En un capítulo de su fulmíneo Vicino & lontano [Próximo & lejano], en el que sabe aferrar jirones de realidad como un halcón, Alberto Cavallari, el más camusiano de los periodistas y escritores italianos, recuerda cómo Albert Camus solía afirmar que la conciencia vale más que la supervivencia. Él también, por lo demás, era capaz de resistir a la corriente de los tiempos, como reza en francés el subtítulo del libro que Jean Daniel dedicó hace unos años al autor francés y en especial a su actividad de periodista, Avec Camus. Comment résister à l'air du temps (Gallimard, 2006) [Camus. A contracorriente (Galaxia Gutenberg, 2008)]. Una pequeña obra maestra, un modelo de sobria prosa clásica que uno querría guardarse en el bolsillo y llevar siempre encima cual breviario laico de libertad y resistencia.

 

Fundador y editorialista de Le Nouvel Observateur, Jean Daniel es un testigo de excepción de las últimas décadas de historia y de vida de esa cultura francesa que ha sido la auténtica conciencia de Europa. No por casualidad fue alguien muy próximo a Camus, quien se lanzó a la actividad de periodista con la misma entrega absoluta que le llevó a escribir El extranjero o La peste. La grandeza de Camus consiste en haber unido una inflexible ética a una inagotable vocación por la felicidad, por vivir a fondo la vida como un baile popular o un radiante día de playa, sin negarse a mirar a la cara su carácter trágico, pero rechazando toda moral que reprima la alegría y el deseo. Camus siente un sagrado, un religioso respeto por la existencia, lo que le veda toda trascendencia metafísica o política que pretenda sacrificarla en aras de fines superiores. Ningún fin justifica los medios delictivos, que, todo lo contrario, pervierten los fines más nobles, como ocurre con las rebeliones —El hombre rebelde— siempre traicionadas por las revoluciones; ningún amor por las victimas —siempre defendidas por Camus en contra sus verdugos— autoriza a estas (ni autoriza a sus defensores) a convertirse a su vez en verdugos.

 

Camus vivó a fondo el nihilismo y el absurdo, a los que combatió por más que sin ilusión alguna en alcanzar una verdad aunque hallando un irreductible sentido y valor en el propio vivir; aunque Dios no existiese, no por eso todo estaría permitido, afirma contra su amadísimo Dostoievski. Este humanismo radical no cae de ninguna manera en generosa ingenuidad, porque no incurre en la ilusión de ninguna posible inocencia; el héroe de La caída denuncia la mala fe de la buena conciencia (Daniel).

 

En la guerra de Argelia, donde había nacido, Camus se batió de forma inequívoca contra la violencia colonialista y por la libertad del pueblo argelino, contra la criminal represión y la tortura. Pero rechazó el terrorismo, no justificado para él por la represión asesina de inocentes civiles en cuanto supone también el asesinato de inocentes civiles, entrando así en conflicto con buena parte de la izquierda de entonces, que se reveló políticamente menos lúcida y realista que él. Acaso Camus, como observa Jean Daniel, no se sintiera jamás, gracias a sus humildes orígenes, colonizador ni amo en su Argelia natal, pudiendo así comprender que Argelia, en su sacrosanto derecho a la independencia política y a liberarse de la explotación, era culturalmente y humanamente suya también, francesa también, pues en caso contrario caería en una fiebre identitaria, fundamentalista y violenta. Análogamente, Nadine Gordimer, en su lucha contra el apartheid en Sudáfrica, defendía la civilización de una tierra que, según decía, era tan suya como de sus habitantes negros.

 

La gran disputa —y alternativa— de aquellos años no fue la que sostuvieron Sartre, genial filósofo pero también sectariamente trivial en tantas de sus cómodas y forzadas posturas ideológicas, y Aron, que a menudo no carecía de razón, pero sí de la capacidad de asumir la carga humana de esos errores totalitarios, arrogantes con frecuencia pero nacidos de pasiones generosas. De Gaulle (cuya figura descuella cada vez más en la historia política del último medio siglo), lo llamaba con desprecio, «profesor en Le Figaro y periodista en el Collège de France»; Aron abrió los ojos respecto al comunismo a muchos intelectuales que vivían cómodamente en Occidente, pero fue Camus, la auténtica alternativa a Sartre, quien lo hizo en relación con quienes habitaban en el Este y habían vivido, compartido y sufrido de manera bien distinta la fe comunista.

 

Releer a Camus, escribe Daniel, puede contribuir también a elaborar una nueva ética del periodismo, que parece cada vez más urgente. Una ética que Camus, hombre de izquierdas, resume en tres palabras poco familiares a buena parte de la izquierda: «Justicia, honor y felicidad». Pero, sobre todo, lo que demuestra Daniel, narrando las vicisitudes de Combat —periódico nacido en la Resistencia y más tarde dirigido por Camus— es cómo puede resultar concretamente realista y posible «resistirse a la corriente de los tiempos», al clima político-cultural que es o parece predominante. Camus demostró que podían dedicarse solo unas pocas líneas a un crimen sensacionalista del que todos escribían sin salir perdiendo. Muchas veces, si se dice que no, no ocurre nada, como en ese viejo chiste de la monja joven y guapa que, ante la pregunta de cómo había sido la única en librarse de ser violada por una banda de delincuentes que habían irrumpido en el convento, contestó: «No sé, la verdad... yo solo dije que no...».

 

El periodismo es el esfuerzo de Sísifo por excelencia; aquellos que, como Jean Daniel, luchan por el reconocimiento de la diversidad defendiendo sobre todo lo universal hoy tan amenazado, tal vez no sepan, al igual que Camus y que todos nosotros, qué es la verdad, pero saben muy bien qué es la mentira y pueden repetir, con Camus: «No hemos mentido».

 

© Corriere della Sera

(Traducción de Carlos Gumpert)