Las primeras novelas y la invención de un mundo

 

En uno de sus luminosos ensayos sobre Rafael Sánchez  Ferlosio, dice Hidalgo Bayal  que la obra literaria encierra en sí misma las claves (si las hubiere) para su lectura. Comparto en gran medida esta afirmación o al menos tengo la certeza de que, salvo en el mundo académico y sus angosturas, no hay un modelo previo que quepa aplicar con provecho ni tampoco método predispuesto que permita recorrer, disfrutar e interpretar literatura alguna de fuste.

 

¿Cómo proceder, entonces, cuando nos proponemos presentar y  compartir los frutos de la lectura  de una prosa tan compacta,  culta, concéntrica y ajustada, rica en sugerencias y nítida como la del propio Bayal, en la cual narrar, decir y evocar forman estrecha trabazón? 

 

A ello hay que añadir el humor (y el ingenio) y sus registros varios, preferentemente el irónico y la parodia, la potencia de lo simbólico y el fulgor de una lengua morosa y contenida, de hondura poética, filosófica y moral,  que impele a detenerse, retroceder y releer por mor de la  apreciación cabal, a fin de  no perder el hilo (o los hilos) ni desatender los frecuentes comentarios de metaficción y los juegos verbales, marca característica del estilo, de manera muy especial el palíndromo y la paronomasia, tan querida por nuestros clásicos barrocos.

 

Pues bien,  en este caso, en mi opinión, no procede buscar  claves sino más bien leer, leer, y volver a leer, cada quien a su manera y con sus pertrechos, avanzando y mirando atrás sin miedo, con el buen deseo de que el texto se  desvele y nos  revele su sentido latente, su resonancia y su cuento, ateniéndonos a un escueto principio básico  de la hermenéutica filosófica. 

 

A modo de preludio, sugeriría al lector primerizo de GHB el  poemario Certidumbre de invierno (1986), que, en sus diecisiete estrofas de  endecasílabos con algún heptasílabo, permite vislumbrar en abreviatura  un anticipo de la atmósfera perturbada y la tristeza esencial que envolverá a las criaturas de toda la obra narrativa, así como la elipsis de la efusión sentimental –aunque no la ausencia de sentimientos– que caracteriza a los personajes: “Huele a desesperanza por las calles / mientras la lluvia hiende en el vacío. / Reduce el mundo a ciega soledad, / rumor de agua aburre las esquinas, / un horizonte tenebroso y hondo / perfilando presagios y asechanzas”. Son los primeros versos de la estrofa 4.

 

La felicidad no es literaria, ha dicho  Hidalgo Bayal más de una vez. Algo muy similar debieron de pensar Franz Kafka, Albert Camus y Samuel Beckett. “El dolor es la condición humana”, leemos en La sed de sal (2013, p.96). “No aspiro a ser feliz, me basta, dijo un poeta, con no ser desdichado”, recuerda el personaje del escribano en Nemo, (2016, p.33).

 

Desde luego que cada libro, siendo todos ellos exponentes de un mundo común, el mundo propio que levanta con ingenio, sabiduría y potencia el escritor –ya delineado y hasta trazado en Mísera fue, Señora, la osadía (1988), primera novela de Bayal–  requiere un trayecto, un ritmo y una disposición diferentes por parte del lector, quien, ante todo, ha de elegir si su interés se ciñe a lo narrado, la trama –pausada y episódica por lo general– y sus lances, o desea asimismo –como sería altamente recomendable si no imprescindible– ser partícipe del proceso de escritura y del constante decir  del narrador (y del escritor de fondo) acerca de los aspectos paradójicos del habla: “[…] Decir o escribir mi mujer es una equivocación, al menos socialmente, por los procedimientos (no por la calidad del vínculo)”, razona Lucas Cálamo (p.11), en Mísera. Y, veinte años más tarde, el narrador del magnífico  relato (o novela corta) “Reparación” (2008), incluido en el volumen Conversación (2011), confiesa: “Empiezo a divagar y me enredo en las palabras” (p.172). Otro ejemplo, este de Nemo: “No me gusta la palabra, porque la combinación semántica de desperdicio, carne inútil y repugnancia moral llevan la vileza del vocablo a extremos tan inefables como infames, pero en esta ocasión es la palabra justa: una piltrafa” (p.29).

 

La primera novela, con sus momentos regocijantes, de humor irreverente, goliardesco a veces, pero también anticlerical, escatológico  y sanchopancesco es la más erótica –con Amad a la dama (2002), nueva versión de la novela cervantina El celoso extremeño y  primera de las dos novelas de título palindrómico–, y  quizá la más divertida e hilarante de todas, aunque no deja de tener pasajes de cruda brutalidad, como la violación de la Venus del Bosque o la paliza inmisericorde que sufre el protagonista a manos de tipos feroces, alguno de ellos con rasgos humanoides. “El hombre se define por lo que sufre y su actitud ante el dolor”, sostiene Lucas Cálamo al final del libro (p.284).

 

Narrada en primera persona (mas  no con una sola voz, pues el narrador interno ejerce de ventrílocuo en ocasiones, y también se vale de un manuscrito que dejó su padre), Mísera fue, señora, la osadía cuenta con un protagonista adicto al latín y a la poesía, Lucas Cálamo, con nombre y apellido parlantes: algo de evangelista de pocos vuelos hay en su discurso febril en tanto que el Cálamo nos habla del oficio de plumífero corrector de pruebas que desempeña en una editorial de Madrid.

 

Amante maltrecho, Lucas Cálamo –que tiene como el protagonista de la segunda novela, El cerco oblicuo (1993), Severo Llotas, un toque de loco racionalista–  pretende encontrar alivio cordial al fin de su relación con Myfairlady ideando   una  disparatada disciplina indagadora a la que se entrega con frenesí y garantía de fracaso, tras bautizarla con el pedantesco nombre de “querentología”.

 

Para llevar a cabo su descabellado plan pesquisidor se traslada de Madrid a Murania, ciudad de ficción de la factoría Bayal,  donde transcurre el meollo de la trama y donde al final de la novela conoceremos a un personaje lateral,  un profesor jubilado de Latín, don Gumersindo, quien, veinte años después,  se alzará como el héroe moderno de la novela más monumental  de GHB, la que compendia su universo literario y filosófico, encarnado en un rico y variopinto elenco, discurre por los dos escenarios fundamentales, tierra de Murgaños y Madrid, la ciudad de provincias, el pueblo  y la gran ciudad, y nos permite, por añadidura, reencontrarnos con el bullicioso y brillante mundo literario madrileño de antes de la guerra, incluyendo una entrevista con Antonio Machado: El espíritu áspero (2008).

 

A diferencia de lo que ocurre en la segunda novela, en la primera, Mísera fue, señora, la osadía, hay párrafos,  muy extensos ciertamente. He aquí algo que percibimos a simple vista y que es relevante para el lector. En El cerco oblicuo tenemos un título aparentemente menos alambicado, más escueto y sobrio, cuyo significado, no obstante,  dista de ser transparente a primera vista. De nuevo nos hallamos ante un sujeto masculino, solitario, obsesivo, claustrofóbico y melancólico que rememora y desgrana en primera persona, con un flujo de conciencia que a veces hace pensar en los monólogos de ciertos personajes de Beckett, su condición de hombre desacoplado: Severo Llotas –nombre de pila provocador de juegos de ingenio similares a los que suscita el Ernesto de Oscar Wilde–,  un loquinario intelectual, entregado a una peculiar geometría de la vida cotidiana presidida por el tres, con la que, como si fuera su bastón particular, recorre la ciudad en la que reside, Madrid. Si en otras novelas  el escenario de la aflicción es un mundo rural con un trasfondo de viejas y oscuras leyendas o la decadencia de una ciudad de provincias innominada cuya estación de tren no se sabe si aún tiene tren ni a qué propósito sirve, aquí la urbe se transfigura para Severo en el tablero de un juego casi odiseico, con obstáculos, laberinto, sendas que seguir y sendas vitandas, pero sin victoria épica previa, ni ítacas ni lugar alguno  de arribada, ni mujer a la espera, aunque sí hay alguna Circe en medio de la travesía.

Siendo bastante más breve que la anterior, El cerco oblicuo –una de las mejores novelas urbanas y madrileñas que conozco dentro de la posvanguardia, muy superior a Tiempo de silencio– exige una mayor atención por parte del lector por su escritura compacta, sin un solo punto y aparte, con largos periodos e incisos parentéticos frecuentes, rasgos que cabe interpretar como un  correlato de la conciencia desasosegada y el delirio vivencial del alucinado protagonista y narrador, preso en la “tribulación de la aporía” (p.156),  quien, con todo, no deja de ser un pariente cercano de Lucas Cálamo –empeñado, cada uno con su método estrafalario: la querentología y la geometría del tres, en acorralar al azar–,“Nada dejé al azar”, afirma Cálamo (p.27) a punto de emprender la búsqueda de ese personaje de nombre bíblico, Poncio, que lo llevará a Murania.

 

Por cierto, el nombre de Severo Llotas ya apareció mencionado en el Cuaderno de J. Cálamo como uno de los compañeros del padre de Lucas. Se trataba de un tío del protagonista de El cerco oblicuo, como descubrimos en esta novela.  

 

Severo Llotas es, sin duda, aún más caviloso y ensimismado que Lucas Cálamo y anda en una fase  más  avanzada en la senda  hacia el aislamiento, la fractura y la misantropía plena por la que discurren, en distinto grado y por motivos y desazones dispares, los protagonistas bayalianos: “(…) me declaro abiertamente misántropo, odio a la gente en general y, a menudo, también en particular” (p.42), confiesa mientras calibra la conveniencia de acudir a la cita con Gloria Fernández,  extraña mujer evanescente que viene del pasado. La historia de Severo, militante de un partido de izquierdas en el franquismo, se sitúa en la época de la transición, y su incapacidad para las relaciones interpersonales se debe, en parte, o al menos se agudiza de forma notable por estar aquejado  de la enfermedad de Flaubert tal como la entiende Unamuno, a saber, una aguda e irrefrenable aversión a la estupidez humana, extremo sobre el que elucubra el filósofo vasco en distintas obras. Así, en “Soledad” (1905), ensayo de gran belleza poética, formula Unamuno esta incisiva paradoja: “Mi amor a la muchedumbre es lo que me lleva a huir de ella”. Al igual que a Flaubert y a varios de sus personajes, a Llotas le exaspera la gente que habla con frases manidas: “Lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible, dijo el circulano bajo, refiriéndose a la dureza del mencionado ingreso, y lo odié intensamente” (p.43–44).

 

Palabras muy similares a las de Severo –en lo tocante al rechazo de las relaciones sociales–  pronunciará Travel, apodo del malhadado héroe moderno (o antihéroe) de  La sed de sal, la segunda obra de título palindrómico: “Con los años, ha llegado un momento en que hasta el júbilo particular se me ha hecho insoportable” (p.22).  Novela cinematográfica, policiaca a su manera y existencial como las otras, su protagonista, Travel, fugitivo de la vida, es víctima de un malentendido de dudoso azar al llegar a Murania desde Madrid –como Lucas Cálamo–, con el propósito de explorar los lugares que inspiraron el libro Viaje a Murania de un hispanista, quien vagamente pudiera evocar a un Gerald Brenan. 

 

Ese camino  hacia la ruptura con el otro y en especial con el grupo,  por vías laterales, a veces  peligrosas, rincones, cunetas, riscos, quioscos o a cara descubierta y por la puerta grande, que transitan los protagonistas bayalianos, varones, solitarios esenciales todos ellos, alcanza la culminación con el silente voluntario y militante, héroe y mártir, Nemo, inolvidable protagonista de la novela, fábula o apólogo  del mismo título: Nemo, ganadora del  Tigre Juan, premio que reconoce la excelencia recóndita. 

 

Hay que reparar, no obstante, en la forma que adopta la escisión de este personaje, al que, a falta de nombre conocido, llamarán Nemo –porque así lo bautiza el viejo latinista–, en quien confluyen, por abreviar, el desterrado por y a sí mismo, el  peregrino, el huésped, el mensajero paradójico, el forastero que perturba con su llegada el orden establecido y suscita la curiosidad,  la saña y los bajos instintos de algunos, y el héroe estoico de hechura trágica.

 

Nemo es un taciturno radical, un nihilista verbal que, con todo y con eso, no renuncia  a una  vida social sui generis. En lugar de retirarse a un sitio despoblado –en cuyo caso su mutismo no sería ni elocuente, ni significativo ni denunciador–, elige una pequeña ciudad, propia de desterrados o proscritos –nos cuentan (p.49)–, en la que todos conocen su voluntad de silencio; el escribano y narrador–testigo acude, no sin un pequeño contratiempo, a recibirlo a la estación; tiene un ama que atiende el mantenimiento de su casona, acepta la invitación de los muchachos que asan calbotes (p.62), y,  sobre todo, acude, cuando lo estima oportuno, a la bodega, centro de reunión y control que hace las veces del casino provinciano de ciudades de más entidad.

 

 Además, sin cruzar palabra, mas no sin dialogar, pues un intercambio de miradas es un inicio de diálogo –nos recuerda el narrador (p.62)–, traba amistad con un personaje doliente y aforístico, apodado el Fiat, que morirá en sus brazos. Nemo es un héroe que trasciende su tiempo, –que tampoco sabemos claramente cuál es, pues la condición de fábula moderna permite tan siquiera deducir que la historia ocurre en un siglo XX pretecnológico–, y emparenta por su férreo atenimiento a la palabra dada a sí mismo y a quienes lo albergan en la ciudad apartada con el protagonista del calderoniano Príncipe constante, obra de la que Goethe dijo que atesoraba toda la poesía del mundo.

 

 

Un mundo propio: escenarios,  personajes, formatos

 

Como apuntamos, ya en la primera novela  entramos en el rico y complejo mundo del escritor Gonzalo Hidalgo Bayal, con un territorio propio que consta de dos ámbitos centrales: la urbe, Madrid, semillero de soledades, morada de tedios y campo de Marte donde el individuo pugna contra el anonadamiento y la brutalidad de la turba, y un mundo rural donde perviven historias ancestrales evocadoras de viejos romanceros, laten pendencias antañonas de ribetes bíblicos y el duelo siempre es posible: Tierra de Murgaños, con sus montes (el pico Garabero o la sierra de Santa Bárbara), ríos (Murtes y Jayón), y poblaciones: Murania, (seguramente inspirada en Plasencia, como puede comprobar el lector curioso), Casas del Juglar (probablemente réplica del pueblo natal del escritor, Higuera de Albalat, cerca del cual hay una localidad llamada Casas de Miravete), y otros pueblos y parajes harto significativos como Múrida, Andarón, Moga o Murgañillos, nombres sonoros con aroma legendario y cervantino; la Venus del bosque, el holito, el anillo, el llano, la laguna, la fortaleza. Lugares, muchos de ellos, conocidos y vividos por el escritor, que al desprenderse de sus nombres geográficos y revestirse de parajes imaginados se dotan de un carácter ancestral y universal que trasciende la actualidad y adquiere una fuerza mítica y simbólica. No en vano por allí anduvieron en tiempos remotos tribus esdrújulas: húrdalos (cuya huella quedó quizá en el topónimo Hurdes) y sérbolos, y desde tiempo inmemorial se celebran en tierras tan cristianas y hervacianas –pues san Hervacio es santo muy principal con ermita y colegio, de ingrato recuerdo para Sín y los protagonistas de Campo de amapolas blancas (2002)– las muy paganas fiestas de las pandorgas y venerandas, en loor de la gula y la lascivia, como se  colige de su  elocuente nombre.

 

Una topografía de creación propia a partir de unas vivencias, con una funcionalidad narrativa precisa, rica en sugestiones, con enclaves de fuerte evocación, pero combinada con la gran ciudad que es, en exclusiva, Madrid. Ahora bien, nada tiene que ver este escenario doble, ciudadano y rural, con ninguna contraposición tradicional  de campo frente a ciudad, a lo Gabriel y Galán, ni menosprecio de Corte y alabanza de aldea. Estos ámbitos están más bien al servicio de las penalidades y trabajos de los personajes que sustentan la literatura bayaliana. Así, Nemo ha de marcharse de la gran ciudad y elegir una localidad pequeña para que  su militancia en la alalia sea llamativa y eficaz, en tanto que la desazón de Severo Llotas con sus semejantes se agrava al entrar en contacto con el  grupo urbanita al que con sarcasmo moteja como “circulanos”–entre ellos Gloria– lúcida parodia de una pandilla de frustrados aspirantes a Bellas Artes que, acogidos bajo el difuso marbete del mundo de la imagen, deambulan por galerías artísticas, promueven revistas publicitarias y organizan actividades sociales de corte estrambótico  con el principal propósito de practicar su grotesca jerga y perseverar en su inanidad artística.    

    

En ambos escenarios principales  padecen y alimentan sus tribulaciones  los dramatis personae bayalianos, repertorio singular que el lector empieza a conocer en la primera novela y reencuentra en las siguientes con sus características personales inequívocas, de suerte que es fácil familiarizarse con este o aquel carácter que acabará siendo un viejo conocido del frecuentador de esta literatura. Tal procedimiento, vivo en la novela decimonónica de Pérez Galdós o Julio Verne, por ejemplo, también está presente en la vanguardia. Así, en Samuel Beckett, cuyo hombre Innombrable ve pasar desde su cepo a los protagonistas de otras novelas. En Bayal, a la postre, nos da la impresión de que don Gumersindo, Saúl Olúas o Foneto anduvieron, como los viejos actores de teatro,  haciendo su carrera de mudos, meritorios y de carácter, personajes con autor pero en busca de novela, hasta que les llegó la sazón, lo cual no obsta para que vuelvan a tener presencia secundaria en posteriores ocasiones, como es el caso de Sindo, al que reencontramos en  Nemo como el viejo que perora latinajos o “senectas”. Alguno hay, que, hasta la fecha, no ha dejado de ser secundario: Cristóbal Ruiz, a quien, por petición propia “llamadme Cristo” todos nombraban así. Pintoresco poeta “atómico”, amante de la arqueología y la filosofía oriental, gracioso y vividor de poca monta, Cristo, como si de las siete estaciones se tratara, muestra las tabernas de la ciudad al desventurado interventor de Paradoja del interventor (2004) y es recordado con rencor por el brigada de la guardia civil, padre de H –uno de los dos amigos de Campo de amapolas blancas–, quien le atribuye, a partes iguales con su homónimo, la perdición de su hijo: “Entre este Cristo y el otro Cristo me lo han jodido bien” (p.78).

 

Es muy notable, empero, que no ocurra lo mismo con Nemo, personaje de tal sustancia narrativa y metafísica que difícilmente hubiera podido figurar más que en calidad de héroe solo y señero de su epopeya existencial, cifra y síntesis de la dignidad humana. Otro tanto sucede con el interventor, paladín del ascetismo, la abnegación y la malaventura, náufrago existencial del tipo pacífico y resignado por antonomasia. Tampoco el febril desasosegado Severo Llotas es partícipe de ninguna otra  historia que no sea la que él protagoniza y expresa en El cerco oblicuo, y lo mismo le sucede, por el momento, a Travel.

 

Entre los personajes bayalianos presentes en varias obras, mencionamos antes al escritor palindrómico Saúl Olúas al que conocemos al final de El cerco oblicuo y regresa como protagonista en el cuento sobre los virajes de la vida  “Aquiles y la tortuga” (2008), tras haber tenido su parte como alumno del desterrado don Gumersindo en El espíritu áspero. Nuevamente vemos algo similar en el caso de Foneto, sobrenombre estudiantil  de un tipo muy filológico y simpático, evocado por Lucas Cálamo varias veces.  Andando el tiempo, y tras asomarse aquí y allá en varias obras, incluida El cerco oblicuo– donde el autor se inmiscuye en nota al pie de página a la manera unamuniana de Niebla para decirnos cómo conoció a Foneto en la facultad y por qué lo apodaron de esa guisa–, se erige en protagonista de La escapada (2019) y, solo entonces, nos enteramos de su desvío del camino que parecía estarle destinado y de su condición de hombre aislado, gerente de un quiosco, desvaído remedo de la torre de marfil. Será precisamente  GHB o  Bayal, otra criatura  de la novelística  bayaliana, a la que no se debe atribuir la sola condición de trasunto autobiográfico del escritor, quien nos cuente, desde el mirador del recuerdo, el encuentro fortuito con Foneto en una librería del viejo Madrid y el consiguiente descubrimiento de la vida retirada a la que se había consagrado, desatendiendo la prosecución de una carrera para la que parecía estar especialmente dotado. Esta intromisión o desdoble del autor en su obra, convertido en un ente de ficción, es una práctica que se remonta a la primera novela. Con el nombre de Gonzalo Hidalgo Bayal irrumpe al final de Mísera un secundario que se dedica a faenas filológicas e investiga acerca de un héroe murecanense medieval, Mío Belardo, al que la iglesia católica, cuya importancia es notoria y atosigante  en el mundo bayaliano, –casi tanto como lo es en James Joyce– degrada dándole el afrentoso remoquete de bestión mascariento.

 

Hay otro personaje, el anónimo narrador de Campo de amapolas blancas, en el que concurren, presumiblemente, muchos datos de la biografía del escritor, pues así lo señala él mismo en el ensayo titulado “El efecto M”, y quizá pudiera decirse algo parecido del narrador y compañero de instituto del protagonista de El espíritu áspero,  llamado Gonzalo Hidalgo. El recurso de bautizar a una de sus criaturas con su nombre y apellidos  puede interpretarse  como un divertimento, un guiño lúdico del autor al lector, o, tal vez,  un reconocimiento tácito de que, como decía Ortega, la realidad radical– también la del escritor– es la vida de cada cual. No olvidemos, por otra parte, que un escritor tan intelectual y contenido en la efusión de los afectos como Borges sostenía que no hay obra literaria que no sea autobiográfica. De este parecer se muestra nuestro autor cuando, en La escapada, la obra más idónea para conocer su poética y su artesanía compositiva, evocando el conocido aserto de Flaubert: “Madame Bovary c’est moi”, apostilla, “es cierto, pero Charles Bovary también c´est moi”, me incluyo necesariamente en ellos” (p.46).

 

No muy diferente es, mutatis mutandis, el  caso bien conocido de pintores como Goya, que aparece como uno más en ciertos cuadros suyos, o los directores de cine, alguno de campanillas, que han hecho otro tanto.

 

La personalidad humana es una entidad problemática y la identidad tiene contornos lábiles en este universo literario en el que el personaje-autor irrumpe por el escotillón en la novela La escapada, la última hasta ahora, y se cuestiona dubitativo cómo y por qué camino se traslada o convierte en carácter  de ficción una persona conocida como el viejo amigo Foneto. Toda la secuencia 10 es un ejercicio de metaficción sumamente atractivo acerca de los límites entre persona y personaje y sobre las sutilezas y requisitos  que entraña confeccionar un personaje recurriendo no solo a los materiales que proporciona la imaginación, sino también a la experiencia.

 

Por lo que atañe a los reparos del personaje–escritor  en lo concerniente a dar nombres propios a sus protagonistas –ya que pueden “caer como una losa” y condicionar en demasía–  y su preferencia por los apodos, nombres comunes de oficio o la mera inicial, es muy esclarecedor el comentario que leemos en la página 24 de La escapada: “A menudo los hechos prevalecen sobre las palabras, el sobrenombre sobre el nombre y la memoria sobre la verdad”. Observemos, a modo de ilustración, cómo Gumersindo, el nombre más contundente de toda la onomástica bayaliana, se va reduciendo a fuerza de aféresis y apócope hasta dar en el ambiguo Sín, que en griego casi (solo le falta la y por la i) es “con”, a despecho de la paradoja interlingüística que leemos en las palabras finales de la novela: “Sín, preposición de todas las carencias” (p.556).

 

En otros casos, identificamos al profesor, a quien se llama G, por sus latines o se alude a él meramente como el viejo sin más, en una suerte de desvanecimiento del nombre propio que está a pique de tornarse apodo.

 

Para concluir con  el  asunto del desdoble y el  doble, tan fecundo en el orbe bayaliano, recordaremos  las tres parejas de gemelos, distintas y memorables, que aparecen respectivamente en Paradoja del interventor, La sed de sal y Nemo

 

En cuanto a los formatos en los que se asienta la narrativa bayaliana, hay una gama amplia. Así, el volumen titulado La princesa y la muerte (2001–2017) consta de veintiún cuentos medievales con alguno, “La princesa feliz”, del tamaño de un microrrelato. Por otra parte, Alcancía (2004) editó dos relatos; el primero, “El maestro de billar”, sigue el esquema de un duelo o pique varonil con reminiscencias del western; el segundo, “El reloj de oro”,  es la historia de un crimen de autor incierto, motivado por un viejo agravio amoroso. Bajo el pertinente título de Conversación (2011) vieron la luz cinco relatos: un entremés o sainete erótico de regusto clásico y cervantino: “Kalé heméra”; la historia de tintes trágicos de un hombre emboscado, un solitario más de la familia bayaliana llamado “Corzo”; un cuento sobre el reencuentro de dos amigos, “Aquiles y la tortuga”; la novela corta, “Reparación”, acerca de un misterioso local que suscita la curiosidad del narrador que observa desde la casa de enfrente; y “Monólogo del enemigo”, con reminiscencias de Confesión de un asesino de Joseph Roth, donde un humillado habla  de las huellas que deja en el alma y en la vida una afrenta. Por último,  el volumen colectivo Cinco lugares, cinco relatos, de la Editora Regional de Extremadura  (2009),  incluyó un cuento de trasfondo autobiográfico, algo fantástico y lleno de humor: “Las zapatillas de Baroja”, en el que el narrador, tras rememorar en Coria una hilarante anécdota gramatical  que cuenta Ortega en “Ideas sobre Baroja” de El Espectador, descubre al propio Baroja en un rincón de una tasca, a pesar de que la historia se sitúe  en los años ochenta del siglo XX.

 

Un capricho de Per Abat inspiró a Hidalgo Bayal un cuentecillo que tiene la singularidad de estar ilustrado con un monigote del escritor. Se titula “Los duendes de Per Abat” y vio la luz el 2017 en Universitas Editorial de Badajoz. En fin, el cuento “Sobre la nieve”, incluido en Doce relatos (,) maestros (La navaja suiza, 2018), nos descubre la sutil relación entre un profesor y un alumno de la estirpe bayaliana de los desligados, con querencia por el  rincón, que se reencuentran casualmente al cabo de los años.

 

Un lugar intermedio entre el cuento largo o la novela breve ocupa el melancólico y bello  relato de una generación, Campo de amapolas blancas, que se  inicia con una consideración en torno a la memoria literaria  y  se cierra  con un brillante epílogo–prólogo de Luis Landero. Filigrana rememorativa y poética, versión libre sobre El Perseguidor de Cortázar, esta obrita puede considerarse un boceto de El espíritu áspero.

 

Si pasamos a las narraciones más extensas, tenemos  una conmovedora novela del absurdo existencial  de corte camusiano y kafkiano, con un viajero desventurado que pierde el tren y el rumbo de su vida y se torna forastero y alma en pena, aferrado a una botella verde de náufrago y sumido en la abnegación,  la indigencia y la humillación: Paradoja del interventor, seguramente, la obra que ha recibido mayor reconocimiento por parte de la crítica y de los lectores. Uno de los grandes aciertos de esta novela tan perturbadora, que conjuga con una armonía insólita intencionalidad, narración, expresión y tono, es el título, sutilmente paradójico. El viajero al que llaman interventor no lo es en ninguna de las acepciones del vocablo. 

 

Otros estudiosos se inclinan por la narración torrencial, síntesis de novela de aprendizaje, histórica, trágica y hasta picaresca, donde confluyen los mundos del escritor: la antedicha novela El espíritu áspero. A ello hemos de añadir las restantes novelas existenciales, de tamaño intermedio, que se atienen al modelo clásico del forastero que llega a una población rural  con algún propósito, ya sea el indiano que retorna: Amad a la dama, la más clásica en su composición; el intelectual que busca rehacer la ruta de un libro: La sed de sal; un enigmático personaje, Nemo, que ha decidido no volver a hablar.

 

Las  características expuestas hasta ahora nos hablan de una obra ambiciosa, compleja y de fuerte cohesión,  concebida en sus líneas básicas desde el comienzo como  un gran drama humano de la solitud e incomunicación, donde la vileza, la humillación y la venganza andan al acecho, aunque también hay momentos alciónicos de camaradería, vislumbres de amistad y actos compasivos. A partir de la materia ya perceptible y apreciable desde el mínimo poemario Certidumbre de invierno, que nos da la atmósfera, y las dos primeras novelas que configuran el centro, se va enriqueciendo el conjunto  con las obras en  prosa, novelas intelectuales, como  se dijo en un tiempo de aquellas en las que narración y reflexión van estrechamente enlazadas y a la par. No obstante, la poesía de Hidalgo Bayal (aparte dejamos las numerosas alusiones y citas de poetas clásicos y de otras épocas, especialmente de Juan Ramón Jiménez) no se agota en el librito mencionado, ya que en la prosa hay entreverados  poemas de registro diverso según lo requiera la ocasión: goliardesco, jocoso, conceptista con ecos de Agustín García Calvo –La sed de sal (p.77)–, elegíaco o metafísico en Nemo, obra donde los versos cobran un significado especial, toda vez que muchas nemosines van encabezadas por una breve composición aforística y,  en alguna ocasión, el poemilla por sí solo ocupa el lugar de una secuencia: “No diré que haya sido infeliz siempre, pero sí que no he sido feliz nunca” (nemosine 26, p.74). En La escapada de nuevo nos sorprende un poema muy ampuloso, gamberro y trufado de estribillo griego,  pergeñado por Foneto y el narrador al alimón (p.29).

 

 

Agones, lances, encuentros

 

Dondequiera que estén, en la gran ciudad, Salamanca o Tierra de Murgaños, los agonistas de la especie solitaria que interpretan la comedia dramática  bayaliana han de enfrentar los designios divinos –o  el azar, si se quiere–, en forma de infortunio, sortear las paradojas que comporta el trato con el otro y atenerse a la desolación final. Al dolor, dice Watt, personaje de Beckett, siempre se le puede sumar dolor, máxima que sintetiza  con precisión la historia del interventor de Paradoja, y no solo la suya. La felicidad tampoco habita donde están Cálamo, Llotas, H, Travel, Sindo, Corzo o Foneto.

   

Los choques entre el hombre y el hombre , la burla desalmada de la pandilla de jóvenes que arrebatan sañudamente  la botella al interventor o la mofa a la que someten todos a una al afilador, la humillación al Petirrojo (Nemo) y la fiera venganza  del  humillado y malherido; la agresividad linchadora de la turba que vocifera “cabrón, asesino” al  desventurado prisionero Travel, la crueldad del Canícula afrentando a Genaro en las breñas de los Huranes (El espíritu áspero),  el odio sarcástico a Nemo, –el egregio en sentido etimológico, que se sale de la grey parlante y contempla ensimismado la putrefacción de la materia–, víctima de tortura e  iniquidades sin cuento, son episodios y lances de los que se desprende una mirada minuciosa y atrevida a los abismos de la condición humana, a los territorios  de  la maldad en acción, tema central en Paradoja que alcanza su máxima expresión en Nemo, verdadera historia de la iniquidad, el odio y la miseria moral con un ejemplario difícil de repetir. Ahora bien, si el rigor de la expresión de la vileza suscita una impresión  diferida e intensa  en el lector, lo mismo sucede con las acciones piadosas y las muestras de compasión, plasmadas con una sobria y eficaz contención verbal. Pienso en los gestos del muchacho de la estación que guarda la botella del interventor o le deja, discreto, una chaqueta junto a su catre, en el barquillero o en la churrera que le obsequian con mesura o en el gemelo del afilador que lo acoge en su mísero chamizo del río; o en la relación afectiva, silente y fuerte, entre el Fiat y Nemo. No podemos desatender, en este campo de las relaciones y afectos bonancibles, la amistad truncada de H y el narrador de Campo de amapolas, compañeros de fatigas  en el internado de los hervacianos, contra cuya perversión  trenzan su complicidad y nutren su devoción por Cortázar, La náusea de Sartre y Calígula de Camus, la poesía de Verlaine, Celan y Vallejo y la fascinación por la  película Dos hombres y un destino, título que cuestiona el narrador, persuadido de la singularidad de cada destino. Y así es, en verdad, en su caso. El narrador estudia Filología en tanto que H vacila entre la poesía, la pintura o la filosofía mientras busca aliviar su timidez y su desvalimiento dándose a la bebida y a las drogas de moda en los ambientes bohemios que rinden culto a Charlie Parker. Por ese camino, cae en la degradación física y moral,  su  cándida timidez de antaño  se torna  osadía desmañada e inoportuna y  provoca el  alejamiento definitivo de su amigo de la infancia.

 

“Aquiles y la tortuga” trata del reencuentro fortuito, en la madurez, del escritor Saúl Olúas y Petrus, apodo de los tiempos en que cursaron juntos preuniversitario. Entre  ellos  hubo una mera camaradería, propia de la época estudiantil, sin lazos estrechos, de manera que la relación se asentó con la distancia y el recuerdo, y, al coincidir en la entrega de unos premios que reciben, descubre Olúas, que es por ende el narrador, que el apasionado filósofo, amante de los presocráticos, será reconocido como empresario textil, profesión a la que se vio abocado por azares de la vida, caso no muy distinto al de  Foneto y el narrador de La escapada al que nos referimos  anteriormente.                

 

Así pues, poemas, cuentos y novelas de personaje apartadizo y de elucubración lingüística donde  el hombre  y el verbo comparten a partes iguales el protagonismo de este  universo bayaliano con un trasfondo  de humanismo metafísico  de genuino cuño, caracterizado por una escritura experimental, tensa, con apresto barroco en su sintaxis, sumamente cuidada y nítida, en la que retumba la tradición clásica griega y del Siglo de Oro, percibimos ecos de Cervantes, Spinoza, Gracián, Calderón,  Cortázar, Juan Ramón Jiménez, y reconocemos las voces y la impronta moral de los héroes de Dostoievski,  Kafka, Camus, Sartre, o Faulkner.

 

Cálamo, Llotas, Carrizales, H, el interventor, Olúas, Corzo, Travel,  Sindo, Nemo y Foneto nos conmueven y suscitan, en diversa medida, nuestra simpatía y compasión porque de su vida y obras  se desprende el infortunio humano ineluctable, la dignidad y más que nada la “solitud ontológica”(La escapada, p.45)  que, cual condena calderoniana, cobija al hombre de hoy y de ayer desde la cuna.     

     

Confiemos, en fin, en que las lágrimas con que culmina la historia de Nemo no dejen de interpelarnos.