Nota

Las aves no sólo son protagonistas de la Poesía sino que son su imagen.

Albarracín es fértil es aves de carne, hueso y plumas, pero también en otras quiméricas, que habitan su catedral y el palacio de sus obispos, anidando en tapices o estucos.

No son menos inmortales las primeras que las segundas. Y todas enigmáticas.

 

Fénix

 

Todas las páginas rasgadas resucitan y regresan desde la basura, desde los ojos de los peces, para construir la rosa de papel.

La rosa, triangulada por el agua, se pone a disposición del fuego, que ha seducido al sol con un trozo de vidrio.

El fuego sirve de nido al ave Fénix, cuya sangre hierve como la savia del sándalo y se reduce a las cenizas con que Kundry preparará su pomada. El incienso escribe la contraseña sobre el altar.

Las breves filacterias florecen en pájaros que el viento lleva en busca de otros montes, mientras escribo en mi cuaderno, antes de que la frase vuele y las emplumadas letras se extravíen.

 

La urraca

 

Urracas ladronas, fichas de dominó parlantes. Sorprendemos en sus nidos nuestras riquezas. Nuestras palabras nos las quitan de la boca. La sortija brillaba entre la hierba, pero no anduvimos tan despiertos como para rescatarla. Y voló.

Una chapa. Un zafiro. Un imperdible. Una cuchara de plata. Para la urraca son igualmente apetecibles. A veces yo tampoco distingo entre una estrella y un fumador asomado a su terraza.

Las urracas se nos adelantaron. El caracol se salió de su concha para fotografiarlas.

A tu alrededor, el tercer círculo concéntrico lo ha trazado un niño mientras jugaba ante el espejo. Miras, primero, dentro, y descubres el anonimato de tus órganos. Paseas a continuación por tu casa y pruebas los muebles como si fueras a comprarlos. Te cuelas, por último, entre los turistas, como si fueras uno de ellos y visitas las calles que tan bien conoces.

   Pero la urraca se ha quedado las primicias.


El loro

 

Reiterado, vigilante pero cómplice, los loros envuelven el sueño de Isolda. Sus colores, fingidos por la seda, son todo lo que del trópico sabrá la dama.

El loro venció a la alondra, pero lo derrotará el ruiseñor. Tiende a emboscarse en las orlas de los tapices, verde entre el verde, y sus ojos los confundimos al principio con cerezas, hasta que se descubre su figura como el error en los pasatiempos del periódico.

Venden loros en la pasamanería, junto a flecos y alamares. Mientras no pagues su precio no empiezan a hablar, y la primera palabra viene cosida con hilvanes a sus picos. Piedras preciosas parlanchinas. Cierto fraile embaucador, convenció a sus fieles de que la pluma de un loro perteneció al arcángel San Gabriel. En busca de uno de ellos se arriesgó el poeta en el Purgatorio de los animales. Pero allí no estaba.

Superviviente de su dueño, el loro se asoma tras las puertas, como un sacristán entrometido, para averiguar si todos hemos muerto.

 

Tordos

 

Un espino, cargado de bayas negras, prendido a la muralla. Acercándome, asusto a los tordos que, inmunes a sus pinchos, se abrigaban dentro. Sus alas suenan como las de moscardones, evadiéndose de la maleza y afrontando el frío del amanecer donde desaparecen, devorados por sus propias voces.

Soy hábil para espantar a los pájaros. Me había acercado a la base del castillo antes incluso de desayunar. Las campanas se paseaban entre los pinos, por las rampas que decoran la escarpadura sobre el Guadalaviar.

De noche nos hubiera desvelado el silencio del río. Ahora lo han callado las campanas. Los tordos vuelven a zumbar camino del cementerio. Los mismos u otros pájaros, a los que mi curiosidad persigue como una maldición.

Los tordos aman las espinas y comen de la mano de la nieve. En el frío del invierno su calor abre huecos en el aire, pinta aureolas de santos franciscanos. Entre las hogazas del metal de las campanas, tejen los caminos de la supervivencia y los hábitos pardos de su beatitud.

 

El avestruz

 

Te he soñado con cabeza de perro, buscando la inmortalidad entre tus zancas. Eras doble, y tu pareja, simétrica, me hizo dudar de su significado como una letra escrita del revés.

Pero por la mañana ya estás en tu sitio, y con el pico recoges las cortinas para que la luz penetre. Gracias a ti se puede ver a Yerobaal que, de rodillas, escurre su zalea en medio de la sala. Con tu ayuda descubriremos a Gedeón besando la lana seca entre el rocío.

Se dice que comes hierro. Pero he comprobado que rehúsas cuantas herraduras te ofrezco. Sí es cierto, en cambio, que Artemisa desenterró tus huevos para inventarse pechos. Las pléyades te distrajeron mientras la diosa cometía el hurto.

Estúpido animal, no parece inverosímil que te puedas tragar despertadores, confundiéndolos con frutas, pero te reirás de los jinetes cuando te persigan, y descubran que has desaparecido tras el polvo. En tu carrera construirán tus plumas el vallado perfecto, donde asomarse los niños, desde su jardín, al infinito erial.

 

Grajos

 

Hoy no se permite que toquen las campanas. Hasta que salgan los tambores y trepen por la hoz del Guadalaviar, hasta que la luna asome por una puerta abierta en las murallas, sólo sonarán las carracas en las manos de los monaguillos e, imitándolas, los grajos sacudidos por la primavera.

Tras el cristal, en la alcoba de los adúlteros, Lanzarote observa al pájaro negro. La bondad del rey tiembla convertida en una sombra que ha aprendido a utilizar sus alas. Sombra que sólo encuentra pareja en ella misma. La reina ha desaparecido al desnudarse, lo mismo que una llama a la que apaga un soplo. Lo mismo que el pecado que se imagina absuelto gracias al deseo.

    La rama del fresno se agita y hace graznar al grajo que, espantado, vuela.

El ave acude a pasear su silueta por las baldosas de la catedral. Su imagen va duplicándose y desapareciendo al ritmo del metrónomo. Entre los bancos rueda su corona, de la que sustrajeron una a una todas las gemas. El sagrario se halla abierto y saqueado. Frente a él monta su guardia el grajo, como soldado romano, y mide con parsimonia las distancias.

Andan las demás aves sobre las cuerdas de tender la ropa, vanamente entretenidas con la lencería, mientras el grajo determina el tiempo con la cordura del reloj. Vieja sombra atrapada entre el mármol y los dientes de las ruedas.

 

El pelícano

 

Híbrido de Prometeo y su buitre, el pelícano se desangra sobre los sirvientes que vienen y van, indiferentes a su suerte, trayendo y llevando viandas al obispo. Ese mismo trajín fue el suyo cuando auxiliaba a los alarifes de la lejana Arabia, para quienes trabajó como aguador.

Indeciso entre el aire y el agua, hace de sí mismo una fuente y lava sus plumas blancas en su sangre, como los recién llegados de la gran tribulación. Al igual que arde el Fénix sobre su pira, al pelícano lo consume el apetito de sus hijos.

Replegado sobre sí, adopta forma de montaña. En virtud de esta apariencia, se les dio su nombre a las cordilleras donde su sacrificio se multiplica cada tarde.

 

El gorrión

 

Al gorrión le crecen las patas, elevan su sonrisa hasta nuestros ojos, y siguen creciendo cuando no miramos. Los árboles parecen hierba desde la altura de su ingenio. Un sudor de anís le hace flotar sobre las tejas.

El gorrión contiene a todos los pájaros. Es más, a todo ser que vuele, incluso al ángel, que no sería sin su ejemplo sino un hombre emplumado. Es el niño prodigio de las aves, la única a quien las manos no le dan envidia, porque sueña con ellas cada noche, desde las ramas de los árboles. Todos los demás pájaros se imaginan peces, sólo los gorriones despiertan, al dormirse, siendo humanos.

Papá gorrión lleva el delantal del herrero y no teme al martillo de la fragua. Le gusta el ruido del agua en el molino. Tampoco sufre en el invierno, ni se queja del calor, aunque durante el verano respire más tranquilo bajo una buena sombra.

Lo primero que aprende un niño sobre ornitología es que a los gorriones no les gusta caminar, sino ir a saltos. El primer truco de magia que ve un niño es el de las alas que el gorrión se saca de la nada y con las que desaparece.