Llegué tarde al convite de la primera boda a la que me invitaron ese año y no comí nada. Algunos amigos nos pusimos de acuerdo para hacer un bote y comprar un regalo realmente útil, por ejemplo un jamón ibérico de bellota. Los novios no tenían necesidades económicas y no hicieron lista de boda en El Corte Inglés. Les daba asimismo igual que pagaras el cubierto. El grupo de amigos que íbamos a regalarles a los novios algo realmente útil pasamos tanto tiempo intercambiando correos y definiendo qué es la utilidad que al final no les regalamos nada. Puesto que, como ya he dicho, los novios no tenían necesidades económicas, no me sentí culpable. La segunda boda del año se celebró en la terraza del Ada Palace de Madrid. Hacía calor y sirvieron infinitos canapés. Fue una boda de alta alcurnia. Comí hasta verme obligada a desabrocharme el vestido y apenas bailé, pues unos zapatos de tiras me martirizaban los pies. Ello no impidió que volviera a mi casa andando; era incapaz de meterme en la cama con todos esos canapés diluyéndose en mis jugos gástricos. Para el regalo, acordé con la ex mujer de un amigo comprar a medias un set de coctelería. Nuestra idea era esperar a que los novios volvieran de su luna de miel y presentarnos en su casa con el set para estrenarlo en una cena. La ex mujer de mi amigo y yo manteníamos una relación superficial, y a las dos nos costaba encontrar un día libre para llevarles el juego de cóctel juntas. Siempre teníamos cosas mejores que hacer. Pasaron los meses, luego un año. En ese tiempo no hubo más bodas; por separado nos excusábamos ante la pareja por no haberles entregado el obsequio. Los recién casados al principio también se excusaban; tras la boda y el viaje, habían hecho varias estancias en el extranjero (ella estaba terminando su doctorado en París), y tampoco encontraban tiempo para las reuniones sociales. Más tarde dejaron de excusarse, y nosotras de hablar del regalo. Los veíamos cada vez menos; el marido llevaba su anillo, la esposa se lo había quitado porque no le gustaba que la consideraran una mujer casada. Me sentí culpable no por no haberles regalado todavía nada (aunque yo había pagado mi regalo, es decir, ese regalo existía), sino por pensar que ellos opinarían que me importaban muy poco si, habiendo comprado el regalo, no era capaz de quedar con la ex mujer de mi amigo para llevárselo. Supongo que la ex mujer de mi amigo, que tenía el set de coctelería en su casa, se sentía aún peor que yo.

Cuando ya me había olvidado de esa boda me invitaron a otras. Se casó una prima con la que me llevo mal y que no nada en la abundancia. No le hice ningún regalo porque no hacía falta: mi padre le había soltado una cantidad considerable de dinero, y yo le había dejado el anillo de diamantes de mi madre, muerta poco antes. Lo hice enfadada porque sabía que esta prima, que culpaba a la parte paterna de su familia de no haber impedido que su padre dejara a su madre y creía merecérselo todo por considerarse una víctima, no iba ni siquiera a darme las gracias por haberle prestado un anillo que ya no era de mi madre, sino mío. En la boda no se acercó a la mesa donde estábamos sentados quienes pertenecíamos a la rama de su familia paterna. Ella pasaba delante de nosotros una y otra vez, bella porque es realmente hermosa, y ridícula porque caminaba imitando el paso de las modelos, con la cabeza alta y el gesto desdeñoso, luciendo sus atuendos gracias al dinero que le habían dado la parte de la familia a la que odiaba y a la que no se dignó a saludar, y gracias también a mi anillo de diamantes, que lucía como si no fuese yo la que se lo había prestado, sino el fantasma de mi madre. La agradable noche estival se llenó de ruindad y dolores antiguos. En silencio contemplamos la selección de fotos de la novia, que comenzaba cuando su familia no era disfuncional y su hermano aún vivía. No estaba claro si esa selección de imágenes del pasado nos invitaba a reconciliarnos o servía para acentuar su condición de víctima, lo que nos hacía a nosotros, su familia paterna, aún más verdugos. Quizá no era ni una cosa ni otra, quizá ese álbum estaba ahí como mero testigo, pues lo cierto es que no se podía impugnar la selección de fotos ni acusarla a ella de manipuladora. De veras eran hechos felices y cotidianos acaecidos cuando las familias no estaban peleadas ni asoladas por la muerte de los dos únicos miembros capaces de mediar entre nosotros: el hermano de mi prima y mi madre. El convite se celebraba en el patio de un cortijo. Era un sitio bien elegido, bello y modesto, rodeado de olivos entre los que caminé de madrugada con los primos de esta prima, con quienes yo solía alternar en las vacaciones estivales. Nos habíamos ido de la fiesta porque no soportábamos la música hortera que siguió al baile nupcial. Llegué a las cinco de la madrugada y dormí mal, con el estómago revuelto por las mezquindades de las dos familias. Eso incluía de manera preeminente las mías. Me levanté a las siete de la madrugada para vomitar. Me dije que aquella iba a ser la última vez que yo me relacionara con aquella prima y con su madre, y no por rencor o incomodidad, sino por el asco que me producía contemplar mi bajeza. Antes de la boda, estuve convencida de que mi prima y su madre serían capaces de simular que habían perdido el anillo de diamantes de mi madre para quedarse con él. Este pensamiento me avergonzaba, pues sabía que la posibilidad era remota, pero no podía evitarlo. Había sentido durante demasiado tiempo el rencor de mi prima y de su madre, y no podía sino suponerles una vileza que era el espejo de lo que yo era capaz de imaginar sobre ellas desde mi vileza y mi rencor.

Tras esa horrible boda vino la de uno de mis mejores amigos de la infancia. Se casaba en Manzanares. Hasta ese momento, yo había podido sortear casi todas los enlaces que se celebraban fuera de Madrid, donde vivo, porque ninguno de mis mejores amigos, actuales o antiguos, se había casado. Si no tengo una relación muy estrecha con alguno de los contrayentes o un compromiso familiar ineludible, como el de la prima con la que no me hablo, jamás me desplazo a otra localidad para ir a este tipo de celebraciones. Ésta era una boda tradicional, por la Iglesia, con muchos invitados y lista de regalos en El Corte Inglés. No tenía amigos comunes a los que unirme para comprar algo de la lista (la única persona que también fue amiga de este amigo que ahora se casaba era mi primo, el hermano de la prima con la que no me hablo, y que murió). Lo más barato eran unas maletas de 200 euros. Yo no estaba bien de dinero. Le pregunté a una amiga, casada y con tres niños, cuánto era el mínimo para no quedar mal. Siempre supongo que una casada con hijos sabe más sobre bodas que una soltera sin hijos, como yo. Mi amiga me dijo que ella era una rata y que no daba más de 50 euros. Hice mis cálculos a partir de la información que me había facilitado la que se acusaba de rata. Yo no quería quedar como una rata, y puse 100 euros en la lista de El Corte Inglés. Era razonable pensar que el doble de 50 te excluía de que te considerasen avara. Además, tenía que pagarme el alojamiento en Manzanares y el viaje; esperaba que mi mejor amigo de la infancia fuera comprensivo. Ocurría no obstante que yo ya no solía hablar a menudo con mi amigo, y cuando lo hacía no le mencionaba mi situación económica. Tampoco sabía mucho sobre la suya y sólo podía hacer suposiciones tales como que se había comprado un piso cuando casi nadie de mi generación puede permitirse adquirir una vivienda, si bien esta vivienda estaba en una zona modesta de una ciudad de provincias. Mi amigo trabajaba, junto con unos cuantos empleados más, en un negocio familiar. Yo podía pensar que si el negocio le daba para varios sueldos, una casa y una boda, no tenía una mala situación, lo que no significaba que fuera buena. Podía ser normal, o regular, y en todo caso ya era significativo que hubiese una lista de boda en El Corte Inglés. Mi amigo, además, había llegado a mencionarme que estaban tratando de no despedir a nadie. Me presenté en la boda con el mismo vestido que había lucido en dos convites anteriores. La iglesia era blanca, con un altar barroco de pan de oro; no recuerdo qué dijo el cura porque doy por hecho que los curas sólo dicen variaciones de lo mismo y no les escucho. El banquete tuvo lugar en un castillo convertido en restaurante. Se trataba de un sitio discretamente lujoso, como un parador sin parafernalia. Estaba segura de haber cubierto con mis 100 euros lo que costaría una cena en Manzanares, y de que incluso sobraría algo para que los novios pudieran tomarse un pisco sour en Lima –se iban a Perú de luna de miel-. Cuando empezaron a pasar bandejas de un exquisito jamón comenzaron unas dudas que la cena empeoró. Los entrantes y el pescado eran de calidad; de carne sirvieron un ternísimo lechón ibérico asado. El regalo de los novios consistió en botellas de aceite de oliva virgen extra y vino de Valdepeñas. Aunque el aceite y el vino no fueran caros, se trataba de un buen obsequio, a diferencia de las necesarias pero famélicas pulseras de plástico contra el cáncer que había repartido la prima que me caía mal (su hermano había fallecido a causa de un cáncer de estómago). Comí jamón, comí pescado, comí cerdo. No sobró nada de mis platos y sólo renuncié al postre. Durante la cena, la hermana de mi amigo me preguntó sobre la boda de mi prima, de la que se rumoreaba que había sido tensa. Le contesté que en efecto en la boda había cuchillos debajo de las mesas. Pensé asimismo, aunque esto no se lo dije, que en muchas bodas lo de menos es celebrar la unión, y que lo que más cuenta es lo que los contrayentes y sus familias quieren demostrar a los invitados. Cuanto más acomplejados o rencorosos son los novios, más sirven las bodas como mecanismos de resarcimiento e incluso de escarnio. Me escabullí tras el baile nupcial, y cuando me acosté sólo conseguí marear la cama, que a oscuras se confundía con mi buche, donde la comida se revolcaba, y con mis pensamientos sobre lo que costaban los tres ricos platos y los entrantes. Estaba ya convencida de que mis 100 euros ni siquiera habían bastado para costear mi cubierto. Mi amigo comprobaría que en la lista de El Corte Inglés mi nombre iba seguido de una cantidad miserable. Para torturarme más, al día siguiente, ya en Madrid, me dediqué a averiguar en foros de Internet cuánto era el mínimo que se debía dar en las bodas para no quedar como la rata de mi amiga. Concluí que eran 150 euros. Tenía los párpados llenos de petequias, pues en mitad de la noche había vomitado el lechón, el pescado, el jamón y el vino.

La siguiente boda se celebró en el Museo del Traje, en Madrid. El novio se casaba por segunda vez; ella por primera. Se preparó un acto a la americana, en el que el novio, la novia, el hermano del novio y la hermana de la novia soltaron unos breves, simpáticos, tópicos y emotivos discursos. A la novia se le rompió la cremallera del vestido y tuvo que llamar a la modista; la ceremonia se retrasó una hora, en la que los invitados esperamos en los jardines bebiendo vino. Cuando llegaron los novios, ya estábamos un poco borrachos. Los novios no tenían necesidades económicas, así que podía regalarles cualquier cosa que se ajustara a mi presupuesto. No me resultó pesado esperar a la novia porque había muchos amigos con los que hablar. Yo llevaba unas sandalias cómodas, unos pantalones negros, una camisa de seda cruda heredada de mi madre; quienes se me acercaban me decían que había escogido un look oriental, y yo les explicaba que lo único que tenía para ponerme era un vestido que ya lucí ante ellos en una boda anterior, razón por la cual había tenido que improvisar esa facha de jarrón japonés, o chino. Lo que secretamente deseo cuando me invitan a una boda es vestirme como un señor, con un traje de chaqueta y una corbata, el pelo recogido en una cola prieta. Las bodas son el único sitio donde podría satisfacer mi deseo de ir de etiqueta a la manera de un hombre. Ese mismo día, a primera hora de la tarde, había comprado un set de coctelería que entregué poco después del convite; en mi rapidez había un deseo de reparar la desidia que había tenido a la hora de darles el otro set de coctelería a los otros novios (de hecho, a día de hoy creo que ese set aún sigue en casa de la ex mujer de, precisamente, este amigo al que le entregué el segundo set). La boda transcurrió tranquila, y cenamos canapés en los jardines. La comida no fue muy abundante; por primera vez tras una boda, llegué a mi casa sin ganas de vomitar. Incluso tenía hambre.

Para la siguiente boda tuve que desplazarme a Jaén. Cuando se acercó la fecha, la novia escribió dos e-mails con profusas indicaciones para los invitados. Los e-mails estaban llenos de signos con los que la contrayente expresaba pequeños ataques de entusiasmo. Por ejemplo, a “¡Qué fotos más estupendas van a salir…!” le seguía un :D; “¿con qué os identificáis más, con la armonía, los acordes y los grupos de instrumentos, o con las melodías y el ritmo?” y “¡y bienvenidas pamelas, sombreros y tocados…!” iban seguidos de ;), mientras que a “DJ’Nono” y “¡Antes muertas que sencillas…!” le acompañaba un ^^ que me hizo guiñar los ojos. Los novios habían preparado una ceremonia repleta de “sorpresas y momentazos”, y confiaban en que iba a ser un día “pleno de emociones”. Las emociones consistían en varios cánticos no religiosos que salpicaban la ceremonia, en actores que se levantaban en mitad de la función para declamar textos de Chéjov y de Lope de Vega y en sendos discursos de los novios sobre el amor. El novio fue discreto: dijo que cuando alguien le preguntaba si había encontrado a su media naranja contestaba que se había topado con una fruta completamente distinta. La novia, mi amiga, se había preparado unos cuantos folios, y cuando iba por la mitad de su sermón empecé a desear que se hubiera casado por la Iglesia, pues al menos no tendría la tentación de criticarla a ella por la homilía, sino al párroco. Se había propuesto darnos a todos unas cuantas lecciones. Dijo que el amor consiste en elegir a personas completamente distintas a ti, pues sólo alguien diferente va a ponerte a prueba (¿y qué es el amor sin pruebas?) y te va a permitir aprender lo que necesitas. Quienes eligen a sus iguales, señaló, son personas cómodas que no asumen riesgos, y puesto que el amor es un riesgo, queda claro que esas personas son incapaces de amar. Por otra parte, continuó, tampoco hay amor en esas parejas que llevan toda la vida casadas y que se limitan a criar hijos, traer dinero a casa y ver la televisión por las noches: esa gente son muertos en vida que han renunciado por comodidad y estupidez a la Gran Tarea del Amor (la boda estaba llena de familiares del novio y de la novia cuyo aspecto no hacía pensar en grandes gestas, y sí en sudor, piaras de hijos y tedio consensuado en el mejor de los casos; no pude evitar el pensamiento de que el amor estaba más bien del lado de esas manos callosas y resignadas). El amor, siguió diciendo mi amiga, tampoco es sinónimo de enamoramiento, y quien lo busca en los chisporrotazos del principio de una relación está condenado a quedarse en la superficialidad, en bobas pasiones que conducen no al amor, sino a la inmadurez emocional, la neurosis y el autoengaño. El amor, finalizó, es la construcción de dos personas para llegar a ser mejores de lo que eran cuando estaban solas. A ella además le gustaba decir que había conocido al que iba a ser su marido cuando estaba preparada para amarle, porque sabía que ese iba a ser el reto más difícil y estimulante de su vida. Ese día vomité incluso antes de llegar a la pensión donde pernoctaba. Me tuve que ir al hotel de en frente para que ningún invitado me viera salir congestionada y con el rímel corrido del váter.

No es que este recuento de bodas, más bien escaso, me convierta en una experta. Sin embargo, creo que puedo sacar algunas conclusiones a modo de recapitulación. La primera es que las bodas no cambian tu relación con la persona que te ha invitado. No vas a pensar mejor de ella ni de su boda aunque se haya esforzado por hacer una celebración apoteósica y por facilitárselo todo a los invitados. Tampoco vas a pensar peor. Las bodas son el reflejo de las aspiraciones de quienes se casan, tanto materialmente (no he ido a ninguna boda en la que los novios hayan desistido de toda pompa, si bien creo que pocos reconocerían la importancia que le dan), como en lo que se escenifica (las novias quieren estar tópicamente guapas; los novios dan menos juego, y lo que puede observarse en ellos es su grado de aceptación de las convenciones). Por otra parte las bodas rara vez están relacionadas solo con el amor. Asimismo, se puede señalar que hay una queja general de lo mucho que se come en un convite nupcial, y también cuando la comida no cumple con la abundancia que todo enlace promete, sobre todo para aquellos que están a régimen y han decidido saltárselo. Esas personas se van decepcionadas a casa y a su nevera, llena de lechugas y yogures desnatados. En relación a lo anterior, cabe añadir aquello por lo que mucha gente reniega cuando son invitados a una boda: que son pesadas y poco saludables. Los gruñidos se multiplican cuando el evento sale por un ojo de la cara y encima no hay compensación por acudir, sea porque no conoces a casi nadie (o sí pero no te cae bien, o te resulta indiferente), sea porque te viene fatal (llegaste al convite con estrés porque apenas descansaste el último fin de semana, y saliste de la boda peor de lo que llegaste y con 400 kilómetros encima), sea porque perteneces a la parte de la familia que alguno de los novios odia (y en consecuencia te odian buena parte de los invitados). La conclusión más importante es que suele ser mentira que estés invitado en el sentido más cotidiano de la palabra, que es el de que te conviden, ya que, por lo menos, debes pagarte el cubierto.

Habida cuenta del horror con el que suelen acogerse las bodas, propongo que las invitaciones se planteen de otra manera. Por ejemplo:

Queridos familiares y amigos:

Hemos decidido casarnos y nos gustaría celebrar una boda tradicional, con un banquete en un sitio agradable y sin tener que comprar un vestido de novia de segunda mano ni alquilar un esmoquin. Los tiempos están difíciles, y por ello apelamos a vuestra ayuda para poder promover el evento. Vamos a poner toda nuestra ilusión en organizarlo de la mejor manera para que vuestras aportaciones hagan de este día algo inolvidable para todos.

Os rogamos que no os sintáis culpables si no podéis contribuir. Será una pena que no nos acompañéis, aunque al mismo tiempo estaremos felices por no haberos obligado a afrontar gastos extra.

Podéis hacer vuestra aportación en este número de cuenta XXXX (hemos fijado un mínimo de X euros para cubrir el cubierto).

Os rogamos que pongáis vuestro nombre en el ingreso para poder confirmar vuestra asistencia.

 ¿Acaso no se movilizarían con mejor humor los invitados si considerasen la boda como una empresa suya?

Sin embargo, es probable que este tipo de invitación complicase aún más el problema. Y es que, ¿no ocurre que, si se plantea la cuestión con honestidad, crea mayores obligaciones?