Tras En la salud y en la enfermedad (Pról. Juan C. Mestre, Fugger Libros/Sial, 2004), La prisión delicada (Calambur, 2007), Aprendizaje (Pról. P. Luque, Polibea, 2010) y Nocturno insecto (Tigres de Papel, 2014), acaba de publicar Beatriz Russo La Llama inversa en Huerga&Fierro (2020), en su reciente Colección Rayo Azul, que, de la mano de Oscar Ayala y Enrique Villagrasa, apunta a convertirse en una compilación selecta de referencia con obras de autores de la altura lírica de Alejandro Céspedes, Enrique Falcón o la propia Russo, entre otros. Después de aparecer en el panorama poético de inicios de siglo con un libro prologado por el Premio Nacional de Poesía Juan Carlos Mestre, Beatriz Russo definitivamente se instituye con La prisión delicada como una poeta de voz insólita, con una imaginería desbordante de singular lucidez. Superados experimentos materno-filiales que se sitúan en el orden de lo vivencial más íntimo, en Aprendizaje, posteriormente reportó otra obra de notable altura, Nocturno insecto, donde la autora manifiesta un centro lírico ya plenamente definido en lo formal, mediante un poema en prosa de exquisita urdimbre, así como en su tópica, ya afianzada desde el sustrato de la revelación, desde el subconsciente originario y siempre conformando los grandes temas de la existencia.

La poeta Russo se inserta en la tradición de poesía culta de elaborado discurso y adecuada figuración del lenguaje, que bebe las fuentes del gran Pérez Estrada – y en esta línea igualmente de Gamoneda y ulteriormente Mestre–; sin embargo, también una notable formación como Lingüista e Hispanista le reporta a la autora otras firmes influencias desde el Surrealismo a Cernuda y el 27, también asumiendo los frutos pictóricos e ideológicos prerrafaelitas y de otras corrientes foráneas. Y es que hay en el estilo de Russo una transcendencia de raíz romántica que se observa desde su gusto por el Prerrafaelismo de raigambre más libertario –que cree en la espiritualidad del Arte–, hasta en la expresión de la emoción, la preferencia por la búsqueda de la integridad creativa en referentes tempranos, el idealismo opuesto al materialismo y al realismo –tan agotados en la poesía española que reproduce patrones miméticamente desde hace medio siglo–, la referencia a lo telúrico que vuelve a su esencia al poeta, etc. Del Romanticismo inglés es obvia lectora la autora, de Keats y especialmente de Shelley, de quienes se observan pulsiones en su obra, de la tradición germana se observa homóloga influencia por parte de Hölderling y más claramente de Rilke.

Es de señalar la elección del poema en prosa -creado y concebido por el Romanticismo-, único género poético de creación moderna, ámbito en el que se concreta desde su origen en el Romanticismo germánico para dar notables frutos más tarde en Baudelaire, Rimbaud o Mallarmé entre una larga lista de autores franceses. En nuestra tradición presentó sus más tempranas apariciones románticas en las prosas poéticas de Bécquer, Somoza o incluso Gil y Carrasco. El Surrealismo español brindó los poemarios en prosa de Hinojosa y especialmente dos de Juan Larrea, otro autor referente de Russo, una de cuyas citas abre el libro. La Generación del 27 produjo igualmente el poema en prosa, especialmente Jorge Guillén, Emilio Prados o Cernuda, en su memorable Ocnos (1942) –sería además Cernuda el responsable del primer análisis formal realizado acerca del género en nuestra cultura–. Posteriormente, Cirlot y Valente brindaron más que notables muestras del poema en prosa como también advierte Aullón de Haro. Indica, asimismo, el crítico y epistemólogo que en el poema en prosa adquiere preeminencia el ritmo de pensamiento, lo que en Russo alcanza elevadas cotas por cuanto aúna pensamiento, emoción y Espíritu.

Una vez recogida la tradición temático-formal en la cual se inserta el corpus poético de la autora, hemos de profundizar en La llama inversa, seguramente el mejor libro de Russo, lo que era difícil después del deslumbrante discurso lírico acogido en La prisión delicada. Observemos, pues, los aspectos formales de su elocutio y la forma en que desenvuelve aquí la autora su particular tópica.

De un lado, los contenidos elocutivos del texto se conforman en torno a dos casi simétricas partes, la primera es “La edad de los incendios”, e incluye veintiocho composiciones; la segunda, “Lo efímero humano” reúne veintiséis. La primera se ve precedida por tres citas de Aleixandre, Huidobro y Larrea, que claramente exponen la tradición de revelador irracionalismo en la que se inserta esta obra. La segunda parte se ve introducida por otra cita de Larrea y por una de Louis Aragon por motivaciones similares. Casi todas las citas incluyen referencias al fuego-incendio por su carácter simbólico purificador en asociación al origen, aquí la infancia, lo primigenio en la biografía de la autora: «Primero los cantos, su fricción, luego las chispas, y por siempre el fuego, su hollín, las brasas desde el principio». El fuego es renovación y origen tras la necesaria purificación, también intensidad y vivencia; en consecuencia, el campo asociativo del fuego determina parte del léxico que recorre el texto, donde aparecen brasas, mecha, encendedor, chispas, hollín, cenizas, combustión, crepitar, incandescencia, pira... Así se sirve la autora ya desde el título, de uno de los grandes símbolos antropológicos más arquetípicos para ilustrar el ímpetu de la niñez, luego la revolución contenida de su juventud, la intensidad, el amor y su consumación, para más tarde señalar la redención a través de la renovación de la identidad, al conformarse como adulta que se enfrenta al mundo.

Desde el inicio del libro, formalmente sobresale uno de los rasgos que en el poema en prosa manifiesta su posibilidad –con el trazo de un poeta hábil, lo que aquí sí hay– de mantener cierta prosodia interna que reencauce la prosa en el discurso del género lírico, se trata de la plena identificación de frases y versos que son metros perfectamente construidos, así en forma de endecasílabos como «se posa en una pila abigarrada» o «abajo brillo de sudor y sombras» o heptasílabos «quizá de nuevo el llanto» o «un último suspiro», así como octosílabos, etc., versos que se enhebran en la prosa y otorgan el necesario ritmo requerido por el subgénero.

Si bien el poema en prosa es una composición en donde la idea, el pensamiento, presenta unas mayores posibilidades de desarrollo, también lo hace la narratividad, que sin duda permite la presentación de lo que a todas luces es una autobiografía lírica de Beatriz Russo; no obstante, consideramos que gana la autora en los poemas en prosa en donde predomina la sugerencia, en donde los juegos metafóricos son más abundantes, como en «Desertar es como llevarse la boca al corazón» o en «Rodar como hierbajos en un páramo sin límites», donde late cierta reivindicación por construir la identidad propia al margen de grupos, haciendo ruta en soledad, que culmina en la siguiente composición con un afianzamiento individual ya pleno: «Atrás quedaban las cenizas de un ave herida que aprendió a librarse de la dúctil idiosincrasia de la manada».

Otra singularidad formal que refuerza el valor de la obra es la manera en que cada composición poética se abre a través de una máxima o aforismo: «Lo terrible habita a unos minutos de nuestra voz», «Yo he jugado con las sombras sin temerle al sol», «Habitamos la tragedia de un solo hombre», «Desertar es como llevarse la boca al corazón» o «La boca es el símbolo». O los versos que en sí constituyen un único poema, el más breve del conjunto y más acorde a este referido estilo aforístico, que sirve de impecable cierre a la obra: «Ver nacer produce nostalgia. Ver morir es el principio del vértigo».

Los campos semánticos o asociativos crean un peculiar ropaje de significación natural al texto, que se enraíza en lo telúrico natural, en la vivencia carnal. Así el léxico presenta el hiperónimo aves y pájaros, que recogen los sustantivos hipónimos albatros, papagayo, ruiseñor, trinos y parvadas de aves, gorriones, palomas, pichones y vencejos. Pero el bestiario explícito acoge también hipónimos animales acuáticos como crustáceos, truchas, erizo, cefalópodos, molusco; o terrestres como colmena, escarabajos, grillos, moscas, insectos, reptiles, orugas, gusanos, perros. El orden vegetal también halla su lugar en el léxico: hierba, hoja, raíces, sauces, bosque, musgo, líquenes. Lo mismo sucede con el orden de la tierra propiamente dicha: arena, peñascos, tierra, mar, rocas, y más reiteradamente, la piedra por su enorme simbolismo inaugural y de asentamiento. Sin embargo, esta sobreabundancia léxica acerca de la naturaleza permanece casi imperceptible en el orden de lo temático, no es este un libro bucólico, ni es ‘lo natural’ el topos primero, se trata de una cuestión de estilo, de recuperar lo telúrico a la manera romántica, como base de inspiración del poeta, que se asienta en lo sensible de su naturaleza para elevarse desde allí a la revelación: «Algo tramarán los dioses telúricos para salvaguardar el trono de los árboles», «Si un árbol desecha su hoja, ya no servirá de néctar a las simientes tras esta cortina de humo y polvo», «silencian la labor de las abejas» o «Los bosques ya no recuerdan el peso de la lluvia». La naturaleza, lejos de la divinidad, nos salva: «No importa el soplar del viento y el regular pacto del sol con el paisaje; la calma se extiende con feroz distancia manteniéndose a salvo de todo lo divino», «(...) convivir, al fin y al cabo, con el mar en blanco sin hacerle más preguntas».

Respecto a la tópica de la autora, esta envoltura formal de tratamiento del léxico le sirve a Beatriz Russo para presentar lo que definíamos como su autobiografía lírica. Tal sería el principal eje de la isotopía narrativa en tanto algunos de los poemas en prosa suceden argumentativamente al anterior relatando fases de la vida, como realiza en las composiciones dedicadas en la primera parte al parvulario, la infancia con sus juegos en la calle, la soledad de la adolescente distinta, que sufre la envidia «el suplicio de pedradas» o «Un paseo de labios encendidos maldecía la suerte de mi rostro», las tardes de cine con proyector, las pipas de girasol, la tienda de barrio, los bocadillos desde el balcón, los perros, el barro... Constituye curiosamente una infancia de sabor legendario, más propia de una película de Vittorio de Sica, François Truffaut o de la posguerra española, que de la infancia capitalina de quien debió de vivir como adolescente la movida madrileña con una probable camiseta de Amarras. Tal rememoración de la infancia mediante dicho tono de sabor antiguo otorga una interesante atmósfera al texto que, en nuestra opinión, atraerá particularmente al lector.

La autobiografía vital lírica prosigue en esta primera parte con poemas acerca de un accidente de esquí que obligó a la autora a realizar una dolorosa y lenta recuperación que duró casi cuatro años –sorprende la serenidad del relato–. También incluye poemas sobre el fin de la infancia-adolescencia y sobre la pérdida de la ingenuidad primera tras el amor más doliente. Amor y miedo, amor fallido: «Miraba su rostro con el vértigo de una oruga pendiente de una rama». Y la libertad tras la separación: «Pero mi celda ya era fungible por unanimidad. Afuera me esperaba el infinito con su brillo de esquirlas redimidas»; y tras la superación del dolor, los recuerdos amables: «Reliquias de amor en la faz del tiempo, tributos que permanecen en nuestro afecto ya sellado tras el duelo y su combustión primera». Mas hay siempre duda y aprehensión ante la nueva posibilidad de un nuevo amor: «¨El amor es cosa de los otros¨, pienso, y me resigno (...)».

Si en la parte primera la autobiografía lírica era puramente vivencial, de sucesos existenciales de la autora, la parte segunda presenta la subsiguiente evolución moral o espiritual de la misma, los valores que restan tras el desengaño humano consustancial a la vida, y a los cuales se aferra la autora. Así, tras la renovación y superación de los sucesos vitales previos, queda el amor al hijo y la mención directa a la transmigración de su alma o la metempsicosis del mismo. La madre regresa desde el otro lado: «Te miro desde mi rincón cercano, caverna de hiedra donde aquel agosto te devolví a la luz. Ocurres en mi vida como un ser extraño sin apenas margen para recordarte en tu apariencia anterior», y más adelante, «Alma reciclándose en el abismo. Un último suspiro, un empujón hacia lo oscuro y después, quizá de nuevo el llanto. Luz que nos nace ciegos. Neonato adorado desde su primer latido»; sin el amparo de la religión: «Siempre se hacen dioses con la palabra y se colocan sobre la cúspide como se coronan los tejados con la última piedra. Somos descendientes de la orfandad. Nuestro padre fue el primero de una estirpe de vates impuestos por desorientación. A algunos les cae la fe del cielo (...)». Asimismo, cuenta igualmente con la amistad, aun mediatizada por la tecnología. Mas siempre defiende Russo el margen para la superación: «Regresé al lugar de la catástrofe y donde había sangre ahora crecía una flor»; «Pero yo tengo la destreza de darle la vuelta al mundo». Hay finalmente asunción de la madurez, de la calma ante la espera última, la muerte: «Ya solo aguardan el retorno a su última cuna. La carne entumecida, sin el candor de la piel de larva. Eclosión de la edad siniestra, fervor en su breve distancia hacia el vacío».. Luego también la enfermedad senil o la vejez serena en sendos poemas dedicados al padre y a la madre; también la tierra y el amor redimen: «Pero así como el amor comienza desde la tierra, con su sabor de barro y de simiente, así ha de surgir todo aquello que se erige tras su oscuridad remota». Y de nuevo, la voluntad de regresar al origen, retroceder desde la ancianidad al nacimiento e incluso a un estado anterior.

Sobresale en este sentido la voluntad metafísica, de reflexión de lo vital, que articula el libro y señala el origen: «La pérdida es el regreso inmediato a la inexistencia. Tener y después ya no tener era una cuestión de fuego», « (…) un retorno que se repite como el pálido vuelo luminoso de los fuegos fatuos sobre esta orilla». A veces desde la bajeza de lo sensorial más abyecto y lo escatológico: «Ya no es el lodo que hizo a los hombres, sino el excremento en el que poco a poco nos vamos reproduciendo; amalgama de cenizas apiladas sobre un páramo atestado de gusanos». La escatología se refiere en tanto que ancla a la bajeza natural al hombre: orines, heces, sudor, excremento, «un barrizal de miedo y sombra». En oposición a ello, el agua –en dialéctico juego con el fuego– que redime: «Porque existimos pese a todo y pese a nada, con una explicación que en realidad no importa. Simulemos que nuestras venas son como los ríos y que su caudal de sangre se dirige al mar. Allí, donde el agua no discute su procedencia, ni la génesis de su composición ni su compromiso». Obvia la referencia a los clásicos versos manriqueños, que sin embargo contenían la misma idea que Li Po –o Li Bai– recogiera en un poema siete siglos atrás: «Los hechos y los hombres viajan hacia el morir/ como pasan las aguas del Río Azul / a perderse en el mar...»

La voluntad de reflexión se observa desde el poema primero, donde cita la figura de el pensador. Por otra parte, señala la pobreza del pensamiento contemporáneo al advertir que «también el hombre se inmola con su pensar minado». Además de las referencias al logos, son destacables las alusiones al Verbum, la palabra generadora del origen o a su usurpación por los escritores banales: «Porque el verbo es el soplido que apaga la primera llama», «Hemos caído en la red de los ventrílocuos», «Yo soy testigo de la voz herida y de su canto». Notabilísimo en este orden el poema de la página cincuenta y ocho, en donde critica el mal entendido epigonismo de la poesía coetánea y dicta a los poetas: «Los senderos más certeros se adoquinan con las piedras del verbo y su conciencia».

Además de la libertad y el regreso al origen ante la barbarie de los nuevos tiempos y la depauperación espiritual del ser humano, Beatriz Russo propugnaba el refugio mediante la palabra y sus posibilidades creadoras-redentoras, pero también mediante la alteridad y la agrupación: «Nos cogemos de la mano para protegernos de la redondez del mundo», «Nos arrimamos al de al lado sin conocer su procedencia» o «Un aterrizaje forzoso con toda la humanidad herida cogida de la mano». El trasunto de lo social se observa además cuando refiere «la miseria humana», «los niños de las clases bajas», los «pirómanos políticos», los niños de Ghana que «transitan vertederos» o «Ancianos descomponiéndose entre los cubos de basura se nutren de las sobras», y a propósito de la naturaleza, incluye un poema dedicado al deterioro medioambiental.

Finalmente, hemos de insistir en el notorio uso que de la metáfora hace Beatriz Russo, quien claramente ilustra el poder de narratividad que también posee la imagen. Se agradece la brevedad mediante la que siempre desenvuelve la autora sus obras, de usual densidad metafórica, con lo que la brevedad se ve compensada, y favorece así la más cómoda intelección del lector. La brevedad sería, para Luján y Cerrillo uno de los principales rasgos que distancia la Poesía de otros géneros –y aquí se ejemplifica con gran acierto–, algo que también manifestara y afianzara la calidad de su obra La prisión delicada. El rico poder condensador de la metáfora le permite, incluso desde la relativa brevedad del libro, construir un discurso que acoge y desarrolla, bajo los temas principales, otros subtemas de no menos importancia: de interés social o espiritual, como la pobreza, el medio ambiente, el regreso a la naturaleza, la búsqueda de la verdad a través de la palabra y de la poesía.

Desde luego, sobresale La llama inversa en tiempos de tan débil poesía reinante, cuando los medios amparan, difunden y enaltecen libros donde la ausencia de figuración del lenguaje de la poetica infirma se completa con burdas cacofonías, aliteraciones chirriantes, mediante el discurso descriptivo y explicativo a la manera de la prosa, pero en renglones cortos que pretenden emular la disposición material de los versos; tiempos estos cuando la metáfora es ausente o grotesca en su simpleza, las redundancias son constantes, los asíndeton mal urdidos, ripiosa la sobreabundancia de asonancias internas o irregularidades en las rimas si las hay, y, por añadidura, se renuncia a la parte más sensorial de la poesía, que la acercaba a la música a través de su prosodia o ritmos internos. Contrasta por tanto una obra en donde se aprecia una lúcida voluntad de construcción de un libro notablemente bien estructurado en lo formal y en lo temático, de tono coherente y único, con una figuración del lenguaje ejemplar y una proyección emocionante y universalizadora de la reveladora y abundante sustancia estética poética que posee.

 

 

Beatriz Russo, La llama inversa, Huerga & Fierro, Madrid, 2020.