En el mes de julio de mis dieciocho años, tomé la decisión de ir a Londres a trabajar de au pair. El objetivo no era tanto aprender inglés como salir de casa y de España. Y también -aunque éste era un objetivo más solapado- alejarme de mi novio, que empezaba a agobiarme. Había sido un noviazgo prematuro -y por añadidura no premeditado-, me decía. Había alcanzado ese punto en el que, cuando llegaba hora de la cita, me daba una pereza horrible y al final acudía a ella con la vaga esperanza de que todo fuera como al principio o, al menos, que yo sintiera al verle, o en algún otro momento de la tarde -eran citas vespertinas-, un resto de aquella conmoción de los primeros días, cuando todo estaba por descubrir. ¡Qué misterioso me parecía Nacho! Antes de que se produjera el encuentro, lo veía de lejos y me preguntaba qué podría hacer para que se fijara en mí. Era uno de esos estudiantes que asistían siempre a las asambleas y que conspiraban por los pasillos en pequeños grupos, entre clase y clase. Se llamaba Nacho, lo supe en seguida. Su nombre lo conocía todo el mundo. Era un famoso conspirador. Incluso, se decía, tenía un nombre de guerra, Nicolás, ¿en irónico honor al último zar de Rusia?

Todo resultó muy fácil, como en una película francesa. Simplemente chocamos en el pasillo de la facultad, ¡plaf!, un cuerpo contra el otro. Luego nos quedamos mirándonos, sonriéndonos, detenidos en mitad del pasillo. Me miró  de arriba abajo, me dijo, innecesariamente, su nombre -el real, no el de guerra- y me preguntó cómo me llamaba yo. Y, nada más saberlo, lo pronunció y preguntó: ¿Tienes algo que hacer esta tarde?, ¿quieres venir conmigo al cine? Sí, así fue, fulminante, como yo había imaginado siempre.

Nacho seguía con sus misterios. Llevaba una torre de libros en la mano, o bajo el brazo, todos forrados -para que no se vieran los títulos ni quiénes eran sus autores, ya que se trataba de libros prohibidos, de Marx, Engels y gente así-, y carpetas de distintos colores. Era muy ordenado con sus papeles y le gustaba clasificarlo todo por colores, tamaños y tipos de letra. Escribía mucho, siempre estaba haciendo resúmenes de una cosa y otra, enviaba sus artículos a periódicos y revistas que se editaban fuera de España o en la clandestinidad. Pero todos esos misterios, poco a poco, me fueron pareciendo menos atrayentes. Cuando trataba de adoctrinarme, yo me aburría mortalmente. Aún seguía pareciéndome guapo, pero cada vez menos misterioso. El misterio estaba fuera, en lo que hacía. No dentro de él. He conocido después a algunas personas más que me han producido desilusiones así. Conforme te vas aproximando a ellas, se va diluyendo la atracción que ejercen sobre ti. Por eso, porque lo que te atraía de ellas estaba fuera. Nacho fue la primera de esas personas. Fue él quien me hizo pensar en esta clase de cosas. Los diferentes misterios, el largo camino desde el interior de uno mismo al exterior, a los otros, todo lo que puede pasar allí.

El tenía sus propios planes de verano, eso facilitó las cosas. Hubiera deseado cancelarlos cuando me conoció, pero sus compromisos eran sagrados. No se podía permitir ninguna debilidad, dada la reputación de hombre de palabra que tenía. Naturalmente, se trataba de planes misteriosos, viajes a lugares extraños, al Este de Europa, suponía yo.

Debió de ser en abril, un poco antes de semana santa, cuando conocí a Julie, una inglesa que estaba siguiendo unos cursos en la facultad de filosofía y letras y que buscaba a alguien que le diera clases de español. Vi el cartel en el tablón de anuncios de mi facultad, la llamé y me ofrecí como profesora. Lo curioso fue que, nada más conocernos, no se estableció entre nosotras la menor corriente de simpatía y, a pesar de lo cual, ninguna se echó para atrás. Fuimos muy voluntariosas. Sentía que a ella yo no le inspiraba curiosidad alguna, me miraba un poco por encima del hombro. ¿Qué razones tenía para hacerlo? Yo no veía ninguna, la verdad. Julie no era guapa. Era rubia y tenía la piel muy blanca, pero toda ella parecía como descolorida, desganada. Sí, creo que ésta es la palabra adecuada, la que la describe mejor, por dentro y por fuera. Julie emanaba una sensación de gran cansancio, gran desinterés por todo. Con toda evidencia,  yo  no  le  interesaba,  pero,  ¿quién  o  qué  interesaba  a  Julie? Bostezaba continuamente, incluso de desperazaba un poco. Pero me propuso que le diera clases de conversación y acepté. Me venía bien aquel dinero. Y, para ser sincera, había algo más. Julie, tan desganada, precisamente por su desgana, me intrigaba un poco. No me quería dar por vencida tan pronto. Había que probar, quizá se tratase de una persona interesante. Al fin y al cabo, era extranjera. Los extranjeros no son tan fáciles de captar. Puede a las dos nos pasara lo mismo, no acabábamos de congeniar, lo sabíamos. Pero nos esforzábamos, por lo que sea, a lo mejor sin una razón precisa, sólo por no replantearnos ese pequeño detalle de las clases. A la alumna no le gustaba mucho la profesora, a la profesora tampoco le gustaba demasiado la alumna, pero no se trataba de nada grave, no merecía darle más importancia de la que tenía.

Nos veíamos un día por semana en una cafetería de la calle Princesa. Tomábamos café y desplegábamos libros y cuadernos sobre la mesa. De vez en cuando, nos reíamos. Parecíamos dos amigas que han decidido realizar un tipo de intercambio. Si aquello era una clase, se trataba de algo informal, casi festivo.

Cuando se anunció el verano, Julie me preguntó si no querría ir con ella a Londres, donde vivían sus padres. Su hermana mayor, que tenía una casa en el campo, acababa de tener un niño y le había comentado a Julie que preguntara aquí y allá si a una estudiante española le interesaría ir a Inglaterra a trabajar de au pair. Era algo muy corriente. Estudiantes que trabajan en verano y, de paso, aprenden, o tratan de aprender, un idioma. Nunca se me hubiera ocurrido. Yo, que había pasado doce largos años en un colegio de monjas, no tenía en ese momento demasiada compulsión por el trabajo y el aprendizaje de idiomas. Era ahora cuando empezaba a ver que la vida tenía sus lados divertidos, y muchos. Pero cabía considerar esa oferta como parte de esa diversión. Como una aventura. Además, ¿qué planes tenía yo para el verano? Nacho se iba a su misterioso viaje, mis padres y mi hermana pequeña, como de costumbre, pasarían unos días a la orilla del mar. Probablemente, en algún pueblo del sur. Mi hermana mayor se había casado en el otoño, por lo que era su primer verano de casada y se iba a la casa que los padres de su marido tenían en algún lugar del País Vasco. La posibilidad de ir con mis padres, ya sin la compañía de mi hermana mayor, ni siquiera se me pasaba por la cabeza. Mi hermana pequeña era demasiado pequeña para hacer planes con ella. Un día entero con mis padres me parecía una pesadilla. No estábamos de acuerdo en nada. Indudablemente, tendría que planear algo, irme a algún lugar, con alguien, una amiga, un grupo de amigos.

Lo cierto era que no tenía dinero. Mis padres -más bien mi madre- me daban lo justo para coger el autobús. Poco más. Algunos domingos, no todos - probablemente, sólo cuando le había sobrado algo del fondo del presupuesto semanal-, mi madre me entregaba, de forma casi clandestina, un billete para que fuera al cine. Eso decía ella: “Para el cine”. Todas mis necesidades estaban cubiertas, es verdad. Desayunaba, comía y cenaba en casa. Algunas veces, incluso podía tomarme a media mañana un café en el bar de la facultad. O pagar los vinos del atardecer. Normalmente, era Nacho quien lo hacía. Pero de vez en cuando, le gustaba dejarse invitar. Sonreía, satisfecho, al ver las monedas en mi mano, listas para pasar a las del camarero, como si ese gesto fuera ya expresión de la igualdad por la que luchaba. Igualdad esencial entre hombres y mujeres. Nacho era un feminista convencido. Apoyado en la barra del bar, solía darme largos sermones.

Nacho conocía a Julie. Algunas veces se pasaba por la cafetería de la calle Princesa donde dábamos la clase y se sentaba un momento con nosotras. Julie le caía bien. Había entre Julie y Nacho una corriente de simpatía, justamente la que no existía entre ella y yo. Cuando le comenté a Nacho que Julie me había propuesto que fuera con ella a Inglaterra a pasar el verano, trabajando como au pair en la casa de campo de su hermana, dijo que era una idea excelente. Se mataban muchos pájaros de un tiro. Para empezar, resolvía mi verano, y yo  tenía, además, al oportunidad de asumir la condición de trabajadora que toda persona que se respetara a sí misma debía conocer. Por añadidura, aprendía algo de inglés. Y con Julie cerca. Una chica tan agradable. Tenía algo, era evidente. No era una chica del montón.

Del montón, eso era lo que Julie me parecía a mí. De un mal montón. El  montón de los que no nos entienden ni a quienes entendemos. Personas indiferenciadas, que se entienden perfectamente entre ellas y que a ti te miran con extrañeza, como si hubieran detectado, al primer golpe de vista, en virtud de no se sabe qué capacidades, una anomalía en tu forma de ser. Pero, en fin, la pasan un poco por alto. Son magnánimos, no hay por qué incidir en los defectos y debilidades de los otros. Nosotros, en cambio, puede que seamos un poco resentidos. Desde luego, yo, comparada con Julie, era una verdadera resentida. Julie, con toda su desgana encima -que se manifestaba, sobre todo, en sus frecuentes bostezos-, parecía contenta con su vida, incluso satisfecha. No creo que los bostezos se debieran a falta de sueño. Era así, bostezaba porque le gustaba mucho dormir y, ya despierta y fuera de la cama, seguía manteniendo dentro de sí una parte dormida. ¿Para qué despertarse?, lo que veía, somnolienta, ya le parecía bien. Yo no era así. Siempre me fijaba en mis  desventajas, no lo podía remediar.

No podía decirles a mis padres que me iba a Londres a trabajar de au pair. No lo hubieran entendido, les habría parecido algo deshonroso. Ellos querían que tuviera una carrera universitaria y me ganara la vida con ella. Un trabajo digno, propio de gente cultivada. Eso era lo que querían para mí, para las tres hermanas. Nos podíamos casar o no, teníamos que estar preparadas por si acaso. Esa era su moral. En aquel momento, no me llevaba bien con mis  padres -en la universidad estaba descubriendo un mundo que no cuadraba con el suyo y que me resultaba mucho más seductor-, pero tampoco quería darles un disgusto. Si discutía con ellos, la cosa acabaría en gritos y reproches. Les dije que Julie, mi alumna inglesa, me había invitado a pasar en verano con ella. Era muy rica, les dije. Además de la casa de Londres, tenía una en el campo. Era un plan estupendo, conocería algo de Inglaterra y me saldría muy barato, sólo me tenía que pagar el billete. Tren, ferry y tren, ésa era la combinación más económica. Bueno, si tienes tanta ilusión, dijo mi madre, de acuerdo, pero, ¿qué sabes de esa chica? Nos llevamos muy bien, le dije, mintiendo a medias. Nos llevábamos bien, sólo eso. El caso es que conseguí que mis padres me pagaran el viaje.

Un atardecer de finales de julio, me acompañaron a la estación. Se alegraron cuando me encontré con compañeros de la facultad. Eran de otro curso, sólo les conocía de vista. Mi madre habló con ellos y les pidió que cuidaran de mí. Que no viajara enteramente sola le alivió un poco. Mi madre, desde el andén, me dijo que me escribiría a casa de Julie. Que fuera muy educada, me recomendó, que dejara buena impresión en aquella desconocida familia inglesa. Mi hermana pequeña lloró y yo sentí dejarla sola con mis padres.(Fragmento de un libro en preparación)