1. Cuando Ane me cuenta su aventura triangular, la escucho previendo que no va a ser más fou que la mía. Nos conocemos y queremos desde hace un par de años, pero entre nosotras hay algo agradable y pegajoso. Me dispongo a escucharla con un hastío que, a la altura de las dos de la madrugada, empieza a deslizarse hacia el sueño. Tengo mucho, mucho sueño, y estoy segura de que Ane nunca ha entrado en la misma habitación de hotel con dos hombres que la aman de formas diferentes y se ha dejado follar por uno mientras le practicaba –qué verbo de deportes y operaciones- una felación al otro, que se corrió con culpa y una vergüenza mala, peor que otras vergüenzas: bajó los ojos. El que me penetró llevaba un rato mirando a una distancia higiénica o rencorosa. Sin acercarse ni tocar. Esperando. Yo sólo pensaba qué diría mi madre.

 

2. Antes de empezar su cuento, Ane me mira con picardía y yo ya sé que me va a costar mucho creerla. Mi triángulo fue una posición incómoda, un no encontrar la postura, un jergón que se clava por todo el cuerpo. No lo viví como una experiencia sofisticada que ocultaba un sedimento de instructiva crueldad. La frase anterior la pienso entrecomillas y engolando la voz. Desde el principio entendí que alguien –incluso puede que yo misma- iba a salir perjudicado. Fue algo que tenía que ocurrir no porque quisiéramos ser libres y liberales, no porque quisiéramos desinhibirnos o romper con los prejuicios. Sucedió porque nos enamoramos. En aquel entonces percibí miradas admirativas que nos ponían en valor por nuestra fornicación y nuestro atrevimiento. Deseo y curiosidad. Como si, de repente, a los ojos de quienes nos observaban y eran conocedores, nos hubiésemos transformado en personas interesantes. Yo aún no había visto Jules et Jim. Pero ya tenía carita de Jeanne Moreau.

 

3. Escucho, por tanto, a Ane como una mujer que está de vuelta de todo. Aunque no lo parezca. Presto atención a su hermosura de lienzo prerrafaelista y a los movimientos de sus manos que van deshaciendo destructivamente la piel de los panchitos. Nada puede ser más estremecedor que el relato del triángulo de mi educación sexual. Afectiva. Pintamos de rojo el triángulo equilátero y el isósceles, de azul. La biografía se dibuja con puntadas vacilantes de triángulos. Colchas de ganchillo cosidas pieza a pieza. Qué me va a contar Ane. Nada más turbio que una eyaculación precoz y un polvo flojo con dos hombres que no llegaron ni a rozarse. Ni fueron felices. Yo los atendí por separado con una solicitud de zorra. De profesional. De mujer idolatrada. No sé qué hacíamos allí ninguno de los tres. En aquel ambiente que olía a aceite de hachís y a mala novela de Paul Bowles. No sé si peleaban como insectos carnívoros mientras impostábamos naturalidad –cortesía, desenvoltura- en la situación más impostada de mi vida. Quizá se daban codazos para tirarse de la cama. No sé si me buscaban a mí o qué otra cosa andaban buscando. A lo mejor los amé como una loca. Puede que no los quisiese en absoluto.

 

4. Yo tuve un día el don de la ubicuidad y habité en dos cuerpos a la vez mientras mi vientre y mi boca se llenaban de gemelos. Mágicamente. Y, ahí, en la magia, en el espacio de lo enigmático es donde la narración de Ane me hace olvidarme un rato de mí misma. Digo: “Ya no puedo beber más”. Sin embargo, Ane da comienzo a su historia apurando su copa de ginebra.

 

5. En la filarmónica Ane conoce a una mujer de la que no le importaría enamorarse. Me confiesa que, si fuese lesbiana, se enamoraría de aquella mujer despistadísima que a veces le pide veinte euros porque sale de casa sin darse cuenta de que su monedero está vacío. Quizá le da vergüenza reconocer que se administra mal. O que pasa apuros. Música. Bohemia. Inestabilidad. Es una mujer que, al llegar a una habitación, desparrama sobre la colcha el contenido del bolso. Debe encontrar un objeto, el objeto –espejito, polvera, encendedor, bolígrafo, tijeritas-, el que precisamente no ha guardado. Después se olvida de qué busca. Una mujer perfecta sin prurito de perfección. Imagino que será un ama de casa desastrosa. “Me encantaría ser lesbiana”, me dice Ane mirando sin ver. “Qué pena no serlo. Te lo digo de verdad”. A Ane le fascina la esbelta apariencia, la regularidad de los rasgos, la serenidad y la apostura de una mujer que, cuando se bajan las persianas o se apaga la luz, se despeina y desmorona. Saca la tripa y se encoge de golpe. Le entra tos. Se le quita el glamour de encima como si el glamour fuese una enfermedad infectocontagiosa que nos aísla de los otros. A Ane le gustaría contagiarse. De la mujer. Del glamour. Del desaliño. No sabe de qué: “Ojalá lo fuese. Lesbiana.” Aquella mujer se comporta con ella de un modo especial. Se expone. Como si hubieran sido amigas de la infancia. Pero no lo fueron. A la mujer algunas veces se le humedecen los ojos cuando la mira. Ane, en la orquesta, la protege.

 

6. Cuando Ane dice que le gustaría ser lesbiana sólo por el hecho de haber conocido a esta mujer, aunque lamenta no serlo de verdad, la entiendo perfectamente. No porque yo haya deseado ser algo que no soy, sino porque nunca he sentido curiosidad por el interior de la boca, de la profunda tibia vagina, por el sabor -¿lechoso?- del pezón de una mujer. He conocido mujeres mucho más hermosas que cualquier hombre. Inteligentes y dignas de amor. Pero nunca he querido acercarme, quedarme pegada, intuir sus palpitaciones, pedir a gritos que me violenten. O violentar. Un desmoronamiento o un repentino vahído. Una fibrilación. Un amarre. Los filos de dos puertas automáticas que inevitablemente confluyen en un punto. Rozarse un poco. Desde mi sillón de enea le digo a Ane: “Te entiendo”. Ella responde: “No estoy segura”. Replico: “No somos queer”. Nos morimos de risa. Le doy el último trago a mi copa de champán: “Puede que ya estemos viejas”.   

 

7. Ane se revuelve contra la percepción de nuestra vejez: “Hablas por ti, supongo…” Después come un cacahuete y retoma su relato. Ane toca su violín al lado de aquella mujer que también es una intérprete virtuosa. Al verlas tocar nadie diría que tienen miedo. Que vacilan. Entre las dos se crea un vínculo. Se tapan las notas falsas. Minimizan los errores. Ensayan los pasajes complicados y las sutiles, intrincadas, frases de la música. También la música está llena de triángulos. Compases, tríos, tercetos, tresillos. El tintineante instrumento metálico de algunas sinfonías. El ojo de Dios y el origen del mundo. “El coño”, Ane está ya bastante borracha y se le afloja la lengua. En todos los sentidos. A veces su nueva amiga le habla a Ane del pasado, pero ella no le presta atención. Cree que toda su complicidad es nueva. Un regalo a una edad en la que ya no se tienen expectativas de encontrar a los mejores amigos. Ane sabe que no sirve de nada bailar un pasodoble en la residencia de la tercera edad. Hacer ojitos en el centro de salud geriátrica. Ane y la mujer se hacen confesiones como sólo nos confesamos ante quien no conocemos y permanece oculto tras la celosía y no puede reaccionar con una mueca que nos lastime. Existe, entonces, la posibilidad de reinventarse. El gozo de no ser corregido y de no tener que cotejar puntos de vista. La creación pura y la dulce ocasión de mentir. Ane le cuenta a aquella mujer la historia de sus amores. Así comienzan algunas amistades y nacen personas que no existían. Inmaculadas bajo el agua de un nuevo bautismo que normalmente se celebra entre el vapor del alcohol.

 

8. Esta noche también nosotras conversamos en círculos. De delante hacia atrás y de atrás hacia delante. “Los hijos únicos siempre tenemos con los padres una relación triangular”, Ane me despierta otra vez con sus palabras. Yo no sé si atino: “Puede que quizá no haga falta que los hijos sean únicos para vivir con los padres un triángulo”. Se lo digo porque yo también he amado y odiado a mis padres. Con concentración. Con ceguera. Con saña. Sobre todo en esos días en que se amaban como locos o como perros. Cuando se detestaban durante veinticuatro horas y mi madre se bebía en solitario una botella de champán olvidándose de mí. Al día siguiente estaba enferma. Había que cuidarla. No hacer ruido. Yo también he esperado para escuchar una palabra amorosa de mi padre. Todas eran para mi mamá. Lo peor son las temporadas en que a los padres se les desborda el amor. Se les rompe como en los boleros y la hija única teme no ser quien, al final, fracture la coherencia perfecta de ciertas geometrías. Digo: “Me hubiera gustado que mis padres se aburriesen juntos. Como los matrimonios normales”. Ane se pide otra ginebra. Inhala el humo. Lo expulsa.  Yo me aguanto las ganas de fumar. Soy gilipollas.

 

9. Ane le confiesa a esa mujer -hoy también me lo confiesa a mí- que con su padre siempre ha mantenido una relación edípica. Se pone impropia, vulgar –como del Reader´s Digest- al insistir en que tal vez por esa razón sus amantes, sus maridos y sus novios siempre han sido hombres mayores: “Si hubiera sido lesbiana, seguro que me habría ido mejor”. Las dos se ríen. La mujer responde “Cualquiera sabe” y Ane le sigue contando la historia de un amor que casi acaba con ella. La mayoría de las mujeres tiene una relación así. No digo nada. Ane evoca: “Los hombres mayores tienen la piel suavísima…”

 

10. Ane nos relata a la mujer y a mí la misma historia en dos puntos diferentes del tiempo y del espacio. En realidad nos está hablando a la vez y puede que la mujer y yo seamos la misma. Sé perfectamente que eso no es posible y juro: “Hoy ya no puedo beber más”. Veo doble e ignoro qué frase -¿locución?, ¿adverbio?, a quién le importa la gramática- tiene menos sentido: “la misma historia”, “a la vez”, “hablar”. Desde que me he quedado tan delgada no puedo beber. Tengo iluminaciones: mis triángulos nunca fueron historias de adulterio, sino más bien excesos de fidelidad. Entonces sonrío porque noto desde los dedos de los pies hasta la garganta que soy una mujer tocada por la generosa mano de la Fortuna. Se me ríen los ojos. Ane pregunta: “¿Te pasa algo?”. Parece que tengo con ella la obligación de estar un poco triste. Me río giocondamente y ella pregunta otra vez: “¿Te pasa algo?” Yo, además de alegría, noto la verde punzada de los celos. Disimulo.

 

11. Ane le coge las manos a la mujer –a mí no- y le cuenta que fue una joven precoz y voluntariosa. A los dieciocho años ya estaba viviendo en casa de un hombre que le sacaba más de veinte. “Esa relación casi acaba conmigo”. A la mujer, muy empática, muy dulce, le asoman lágrimas a los ojos, pero Ane no tiene ningún deseo de consolarla ni de preguntarle por qué llora. Él bebía, mentía, follaba con otras mujeres. Especialmente con una a la que le bajaba las bragas con precipitación e incontinencia para embestirla contra un tabique. Estaban en el trabajo, todo el mundo les oía y se lo contaban a Ane que ignoraba si quería ver para creer. Oírlo e imaginar. Alta. Morena. Excelente. Entre las bambalinas del teatro la morena se dejaba hacer por aquel hombre que debía despertar en las mujeres jóvenes una vocación de monja, de limpiadora de rijas, un gusto por el agusanamiento, los malos olores y el verdadero retrato de Dorian Gray. “La puta redención”, le dice Ane a la mujer. También a mí. Entonces la mujer explota: “¡Perdóname!”

 

12. Ane odiaba con todas sus fuerzas a la mujer de las bambalinas. Le habría clavado alfileres en la planta de los pies. Le hubiese roto los dedos con la puerta de un coche. La habría dejado sorda en una explosión. El amante viejo se reía de los reproches de Ane: “Todo mentira, mi niña. Todo mentira”. Ane se miraba en el espejo y veía a una muchacha de dieciocho años con la piel blanca como un trago de leche y los pechos firmes. Con el filo de la mandíbula elevado y la boca limpia. Después, recordaba la barba canosa de su amante y el color anaranjado que deja la nicotina en el bigote. La polla flácida y el olor a queso. Ane se castigaba. Insegura. Histérica. Se mordía las uñas y, en lugar de odiar al hombre, despilfarraba su odio con aquella mujer sobre la que colocaba tantos atributos –tantas perfecciones- y buscaba tantos parecidos, que había dejado de verla nítidamente. Apretaba tanto el lápiz que rompía el cuaderno de dibujo. La retrataba con tal minuciosidad que había perdido la perspectiva. Lo mismo les ocurre a los pintores hiperrealistas y a los científicos que no separan nunca la pupila negra de sus microscopios. Ya no sabía quién era aquella mujer. Sólo que le hacía daño. Ane se encontraba cada vez más fea. Más ridícula. Más abandonada. Terriblemente débil. Una anemia perniciosa la devoraba. Luego fingía creer las palabras de su amante. Lavaba en la bañera al hombre viejo frotándole la piel como si fuese un niño de tres años. Él se dormía.

 

13. Pienso que, pese al desgaste físico y la corrosión sentimental, a mí mis triángulos me han hecho sentirme fuerte, bella y poderosa. “Hay triángulos y triángulos”, pongo la frase encima del velador para que la realidad regrese. La noche. Un bar. Los dedos aceitosos por la piel de los panchitos. Después me digo que sólo pienso mentiras para favorecerme y vuelvo al meollo de la historia de Ane. Retomo la palabra que le sirve de gancho y me doy cuenta de que la ciencia-ficción y lo melodramático a veces confluyen en un punto: “¿Perdóname?”

 

14. Ane había odiado a la mujer de las bambalinas. La había visto de refilón al recoger a su amante en la sala de conciertos. Había medido su silueta de espaldas. Las pantorrillas fuertes y el pelo a lo garçon. A su modo, la había espiado. Como un ratoncillo desde su agujero. La había oído reír con la seguridad de que ella nunca conseguiría una risa así de transparente: emanaba de un lugar secreto entre el ombligo y las vértebras lumbares. Frente a la risa de aquella mujer, Ane siempre tendría risa de ratón. O de hiena. “Tienes una risa preciosa”, la adulo. Porque lo más bonito de Ane no es desde luego su risa. “Preciosa”. El cariño que Ane me tiene es poco apasionado y no me escucha cuando le dedico hermosas palabras. Ella está en lo suyo: había visto de frente y de perfil a la mujer de las bambalinas y se había guardado en la cabeza la imagen de fotomatón de una ficha policial. Luego la olvidó.

 

15. El amante viejo dejó a Ane y se fue a vivir con la mujer de las bambalinas que consiguió destruirlo sin convertir la destrucción en un propósito. Lo destruyó porque aquel hombre era a la vez vulnerable y sádico, y porque nunca había sabido disfrutar de la juventud que se le iba ofreciendo como pócima de regeneración o sangre vivificadora del vampiro. El hombre se quedó solo. Ane lo vio. Coincidió con él. Le tendió una mano floja mientras evocaba los momentos culminantes de su amor y de su sexo. Nunca le dio lástima. “Tal vez sólo un poco”, Ane se acerca a la cara el índice y el pulgar, unidos por las puntas, y se ríe con su risa de hiena. Se exhibió delante de él cogida del brazo de otros amores. Tuvo una hija. La mujer de las bambalinas se había esfumado y Ane empezó a quererla no de forma romántica, sino con el agradecimiento de que se hubiese ido dejando un medio cadáver, un despojo, a sus espaldas. "Una femme fatale”, apunto con sarcasmo. Con envidia. “Una persona maravillosa”, responde Ane. La mujer –ya no sé cuál- me roba todo el espacio y aquel hombre viejo ahora es más viejo y aún no ha terminado de morir. Me pongo en su lugar.

 

16. Ane no puede descifrar los mecanismos por los que su cerebro había bloqueado el rostro –también la risa- de aquella mujer. No sabe por qué no fue capaz de reconocerla en esta nueva intérprete a la que adoptó como si fuera un cachorro abandonado al que se le notaba el pedigrí, la buena clase, en la calidad del pelo y el grosor de las patas. Cuando aquella mujer le dijo “Perdóname”, Ane no supo qué debía perdonarle exactamente, pero de pronto las imágenes pasadas regresaron: recolocó los ojos de la mujer dentro de los ojos de la mujer, la boca en la boca, las cejas en las cejas, el óvalo del rostro en perfecta coincidencia con el óvalo del rostro. De la reconstrucción surgió aquélla que había sido en tiempos una hija de puta. La gran hija de puta. “La hija de puta por excelencia”, Ane rompió a reír. Nada tenía ya ninguna importancia.

 

17. Digo: “Qué curioso”. Digo: “Qué historia tan fenomenal”. Digo: “Qué cosas tiene la vida”. Digo: “Como fisonomista eres pésima”. Incluso digo: “Qué mágico”. Ane coge su bolso. Me avisa: “Vienen a buscarme”. Pongo buena cara y me despido. Ella me deja sola y yo me pregunto quién la estará esperando dentro de un coche a las tres de la madrugada. Pienso en mis propios triángulos, en mis propias sordideces, frente a la elegancia con que Ane ha desmigado su experiencia. Con menos furia que la que ha empleado para reducir a polvo la piel de los cacahuetes. Sin palabras intestinales, sin relatos de sexo pequeñito, secreciones y salpicaduras. Pienso que ella aprenderá sin hacerse heridas en las yemas de los dedos. Pienso que ella es más libre que yo y por eso todo le duele menos o que todo le duele menos porque es más libre que yo. A lo mejor hoy, dentro de ese coche que me ha dejado adivinar al volante la silueta de una mujer con el pelo a lo garçon, Ane se atreve. Pienso que por ese motivo se conserva etérea y hermosa, con un toque espiritual que no es ajeno al placer de la carne –deshuesada, magra-, y alguien la busca una noche mientras a mí se me aja la envejecida carita de Jeanne Moreau. Tengo los ojos sucios, endurecidos, y me acartono y me cierro por abajo como un molusco muerto que no se puede comer.