(Charlie Parker, Stanhope Hotel, 1955)                                

           

No quiero que se acerque nadie. Escucho

la música que suena en algún sitio,

en la televisión quizá, y me duele,

y ya no sé por qué duele la música

que me astilla la mente, y la desgarra,

ni por qué yo la escucho, si me duele

tanto como un hurón que se ocultase

en una galería hecha de nervios

que una vez fueron míos, no sé cuándo,

en otro tiempo, en otra vida, lejos

de aquí, cuando mi mente era la música

que servía de amor y de amistad

a un hombre sin amor y sin amigos.

 

Este cuerpo que veis, esta maltrecha

carne deshabitada de mí mismo,

aquí, en la habitación de hotel, a solas

con mi miedo y mi saxo que me escrutan,

¿de qué sirven, a quién harán feliz?

 

Cuanto tocan mis manos se hace música

y se astilla en mi mente, y me persigue.

No puedo amar a nadie, ni tocarlo,

porque amarlo es llevarlo hacia lo oscuro

y de allí no regresa, nunca, nadie.

Se deshacen los niños, las mujeres.

Se deshacen los árboles, los coches,     

los clubs, los contrabajos, las sonrisas.

Mis manos en el aire se deshacen.

Son aire, un aire oscuro que me inunda

y que me hace volar como los pájaros,

ciegos, remotos, lentos, pero ¿adónde?

                       

Soy aire estremecido de vergüenza,

y un dolor que me quema como el fuego

y que no llegaré a saber qué es.

Que esta música fúnebre que toco

os alumbre el camino. Mi camino

ya tan sólo discurre entre las sombras.