Cualquier herramienta sirve para investigar una disciplina cultural. Así como Arnheim, sicólogo del arte, estudió el cine a partir de las leyes de la percepción, la literatura cabe ser enjuiciada, además de literariamente, desde los puntos de vista filosófico, histórico, sicoanalítico, sociológico y, por qué no, cinematográfico. Una aproximación a la imagen y a cómo ésta se relaciona con el espacio y el tiempo, al tratamiento que José Manuel de la Huerga depara de ella, de la imagen, nos lleva a concluir que Solitarios es una novela sobre el tiempo, que fluye, mientras el espacio elige quedarse quieto. El logro del cine es que los dos circulen si bien el de la butaca permanece inmóvil. Una sensación estética. Bien, pues en la novela que nos ocupa sucede igual, De la Huerga lo dice: el telón de fondo cambia, las personas no, prosiguen siendo las mismas y, quizá por ende, se mantienen juntas. Es decir, el paisaje hace las veces de tiempo y el estatismo de los protagonistas, de espacio. Un movimiento inmóvil, cuyo desplazamiento silencioso ve, recibe, el espectador, el lector, lento y detenido. Es toda la novela una imagen semiparada. Lo incomprensible anega buena parte del transcurso, que fluye cual en esta fracción: “(…) se empeñaba en que repitieran palabra por palabra lo que salió con naturalidad cuando tuvo su momento irrepetible. No existían dos árboles idénticos, ni siquiera un árbol se parecía a sí mismo de un día para otro. Menos las palabras, las personas menos”. U, ochenta páginas adelante, en el siguiente parlamento: “Debemos viajar juntos, viajaremos al ritmo de la bola del mundo, para no envejecer y continuar unidos siempre”. Una prosa que se dobla sin romperse como la hoja verde de un árbol que permite al lector imaginar ipso facto lo que el narrador va describiendo.

Los personajes se comunican, sobre todo, por medio de un lenguaje no verbal. Lo hacen de un modo tan drástico que ‘Ultramarinos El Pez de Oro’, la primera de las dos nouvelles, viene protagonizada por un niño sordomudo apelado Cachelo, que acude al pensamiento y al tacto para comunicarse; los dedos de la madre le acarician como fonendos. No solamente Cachelo calla: Fernando el Portugués, su padre, habla “de peces que, a pesar de estar mudos”, cuentan “historias maravillosas en pompas de aire” que descienden sin ser descifradas; y Berta, la madre, descubre el mundo “por el olor” y no comunica a sus progenitores el alumbramiento. Existencias impronunciadas. Todo, métodos alternativos para inquirir la realidad, quizá porque, manifiesta el autor al poco del arranque, “la belleza evidente agota pronto su significado”. Los personajes se autopreservan, aquí, ocultos en una sombra que garantiza penetrar en el ambiente. La madre intenta contrarrestar la diagnosis de los médicos aplicando al nuevo ser una especie de imposición de la palabra, susurrándole al oído, estimulando hasta el hueso más pequeño. Pero no se centra en el logos, también le brinda fantasía y promete un viaje a Lisboa para reencontrarse con el padre. Además de confrontar al lector con lo intestino, José Manuel de la Huerga le arroja a las veleidades del azar, o, mejor, contra el muro de las casualidades. Berta acostumbra a llevar un mazo de cartas. Consulta, no a pie juntillas, la posible encarnación del futuro, o más bien, nunca se sabe, verifica el deseo. Las cartas acertaron la llegada misteriosa de un caballero invernal y nocturno, a lo Calvino, y erraron al anunciar que la encinta llevaba una niña rubia en las entrañas: no son un valor seguro. La comunicación sensorial y extrasensorial funciona mejor. Comprobaremos si la medicina, al igual que la fortuna, se permite también el fallo y el niño consigue parlotear. En los últimos años las artes están poniendo a prueba la confianza en la todopoderosa ciencia, de momento ignoramos si representa una prolongación en la quiebra racional del siglo XX, si responde a un hartazgo de la colonización por ella ejercida en el mundo del conocimiento o si consiste en una vía abierta a una espiritualidad compatible con modos ilustrados. Ya se verá hasta dónde llegan la intuición y la imaginación, si el niño, en definitiva, arranca a hablar. Poco importa. Lo genuino es que el deslumbrante Cachelo –de él se llega a afirmar que está “investido de un conocimiento sagrado”- no sería tal sin la sordera: la anomalía como bondad. Estar inacabado, de repente, como virtud. Ello emparenta la narración con la de uno de los mejores cuentistas españoles: Gustavo Martín Garzo, en cuya obra –La princesa manca, El lenguaje de las fuentes…- la pérdida acostumbra a poseer una dimensión redentora. En su última entrega, Y que se duerma el mar, leemos: “Es verdad que había nacido mutilada, pero eso no la hacía diferente de los otros niños. ¿Acaso no estaban todos incompletos, no buscaban algo que nunca tenían del todo: su propia y esquiva verdad?”. En esta ocasión no falta un miembro, sino un sentido.

Si en la primera nouvelle había lamparillas de cera para tardes de tormenta y pimentón dulce y picante; en la segunda encontramos mercheros; sangradores; braseros; el pirulí azul, blanco y rojo de las peluquerías; la bilbaína; el infiernillo; recitaciones a la virgen; máquinas Singer; sillas de escay. Si la primera estaba llena de poesía y, hasta cierto punto, de exotismo; en la segunda -presentes todavía El Pez de Oro y Barrio de Piedra; traslada el escenario-, hay costumbrismo y una ciudad de provincias tardofranquista. El tiempo abandona la suspensión y coge carrerilla, la película se vuelve comedia. El lenguaje, directo y concreto. Abunda el coloquialismo: ‘daba gloria olerlo’, ‘estar de pinote’, apalominamientos, chambergo, ‘Hola don Pepito’. Lo subterráneo, en acontecimientos rasos: las relaciones vendedor-cliente en un mercadillo, el trato de Rufi y Félix –nuevo protagonista- o cómo éste se ausenta del trabajo sin que sus compañeras lo noten.

José Manuel de la Huerga ha merecido, entre otros, los premios Fray Luis de León de narrativa y Hucha de Oro de relato. Su producción arranca en 1985 e incluye casi una decena de títulos. Destacan la muy exigente Leipzig sobre Leipzig y el poemario esmerado La casa del poema, ambos, de 2005.

 

José Manuel de la Huerga, Solitarios, Palencia, Editorial Menoscuarto, 2013. 218 páginas.