Nunca me ha gustado la leche:

el tacto del cuajo en el paladar,

su lento y caliente descenso

hacia el interior de la infancia.

 

La fe nutricia de las madres

sostuvo a la mía en la lucha

contra mi terca negativa.

 

Monjas y pediatras se comportaron

como artilleros

en la perdida batalla del gusto.

 

La insistencia del mundo reforzaba

la vehemencia de mi rechazo.

 

Sus tibias órdenes tan solo

lograban adensar el líquido

en mi garganta,

cerrar la esponjosa niñez

de mi barriga,

incapaz de ingerir la láctea

blancura y su promesa.

 

El recuerdo del hambre,

tenazmente agarrado a los huesos,

convertía la mala digestión

en una variable inconcebible.

 

-Quien hubiera tenido leche a mano

en aquella época-

susurra una de mis abuelas,

al fondo.

 

Pese a todo, el tiempo empuja

y mi pequeño cuerpo alambrado

fue adquiriendo, poco a poco,

la fortaleza

                   destartalada

del imparable crecimiento.

 

La juventud me libró del regusto

fermentado de aquella infancia

y me hizo creer

que los blandos guardianes

de la primera edad

ya no eran necesarios.

 

Los huesos, que nada sabían

entonces de falta de calcio

ni de vulnerabilidad

ni de lo que será quebrarse,

mostraban la pujanza de la vida,

el vibrante deseo de ser.

 

Vinieron la sed y los viajes

y los cuerpos y las bifurcaciones.

 

Empecé a tener miedo,

no de los dragones y sus escamas

brillantes, sino de mí misma.

 

Después de deshacer el mundo,

decidí construirlo.

Maduré, quién sabe.

 

Lo único cierto es que

nunca me ha gustado la leche,

tampoco ahora.

 

Y, sin embargo,

si aprieto muy fuerte los ojos,

solo pienso en cuánto me gustaría

escucharle decirme una vez más:

 

“un vasito de leche y a dormir”.