Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932) es autor de una de las más delicadas y sólidas obras poéticas de la Generación de los cincuenta; y uno de los poetas más influyentes del panorama actual de nuestras letras. Heredero de una estirpe privilegiada en la que habría que incluir, partiendo de Juan Ramón, a Cernuda o Juan Gil Albert, por poner sólo ejemplos señeros, ha ido escribiendo con cuidadosa y dedicada lentitud un corpus poético extremadamente coherente, orgánico y unitario. Lo publicó, completo hasta hoy, en 1997 con el título de Ensayo de una despedida. La antología que ahora escoge y prologa el también poeta Dionisio Cañas con el título de Todos los rostros del pasado puede leerse, pues, como una primera cata en ese océano profundo e irisado de una obra vasta y honda, siempre dispuesta a sorprender a cada nuevo lector; a cada nueva lectura.

            Cañas ha confeccionado una antología centrada, según su prólogo, en la figura autoral; en el “yo lírico” protagonista de la poesía de Brines. Una opción que incide particularmente en “esa centralidad existencial que vertebra gran parte de la obra del autor.” Quedan fuera de la selección todos los poemas satíricos (a los que César Simón dedicó un memorable artículo) y los construidos mediante la técnica del monólogo dramático; y están poco representados los eróticos, los amicales, los más directamente oníricos. Todo ello hace de esta antología un territorio perfectamente acotado, por más que en muchas ocasiones se echen de menos muchos temas y motivos tan caros al autor como a sus lectores. Con todo, no tiene Brines un solo poema que desmerezca del resto de su obra, y ese rigor extremo lo agradecerá cualquier antólogo con la certeza de no estarse nunca equivocando mucho. La selección de Cañas cumple con creces su propósito de actuar como pórtico a la obra toda del poeta, con lo que sería difícil ponerle más pegas que la de echar de menos tantos poemas descartados para reconocer a continuación que no sobra ninguno de los que están.

            “Creo que el conjunto de mi obra, aun en los momentos en que aparece el cántico, no es otra cosa que una extensa elegía.” Estas palabras de Brines, publicadas en 1984, han concitado tal unanimidad que no hay hoy crítico en activo que se atreva no ya a discutirlas, sino siquiera a obviar para su autor la etiqueta de “poeta elegíaco”. Pero una vez aceptado el marchamo, y conscientes de su escasa concreción, se hace necesario ahondar en la lectura e ir anotando algunos matices que perfilan el dibujo de un poeta tan elegíaco como epicúreo; y que ha sabido intuir tantas veces (y en su poesía toda, tomada en conjunto) que detrás de la pérdida se oculta la pulsión del renacer.

            En la existencia humana, tal y como creo que la entiende Brines, parece haber dos momentos muy definidos: el tiempo de la vida y el tiempo del poema. Ambos aparecen como perfectamente delimitados, si bien no son en absoluto estancos: el primero engloba al segundo y éste, el del poema, es una transfiguración meditativa del primordial. Pero hay algo del tiempo de la vida que, en el del poema, parece estar no “in pectore” sino más bien, por seguir con las fórmulas jurídicas, siendo juzgado en rebeldía. De esa ausencia de lo que podríamos llamar crestas de plenitud vital parece surgir la necesidad del poema; y del temor existencial de no recobrarlas (o de la certeza de la imposibilidad de hacerlo) nace el tono elegíaco, pero también hímnico y celebrativo, de su poesía: una lírica que celebra “in absentia” lo que, de estar presente, impediría al poeta sentarse a escribir. Así, los tonos de la elegía y el himno se entrelazan con asombrosa promiscuidad, haciendo de Brines un hedonista trágico capaz de cerrar uno de sus poemas más angustiados —“Isla de piedras”: “terriblemente han de venir / todas las horas del dolor” (...) “mis pies pisan el mundo desolados.”—, un poema cargado de semas de oscuridad y podredumbre, en el que la desolación del paisaje se transmite al cuerpo mismo del poeta, con un último verso de amor incondicional a la vida: “porque nunca se acaba el olor de las rosas” (p. 63)

            El contraste insistente y sostenido entre la finitud de lo vivo y el canto gozoso de sus inagotables fuentes de belleza y alegría; el combate entre fauce y caricia de la existencia humana es el hilo conductor de esta extensa meditación en que se resuelve la poesía de Francisco Brines. Una antítesis rica en matices y estadios intermedios (no en vano las horas más familiares a esta poesía son las del crepúsculo) que, como si se tratase de dos tonos musicales, tiene una traducción precisa y reveladora en los tiempos verbales empleados: los pretéritos, los tiempos de aspecto terminativo (el pretérito perfecto simple y las formas compuestas), como el tono menor en la música, son sombríos, doloridos, y se recrean en la pérdida y en la imposibilidad de no aceptarla. Contrastando con ellos, el presente y los otros tiempos simples, solares, llenos de amplia luz, de amor y de placer, son los empleados en ese espléndido y vital canto al mundo natural y a la vida de los hombres que es, en tantos momentos, la poesía de Francisco Brines. Esto que digo puede observarse con viva nitidez, entre otros poemas, en “Museo de la Academia” (p. 49) o “Versos épicos” (p. 54), escritos en un glorioso presente sostenido, que el poeta resuelve en himno: “Yo canto la pureza”, concluye.

            De toda la obra de Brines, el libro más y mejor representado aquí es, sin duda, Palabras a la oscuridad: un título capital para varias generaciones de poetas. En él se construyen ante los ojos del lector, en poemas de una exquisitez desconcertante, el mundo y la voz definitivos del autor. El libro entero es un progresivo desvelamiento del destino individual de un hombre joven, trasunto del poeta: la revelación de ese destino, su aceptación y comunión con él están admirablemente evocados en versos de factura clásica que anunciaban, en 1966, mucho de lo que ha venido después. Creo que aún no se ha señalado suficientemente la importancia que tuvo ese libro en la naciente red de poéticas que acabó por desembocar en los cauces y caudales novísimos y postnovísimos: el cosmopolitismo, la voluntad introspectiva, la renuncia al temario de la poesía social, el culturalismo sin impostas, el dedo puesto en la llaga de la experiencia humana, la huella cernudiana... Todo ello aparecía ya, majestuoso, impregnando de emoción dolorida unos versos imperecederos cuyo fluir reposado nunca atenúa la innovadora radicalidad de la propuesta. Su honestidad, su naturalidad, su cercanía son aún más sorprendentes cuando se repara en la fecha de publicación: esos poemas supieron poner luz mediterránea, pagana y libre en el mundo hostil, pacato y servilón del desarrollismo. Fueron un soplo intenso de aire fresco en medio de la grisura y la ñoñez de la época.

            En su siguiente entrega, Aún no (1971), la expresión de la fugacidad y muerte de lo vivo, ahora más íntimamente ligada a la experiencia amorosa, se decanta, se despoja y va quedando enteca, puro concepto, verdad palmaria y triste. Desde su propio título, a caballo entre la petición angustiada y la constatación teñida de sorpresa, el libro es a la vez una disección de ese dolor de finitud y un débil lenitivo, forjado en la contemplación de las últimas luces. En varios poemas del libro aparece el desdoblamiento del poeta en protagonista y narrador; en actante y observador, que se trasmuta a menudo y salta las fronteras temporales para lograr con su desmantelamiento un sucedáneo, una ilusión de eternidad. Así sucede, por ejemplo, en “El triunfo del amor” (p. 103): uno de los escasos poemas de tema helenístico recogidos en la antología. Hay también un desleírse de la propia identidad que, sabedora de su próxima consunción en cenizas, se anticipa y difumina en bellísimos versos desolados: “Miré desde el balcón / y en el balcón no había nadie.” (“La espera”, p. 108) Ese desdoblamiento lleva al poeta hasta observarse muerto y, en nuevos ejercicios ignacianos (Brines estudió con los Jesuitas en Valencia, y esa experiencia le ha marcado a fuego), asistir a la futilidad de todo funeral en el poema “Palabras para una despedida” (p. 113). Por eso también se insiste en la querencia del presente (“Elca y Montgó”, p. 109): el único tiempo verbal que nos es dado vivir, y el símbolo más puro de la fugacidad.

            El desdoblamiento del “yo” poético persiste aún en Insistencias en Luzbel (1977), el libro más enjuto y conceptual de todos los suyos, de máxima pureza, para estallar en figuras fantasmales y evocar los terrores infantiles. Pero desaparece tras el reencuentro consigo mismo que supone El otoño de las rosas (1986). Ahora, una serenidad augusta se yergue sobre la angustia metafísica, y el poeta Brines aprende a reconciliarse consigo mismo. El retiro de Elca, en su Oliva natal, cobra aquí un definitivo protagonismo, como si el hombre dividido de los dos libros anteriores hubiera logrado al fin reconocer su imagen reflejada en el espejo, hallar su centro y habitarlo conforme. Su último libro hasta la fecha, La última costa (1995), es un definitivo reencuentro con la identidad perdida o disgregada: una recuperación de la propia infancia como cifra de la existencia toda; un cerrarse el círculo que abrieron Las brasas. El poeta, reconciliado, percibe la totalidad mediante sinestesias: “Han tocado mis ojos el esplendor del mundo” (p. 169). La aceptación es un hecho, y la comunión con la condición humana, así como el reencuentro con un pasado personal que vuelve a ser fértil, confieren a estos poemas últimos un inequívoco aroma, paradójico y vívido, de eternidad: hay un poeta en pie, que ha comprendido.

 

 

 

 

Francisco Brines, Todos los rostros del pasado, Madrid, Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2007.