A más de cuarenta años de distancia de la publicación de su primera novela, Los dominios del lobo, la trayectoria de Javier Marías es de una coherencia incuestionable. Un hecho, además, que no deja de sorprender si se piensa en lo precoz de la aparición del autor en el año 1971 y en la práctica del «errar con brújula» como método de escritura; una opción arriesgada, según confesión propia, que sin embargo le ha permitido forjar ese personalísimo estilo construido a base de digresiones, azarosas en apariencia, pero que combinan con maestría la reflexión y el relato, la dilación de lo narrado y el empuje narrativo; la «onda» y el «corpúsculo», por decirlo utilizando dos metáforas de Juan Benet. La narración cifrada en torno a una trama argumental y la demora en fragmentos exquisitos que el lector debe degustar. El reto tácito de las novelas de Marías ha sido interesar cuando la narración de lo ocurrido cedía el paso a la narración conjeturada, cuando las hipótesis y comentarios de ese narrador cuyo pensamiento no cesa, lo imaginado por él en suma, roban el protagonismo a los hechos realmente sucedidos en la novela y se convierten ellos en la propia peripecia de la historia.

En el alborear de la última década del franquismo, cuando se publican Los dominios del lobo y Travesía del horizonte, todavía colean en España las polémicas sobre lo obligatorio del realismo como única estética que podía y debía vehicular un compromiso político de los escritores en la lucha literaria contra la dictadura. Javier Marías proporcionaba en 1984 jugosas claves interpretativas para comprender el impulso de su generación en la conferencia «Desde una novela no necesariamente castiza». Pese a su fama duradera e injusta de autor extranjerizante, pocos escritores españoles contemporáneos han estado más enraizados en el Zeistgeist de su época y su país como él. Porque precisamente la insatisfacción ante esa denostada «novela castiza» -el hijo pródigo no es por ello menos hijo- fue el acicate que lo condujo a buscar modelos en la literatura extranjera (inglesa) y en lo mejor de la novela española contemporánea, Juan Benet, con el que compartía una visión negativa de la tradición costumbrista española (Cervantes es además para ambos un referente inexcusable). De otro lado, la admiración por la prosa de Benet resultaría en una interesante «angustia de la influencia» que Javier Marías ha sabido hacer jugar a su favor con los años. Marías acertó en aquel texto de 1984 a describir el momento de pretransición que tuvo lugar en los setenta, el de una transición cultural que se anticipó a la transición política, y significó el paso de una cultura literaria condicionada por el régimen de Franco a un campo literario que se regía ya por las leyes de las sociedades democráticas avanzadas. Los escritores de su generación no estaban solos, ni la suya fue una «ruptura» en sentido estricto, puesto que autores como el mismo Juan Benet en La inspiración y el estilo, o Jaime Gil de Biedma en «Carta de España», habían señalado de manera inequívoca en la misma dirección: las propuestas literarias dictadas por el antifranquismo eran demasiado dependientes de la coyuntura sociopolítica y la literatura española carecía de empaque literario. De su parte, Carlos Barral y José María Castellet, después de haber sido dos de los principales valedores del realismo comprometido, lanzan con impertinente y astuto énfasis comercial la jugada de Nueve novísimos poetas en 1970.

 Este es el contexto en que se inscriben las primeras novelas de Javier Marías. Con apenas veinte años, Marías factura dos excelentes relatos de aventuras, entretenidos, irónicos e impecablemente estructurados; acaso las primeras muestras de narrativa posmoderna de las que se tuvo noticia en España, que preludian  los pastiches posmodernistas de Eduardo Mendoza poco después, y entroncaban con la irreverencia de Félix de Azúa y Manuel Vázquez Montalbán, o la nada inocente recuperación de la sentimentalidad infantil de Leopoldo María Panero o Ana María Moix, que hallaría su más afortunada expresión en La infancia recuperada de Fernando Savater. Marías evidencia en esas dos primeras novelas la utilización resabiada de la literatura de género, las ambientaciones del pasado y la mirada suavemente burlona sobre el material narrado, elementos que Umberto Eco explicitaría mucho después como rasgos del posmodernismo en el compendio personal de normas de la narrativa posmoderna que fue Apostillas a «El nombre de la rosa».

Javier Marías remata el primer periodo de su carrera en 1975 firmando junto a Félix de Azúa y Vicente Molina Foix Tres cuentos didácticos, tres relatos que representan una irónica vuelta de tuerca a la idea del «didactismo» literario –léase engagement-. Tres cuentos didácticos pudo haber sido el equivalente en prosa de Nueve novísimos pero la menor repercusión de este interesante volumen lo ha relegado injustamente a ser una curiosidad a pie de página en la literatura española contemporánea. Quién sabe si de haber sido mayor su impacto no se hubiera hablado de narradores «didácticos» en el mismo sentido en que se ha hablado desde 1970 de poetas «novísimos».

Después de 1975, Marías decide imprimir un nuevo rumbo a su trayectoria narrativa con la búsqueda de un alto estilo literario, el que defendió y practicó Juan Benet,  y el tratamiento de temas de más solemnidad; un viraje que da inicio a uno de los periodos menos celebrados pero más importantes de su carrera. Es una etapa en que encontramos muchas semillas de su más conocida obra madura, y cuyo arranque puede situarse en Todas las almas pero cuya génesis se encuentra en el libro de 1978 El monarca del tiempo. A este ciclo intermedio se lo puede llamar el «ciclo de Casaldáliga», por la recurrencia de los personajes que pueblan el universo configurado en El monarca del tiempo, El siglo y El hombre sentimental: el potentado Casaldáliga, su ahijado «El León de Nápoles», un cantante de ópera, y el desgraciado matrimonio de los Manur (un enlace por conveniencia). Sobre sus tribulaciones se construye este peculiar pero fascinante universo narrativo dominado por el pérfido Casaldáliga. Frustrado doblemente como héroe de guerra y mártir del amor, Casaldáliga, protagonista de El siglo, acaba desempeñando el antiheroico papel de traidor y delator, y desde el retiro de sus últimos días se cuenta su historia, mezquina y grotesca a partes iguales. En El siglo, encontramos por primera vez la preocupación de índole moral que ha centrado las novelas de Javier Marías desde entonces: la exploración del comportamiento de los hombres; a menudo taimado, contradictorio, cuando no en última instancia incomprensible.

Es un tiempo, el del final de los setenta y el ecuador de los ochenta, que coincide además con  la etapa más fecunda de Javier Marías como traductor. Cuando emprende la difícil tarea de verter al castellano Tristram Shandy, El espejo del mar de Joseph Conrad, y los ensayos de Sir Thomas Browne, La religión de un médico y El enterramiento en urnas. Mediante ese ejercicio translaticio Marías aprende a trabajar de manera distinta el tiempo narrativo y su prosa adquiere la densidad del noble style de esos escritores ingleses. Un estilo que a partir de El hombre sentimental comienza a hacerse reconocible como la escritura propia del Javier Marías maduro, enmascarada bajo la pluma de El León de Nápoles que evoca el recuerdo de su amor por Natalia Manur y el final trágico del marido de ésta. El hombre sentimental apunta claramente a la siguiente fase de la obra de Marías: el lector encuentra la mostración detenida de la interioridad sentimental del personaje protagonista, la narración sin fisuras de lo recordado, lo imaginado, y en esta novela lo soñado; donde lo imaginario y lo real son presentados con igual fuerza persuasiva sin que lleguen nunca a confundirse en el relato; es el primer anticipo de la exploración de los laberintos de la conciencia, sentimental e intelectual, de la que Javier Marías ha hecho desde entonces uno de los rasgos distintivos de su narrativa.

La imitación del estilo autobiográfico se hace claramente perceptible en Todas las almas. En esta «novela de Oxford» es donde mejor comienzan a verse los beneficios de la traducción de Laurence Sterne: el control magistral de las digresiones, la dilación de las escenas para lograr el mayor impacto narrativo, y la sumisión del argumento de la historia a la manera de contarla. La novela se articula a partir de las reflexiones y recuerdos de un innominado profesor español en la ciudad «conservada en almíbar»; su melancolía y su soledad lo llevan a identificarse con John Gawsworth, un oscuro escritor inglés que tras un meteórico debut literario se consumió finalmente en la penuria y el olvido. Es plausible aventurar que el planteamiento de la novela responde a un momento de crisis del mismo Javier Marías. Sea como fuera, lo cierto es que Todas las almas ha pasado a ser uno de los más brillantes ejemplos de novela autoficcional en la literatura española. Pese a no sentirse cómodo con este marbete, lo cierto es que Javier Marías, en sus textos «Quién escribe» y «Autobiografía y ficción», ha explicado con elocuencia el funcionamiento de unos mecanismos retóricos que caben dentro de las tipologías de la autoficción: aquellos que provocan el equívoco del lector y lo inducen a tomar al autor de la novela por el narrador y protagonista del relato, consiguiendo con ello aumentar el efecto de verosimilitud de la narración ficcional. Esta ilusión de perturbar los límites entre ficción y realidad culminará años después en la «falsa novela» Negra espalda del tiempo, que no por casualidad tiene su punto de arranque en la revisión del material biográfico del que se nutría Todas las almas. Pero Todas las almas ocupa también un lugar central en el conjunto de novelas de Javier Marías porque en ella se da por vez primera la fusión lograda de la «onda» y el «corpúsculo» como los dos vértices sobre los que se ha apoyado desde entonces la estructura narrativa de sus novelas. Mediante el control firme de la digresión, la compresión del espacio y la temporalidad le permite a Marías cohesionar un relato que de otro modo correría el riesgo de desintegrarse en sus ramificaciones, o bien de no alcanzar a desarrollarse nunca; la consecución de fragmentos estilísticamente impecables -el «corpúsculo»- (así la famosa escena de las high tables oxonianas o la narración conjeturada del suicidio de la madre de Clare Baynes) se combina con la dirección que le imprime al relato la  trama argumental -la «onda»-: la historia de un español, aislado en Inglaterra, que deberá superar la depresión que lo bordea para regresar a su país, su ciudad natal, Madrid, y enraizarse a través del matrimonio y la paternidad.  

La novela de Javier Marías alcanza una de sus más altas cotas con Corazón tan blanco. El dominio del ritmo narrativo y las recurrencias obsesivas de ciertos motivos (la imagen shakespeariana del corazón tan blanco y las manos manchadas de sangre que da título al libro) resultan en un torrente narrativo ante el que el lector no puede sino sucumbir. Esta novela plantea un tema fundamental que encontramos en sus siguientes obras: la del conocimiento como contaminación y maldición y las consecuencias funestas que puede acarrear su transmisión; el «no he querido saber pero he sabido» del memorable comienzo que conduce al «no debería uno contar nunca nada» con el que arranca Tu rostro mañana. Aquí se ejemplifica con la metáfora de la culpabilidad compartida que representan las blancas manos de Lady Macbeth; la culpabilidad que se comparte por la transmisión de un secreto (un asesinato, como en la obra de Shakespeare) y que es el desencadenante de la indagación del narrador en un misterio familiar: ¿por qué se suicidó aquella joven que fue la primera esposa de su padre, y pudo haber sido su madre? En ninguna otra ocasión el embrujo de la voz de Marías ha sido más poderoso.  Por un terreno parecido transita Mañana en la batalla piensa en mí. Una novela que funciona en algún aspecto como ampliación del campo explorado en Corazón tan blanco. Como en aquella precedente, el sabio aprovechamiento de los recursos de la literatura de género contribuye a armar una peripecia reflexiva que se apoya de nuevo en elementos policíacos y melodramáticos: un hombre se obsesiona con la identidad de una mujer casada que falleció la noche del que iba a ser su primer encuentro amoroso adúltero; eso lo lleva a descubrir la historia del marido de esa mujer, que ha sido a su vez espectador, y causante, de la muerte de otra mujer. De nuevo un narrador perturbado por un misterio y una intriga dosificada que se amalgama con el pensamiento incesante del protagonista, y otra vez un recurrente motivo shakespeariano: el recuerdo de los muertos que pesa como plomo sobre nuestras almas. 

Después de estas dos obras mayores, Javier Marías se embarca en el proyecto de Negra espalda del tiempo, al tiempo su libro más irregular e interesante. Ahí Marías ha mostrado, como se ha hecho en pocas obras, la capacidad del género de la novela para fagocitar todo tipo de materiales, a la vez que evidenciaba, como han hecho pocos autores, la conciencia del fingimiento de la fuerza ilocutiva del lenguaje literario: esto es una novela, afirma el narrador/autor Javier Marías, pero en ella todo lo que se cuenta es real, asegura a continuación; voy a ser fiel a los hechos, pero no tengo por qué serlo, ya que esto es una novela, una obra de ficción. Negra espalda del tiempo es estremecedora en la evocación de los seres queridos que ya se fueron (la madre Dolores Franco, el maestro y amigo Juan Benet, el hermano Julianín) y hermosa en la recuperación del tiempo pasado mediante la escritura, que se ejemplifica de nuevo con una imagen de Shakespeare, la «negra espalda del tiempo», metáfora del tiempo literario, ese espacio fantasmal que simboliza el Reino de Redonda. El libro es la valiente realización del designio de libertad absoluta que Javier Marías siempre ha perseguido en la escritura, pero en la misma medida es una obra necesariamente inacabada por su propia intención de querer contar, sin rumbo ni más brújula de la que proporciona el ir avanzando a base de digresiones ni más dirección que la que dicta el revisar ciertos episodios de la propia biografía.

El proyectado segundo volumen de Negra espalda del tiempo quedó en el aire, y así aparecía Tu rostro mañana, obra unitaria pero publicada en tres entregas a lo largo de los años 2002 y 2007. Se recupera al innominado protagonista de Todas las almas, que ahora se llama Jacobo Deza, separado hace poco de su esposa, y regresado a Inglaterra para desempeñar oscuras y no demasiado legales tareas informativas para los servicios secretos británicos. Dejando atrás el juego de máscaras autofictivo, Javier Marías se afianza firmemente en el terreno de la ficción, ya que, como verdadero novelista que es, sabe que ése es el mejor instrumento para conocer la realidad; la narración ficcional que posibilita la novela es la única que permite otorgar a lo narrado una posibilidad de comprensión de la que los hechos carecen en la vida. Así, Tu rostro mañana es una audaz reflexión sobre el comportamiento inmoral de nuestros gobernantes, todo lo turbio que pretenden ocultar, pero la innegable vibración ética del relato funciona sobre todo en el plano individual, más que en el colectivo: la barbarie y la violencia sin sentido que anidan de igual manera bajo la pátina de normalidad del tiempo de paz que durante la Guerra Civil española o en la Segunda Guerra Mundial. La novela es una vertiginosa aventura en pos de unas inasibles certezas sobre las que edificar un conocimiento que no merece otro nombre que el de «moral» (a distinguir claramente del «moralismo»). Una búsqueda sin fin que apunta su orientación al pasado y al futuro simultáneamente: rescatar de ese «tuerto e inseguro olvido» donde los hechos acaecidos han quedado sepultados, y la adivinación del comportamiento futuro a través de los rastros que va dejando nuestra actuación en el presente: vivir en suma con la incertidumbre de que «acaso en todos cualquier naturaleza es posible». Y vivir también con la presumible certeza de la futilidad de nuestra intervención en el mundo a partir de este conocimiento inseguro; esa intuición que recoge el suspiro de TS Eliot citado en la novela: «¿me atrevo a molestar al universo?». Titánica en su ambición y en su extensión, a Tu rostro mañana solamente la perfección de Corazón tan blanco le disputa la cima en el conjunto de novelas de Javier Marías.

Después de Tu rostro mañana, Los enamoramientos no lo tuvo fácil como obra sucesora. La novela ofrece variaciones interesantes dentro del universo narrativo de Marías (la probatura novedosa de un narrador femenino, el intertexto del Coronel Chabert de Balzac, en lugar del acostumbrado referente literario de Shakespeare) y otros más familiares: los problemas morales resultantes de descubrir un secreto y la narración detenida de la complejidad del enamoramiento, un proceso menos inocente de como a menudo se lo representa; siendo una obra notable, la novela posiblemente no llegó a dar todo lo que de sí prometía. En cualquier caso, Los enamoramientos adquiere un nuevo cariz a la luz de Así empieza lo malo. La acentuación del elemento narrativo, previamente ensayado en la novela anterior, que contrasta con la densidad reflexiva de Tu rostro mañana, alcanza su realización plena en esta última obra. Junto con Corazón tan blanco es seguramente el lugar en que Javier Marías ha sabido conjugar mejor los ingredientes pensativos y los más eminentemente narrativos, logrando una intriga novelesca perfectamente trabada. La ambientación en la España de 1980, en pleno proceso de Transición, y la lectura que puede consentir bajo la óptica de una revisión crítica del pasado no debe sin embargo llamar a engaño. No es una novela política, ni muchos menos una obra de tesis, o, peor aún, una «lección moral». La circunstancia histórica (el peso del franquismo, el falseamiento biográfico de los vencedores de la Guerra Civil y la desmemoria pactada del pasado) tiene sin duda su importancia en la temática y en el argumento de Así empieza lo malo, pero la preocupación real que sustenta la novela es el comportamiento contradictorio de los hombres y la parcialidad de sus juicios, el doble rasero con que juzgamos nuestras actitudes y las actitudes de los otros, una desasosegante verdad que en el relato simboliza el ojo tuerto del cineasta Eduardo Muriel. El virtuoso dominio de la técnica narrativa de Javier Marías le permite realzar esa inestabilidad del juicio mezclando la mirada del narrador Juan De Vere en su madurez con la ingenuidad relativa que mostraba en su juventud. Aunque la novela extrae su título de una cita de Hamlet, podría decirse que debe más a la inspiración de otra obra de Shakespeare, Julio César;  en el planteamiento de la dificultad de delinear el contorno de la figura del emperador: sátrapa megalomaníaco o benefactor del pueblo de Roma. Lo ambiguo de la interpretación de nuestras acciones, lastradas además por el filtro que imponen nuestros deseos, redunda en la dificultad de fijar, de una vez y para siempre, la imagen de una vida, y de ahí que, en un sentido más amplio, la novela trate, a fin de cuentas, de la imposibilidad de que ningún conocimiento sea definitivo.

Javier Marías huyó doblemente de España en su juventud. Fue una huida simbólica y también real: simbólica por la ambientación americana de Los dominios del lobo, deudora del cine clásico de Hollywood y su variopinta fauna de gangsters, forajidos y detectives; pero una fuga real puesto que fue en su huida juvenil a París, en el verano de 1969, cuando visionó  las películas que le servirían de inspiración para aquella novela. Ese material cinematográfico constituyó la materia prima del relato y no la América real. Siempre fue receloso de los «métodos a lo Zola», escribiría muchos años después. Marías huyó de su país en su primera novela publicada pero en la última se ubica plenamente en la historia contemporánea de España. La impresión que puede dar la figura que dibuja su trayectoria novelística es la de una huida del país natal y un regreso posterior a él, como hizo el protagonista de Todas las almas, ese a quien definió como «otro-además-de-yo». Sin embargo, y a pesar de la reputación de autor «extranjerizante» que lo ha acompañado desde sus inicios, el motor de la narrativa de Javier Marías desmiente esta fama. De Los dominios del lobo a Así empieza lo malo  se evidencia una conciencia nítida de que la novela es la forma de ficción más acabada, de que la mimesis simplista de la realidad no consigue traspasar la superficie de lo real ni explicar el decurso del mundo ni la naturaleza de los hombres, porque sólo la narración permite encararse con esos «puntos ciegos y contradicciones y sombras y fallos», circundados o envueltos, «en la penumbra o en la oscuridad», como escribió en Los enamoramientos. Porque sólo en la buena literaria, y especialmente en las buenas novelas, podemos vernos reconocidos. Si eso se aprende en algún lugar, es en la herencia de Cervantes y El Quijote, lo mismo que se aprende a articular una novela sobre la religación argumental y sobre el fragmento perfecto. Y por fortuna, pese a que en los últimos años ha llegado a insinuar el cese de su escritura novelesca, parece que a Javier Marías siempre hay algo que lo perturba y lo empuja a escribir.