ula y Rushka), y el rostro del hermano exterminado de mi abuelo (Zalman), y los rostros de tantos hombres exterminados y mujeres exterminadas y niños exterminados y niñas exterminadas y bebés exterminados mientras dormían en los brazos de sus madres, mientras soñaban en las cámaras de gas; sin jamás saber el ladrón que en una pequeña piedra negra aún se podía oír el murmullo de todas esas voces, de tantas voces, entonando en coro el rezo de los muertos.

La guacamaya de pronto lanzó un alarido y extendió las alas y todavía perchada en el palo se puso a batirlas con ánimo, con desesperanza, como queriendo volar.