Es curioso el caso de Benjamín Jarnés. No en sí mismo, que también, sino visto desde su irregular presencia en las historia de la literatura y desde las reiteradas reivindicaciones y tentativas de rescate editorial. Bien mirado, el suyo es un caso afortunado si lo comparamos con el de otros creadores coetáneos con obra de mayor eslora, como Gabriel Miró o Ramón Pérez de Ayala. A Jarnés se le ha reeditado y estudiado en los últimos años; su obra no ha dejado de emanar el raro perfume que atrae a los jóvenes doctorandos en busca de un tema de investigación poco manido. En los últimos dos años, por ejemplo, se han leído sendas tesis doctorales sobre las biografías (Macarena Jiménez en la Universidad de Málaga) y sobre el llamado género intermedio (Sandra L. Watts en la University of Michigan). Y eso a pesar de que la atmósfera de cerrado y biblioteca no casa bien con el talante vitalista, aéreo y risueño que transpira toda la prosa jarnesiana. Desde el año 2000 habrán aparecido no menos de quince ediciones anotadas y prologadas de sus obras, alguna inédita como El aprendiz de brujo que editó en 2007 Francisco Soguero. Se le ha traducido al italiano, se le ha reeditado en Estados Unidos y Argentina y todavía guarda la capacidad de producir sorpresa cuando los lectores más avezados tropiezan con algunas de sus cosas, como le sucedió al peruano Fernando Iwasaki en 2003 al leer Ariel disperso («El Ariel americano de Jarnés», ABC, 27 de septiembre). Sin embargo, la supervivencia de Jarnés es tributaria de una máscara de yeso que simplifica la complejidad de su producción pero sobre de su ética literaria. Me refiero, claro, a la máscara de narrador deshumanizado o vanguardista, términos ambos que rechazó desde 1929 de forma inequívoca, solo tres años después de publicar su primer libro resonante, El profesor inútil, aunque ese rechazo topara con la obtusa tendencia española a clasificar a las gentes en banderías, camadas, generaciones o partidos estéticos.

           

Nunca fue Jarnés un escritor dogmáticamente convencido de las bondades del experimentalismo vanguardista. Su extracción social, algo más que humilde, y su juventud carente de blanduras burguesas le habían vacunado contra el elitismo de clase y la lucha por hacerse un hueco en el mundo intelectual de los años veinte le había hecho entender que lo minoritario selecto residía no en el grupo social de procedencia, ni siquiera en la profesión ejercida, sino en una determinada calidad del espíritu en la que se armonizaban la inteligencia, la sensibilidad y la moral. Como para los antiguos stilnovisti, la genuina distinción no la determinaba la cuna sino la nobiltà de cuore.  Él se sintió siempre dentro de esa minoría espiritual y se dolió de la envidia, rencores, maledicencia y zafiedad de muchos de sus colegas, con y sin razón. Le pareció que los jóvenes poetas y prosistas de los años veinte —a los que les llevaba más de diez años— sufrían un síndrome de miedo y astringencia del que salían aquellas píldoras en prosa (las «cagarritas» a las que aludiría con resentimiento Max Aub) o aquellos poemas asperjados en las revistas literarias, unos textitos que se le antojaban faltos de fuerza vital y auténtica energía creadora. Denunció el exceso de «genios emboscados», con mucho embarazo y poco parto. Se equivocaba, desde luego, pero no por el lado de exigir a los escritores jóvenes un mayor arrojo y también un mayor compromiso con su vocación artística y con el mundo tumultuoso que les había tocado vivir. Es lo que explicó en el prólogo de Paula y Paulita (1929): las «cosas están ahí», alrededor nuestro, aguardando la valentía del artista, que deberá restablecer su relación con el mundo («Que intimemos con él. Que le perdamos el respeto»). Y es lo que volvió a explicar una y otra vez: «sobra talento, pero falta empuje aventurero», como le contó al periodista Darío Pérez justo en 1929.

           

Alguna vez he dicho que aquel año calamitoso, el del crack económico, fue para Jarnés un año mirífico. Su conquista del campo literario de la Joven Literatura había sido rapidísima, una campaña de apenas dos años en los que el aragonés salió del anonimato y subió verticalmente en el escalafón hasta encaramarse a la representación simbólica de los nuevos valores. Sus credenciales fueron El profesor inútil y las notas ensayísticas de Ejercicios (1927), dos libritos que concitaron elogios casi unánimes e hicieron de su autor, de golpe, un ejemplo de teoría y praxis de la literatura nueva. Paradójicamente, en 1929 el ciclo de esa literatura iniciaba su declive, o al menos declinaban los principios de intrascendencia, asepsia política y ludibrio general en los que se asentaba, porque los tiempos se estaban aborrascando. Pero a Jarnés todo le sonreía. Su fecundidad parecía ocultar un taller de confección textual: en un año publica cuatro libros importantes (Paula y Paulita, Locura y muerte de Nadie, Salón de Estío, Sor Patrocinio), la versión corta de Viviana y Merlín, varias traducciones, una de ellas la exitosísima de Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, que hizo en colaboración con Eduardo Foerstch y que le reportó más disgustos que dividendos, artículos y prosas sin cuento y por doquier, en periódicos y revistas, en Europa y América (en México, en Argentina, en Cuba, en los Estados Unidos). Pedro Salinas no le podía resumir mejor la situación a su amigo Jorge Guillén en noviembre de 1929: «Jarnés en la cúspide: un tomo por mes, colaboración en todos los diarios y revistas, conferencias por la radio, interviews, la gloria». Una gloria efímera, habría que añadir.

           

Desde Barcelona, Juan Chabás presentaba en agosto a los lectores del Diario de Barcelona quién era aquel escritor ubicuo, con biografía y «todavía» joven. Su retrato es perceptivo incluso en los pellizcos de monja que contiene:

           

Benjamín Jarnés es todavía un escritor joven. Por su estilo, por su orientación, por sus gustos, mucho más joven que por su edad. Los amigos de Revista de Occidente están acostumbrados a ver en el Salón donde se celebra la tertulia de esta Revista a un hombre vestido de negro, algo, grueso, pero no gordo. Tiene este hombre cerca de cuarenta años, pero en sus ojos, vivaces a través de unos lentes de mariposa, se adivina mayor juventud. La frente es alta, tersa y despejada. Las mejillas tienen suaves y gordezuelos mofletes de infante. A un lado y otro de la cabeza le caen blandamente unos bandos de pelo flácido, dócil. Sus gestos, sus palabras, sus silencios tienen siempre una lentitud amable, una ternura pacata, una discreción llena de beatitud de prelado. Si este joven enlutado fuera sacerdote —casi lo parece—, predeciríais fácilmente que llegaría a obispo de una vieja ciudad española: Toledo, Salamanca, Zaragoza.

        

Tal Benjamín Jarnés, tejedor de una prosa sabia, muy pulida, muy linda, totalmente segura, sin vacilaciones ni durezas. Bellas las metáforas, bellas las palabras, armonioso y dulce el ritmo de las frases. Tal dulces a veces que leyendo la prosa de Jarnés tenéis a veces la sensación de que un caramelo de frutas sazonadas se os deslíe en la boca, lentamente.

        

Y este escritor tan pulcro, tan cuidadoso de su dicción, es, al mismo tiempo, un escritor fecundo. En la Revista de Occidente, en Síntesis, en Criterio, en Diario de la Marina, en La Nación de Buenos Aires aparecen frecuentemente artículos suyos. Y aún le queda tiempo, luego de satisfacer tan amplias colaboraciones, para escribir sus libros.

 

Una vez hecha la presentación del individuo, Chabás pasa a referirse a uno de los problemas estéticos de su generación, el de la creación de una novela distanciada del modelo decimonónico y consustanciada con la visión del mundo y la sensibilidad del hombre del siglo XX. Qué «difícil que es hoy escribir una novela» cuando el género parece agotado pero se barruntan «múltiples posibilidades de renovación» aún inseguras. En esa confusa encrucijada de caminos, a Chabás le parece que deben cumplirse dos condiciones: la de que el lector sienta «que le cuentan algo acontecido de verdad» y la de que el escritor experimente «más vivamente esa sensación, aunque sepa que nada de lo que él relata sucedió». Dicho de otro modo, el novelista tiene que creerse las arquitecturas de su imaginación para dotarlas de la verosimilitud sin la cual el lector pierde el interés. Para ello es imprescindible el acorde entre imaginación y memoria. «Y con la memoria surgen entonces, como del fondo de nuestro ser un sonido, un acento, un residuo de algo que no es puro sentimiento, que no es puro pensamiento, sino bizarría, o nostalgia, o dolor, y todo ello sincera y poéticamente anatomizado, analizado, descompuesto y compuesto de nuevo, es decir, sentido e inventado». Ese es el mecanismo compositivo de la narrativa de Jarnés, de Paula y Paulita —que es de la que se habla— y del resto de novelas jarnesianas. Era 1929, y en ese filo del tiempo Chabás tiene claro que «este libro es lo mejor que él ha escrito y de lo mejor que han escrito los jóvenes de nuestro tiempo».

           

A pesar de que no le faltaba razón a Chabás, la obra de Jarnés no se resumía en sus esfuerzos de renovación novelística. De hecho, los méritos más ostensibles del escritor empezaron siendo los del estilo, aunque hoy aparezcan deslucidos por el transcurso de noventa años. En la prosa de Jarnés había un ritmo y una dicción nuevos, de una elegancia a la vez clásica y juvenil, que daban carpetazo a la prosa plúmbea del siglo XIX, apesadumbrada por las cazcarrias retóricas. El aragonés imponía a su escritura una agilidad y una precisión casi gimnásticas, con brillos metafóricos y nudos aforísticos que golpeaban constantemente la inteligencia de sus lectores. Al describir, desplegaba una paleta de sensaciones (colores, sabores, olores...); al narrar, saltaba por encima de las acciones presumibles o superfluas, aquellas fácilmente deducibles, para situar su relato entre elipsis y sugerencias; al reflexionar, apretaba el pensamiento en una formulación escueta, casi gracianesca, y siempre escogía con primor las palabras que habían de servirle en cada momento. Su papel en la renovación de la prosa literaria española de los años veinte no puede desdeñarse, a pesar de que se encontró en una tierra de gigantes —Valle-Inclán, Azorín, Unamuno, Juan Ramón, Ortega, incluso Miró— y él lo sabía, pero en él vieron muchos la continuidad del proceso de depuración iniciado por algunos de los mayores. En Ejercicios expuso que la prosa, en manos del artista, es un instrumento de creación en el que la idea y la imagen encuentran su perfecta conciliación, pues mientras la idea sostiene sólidamente la pasarela sintáctica, la imagen permite pasar deliciosamente de un lado al otro de la frase: «El pensamiento es la maroma tensa, vibrátil —acaso de alambre robusto de acero— que mantiene enhiesta la arquitectura de la frase; pero de uno al otro extremo se entrelazan armoniosamente las cintas paralelas de la imagen». Estos juegos de la inteligencia son  constantes en las páginas jarnesianas y encandilaron a sus primeros lectores en España y América Latina. «Todos estamos entusiasmados con este pequeño ensayo que define nuestras propias ideas, y cuya prosa es verdaderamente exquisita», le confesaba Federico García Lorca en 1927.

           

El éxito no nubló el juicio a Jarnés. No lo envaneció ni ensoberbeció, no se creyó más de lo que era (y quizá hasta le costó creer en su triunfo) y tuvo una clara conciencia de sus aptitudes y de sus límites. Fue, bien mirado, un hombre entre límites (más que de límites), unos que le trazaron desde fuera y otros que se impuso él mismo. Su pasión fue fría, su vitalismo fue sereno, su entusiasmo fue embridado, su vanguardismo estuvo represado por el anhelo de un nuevo clasicismo y al impulso de la aventura estética solo se dejó llevar con cautela y un mapa secreto de los caminos de regreso al equilibrio entre lo irracional y la razón ordenadora. Desde 1929 preconizó para el arte joven una vía de conciliación entre idealismo, realismo e infrarrealismo que llamó integralismo, en el que la sublimación romántica (la ensoñación), la cotidianidad realista (la vigilia) y las simas oscuras del subconsciente (los sueños) se equilibraban en una representación fidedigna de la compleja naturaleza humana. La doctrina no tuvo su contrapartida práctica porque Teoría del zumbel o Escenas junto a la muerte, aun siendo excelentes novelas, no cuajaron como ilustraciones del integralismo. La propuesta misma, en el contexto de las radicalidades vanguardistas, resultaba extravagante no por su eclecticismo (común a muchas vanguardias) sino por su defensa de la armonía y la ponderación.

           

Esa querencia por los espacios intelectuales de convergencia y concierto formó parte de su personalidad siempre, tanto en el terreno de la literatura como en el de las ideas políticas y sociales. Desconfió y denunció el crecimiento de los «muchachos de uniforme» cuando en Europa el fascismo y el comunismo empezaron a envenenar de utopismos suicidas las cabezas de millones de jóvenes. Y del mismo modo se mostró receloso con los escritores que parecían confiar en el poder protector y consagrador del rebaño o la horda. «¡Más equilibrados y menos equilibristas! ¡Más 'ágora' y menos 'pista'!», escribía en uno de sus cuadernos íntimos de los años treinta. La sensatez, el fiel de la balanza, el diálogo fueron sus bastiones frente al arrebato, la extremosidad o el autoritarismo. Sus reparos a los excesos fueron tempranos y ya en 1925, cuando estaba labrándose un nombre en el mercado de talentos del Arte Nuevo, se atrevió a izar objeciones contra la literatura de vanguardia en lugar tan significado como la revista Proa de Buenos Aires, una importante plaza del ultraísmo argentino fundada por Jorge Luis Borges, Francisco Luis Bernárdez y Brandán Caraffa. Lo hizo con el pretexto de reseñar ni más ni menos que Literaturas europeas de vanguardia de Guillermo de Torre, libro meritorio que, en su opinión, había «obrado el prodigio de crear un período literario que de otro modo no hubiera existido». Varias eran las objeciones, desde la inconsciencia y falta de sentido crítico de los vanguardistas hasta la futilidad de su obra, su gasto de la pólvora en salvas (en manifiestos, en política literaria...) y la desbandada de quienes formaron sus filas. Torre había recibido a través de su sensitiva antena todas las vibraciones de nuevo espíritu pero también mucho ruido. A esa antena que lo recoge todo sin discriminar, Jarnés oponía el semáforo, la regulación y el control, el cauce de las energías juveniles. Por eso tituló su crítica «Antena y semáforo».

           

Es fácil espigar estos reparos a lo largo de toda su obra crítica y ensayística. A los propios argentinos les advertía un par de años después, en la revista Síntesis, de que a veces «todo el ímpetu se gasta en afinar la propia máquina» y el artista que se empeña en ensayar posturas y postergar el momento de la creación es como el Estilita, que, subido a su columna, acaba petrificado. Lo contrario es el escritor audaz que se lanza a crear asumiendo el riesgo de equivocarse: «Entre estos hombres, cuento a James Joyce», afirma en las notas críticas que tituló «Biela». Pero, aun siendo fácil esa recolecta, es a partir de 1929 cuando el compromiso de Jarnés con la discrepancia se vuelve más visible. Una discrepancia desde la mesura o desde la equidistancia y que le permite intervenciones públicas como la conferencia inédita «Deberes del libro actual», en la que condena todo libro que no conduzca al fin esencial de hacernos más libres, de «dejarnos más alertas», una conferencia donde aconseja no leer aquel libro que nosotros mismos podríamos haber escrito o que se entrega a la primera acometida o que ha sido escrito para complacer el gusto del público y no para «encauzarlo, depurarlo, robustecerlo».

           

Si más arriba decía que la gloria de 1929 fue efímera, también fue temporal el encandilamiento que produjo su prosa. Chabás decía en el artículo citado que los personajes de nuestro autor tenían  «todos aquella bondad suave y algo ingenua» de El profesor inútil y «una sensualidad húmeda y dulce», pero estas lenidades tocaban también al tono de sus relatos y a la escritura, volviéndolos en los peores casos melifluos y hasta un punto empalagosos. Lo parnasiano, pasado por el modernismo español, había lustrado el estilo temprano de Jarnés, y ese regodeo en la forma se había cruzado con una sensibilidad decadente y con un difuso franciscanismo quizá adquirido en sus años de seminario, que fueron muchos, nueve. Cuando Jarnés llegó a Madrid en 1920, destinado al Parque de Intendencia de la capital y procedente de Larache, tenía treinta y dos años y distaba de ser dueño de la prosa alquitarada que le daría prestigio. Durante un lustro tuvo que pulir los dengues sentimentales y demás adherencias de un estilo labrado en la prensa regional aragonesa, en revistas religiosas como Rosas y Espinas y en certámenes literarios militares. Su contacto con la juventud vanguardista fue depurativo, pero todavía en 1925 podía publicar en la revista Plural un fragmento titulado «El profesor inútil» en el que rechinan morbideces estilísticas que eliminaría en la edición de 1926. Y sin embargo, pese a ese largo baño en el Jordán del idioma (por usar una imagen suya), aún le quedó a su prosa una reticencia, un no sé qué de esponjosidad y mansedumbre que, si bien continuó despertando el elogio de muchos, empezó pronto (ya en 1929) a provocar el reparo de otros que echaban en falta algo más de dureza, ráfagas de aspereza y acidez como las que, desde 1930, iban a encontrarse en las novelas de su paisano Ramón J. Sender. Precisamente en julio de ese año, José García Mercadal publicó en La Voz de Aragón un artículo que parecía anunciar la división futura de la narrativa aragonesa en dos opciones: «Jarnés y Sender». El pretexto era la aparición de Teoría del zumbel del primero e Imán del segundo y Mercadal la celebraba como la ocasión de que las letras aragonesas «salgan de su penuria tradicional, ganando de golpe, no uno, sino dos novelistas». En esa revelación dual, Jarnés representaba la obra depurada y exquisita, «fruto maduro de una personalidad ya destacada entre lo más selecto de la última promoción literaria», era el artista; mientras que a Sender le correspondían «menores pretensiones estéticas» pero «mayores valores objetivos». Y a Mercadal se le nota más tocado por la fuerza de denuncia de la novela sobre el desastre de Annual, que lanza «el grito lancinante que viene a herir nuestra conciencia de españoles, la voz conminatoria que nos recuerda [...] las iniciales y más apremiantes responsabilidades del presente político y social de España».

          

Jarnés y Sender. Los dos perdieron, pero quizá la derrota fue más inclemente con el primero, puesto que lo castigó no solo con el exilio sino con la precariedad económica y la probable certeza, que pudo llegar a palpar, de la disolución de su nombre en la futura memoria histórica de la cultura española. No le angustió a Jarnés ese desvanecimiento, no al menos desde 1939, porque entonces su prioridad había pasado a ser la supervivencia (suya y de su esposa Gregoria) y el voluntarioso cultivo de una alegría vital que siguió buscando donde no suele estar, en la escritura, y que encontró en la amistad inopinada pero encantadora de la escritora Paulita Brook.

           

Eso fue ya en México, adonde Jarnés llegó a bordo del Sinaia el 13 de junio de 1939, después de meses de incertidumbre en Francia, de esperar interminablemente la ayuda rogada a Victoria Ocampo, a Guillermo de Torre, a Gregorio Marañón, a Ortega y Gasset, ignorante de que los dos últimos se habían puesto de parte de los sublevados: «Sepan que estoy completamente alejado de todo partido, de toda organización política, Que estoy solo. Que, si ustedes no me atienden, quedo en absoluto a la intemperie», le escribe a Marañón en febrero. «Atiéndame, se lo ruego». No le atendieron y hubo de esperar a la solidaridad de sus amigos mexicanos, de Xavier Villaurrutia y sobre todo de Jaime Torres Bodet, y a la generosidad del presidente Lázaro Cárdenas, que acogió a miles de españoles. Mientras tanto fue un profesor de liceo en Limoges, Narcisse Marcel, quien dio amparo durante varias semanas a Jarnés y Gregoria y quien habló a sus alumnos de aquel escritor español que había defendido la libertad y los valores de la democracia y, vencido por los fascistas, se hallaba arrojado a un destino de expatriado. Esto lo recordó muchos años después uno de aquellos alumnos, un chaval de diecisiete años que se llamaba Roland Dumas y sería Ministro de Asuntos Exteriores.

           

Llegar a un país desconocido tras perder una guerra, sin fortuna alguna ni profesión cotizable y con cincuenta años a la espalda no parece el comienzo de una historia feliz. Jarnés vivió en México desde junio de 1939 hasta febrero de 1948 y, aunque publicó a un ritmo frenético novelas, biografías, ensayos, compilaciones, antologías, enciclopedias, artículos y reseñas en diarios y revistas mexicanos y del círculo exiliado, no pudo pasar de ser un huésped de sí mismo. El Jarnés brillante (lo hubo) había quedado atrás. Su exilio no fue fecundo como el de José Bergamín, que le pidió un libro para la editorial Séneca, o el de Pedro Salinas, que se lo encontró en 1940 «resbaladizo, apartado de todos», o el de Juan Ramón Jiménez, al que Jarnés le sacó unas páginas prologales para las Cartas a Platero (1944) de su Paulita Brook. No, su exilio fue arduo y careció de grandeza porque le cogió fatigado y quizá íntimamente persuadido de que ya había dado lo mejor de sí. Por eso volvió sobre sus pasos y recuperó viejos papeles a los que encajó en un nuevo envoltorio, como las Cartas al Ebro (1940) o Ariel disperso 1946), reescribió y refundió cuentos, novelitas y fábulas rosadas como en La novia del viento (1940) y Venus dinámica (1943) o publicó como obra de su heterónimo Julio Aznar lo que era de hecho una traducción libre, la «rapsodia griega» Constelación de Friné (1944). Todo ello, seguramente, mientras le pesaba en la conciencia el original de Eufrosina o la Gracia que había dejado en las manos del editor Josep Janés en los días de fuego de Barcelona, antes de integrarse en la ominosa columna de republicanos camino de Figueres y La Jonquera, hacia los campos de concentración franceses. Fue entonces cuando se fraguó la confianza que seguramente explica que Janés publicara en 1948 dos libros (Eufrosina y la segunda edición de Libro de Esther) de un exiliado incómodo, cuando menos por su condición de capitán del ejército de la República.

           

El episodio vale la pena recordarlo porque apenas es conocido y no ha sido bien contado. Jarnés se encuentra, como muchos intelectuales republicanos, en Barcelona, la ville exténuée —como la llama en marzo en el periódico francés Le Courrier du Centre—. Por esos días es detenido el escritor Félix Ros acusado de quintacolumnista y es conducido a la checa Preventorio D. Su amigo Josep Janés trata de salvar su vida pero está «absolutamente solo» y sabe que la única posibilidad de lograrlo pasa por realizar gestiones cerca del gobierno de Negrín. El relato de los hechos lo hizo Janés en un artículo de Solidaridad Nacional el 8 de julio de 1939 y él mismo lo citaría ampliamente en el apéndice que puso al Preventorio D de Félix Ros (cito por la edición de 1974). Contó el editor que el primer intelectual al que acudió, sin conocerlo personalmente, fue Benjamín Jarnés y que desde el primer momento encontró en él comprensión y humanidad. Acudieron ambos a Corpus Barga, pero éste recriminó a Janés que se preocupara por un fascista como Ros. Jarnés «fue el único que me defendió de las recriminaciones más o menos cordiales que me dirigía Corpus Barga y fue el primero en insistir en favor de Ros a pesar de las declaraciones del máximo fautor del SIM [Servicio de Información Militar]». Después de este encuentro, Corpus se sumó activamente a la intercesión a favor de Ros. Tras negar su ayuda Bergamín y Max Aub, Janés redacta con Jarnés una carta contundente dirigida a Julián Zugazagoitia (quien ya había intervenido para salvar la vida de Wenceslao Fernández Flórez). También es Benjamín Jarnés quien acompaña a Janés a visitar a Antonio Machado. El poeta se abstuvo de actuar a favor de un «redomado fascista» como Ros, pero su actitud firme no amilanó a Jarnés, que «agotó todos los recursos de la persuasión» apelando a la solidaridad entre intelectuales y refiriendo las atrocidades practicadas por el SIM en las checas. Nada obtuvieron de Machado, y Josep Janés cuenta que salió «Jarnés casi llorando» y le pidió que por favor no juzgara a Machado por lo que había visto en esa reunión: «No es Machado ese hombre». Luego, ocupada la ciudad por las tropas franquistas, Ros fue liberado y al poco tiempo mostró su catadura asaltando el piso de Juan Ramón en Madrid y sustrayendo de él valiosos libros y manuscritos. Jarnés, por su lado, integró el desolador contingente de los desposeídos y no sabemos qué pudo pensar al enterarse —si es que se enteró— de la fechoría de aquel sujeto indefendible al que había defendido.

             

Los años de guerra y el exilio pasaron sobre Jarnés como una apisonadora y el reumatismo que sufría, derivado luego en arteriosclerosis cerebral, contribuyó muy poco a paliar su situación. Después de 1943, la etapa mexicana fue un lento desmoronamiento que no pudo frenar la cotidiana faena de escritura mercenaria ni algún ocasional regreso del Jarnés de otro tiempo, como en el estupendo relato «Bílbilis» (1944) con el que volvía a los paisajes aragoneses de Paula y Paulita pero que seguramente había sido escrito años antes. Ese fue uno de los regresos, pero debieron de acumularse los retornos en la cabeza de Jarnés hasta que, por fin, el 10 de febrero de 1948 emprendieron él y su esposa Gregoria el único retorno físico y ya definitivo. Quienes habían sido en cierto modo discípulos suyos y promotores de la revista Literatura y de la PEN Colección antes de la guerra, Ildefonso-Manuel Gil y Ricardo Gullón, dejaron un testimonio triste de su visita al escritor, que se encontraba ya en estado casi vegetativo. Murió el 10 de agosto de 1949 en su piso de la calle de Santa Engracia. La víspera, Gregoria envió una carta a sus hermanos que transcribo casi en su integridad:

 

Queridos hermanos:

       El jueves, al poco rato de marcharse los sobrinos, vino un padre de la Parroquia para preparar a Benjamín, para el viernes, y como lo vio tan abatido me dijo que, si quería yo, sería lo mejor que recibiese al Señor, como primer viernes y como viático. Así es que recibió todos los Sacramentos y Bendición del Sagrado Corazón. No pudo hablar, pero con los ojos —me dijo el padre— se lo dijo todo. Fue conmovedor, porque se dio perfecta cuenta de lo que recibía. Estuvo sereno y quieto durante todo el rato.

       Yo tengo una gran tranquilidad —dentro de mi gran pena— de ver que lo ha recibido con todo conocimiento.

       El médico se quedó asombrado al ver que le ha bajado la tensión a 12. Por eso le ha producido este estado de agotamiento. No se puede levantar de la cama. [...]

       Yo os avisaré cuando sea necesario, pues me dice el médico, que lo mismo puede dormirse y no despertar que pasar así algún tiempo.

       Pedid mucho por él y por mí, para que el Señor me dé fuerzas para poderle atender bien.

       Perdonad que no sé cómo escribo. El sábado se durmió a las 6 de la tarde y se despertó a las 7 de la mañana siguiente. Yo estaba alarmadísima, pero la respiración era normal y, el domingo, se durmió a las 11 de la noche y despertó a las 7 de la mañana. Aunque sea rápidamente seguiré dando noticias.

       Un fuerte abrazo de vuestra hermana,

 

Gregoria

 

Esta noche ha dormido desde las diez y media de la noche hasta las ocho de la mañana. Continúa sin poder hablar y le cuesta bastante tomar los alimentos pero tiene buena cara.

 

Tras el fallecimiento de Jarnés, Ildefonso-Manuel Gil escribió un artículo necrológico para el Heraldo de Aragón, pero la censura lo prohibió una y otra vez. Tengo a la vista una copia de las pruebas. Ahí refiere Gil su visita al escritor enfermo: «Ya no era más que un despojo humano, privado de palabra, paralítico, inexpresiva su mirada, sin aquel agudo brillo que recordábamos en sus ojos», para el que la muerte fue «una mano piadosa sobre su dolor y su aniquilamiento». Pero esto lo cuenta al final de su artículo, porque había empezado por lamentar «el extraño silencio que se extendió sobre la muerte del gran prosista» para afirmar a continuación que pueden «contarse con los dedos de una mano los escritores aragoneses contemporáneos que han conseguido ser algo más que 'glorias locales'» y Jarnés está al frente de todos por el volumen y calidad de su obra. «Era un prosista de sencilla perfección, un lento enamorado de la palabra», añade, y eso lo convertía en «un escritor para buenos lectores y no para devoradores de anécdotas».  En sus novelas «el argumento era poco más que un tenue hilo que unía el comienzo con el final, revistiéndose de páginas poemáticas, de fragmentarios y brillantes ensayos». Esa concepción elevada de la literatura le pasó una factura que él aceptó desde el principio: «Por ese logro se dispuso a pagar el precio de la renuncia a un fácil triunfo, manteniendo hasta el última párrafo salido de su pluma esa posición exigente del artista que doma su propia fuerza creadora para encauzarla, sin desbordamientos posibles, por el río difícil de la gracia artística».

           

Ese fue el nombre que Jarnés dio a su concepto estético central: gracia. Y a él dedicó muchas páginas, alguna conferencia (de 1932) y un libro, Eufrosina o la Gracia, que quizá ya ni alcanzó a ver con lucidez en 1948, en el que su trasunto Julio y una de las tres gracias mitológicas, Eufrosina, la de la alegría, entablan un sinuoso coloquio plagado de juegos de seducción. La alegría, la armonía entre la razón y la pulsión, la plenitud de las potencias humanas expresada como puente de comunicación con el otro, la simpatía que facilita el trato humano (de ahí que la gracia sea también un valor social), la transparencia y la espontaneidad, rasgos todos de esa gracia en la que la palpitación de la vida y las arquitecturas del arte se conciertan.

           

Seguirá siendo Jarnés el perpetuo resucitado; su destino es ser redescubierto por lectores aislados que se sorprenderán de su idioma o de sus metáforas, de su crítica literaria regularmente certera o de su concepción vegetal de la novela, en continuo crecimiento, llena de injertos y cargada de frutos que se saborean de uno en uno. A Jarnés le gustaba repetir que a veces hay que sacrificar una parte de la inteligencia para que te perdonen el resto. ¿Sacrificó Jarnés la porción suficiente o se quedó corto? Es una pregunta inútil. Jarnés siempre valdrá la pena, quiero decir que valdrá la alegría que transfunde su lectura.