En julio se cumplirán cien años del nacimiento de Ana María Matute (26-julio-1925), la novelista que se definía a sí misma como “una contadora de historias” en las que siempre hace una apasionada defensa de la fantasía y la imaginación como parte indisociable de la realidad de la vida. Pertenecía a la generación de Los niños de la guerra, marbete acuñado por la también novelista Josefina Aldecoa en su libro entre el ensayo y las memorias para referirse a los escritores Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, Juan Benet, Jesús Fernández Santos, Rafael Azcona, Ana María Matute, García Hortelano, Medardo Fraile y José Caballero Bonald. Josefina Aldecoa justificaba el título señalando que todos habían nacido entre 1925 y 1928 y, en consecuencia, al estallar la guerra civil tenían entre 8 y 11 años; la edad de la “infancia consciente”.

Ana María Matute añadía otro calificativo a estos escritores la de “niños asombrados”, por la perplejidad con que afrontaron el estallido bélico y sus estragos justo en un momento crucial de su vida, el tránsito de la infancia a la adolescencia:

Recuerdo que, al comienzo de la guerra, nos disponíamos a ir a la playa, de vacaciones, la familia al completo. Mi padre entró una noche de julio al cuarto donde dormíamos mi hermana y yo y nos dijo: “Niñas, rezad, rezad mucho, porque la pelota está en el tejado”. Nosotros no entendimos nada, por supuesto. Al día siguiente, supimos que nos teníamos que quedar sin veraneo porque, como decía mi padre, los hombres habían empezado a matarse […] Comenzó entonces una etapa de mi vida completamente diferente: nosotros, que habíamos sido unos niños ajenos a las penurias, de pronto nos topamos con el rostro más cruel de las cosas. Veíamos por las calles gentes que ni siquiera habíamos sospechado que existieran; esta visión nos dejaba perplejos: “¿Qué hacen? ¿Qué buscan? ¿Qué quieren?”, preguntábamos. Y luego estaba el terror que reinaba en casa […] por la noche escuchábamos el eco de las ametralladoras (entrevista de José Manual de Prada a Ana María Matute, ABC, 5 de julio, 1996: 17-18).

 

La guerra civil supuso un trágico cercén en la vida y en la cultura española que iba a tardar años en restañarse. Las obras de los novelistas de esta generación, que es la del medio siglo, participaban del realismo social, con una escritura comprometida, testimonio directo de un momento histórico e instrumento de denuncia social y política, aunque la mayoría de los autores no se puedan adscribir a ninguna ideología política concreta.

En el caso de Ana María Matute, aunque en muchos aspectos puede adscribirse plenamente a ese grupo, su escritura presenta desde el principio características propias, sobre todo en el tratamiento de la fantasía de que se nutre su rica imaginación y en el lenguaje deslumbrante, sugerente y eminentemente lírico, que la hacen en cierta medida inclasificable. Son cualidades que, junto a una prodigiosa intuición de la vida y de los sentimientos, fueron subrayadas por el profesor Antonio Vilanova:

Esta prodigiosa intuición de la vida, este conocimiento intuitivo de las cosas y los seres, de los sentimientos y de las pasiones humanas, va acompañado de una extraordinaria fuerza expresiva que caracteriza su estilo peculiarísimo, cuya profusión de imágenes le confiere una jugosa plasticidad y una honda sugestión poética (Novela y sociedad en la España de la posguerra, Vilanova, 1995: 300).

Ana María Matute Ausejo nació en Barcelona en el seno de una familia de la burguesía catalana. Su padre, dueño de una fábrica de paraguas, era catalán, muy mediterráneo y con una extraordinaria capacidad para inventar historias, crear ilusiones, hacer magia; a ella le gusta compararlo con Ulises. Su madre era castellana, de Mansilla de la Sierra (Logroño), mucho más austera y rígida, por ello la autora la comparaba con el Cid.

Desde su infancia Ana María Matute fue una niña “rara”, pues le gustaba mucho más leer y aislarse en sus fantasías que jugar con muñecas como otras niñas de su edad. Su desbordante imaginación y su fantasía se alimentaron muy pronto de los relatos orales que le contaban las niñeras de la familia. Y cuando aprendió a leer, las colecciones de cuentos de Andersen, Perrault, los hermanos Grimm y Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll se convirtieron en sus lecturas favoritas.

Su afición a la escritura se produce también muy pronto, en la infancia, pues se han conservado cuentos escritos por Ana María cuando tenía apenas cinco años. Estos cuentos a menudo se enriquecían con sus ilustraciones, dibujaba muy bien y sentía una gran fascinación por el color. Ya en la adolescencia Ana María Matute sigue leyendo incansablemente: la Biblia, los poetas españoles, mostrando una especial predilección por la poesía de Federico García Lorca y Luis Cernuda y, por supuesto El Quijote, cuyo final dice haberla emocionado hasta el llanto, por lo que supone de renuncia a la vida fantástica y llena de aventuras del caballero andante. Además, se sintió atraída por la lectura de los grandes narradores rusos del siglo XIX, Dostoievski, Tolstói y Chejov, las hermanas Brontë y por los autores de la generación perdida norteamericana, singularmente John Dos Passos y William Faulkner.

Con once años, como ya se ha dicho, conoció de cerca la experiencia traumática de la guerra civil y el corolario de violencia, miseria y muerte, que la iban a marcar profundamente en su vida y en su obra, tal como ella misma ha evocado en múltiples ocasiones:

Cumplí 11 años en julio de 1936, cuando empezó la guerra. Antes vivíamos en una campana de cristal y de repente saltó hecha pedazos. La postguerra fue mala, pero la guerra fue terrible, la violencia fue impresionante. Me sentí estafada, como si me hubieran engañado. Me quedó como un rencor: La vida no era como me la habían contado (Rosa Roma, Ana María Matute, Epesa, 2001).

En 1945, con apenas 19 años llevó a la barcelonesa editorial Destino su primera novela, Pequeño teatro, y poco después Los Abel (1948) quedó finalista del Premio Nadal en 1947, el año que consigue el premio Miguel Delibes con La sombra del ciprés alargada. Los editores decidieron entonces publicar la novela finalista del Nadal, que era indudablemente mejor que Pequeño teatro, aunque con esta conseguiría años más tarde el Premio Planeta (1954).

La rápida publicación de Los Abel la animó a seguir escribiendo y concursando al anhelado premio Nadal en posteriores convocatorias, pues a menudo había declarado que para ella ganar el Nadal era un reto importante en su carrera, por tratarse de un premio barcelonés de reconocido prestigio en aquellos años de postguerra. En la convocatoria de 1949 reaparece de nuevo entre los finalistas el nombre de Ana María Matute con Luciérnagas y tampoco en esta ocasión le acompaña la fortuna, pero los editores pensaban publicarla.

Aun así, Luciérnagas es prohibida por la censura, muy activa y rigurosa en esos años, y la novelista se ve obligada a reescribirla y publicarla con el título de En esta tierra en la editorial barcelonesa Éxito en 1955. La novela, ambientada en una Barcelona apocalíptica, es la más emocionalmente intensa que se ha escrito sobre nuestra guerra civil.

Ana María Matute se había casado en 1952 con el escritor Ramón Eugenio de Goicoechea con el que tuvo un hijo, Juan Pablo, al que dedicó una buena parte de sus libros infantiles como El polizón del Ulises. Tras varios años de matrimonio, en 1963, se separa de su marido y pierde la custodia de su hijo: experiencia durísima para la novelista que luchó incansablemente hasta recuperarla unos años más tarde.

En 1958 publica una novela extraordinaria Los hijos muertos, que mereció el premio de la Crítica y el Premio Nacional de Literatura correspondiente al año de su publicación. Es un temprano y valiente testimonio de los campos de trabajo de los prisioneros republicanos durante la dictadura franquista. Antonio Vilanova, desde las páginas de la revista Destino (28-II-1959), vio en ella influencias de ¡Absalón, Absalón! de Faulkner, uno de los autores favoritos de la escritora. Finalmente, en la convocatoria de 1959 consigue alzarse con el anhelado Premio Nadal por su novela Primera memoria, que abre la trilogía titulada Los mercaderes, integrada además por Los soldados lloran de noche (1964) y La trampa (1969). En estas novelas reaparecen de nuevo el enfrentamiento cainita y la guerra civil como trasfondo de la acción. Primera memoria guarda ciertas semejanzas con Luciérnagas, sobre todo porque el conflicto bélico está presente como escenario de la acción narrativa, así como también en ambas la protagonista es una adolescente con rasgos autobiográficos, Sol en Luciérnagas y Matia en Primera memoria, que ven trágicamente como todo su mundo se transforma con el estallido de la guerra civil.

Después de largos años de silencio narrativo, en 1996 publicó finalmente Olvidado rey Gudú, su libro favorito, porque según la autora es el que desde niña quiso escribir, el más personal. Se trata de una obra larga y ambiciosa, con semejanzas evidentes con “el roman artúrico y los libros de caballerías” en palabras de Francisco Rico en su respuesta al discurso de ingreso de Ana María Matute en la Real Academia Española (RAE). La obra está ambientada en la Edad Media y enlaza con otras novelas anteriores como La torre vigía (1971) y Aranmanoth (2000). Ella la consideraba su testamento literario.

En 1998 fue elegida miembro de la RAE. Era la tercera mujer en ser aceptada en dicha institución. Ana María Matute ocupó el sillón K mayúscula, en sustitución de la primera mujer académica, Carmen Conde. El discurso de ingreso lo tituló “En el bosque”, en referencia al bosque real de su infancia en la casa de los abuelos maternos en Mansilla de la Sierra, y también en referencia metafórica al bosque de las palabras, de la fantasía, de la imaginación, de la literatura en definitiva:

Porque el bosque era el lugar al que me gustaba escapar en mi niñez y durante mi adolescencia; aquél era mi lugar. Allí aprendí que la oscuridad brilla, más aún, resplandece; que los vuelos de los pájaros escriben en el aire antiquísimas palabras, de donde han brotado todos los libros del mundo; que existen rumores y sonidos totalmente desconocidos por los humanos, que existe el canto del bosque entero, donde residen infinidad de historias que jamás se han escrito y acaso se escribirán (Matute, 18 de enero, 1998: 2).

La brillante carrera narrativa de Ana María Matute se vio recompensada en el año 2007 con la concesión del Premio Nacional de las Letras Españolas al conjunto de su obra. Esta mujer que hizo de la literatura su vida siguió escribiendo y, en 2008, publicó Paraíso inhabitado, donde retoma el tema de la infancia perdida –“el hombre es lo que queda del niño que fue”– y vuelven a reaparecer en la psicología de Adriana, la niña protagonista, determinados rasgos claramente autobiográficos.

El Premio Cervantes le es concedido en el 2010 en reconocimiento a su fecunda trayectoria narrativa como autora de novelas y múltiples colecciones de cuentos, entre las que destacan Los niños tontos (1956), bellísimo libro muy emparentado con el delicado lirismo de Platero y yo, e Historias de Artámila (1961), colección de veintidós relatos sobre el mundo de los niños y la crueldad de los adultos, ambientados en la mítica Artámila, trasunto del pueblo riojano de Mansilla de la Sierra, donde la escritora –como se ha dicho– pasó temporadas en su infancia en casa de sus abuelos maternos. Evocó su trayectoria en el discurso de recepción del Premio Cervantes, un texto breve, muy sencillo, muy bello y muy personal, que comenzaba así:

Así que esta anciana que no sabe escribir discursos sólo desea hacerles partícipes de su emoción, de su alegría y de su felicidad –¿por qué tenemos tanto miedo de esa palabra?– a todos cuantos han hecho posible este sueño, sueño que me acompaña desde la infancia. Desde aquel día en que oí por vez primera la mágica frase: “Érase una vez…” y conmovió toda mi pequeña vida (Matute 2011: 1).

Y proseguía evocando a don Quijote con estas elocuentes palabras en las que vuelve a reivindicar la fantasía y la capacidad de inventar en la tarea del escritor, pues para ella el que no inventa no vive: “Érase una vez un hombre bueno, solitario, triste y soñador: creía en el honor y la valentía, e inventaba la vida” (Matute 2011: 1).

“Érase una” vez es la fórmula con que comienzan todos los cuentos y es una fórmula especialmente querida por la autora barcelonesa, que es también indudablemente una de las mejores escritoras de cuentos del siglo XX, como evidencia la recopilación completa en el volumen titulado La puerta de la luna, en la editorial Destino (2012). Demonios familiares fue su última obra inacabada, publicada póstumamente, precedida de un prólogo de Pere Gimferrer y con unas notas finales de María Paz Ortuño.

Como se deduce de este rápido recorrido por la peripecia vital y literaria de Ana María Matute, desde su infancia de niña “rara”, después en la adolescencia con la destrucción de todo su mundo por la guerra civil, y más tarde, ya siendo una escritora de prestigio, la injusticia y el dolor que supuso perder temporalmente la custodia de su hijo, la literatura fue siempre para ella una auténtica balsa de náufrago, o como ella prefería decir, “el faro salvador” de todas sus tormentas existenciales:

El tiempo en el que yo inventaba era un tiempo muy niño y muy frágil, en el que yo me sentía distinta: era tartamuda, más por miedo que por un defecto físico. La prueba de ello es que esa tartamudez desapareció durante los bombardeos. O así lo creo. Pero el caso es que, salvo excepciones, las niñas de aquel tiempo, mujeres recortadas, poco o nada tenían que ver conmigo. Y traigo esto a cuento para explicar –y quizá explicarme de algún modo– mi extrañeza, mi entrega total, absoluta, a esto que luego supe se llamaba Literatura. Y que ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas (Matute, 2011: 2).

Además, para ella “escribir es siempre protestar”, como declaraba a José Manuel de Prada en una magnífica entrevista (ABC, 5 de julio de 1996). Y es también una manera de formularse una pregunta sobre los sentimientos, la vida y el mundo que nos rodea:

Llevaba la literatura metida en los huesos. Más tarde, me daría cuenta de que, a través de mi obra, tenía la obligación de expresar una cierta protesta del mundo, escribir es siempre protestar de algo, aunque sea de uno mismo (Prada Matute, 1996: 18).

Ana María Matute se había referido en múltiples ocasiones a su vida como una “vida de papel”, pero la autora no era amiga de ensayos eruditos sobre el proceso de la escritura; prefería las entrevistas que le permitían la conversación cercana al interlocutor, siempre que este fuese inteligente y sensible. También aportan ideas fundamentales sus dos discursos más emblemáticos, el pronunciado en 1998 con motivo de su ingreso en la RAE, titulado, como ha quedado dicho, “En el bosque”, y el de recepción del premio Cervantes en 2010: escritos siempre de una forma sencilla, queriendo ser entendida por todos y llegar a ese hipotético lector para contarle una historia en que serán fundamentales la autenticidad de los sentimientos, porque no se consideraba erudita sino una mujer que cuenta historias en las que la imaginación y la fantasía son muy importantes como parte indisociable de la realidad. Y en ese proceso defiende que la escritura “es como una cacería introspectiva hacia uno mismo” (Prada-Matute, ABC, 16 de enero, 1998: 18), por ello, “la literatura es el ejercicio más solitario de cuantos existen, pero a la vez el más acompañado; aunque no sepas quién es tu compañero, siempre hay un lector que crea y recrea el libro, porque para cada lector el libro es distinto” (Prada-Matute, 1996: 19). Un libro no existe en tanto alguien no lo lea: nunca nadie lee el mismo libro, porque cada lector hace su lectura personal.

            Escribir para Ana María Matute no era simplemente una profesión o una vocación, sino magia, alquimia, “una manera de estar en el mundo. Una manera de ser”, más allá de las teorías o las modas literarias que se suceden a lo largo del tiempo, y de ahí también su rechazo radical a las academias y talleres que pretenden enseñar a ser escritor:

Se empieza a escribir desconociendo toda clase de definiciones sobre ese acto, toda clase de enseñanzas sobre esa aventura. Es una puerta que se abre, una barrera que se franquea, un mundo al que se tiene acceso; algo parecido a lo que le ocurrió a Alicia ese día en que, tras cambiar algunas reflexiones con su gato (y tal vez con sus sueños), se encaramó al espejo de la chimenea y suavemente pasó al otro lado. No se tiene noticia de que leyera antes instrucciones ni folletos explicativos al respecto (Prada-Matute, 1998: 18).

En su escritura una cuestión sobresale por encima de todas las demás, si para Ana María Matute el escritor nace no se hace, le pueden ayudar las lecturas, los modelos conscientemente imitados, los estudios, pero si no tiene unas aptitudes innatas nunca llegará a ser un escritor auténtico. Y estas aptitudes innatas deben ir siempre acompañadas de un trabajo constante en busca de la palabra más adecuada a cada situación sin prescindir nunca de la imaginación, de la fantasía y procurando la máxima sencillez.

El acto de escribir se convierte para Ana María Matute en una búsqueda incesante de la palabra, que no cobra todo su sentido hasta que el libro llega a manos del lector, que será partícipe privilegiado de la comunicación personal que se establece con el autor a través de la lectura. La novelista barcelonesa se ha referido a este proceso con estas bellas y elocuentes palabras en el discurso de ingreso en la Real Academia:

Escribir es un descubrimiento diario a través de la palabra, y la palabra es lo más bello que se ha creado, es lo más importante de todo lo que tenemos los seres humanos. La palabra es lo que nos salva. Pero no la poseemos sin más, para utilizarla como un instrumento; si la tenemos es porque la consagramos a la búsqueda sin fin de una palabra distinta, no común, laboriosa y exaltadamente perseguida, pero que tan simple, tan sencilla resulta cuando la hallamos (Matute, 18 de enero, 1998).

Francisco Risco en su respuesta al discurso de ingreso en la RAE ratifica la importancia del estilo en la prosa eminentemente poética de la autora de Olvidado rey Gudú:

Nadie ha dejado de admirar la prosa de Ana María Matute: la intensidad inconfundible del tono, la capacidad expresiva del ritmo, la fuerza de los claroscuros. Sin embargo, el aspecto que probablemente más nos ha deslumbrado a todos es la sostenida coloración poética y, en ese marco, la densidad y la eficacia de sus imágenes [...] en ese torrente de imágenes, el puesto más llamativo lo ha ostentado siempre la metáfora basada en la sinestesia, vale decir en la asociación de factores que corresponden a diferentes sentidos corporales. Yo nunca he querido entenderlo sino en términos descaradamente personales, como otra prueba de que Ana María Matute escribe con los cinco sentidos (Rico, 1998, Contestación al discurso de Matute, “En el bosque”: 45-46).

Y por su parte el escritor y también académico Pere Gimferrer en “Posible imagen de Ana María Matute” (2007), que se confiesa fervoroso lector de la novelista barcelonesa, escribe:

Le debemos hoscas baladas legendarias, viñetas urbanas o rurales, esquirlas de sagas broncíneas, cuajarones de epopeyas de nuestro tiempo envueltas […] Le debemos, muy principalmente, este instante de revelación abismal que permite vislumbrar los intersticios del ser, lo que en lo hondo somos –Yo sé quién soy, decía don Quijote–, lo que la palabra común antes ignora que nombra, la comarca que solo el poeta, o quien la alteza del habla poética ha conquistado, descubre para maravilla del lector (ABC, 25 de noviembre, 2010).

 

Será esa palabra laboriosamente perseguida y llena de belleza la que nos salve a los lectores y nos permita seguir gozando de los paraísos inhabitados.