–Café au lait.
–¿Olé? ¡Olé mi mare!
(Uno de aquellos chistes recurrentes
de nuestra infancia carpetovetónica,
como ese otro sobre el pan
del Je ne comprends pas... Etcétera).
Ahora que ya nada tiene gracia
y esta broma pesada dura demasiado,
me toca tu recuerdo, sin alzar la voz,
triste, educado, melancólico.
De la Bastilla a la Plaza de los Vosgos,
París, el París de vuestra luna de miel
y la cita a la que llegué muy tarde
y en lugar extraño, haciéndome de rogar;
el París que para ti era la ciudad, y el Louvre
la pieza más querida en tu museo
de emociones estéticas;
el París del que yo despotricaba
cuando por epatar escribí que lo quería
bajo las duras botas de la Wehrmacht;
París aquel día, Viernes Santo,
ni jueves ni aguacero,
era un lugar soleado y mágico,
un reencuentro contigo y tu juventud,
unas paces con la ciudad que aborrecí con pose altiva,
un paseo grato, hermoso, inolvidable.
En la Rue de St Antoine, en el café homónimo,
en una terraza al fin sin pretensiones,
lejos del de Flore o Les Deux Magots,
en un momento de calma de los pies,
el teléfono me llevó en alas –sombrías– a Sevilla.
Qué temor a las palabras,
que sinónimo o eufemismo tan inútil:
–Papá ha fallecido esta mañana.
Y de aquel puñetazo en la mandíbula,
lo que más me chocó fue el “fallecido”...
En el Café de St Antoine,
de la Bastilla a la Plaza de los Vosgos,
un café dulzón a medio tomar, amargo,
frío, abandonado en una mesa.