La publicación del ensayo El punto ciego (2016) confirma a Javier Cercas como novelista autoconsciente, miembro nato de ese club de escritores que, desde Flaubert y Henry James hasta Mario Vargas Llosa o J. M. Coetzee, han acompañado su obra narrativa de una reflexión sobre los problemas y métodos de la escritura, sobre los mecanismos compositivos del texto, sobre la relación del mundo ficcional con el mundo empírico y, en fin, sobre los engranajes cognitivos que se activan en el lector cuando procesa un relato. Antes de este ensayo, cuya génesis es muy anterior a las lecciones de la cátedra Weidenfeld de Oxford donde desgranó el concepto, Cercas había dejado abundantes pruebas de su condición de escritor crítico. Un par de libros aparecidos en dos etapas bien distintas de su trayectoria, antes y después del big bang de Soldados de Salamina, testimonian su propensión al cuestionamiento teórico del oficio de novelista: Una buena temporada (1998) y La verdad de Agamenón (2004), sin olvidar que en las crónicas de Relatos reales (2000) y en sus columnas semanales en El País menudean las reflexiones sobre la literatura, la ficción y la realidad (sin ir más lejos, véase la que dedica a David Foster Wallace el 18 de diciembre de 2016).

            Esta preocupación constante por el modo en que se construyen y carburan los artefactos literarios hace de él un escritor ajeno a la espontaneidad (que, sin embargo, puede simular perfectamente) y a salvo de la ingenuidad (que, aun así, puede emplear como generador de perplejidades), lo que no significa que sea cerebral ni intelectual ni, aún menos, gélido, puesto que uno de los rasgos de su obra consiste en el aquilatamiento de los ingredientes que pueden desencadenar una determinada emoción. Este cálculo de los elementos que se combinan en la química del texto la aplica, de hecho, no solo a los que pueden ser catalizadores emotivos sino a todos los que entran en juego en la cristalización de la obra. En un célebre ensayo, Friedrich Schiller consideró que esta consciencia de la forma era inherente a los escritores modernos (para él los románticos), a los que llama «sentimentales» (sentimentalisch), frente los «ingenuos» que escriben sin el estorbo de inquietudes teóricas (el qué, el cómo, el por qué de lo escrito), con la naturalidad con que se sucede a sí misma la naturaleza, como si una fuerza externa (la inspiración, la divinidad, el pueblo) les dictara la obra. El ensayo de Schiller, que ha fascinado a escritores como Thomas Mann o Orhan Pamuk, utiliza como quicio de discernimiento entre esas dos categorías la facultad crítica que está presente en los escritores «sentimentales» y no en los «ingenuos», una facultad que les permite distinguir entre el objeto representado (la naturaleza) y los medios de representación, entre «realidad» y simulacro artístico, de suerte que sus creaciones suelen estar precedidas o escoltadas por una elaboración reflexiva que, a menudo, se inscribe dentro de la obra misma, como sucede en la metaliteratura.

            En tanto que escritor autocrítico (o «sentimental»), Cercas no deja de hacerse preguntas, fuera y dentro de sus libros, sobre su pasión y profesión literaria. Muchas de esas preguntas tienen que ver con el funcionamiento del texto, con la relación de este con la coyuntura histórica en que se produce y con el grado de implicación (o explicitud) del autor; otras, que suelen ser las que irradian el magnetismo que unifica el sentido de la novela, poseen un denso carácter moral y apuntan a problemas éticos de profundo calado. La combinación de sus inquisiciones formales en el territorio de la novela y de los conflictos morales que plantea permite ver la trayectoria de Cercas como una serie de variaciones sobre una matriz esencial que se despliega en subtemas, confluencias y desarrollos diversos. Una matriz de consistencia larvadamente autobiográfica, porque desde El móvil (1987) hasta El monarca de las sombras (2017) los reflejos de su propia biografía son permanentes y crecientes aunque siempre enmascarados con artificios diversos, y no es el menor el de fingir que el narrador de sus libros, a veces con su propio nombre, es él mismo. Utilizarse a sí mismo como disfraz es un buen disfraz. Como Descartes, también Cercas podría hacer suyo el motto «larvatus prodeo» y es casi lo que ha hecho al titular una compilación de escritos diversos Formas de ocultarse (2016). Pero la astucia de la ocultación no concierne solo a su figura sino también al corazón de sus novelas, el centro motor invisible que bombea sentido a todo el libro y del que emana la fuerza de su significación: una indeterminación, una ambigüedad o contradicción que puede formularse como una pregunta irresoluble (por lo menos en la misma novela) y que es lo que ha llamado «punto ciego». A las novelas de punto ciego pertenecen todas las suyas. 

 

Variación posmoderna

            La estancia en la Universidad de Urbana-Champaign en Illinois, en 1987-1988 fue una tediosa bendición. En un campus universitario perdido en la nada, con una biblioteca fastuosa, un joven doctorando español con vocación de novelista podía cumplir con creces su sueño de leer desmedidamente, sin tasa, todo aquello que no llegaba a España, que era mucho. En los dos cursos académicos que pasó Cercas en Illinois se familiarizó con la narrativa posmoderna norteamericana de Thomas Pynchon, Kurt Vonnegut o Joseph Heller, pero especialmente con la de los autores más metaficcionales, como Robert Coover (sobre todo Gerald's Party), Donald Bathelme (los cuentos de City Life), Richard Brautigan, John Barth, William H. Gass, Ronald Sukenick, Gilbert Sorrentino o Raymond Federman. Cercas ya conocía el giro autorreferencial del posmodernismo, entre otras cosas porque era lector rendido de Borges (y del Quijote) y se sabía a Samuel Beckett, Vladimir Nabokov, Julio Cortázar e Italo Calvino, pero en Estados Unidos amplió y profundizó las genealogías que ligaban el experimentalismo narrativo con esos precedentes. Junto a este festín de metaliteratura, Cercas se empapó de la crítica y la teoría que esa corriente de fabulistas (término que utilizó Robert Scholes) estaba generando. Quizá una de las lecturas más esclarecedoras pudo ser un ensayo de Robert Alter, Partial Magic. The Novel as a Self-Conscious Genre, que tomaba su título —y algo más— de las «Magias parciales del Quijote» de Borges, y donde se traza una recta genealogía de esa otra tradición novelística, refractaria al realismo convencional,  la de la novela que llama la atención sobre su condición de artificio. A esa tradición que se remonta a Cervantes, continúa con Laurence Sterne (Tristram Shandy) y Denis Diderot (Jacques le fataliste), conoce una época de florecimiento en la modernidad (o modernism) y llega hasta el presente (que para Alter era 1975, cuando publicó el libro) era a la que Cercas quiso pertenecer.

            Pero, al lado de aquel obstinado vicio de romper la ilusión ficcional del lector, la narrativa posmoderna exhibía otro rasgo acusado, el de la ruptura de las jerarquías culturales que habían sido habituales en la primera mitad del siglo y que separaban la alta cultura propia de las minorías refinadas de la cultura popular propia de las masas indoctas. La recusación de ese clasismo cultural había impulsado una jubilosa imitación y absorción de los temas, registros, medios y formatos populares, no solo literarios (subgéneros como la novela negra o detectivesca, histórica, fantástica o de terror, rosa y erótica, el pulp, etc.) sino también audiovisuales, desde el cine a la radio y la televisión. Todos los patrones y convenciones podían servir de combustible para la imaginación posmoderna, convertida en un gigantesco estómago de deglución simbólica. También en esa fiesta quiso estar Cercas.

            La bibliografía sobre las estrategias autorreflexivas del posmodernismo iba a alimentar el cuerpo teórico de una tesis que nació por aquellos días y cuyo tema fue el primer escritor posmoderno español: Gonzalo Suárez, descubierto también en los anaqueles de la biblioteca de Urbana. Y la obra de Suárez, junto a las ingentes lecturas de fabulistas y parodistas posmodernos, señalaba unas confluencias de la alta literatura con la cultura de masas que ofrecían un menú de lo más incitante. Los planteamientos teóricos de los propios escritores ya los había conocido Cercas antes de marcharse a Illinois, gracias a la traducción que Quim Monzó había hecho en 1983 de los dos artículos seminales de John Barth, «The Literature of the Exhaustion» (1967) y «The Literature of Replenishment» (1980). Habían aparecido en la revista Els Marges, creada por el editor Jaume Vallcorba, para el que Cercas realizaba algunos trabajos editoriales. Pero el conocimiento de aquellos certeros diagnósticos de Barth se había completado con una inmersión en esa literatura hiperliteraria y alérgica a los moldes heredados.

            Ese no fue aún plenamente el contexto del primer empeño narrativo de Cercas: El móvil (1987), un heterogéneo volumen que reunía cuatro cuentos y una novela corta que prestaba título al libro. Aunque sería más cierto decir que de los cinco textos el único que respondía a la nueva fuente de estímulos era «El móvil» y quizá por eso, en su reedición de 2003, el libro, expurgado de los relatos cortos, quedó reducido a esa novela típicamente posmoderna sobre un escritor enfrascado en la escritura de una historia de misterio y crimen que acaba aparcando todo escrúpulo moral en aras de llevar a buen puerto su obsesivo proyecto: una fábula sobre la derrota de la ética a manos de la estética. Más deudora de los años norteamericanos fue El inquilino (1989), otra novela corta que se ambientaba en un campus universitario muy parecido al de Urbana-Champaign y giraba alrededor de un joven profesor, Mario Rota, cuya plácida —e indolente— vida cotidiana se ve sacudida por la llegada de un colega, Daniel Berkowicz, mucho más brillante y exitoso y que, además, se aloja en el mismo edificio que él. Al tronco de la novela de campus, Cercas le injertó componentes de género fantástico y de thriller psicológico estudiadamente dosificados para ir desenvolviendo una anécdota en torno al motivo romántico del doppelgänger (con Edgar Allan Poe al fondo), guiñándole un ojo a otra de las querencias temáticas posmodernas, el carácter ilusorio de la realidad. Una torcedura de tobillo provoca una torcedura de las leyes del tiempo y el espacio y hasta de la lógica ordinaria.

            Hasta la aparición de su siguiente novela, El vientre de la ballena (1998) transcurrieron muchos años, principalmente dedicados a su carrera académica, pero ese intervalo no borró ciertas líneas continuidad con El inquilino. La más obvia es que se trata de una nueva novela de campus, si bien ahora el paisaje del medio-oeste americano ha sido sustituido por la Universidad Autónoma de Barcelona y la matriz del relato fantástico y de misterio ha sido relevada por un cóctel de novela intelectual (es decir, con abundante trasiego de ideas) y farsa costumbrista. El protagonista guarda algo más que un aire de familia con Mario Rota y su desmaña al enfrentarse con los nimios retos del día a día es muy semejante; pero a diferencia de Mario, Tomás, el protagonista, es también el narrador, y no se abstiene de hacerlo manifiesto, como había sucedido en El móvil. El paso adelante en esta estratagema metaficcional consiste, sin embargo, en que Tomás empieza a acercarse en algunas de sus características al autor (a Javier Cercas) y, hacia el final de la novela, admite que «ya hace más de un mes empecé a escribir esta historia inventada pero verdadera», con una paradoja aparente, la de la verdad de las ficciones (o invenciones), que desde entonces ha sido crucial en la obra de Cercas y en su reflexión sobre «la verdad de las mentiras», por decirlo con la fórmula de Vargas Llosa.

 

 

Variación Salamina

A Soldados de Salamina (2001) se llega a través del itinerario que he esbozado, al que le falta un tramo inexcusable: las crónicas periodísticas reunidas en Relatos reales (2000). De hecho, el narrador de la novela, el periodista «Javier Cercas», pretende escribir un «relato real» como los que había publicado el Cercas de carne y hueso en el diario El País, aunque más extenso.  Cercas hace confluir la estrategia metaficcional (una novela sobre un escritor que escribe o que aspira a escribir un libro) con el recurso autoficcional de conferirle al protagonista-narrador su propio nombre y  prestarle una porción de rasgos suyos mezclados con muchos otros inventados. El Javier Cercas ficticio (como ficticios son los personajes de Andrés Trapiello o Roberto Bolaño) ha publicados libros de títulos idénticos a los del auténtico, ambos practican eso que llaman, por vía de oxímoron, «relato real», y, en fin, ambos son autores de dos crónicas casi idénticas que conmemoran la muerte de Antonio Machado y evocan el fusilamiento fallido de Rafael Sánchez Mazas. Sin embargo, el trampantojo de esos préstamos atributivos no debe confundir a ningún lector sensato y hacerle creer que los dos Cercas son uno y el mismo. Ese juego de préstamos también tenía marchamo posmoderno, si bien, a través de Borges, se remontaba hasta el Cervantes que asoma aquí y allá en el Quijote, como amigo del cura o como un tal de Saavedra.

            El tema del escritor atascado volvía a ser productivo para Cercas y lo mismo cabe decir del reciclaje de géneros y modalidades de discurso, puesto que en Soldados de Salamina combina la narración detectivesca o de investigación con el relato histórico y con el enfoque cronístico y de reportaje (en la reconstrucción de la biografía de Sánchez Mazas). Pero todo ese instrumental técnico se pone al servicio de un mayúsculo encomio de la ficción novelesca o de la imaginación literaria, que aquí vienen a ser lo mismo. ¿Cómo? A través de la peripecia de ese atrabiliario «Javier Cercas» que se entera de que un miliciano anónimo perdonó la vida, contra todo pronóstico, a un falangista conspicuo y, necesitado de una buena historia, resuelve emprender una concienzuda investigación para contar lo sucedido. Pero la realidad tiene sus limitaciones y el periodista solo logra una reconstrucción biográfica del falangista (el segundo capítulo) insatisfactoria, sobre todo porque falta el otro —y principal— agente, el soldado republicano que tiene el gesto magnánimo o irresponsable de dejarle escapar. Y ahí, en el espeso anonimato, no hay manera de avanzar. Hasta que este «Cercas» descubre lo que Cercas ya sabe: que hay verdades que solo se revelan a través de la imaginación. Y entonces inventa a Miralles, el miliciano, o más bien inventa la entrevista con Miralles en un asilo de Dijon, transformando de ese modo lo que iba a ser un «relato real» en una novela, ahora ya parecida a la que escribió Javier Cercas, pero sin que se confundan.

            Esta galería de espejos metaliterarios incorporaba en Soldados de Salamina dos dimensiones nuevas que iba a determinar las variaciones posteriores en la obra de Cercas. La más ostensible concierne a los asuntos tratados y suscitados y se abre a la revisión de la Historia reciente, a la llamada memoria colectiva (aunque toda memoria es individual) y a la gestión que hacemos de las herencias patentes y latentes del pasado traumático o conflictivo: de la guerra civil, de la dictadura franquista, de la transición a la democracia, del olvido consentido, impuesto y en todo caso injusto y hasta ignominioso. Miralles, en la mitad ficcional de la novela, encarna a quienes dieron su vida por defender los valores de la libertad y la democracia, en España y en Europa, y fueron luego olvidados, archivados en el rincón oscuro de la memoria histórica. La mirada de Miralles a Sánchez Mazas no es un símbolo absolutorio de la culpa de los fascistas, no es un gesto de perdón de quienes se alzaron contra un régimen legítimo y establecieron una dictadura interminable, sino que es una sublimación literaria de las valores ilustrados, un ejercicio moral que responde al imperativo categórico y, en cierto sentido, un instante de heroísmo: lo fácil, según dictaba el deber, hubiera sido disparar; no hacerlo, cuando ya nada iba a cambiar el curso de una guerra perdida, podía acarrear graves consecuencias. Miralles opta por lo menos fácil, por traicionar su obligación como soldado sin más objetivo superior que el de ahorrarle una muerte más a la matanza general. El suyo es el heroísmo de la traición o el desacato sobre el que volverá Cercas en novelas posteriores.

            La otra dimensión es la que estrecha los lazos entre la novela y la realidad empírica, entre la invención (o la ficción) y la constatación. Se trata de una dimensión compleja y de galerías múltiples en la que, por un lado, las alusiones desde texto a la realidad empiezan a reclamar un estatuto referencial cada vez más próximo al periodístico o histórico, esto es, cada vez más despojado de datos inventados. Este despojamiento aún es incipiente en Soldados de Salamina, que mantiene su condición de novela, pero será completo en Anatomía de un instante (2009), un libro que pone en solfa los límites del género. Por otro lado, o por otra galería, esa creciente conexión referencial entre novela y mundo exterior alcanza de lleno a la voz narrativa, que irá evolucionando hacia una identificación también plena con la del autor, rayana en lo autobiográfico, que culmina en El impostor (2015) y en El monarca de las sombras (2017). Aunque la inmediatez de la voz que cuenta recuerda la de los narradores autoficcionales, portadores del nombre de sus autores y protagonistas de su relato, el «Javier Cercas» de estas dos últimas novelas no acapara protagonismo sino que actúa como investigador y cronista de esa investigación.

            ¿Y la guerra civil? Bueno, no es más que un azar que «Cercas» se entere de la anécdota del fusilamiento cuando necesita una buena historia para salir del atolladero en que se encuentra. Para Cercas, en cambio, no es azaroso que el embrión de la novela sea un episodio menor de la guerra civil, porque le interesa hablar de lo remota que quedaba ya esa guerra para la mayoría de españoles del año 2000, tan remota como la batalla naval de Salamina entre griegos y persas veinticinco siglos atrás, a pesar de que aún sobrevivían algunas víctimas y algunos verdugos, aquellos sin reparación y estos sin castigo, todos a la sombra de una memoria sin justicia.

            La novela fue un éxito abrumador. Cientos de miles de ejemplares vendidos, traducciones a decenas de idiomas, versión cinematográfica, lluvia ininterrumpida de premios, parabienes y elogios de nombres venerados como los de Vargas Llosa, George Steiner, Susan Sontag, J. M. Coetzee... Desde entonces todo dio un vuelco, para Cercas y para la novela española.

 

 

Variación sobre el bloqueo

            Al tema del bloqueo del escritor había dedicado Cercas El móvil y Soldados de Salamina, pero tras el huracán provocado por esta novela se encontró él mismo enfrentado al miedo escénico del qué decir. Salió adelante con una argucia posmoderna aprendida en Borges, la misma que expuso John Barth en 1967: si la literatura ha agotado sus temas y formas, hay que hacer de ese agotamiento el asunto mismo de la nueva literatura. Con ese bucle, Cercas convirtió su éxito y las consecuencias perniciosas del mismo en el núcleo originario de La velocidad de la luz (2005), a la vez que anudaba hilos procedentes de su obra anterior: la novela de campus en Illinois, la metaficción, los ademanes autobiográficos, la utilización del motivo del doble por cuenta de un excombatiente en Vietnam, Rodney Falk... Esa maniobra le permitió realizar un ejercicio de autocrítica cuyo objetivo solapado era el de conjurar el efecto paralizante del éxito y la catástrofe que puede acompañarlo: la soberbia, la vanidad monstruosa, la egolatría, la pulsión autodestructiva, la enajenación del entorno familiar, amistoso y profesional o, sencillamente, la maldad. Con esta primera novela después del tsunami de Salamina, Cercas se previno (o se rescató) a sí mismo de esos derrumbamientos. Por medio de esta fábula sobre la redención, el escritor se purgó de los tóxicos que podían haberle inmovilizado tras el aparatoso triunfo y se puso en disposición de encarar nuevas metas.

 

 

Variaciones del instante y el devenir

            La primera meta fue una sorpresa colosal que pareció una majadería. Vio la luz en 2009, en una editorial distinta de la suya (pasó de Tusquets a Mondadori), se tituló Anatomía de un instante y era un grueso ensayo interpretativo sobre el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, el tejerazo. Pero podría describirse de otro modo: era un análisis minucioso y estrictamente histórico de un momento televisivo único en la democracia española, la imagen de tres individuos sentados en sus escaños mientras unos guardias civiles ametrallaban el Congreso de los Diputados. E incluso aún podría decirse que se trataba de una novela muy rara resultante de una bancarrota de la imaginación, una novela que requería una privación absoluta de elementos ficticios, una concordancia total con los datos históricos y verificables, pero que, como cualquier novela, debía regularse internamente por un sistema de recurrencias, anticipaciones y conjeturas verosímiles, por un ritmo y unas técnicas narrativas sometidos a un control férreo. Y, como cualquier novela de punto ciego, esta también perseguía dar respuesta a una pregunta sin respuesta: ¿por qué Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo se mantuvieron en su asiento bajo las balas? No es la pregunta de un historiador, sino la de un novelista: ¿qué biografía condujo a esos tres individuos tan distintos y tan dispares ideológicamente a arriesgar sus vidas por defender una forma de dignidad o quizá de lealtad? Dar satisfacción a este enigma arrastra al narrador a una investigación (otra más) que refiere en su decurso y en sus resultados para desembocar en una conclusión final, la de que los tres (y de manera particular Adolfo Suárez) fueron héroes de la traición, puesto que supieron que debían traicionar su propio pasado autoritario (dos de ellos procedentes de las tripas del franquismo y uno del estalinismo) para ser fieles al presente y sobre todo a la posibilidad de un futuro esperanzador.        

            Al libro no le faltaba el aspecto académico de un estudio riguroso, con sus notas y su bibliografía, pero tanto el prólogo como el epílogo esclarecían que se trataba de un producto de alta elaboración literaria, por mucho que se hubiera sujetado al ascetismo de los hechos rotundamente factuales. En una inversión conceptual muy del gusto de Cercas, el prólogo se llamaba «Epílogo de una novela», que era una supuesta novela sobre el 23-F que había embarrancado y de cuyo fracaso había surgido Anatomía de un instante; en tanto que el epílogo se titulaba «Prólogo a una novela» y en él se revela el motivo secreto de la obra: la simetría (o analogía) entre Suárez y el padre de Cercas (o del narrador), detrás de la que se entrevé la imagen de Telémaco buscando el reencuentro con el padre perdido.

            De la tela de araña que teje el cronista de Anatomía de un instante escapa la «verdad», entendida esta como el desciframiento radical de todos los enigmas, pero quedan atrapadas distintas versiones de la verdad, distintos planes golpistas que difuminan, al superponerse, la recta interpretación de lo ocurrido y que demuestran que la verdad es escurridiza, aunque no inextricable ni inaccesible ni incesantemente diferida, como pretendía cierto pensamiento posmoderno. De hecho, Cercas está menos interesado en la determinación de la verdad histórica, como sería propio de un historiador, cuyo propósito consiste en elucidar el pasado, que en la exploración de una verdad moral, la de los «héroes de la traición», gracias a la cual se allanó el camino hacia el presente. Como novelista, a Cercas le interesa solo el tiempo presente. Su interés por el pasado es vicario de su interés por el presente: aquel ilumina el proceso que ha conducido al mundo actual. En cierto modo esa había sido un aprendizaje derivado del éxito de Soldados de Salamina: las brasas de la remota guerra civil no se habían apagado y miles de lectores probaban que el pasado, por decirlo con una expresión de William Faulkner cara a Cercas, no es pasado sino una dimensión del presente.

            Esa convicción la trasvasó en 2012 a la novela Las leyes de la frontera (2012), en la que regresaba a una narrativa más tradicional, alejada de los resortes de la autoficción y de la hibridación intergenérica, para contar la historia de una salvación, la de un muchacho (Cañas, el narrador) que, en los años setenta, pudo haber arruinado su vida en una banda de quinquis o como heroinómano arrastrado por un enamoramiento, el de Tere, del que nunca se ha recuperado. El primer plano del relato lo componen las andanzas del novio de Tere, un héroe averiado, el delincuente juvenil El Zarco, carismático y temido, un fuera de la ley sin la menor posibilidad de futuro y cuya caída en desgracia se debe a una delación no aclarada. Toda la novela está sembrada de ambigüedades sobre la motivación y las acciones de los personajes y en ella parece practicar Cercas, que no deja de estar emboscado en el adolescente enamoradizo que pudo caer del lado equivocado, su teoría del punto ciego: ¿quién delata a El Zarco? ¿alguna vez quiso Tere a Cañas?

            Casi como si la empleara de trampolín, Cercas saltó desde esta ficción hacia el espacio donde se ha movido con asombrosa agilidad, la novela sin ficción que se articula como una pesquisa. En El impostor (2014) convergen muchas de las variaciones Cercas: la reflexividad sobre la propia carrera literaria, que aquí adquiere una dureza sin indulgencia, la presencia del narrador autoficcional, la consideración sobre los confines y la legitimidad de la verdad y la mentira, la habilísima incrustación de los géneros no inventivos, como el reportaje, la entrevista, el ensayo, de nuevo el sabio racionamiento de las informaciones que van revelando al personaje y el sentido de la obra. El protagonista es Enric Marco, el supuesto deportado nazi al campo de concentración de Flossenbürg que resultó ser un embustero patológico y que, sin embargo, puso su impostura al servicio de una buena causa: la dignificación de la memoria de las víctimas. ¿Merece reprobación y condena por haber contribuido a mantener vivo el recuerdo de la atrocidad a costa de alimentar su narcisismo insaciable? Es uno de los puntos ciegos del libro, pero no el único.         

            También encierra un punto ciego su última novela, El monarca de las sombras (2017), que vuelve a organizarse como una indagación autoficcional de un pasado cancelado, el de la guerra civil y el envenenamiento ideológico de muchos de los jóvenes que perdieron en ella la vida. La figura rescatada del olvido es Manuel Mena, tío abuelo de Cercas que entró en Falange a los diecisiete años y murió en la batalla del Ebro a los diecinueve, un adolescente embaucado por el populismo falangista que fue empujado, como tantos, al matadero de la guerra. Su causa estuvo equivocada, pero quizá no su idealismo, semejante al de Miralles, aunque la causa de este fuera justa y mereciera seguramente el sacrificio. Mena y Miralles, dos héroes defectuosos, porque el primero no pasó de ser carne de cañón al que luego se glorificó en la familia, mientras que el segundo careció del reconocimiento que se le adeuda a cualquier héroe y aceptó, como héroe que era, la ironía amarga de haber dado sus mejores años por una recompensa de postergación y olvido.  Quizá Mena tuvo la certeza, en algún momento —y ese es el punto ciego—, demasiado tarde, de que las ideas que le habían inoculado eran baratijas y que iba a dar su vida por un fraude colectivo.