Una vez más, Benjamín Jarnés vuelve a nosotros. Esta vez viene de la mano de Turia, la prestigiosa revista literaria aragonesa. Hay escritores cuyo destino parece ser el de ir y venir con paso ligero por los anales de la literatura. La fama y el olvido, que conocieron en vida, se prolongan después de su muerte y la balanza, en casi todos los casos, suele inclinarse del lado del olvido, porque olvidar es probablemente lo más fácil. Son escritores de difícil clasificación. No encajan del todo en la trayectoria central de la historia de la literatura. Dan vueltas alrededor de un centro que construyen para ellos mismos. Pertenecen a otros sistemas planetarios, aunque están ahí, conviviendo con el gran sistema solar y en ocasiones se confunden con él, pero es sólo por un momento. Es, casi, un malentendido. En todo caso, una rareza. Pero, ¿qué sería de la historia del arte sin las rarezas?

 

Las Meninas es una rareza. El Quijote es una rareza. Sin embargo, son cumbres artísticas. No se ajustan a las convenciones de la época. Irrumpen por sorpresa y, asombrosamente, se imponen. Llevan dentro de sí una fuerza que se diría no calculada, imprevista, inesperada. No se sabe lo que sucede en el cuadro que pinta Velázquez y no se sabe cuál es el último mensaje de Cervantes. Pero un público acostumbrado a los retratos reales, a los bodegones y a las estampas religiosas, un público acostumbrado a que los héroes de las novelas de caballerías rescaten a la doncella y den muerte al malvado dragón, se rinde ante Las Meninas y ante el Quijote.

 

Ese margen de incertidumbre que está en la raíz de la creación resulta alentador para los artistas. La fe siempre nace de la incertidumbre.

 

Hay creadores que simplemente se instalan en ese margen, que hacen de él su territorio. Seguramente, no de forma voluntarista, sino casi instintiva. De una forma que está inextricablemente unida a la personalidad del artista.

 

Benjamín Jarnés pertenece a esta estirpe de creadores. Es un escritor que vive fuera de la corriente del legado literario. Observa, examina ese legado con un agudo sentido crítico, busca pistas que le permitan transitar por otros espacios. Quiere ser moderno, adelantarse a los tiempos. Es una voluntad en la que no hay impostura alguna. Es su visión de la literatura lo que le empujar hacia la modernidad. Desde el lugar en el que se ha situado, eso es lo que ve: hay que escribir de otro modo y de otras cosas, hay que partir de nuevos presupuestos. Sus textos literarios están llenos de pensamiento, pero es un pensamiento que, en sí, es ya literatura. Es el pensamiento de alguien que está convencido de que la creación es la meta vital de los seres humanos. Del “hombre”, diría Jarnés. Como diría, en casos semejantes, el mismo Ortega.

 

Más que con Ortega, Jarnés está emparentado espiritualmente con Unamuno. Pero Jarnés es un literato puro, no aspira a ser filósofo ni profesor (aunque lo fue, impartió clases de literatura española en la Escuela Normal Superior de Maestras de México, DF y dirigió cursos para norteamericanos en la Universidad de México, explicando la novela picaresca durante varios años, como nos dice Juan Domínguez Lasierra, en la biocronología jarseniana que se publica en este número de la revista Turia).

 

La meta y la materia de los libros de Jarnés es, siempre, literaria. Las pesonas que son objeto de sus biografías, el género que más practicó, se convierten en sus manos en personajes literarios, impregnados, eso sí, de dudas filosóficas y metafísicas, dudas unamunianas, incluso orteguianas. Pero su propósito es esencialmente literario. Es aquí, en el terreno de la literatura, donde Jarnés quiere dar la batalla.

 

Creo que todos los artículistas que han colaborado en el dossier Jarnés que nos ofrece Turia destacan el vitalismo del escritor. Su apuesta por la vida. Jarnés no se considera un vanguardista únicamente interesado en romper con la forma tradicional de la novela, quiere alcanzar momentos reveladores, conocer los entresijos de las emociones, bucear en los laberintos de la personalidad. Y quedarse, finalmente, con el aliento de la vida, como si se tratara de un elixir mágico, un Santo Grial.

 

Si Jarnés rechaza la prosa decimonónica es porque le se le ha hecho plúmbea. Domingo Ródenas de Moya resume muy bien el concepto de prosa que guía a Jarnés: “la prosa, en manos del artista, es un instrumento de creación en el que la idea y la imagen encuentran su perfecta conciliación, pues mientras la idea sostiene sólidamente la pasarela sintáctica, la imagen permite pasar deliciosamente de un lado a otro de la frase” (p. 173)

 

Jarnés -sigue diciendo Ródenas de Moya-  “preconizó para el arte joven una vía de conciliación entre idealismo, realismo e infrarrealismo que llamó integralismo, en el que la sublimación romántica (la ensoñación), la cotidianidad realista (la vigilia) y las simas oscuras del subconsciente (los sueños) se equilibraban en una representación idedigna de la compleja naturaleza humana” (p. 173)

 

Una meta muy ambiciosa, ciertamente. Pero está muy bien descrita. Jarnés, como teórico, tiene la facultad de seducirnos, de convencernos. Su teoría literaria es, en sí misma, literatura. Así, por lo demás, lo concebía el autor, que contaba con el pensamiento como parte constitutiva de la creación.

 

En este contexto, es la bandera de la moderación lo que hace singular a  Jarnés. Sus estudiosos lo señalan siempre: huye de los extremos y del autoritarismo, se refugia en la sensatez y en el diálogo. Desde este refugio, se acerca al ser humano corriente, a cualquier lector. Y se brinda a ser recatado del olvido una y otra vez. Sus aspiraciones, sus metas, se pueden compartir.

 

A diferencia de otros teóricos, Jarnés hace hincapié en la imaginación, que prefiere llamar “fantasía”. Juan Herrero Senés señala en su texto la importancia de lo corporal en Jarnés como sustento de las emociones. El cuerpo es “el mediador indiscutible entre el sujeto y el mundo circundante”, un excelente “conductor” para “poner en contacto a los seres”, los momentos y las escenas se desprenden de los recuerdos, el futuro y la eternidad y alcanzan lo “efímero esencial” (p. 184). Y aquí, en lo efímero esencial, también cabe el pensamiento. Herrero Senés cita una frase de Jarnés en El convidado de papel: “Solo una discreta pausa a medio aprendizaje de sensibilidad -unos zapatos a tiempo- permite conservar en los dedos todos los hilos de la enmarañada sinfonía de lo vivo” (p. 185)

 

Su desconfianza hacia la naturaleza objetiva de la realidad también nos hace cercano a Jarnés. Cada observador capta una realidad distinta, y no siempre la misma, puesto que cada observador lleva dentro de sí a muchos otros. Los estados de ánimo cambian, las miradas sobre la realidad también.

 

Ciertamente, como señala Herrero Senés, los personajes novelescos de Jarnés son “solitarios hasta los huesos, vueltos sobre sí mismos, separados de los otros por fronteras invisibles”, sus relaciones dejan “un poso de incomprensión e insatisfacción” (p. 188) El protagonista jarnesiano “sufre de un hastío casi congénito y sus momentos aislados de felicidad no le curan esa cierta desgana, esa indiferencia, ese arrojar la toalla que es precisamente lo que Jarnés va a cuestionarse hacia 1929” (p. 189)

 

La vida y la obra de Jarnés giran alrededor de las fechas. 1929 es un año clave, el año del éxito, un año de intensa actividad y numerosas publicaciones. Diez años más tarde, en 1939, encontramos a Jarnés en el campo de concentración de Limoges. Otros diez años más tarde, en 1949, muere, de regreso en Madrid, después de haber vivido largo tiempo en México. Su vida está, como la de otros escritores de su tiempo, marcada por

el exilio. Jarnés, hombre moderado, no encuentra su sitio. Moderado, pero inclasificable. No es hombre de grupos. Está interesado en la exploración literaria, y eso se lleva a cabo en soledad.

 

No fue totalmente incomprendido ni totalmente marginado. Participó en muchas tertulias literarias, colaboró en muchas revistas, la Revista de Occidente, entre otras. En 1943, se le rindió un homenaje en el Palacio de Bellas Artes de México con motivo del 25 aniversario de su obra literaria (p. 285) y de regreso a Madrid, en 1948, contó con el interés del editor José Janés.

 

El panorama literario de esos años, que conocieron tantos cambios y convulsiones, y que finalmente se encauzaron hacia una estabilidad gris, marcada por la censura y una obligatoria uniformidad, no sería completo sin figuras como Benjamín Jarnés. Nos haríamos una idea errónea de ese tiempo si no consideramos lo que significó la obra de unos escritores que se apartaron de la corriente literaria heredada y se plantearon nuevas metas, se dejaron guiar por otras luces.

 

En este tipo de escritores se refleja, de una forma más evidente que en otros, la crisis de los valores, la transición hacia nuevas épocas, un futuro que se desconoce.

 

El universo de Benjamín Jarnés, la trayectoria que recorrió, las sucesivas miradas que arrojó sobre la compleja relación del ser humano consigo mismo y con los otros, son fruto, sin duda, de un tiempo convulso, desorientado, que, insatisfecho con su pasado, se mueve a tientas en un presente neblinoso y se esfuerza por encontrar pequeñas señales indicadores, pequeños destellos de luz que le permitan avanzar. Y es fruto, también, de sus inquietudes artísticas y vitales. Si en Jarnés no se puede separar el pensamiento de la acción, tampoco puede existir, claro está, la separación entre arte y vida. Ese arte total al que en definitiva aspiraba lo define como escritor y como ser humano. Y, como apuntan algunos de los textos que Turia ha recogido en este número que hoy presenttamos sobre el escritor, quizá encontremos en su obra algunos indicios que lo llevaron a defender, a la vez, el experimento y la moderación, la divagación y la sensibilidad, la belleza y la vida.