Ahora que tanto se habla de la España vacía (o vaciada), vale la pena señalar que, como todo el mundo en realidad sabe, ese vacío es mentira. La idea, brillantemente gráfica, ha servido para explicar cuánto se han alejado los españoles de los entornos más rurales y salvajes, pero su propia formulación da la pista para entender por qué tanta gente ha dejado de vivir en el campo, la dehesa o la montaña: la perspectiva ultrahumana. La misma perspectiva que proclama a la ciudad como ideal mientras sentencia que donde no hay humanos no hay nada. Pero si por un instante decidimos ser objetivos, además de realistas, será sencillo preguntarse: ¿Vacía? ¿Vacía de qué?

El presunto vacío está lleno de seres y palabras que, eso sí, muy pocos usan y muchos ni siquiera conocen, entre otras razones porque llevamos décadas huérfanos de narradores que nos cuenten historias sobre especies ajenas, relatos fundamentales para sugerirnos que compartir espacios con una libélula, una ortiga o un lobo puede tener valor. 

España posee 52 Reservas de la Biosfera, 7.905 kilómetros de costa, 121 tipos de hábitat diferentes y una literatura de naturaleza tan raquítica que hasta hace cuatro días nos referíamos a ella empleando un término anglosajón: nature writing. Acudir a otra lengua para definir todo un género da la medida de la distancia con la que la mayoría de escritores e intelectuales han observado el asunto “natural” hasta ahora. ¿Los motivos?

A finales del siglo XIX, la debacle en Cuba y Filipinas desmoralizó a un país también económicamente perjudicado. Buscando reanimar a la ciudadanía, la Institución Libre de Enseñanza se aplicó a programar excursiones que pusieran en contacto a las personas con la tierra, el agua, la flora y la fauna, educando en los tesoros del entorno. Ese tratamiento tan simple y físico reanimó espiritualmente a miles de personas y estimuló su imaginario dando lugar por ejemplo a la generación del 27, una de las hornadas más universales que haya procurado la literatura española.

La Guerra Civil dinamitó la productiva alianza entre cultura y naturaleza. Tras la contienda, el campo y la montaña se convirtieron en lugares que ayudaban a que los furtivos paliaran el hambre y unos cuantos privilegiados cazaran a discreción. La Ley de Alimañas permitió disparar más o menos a todo lo que se moviera en el monte a la vez que millones de personas se desplazaban del pueblo a la ciudad atraídas por el canto de la tecnología y la urbe, que prometía futuros tan boyantes como el del creciente turismo, que espoleaba la construcción de hoteles y apartamentos en costas. Ese flujo resultó imparable y se extendió a lo largo del tiempo sin atender a perjuicios medioambientales. 

Así, durante cuarenta años, los escritores se alejaron del campo como el resto de la sociedad y la naturaleza casi no existió en nuestras letras. La guerra, la posguerra, la emigración a las ciudades y el boom especulativo resultante del turismo la borraron como tema. Es cierto que, hasta la década de los setenta, lo rural fue una presencia normal en muchas narraciones, al fin y al cabo mucha gente vivía aún en el campo, pero la naturaleza tan solo era un fondo, un decorado en el que los seres no humanos tenían una importancia ínfima o, como mucho, utilitaria. De hecho, el campo y lo silvestre empezaron a cobrar mala fama, asociados a la pobreza y la incultura. Y “el pensamiento” optó por apartarse de él.

Tuvo que ser un naturalista presentador de televisión el que recordara a sus paisanos que ahí fuera había una naturaleza impresionante. Si el punto cero de la nature writing puede situarse en el Walden de Henry David Thoreau, el inicio de la reacción en España lo marca Félix Rodríguez de la Fuente más de un siglo después, y su vía es la audiovisual. Tampoco es que la literatura española se haga eco inmediato del fenómeno Félix, pero las ideas e imágenes que él comunicó calaron singularmente en unos cuantos niños que en el siglo XXI son ya adultos atónitos ante el descalabro medioambiental y comienzan a escribir sobre bosques, peces, cabras. De manera cauta o tímida, eso sí. Y no será hasta 2018 cuando se presente el concepto liternatura. Esta demora posee unas implicaciones filosóficas decisivas. Veamos por qué.

Pensar en la naturaleza supone escrutar realidades no humanas, y eso, en nuestra civilización, equivale a indagar en los márgenes. El interés y los hallazgos encontrados por Thoreau en un lago y un bosque, le impulsaron a cuestionar las jerarquías arquetípicas. Un interrogante instantáneo es por qué el humano se sitúa a sí mismo en la cúspide animal, cuando en la cadena trófica ocupamos el nivel 2,2. A la altura de la anchoa y el cerdo. Muy lejos del 5,5 de la orca. (Las cifras las hemos sabido recientemente pero no era difícil intuir algo parecido en los tiempos de Thoreau).

Revisando supuestas verdades intocables, Thoreau llegó a cambiar el orden de su nombre -había sido bautizado David Henry-, siguiendo la estela de Walt Whitman, el poeta autor de Hojas de hierba que firmaba sus libros con el diminutivo (de Walter) que empleaban sus amigos al hablarle. Thoreau también se negó a pagar impuestos que consideraba injustos, se movilizó contra su gobierno esclavista y escribió sobre la necesidad de la desobediencia civil.

Todo ese pensamiento reactivo es la consecuencia de observar la naturaleza y respetar sus dinámicas más sanas hasta el punto de estar dispuesto a imitarlas y defenderlas. Escribiendo historias, por ejemplo. A Thoreau le siguieron otros autores pioneros como John Muir, Aldo Leopold o John Burroughs, que simultanearon la escritura de libros con las expediciones, la creación de los primeros parques naturales o su labor como forestales. La mayoría eran buenos cazadores y expresaron antológicamente su asombro e insignificancia en medio de los grandes espacios salvajes.

A partir de ahí, la liternatura ha brindado autores de lo más diverso. Por una parte, figuran los emblemas del aislamiento al estilo de Pete Fromm, quien siendo chaval se instaló con una tienda de campaña en una montaña de Idaho para pasar siete meses de invierno cuidando de dos millones y medio de huevos de salmón. Sylvain Tesson prefirió narrar seis meses en una cabaña siberiana, y Henry Beston se construyó La casa más lejana en la última estribación de Cape York para vivir un año en ella. Se trata de libros muy sensoriales y físicos, que destilan iniciación.

Luego, hay quienes han concedido el protagonismo a un elemento o a espacios vírgenes. Ahí destacan Roger Deakin, que nadó varios ríos británicos y algunos lagos y piscinas al aire libre para radiografíar a su nación a ras de agua; Tristan Gooley, que realizó un insólito y meticuloso estudio del mismo líquido; y Robert Macfarlane, cuya Naturaleza virgen viene a demostrar que todavía es posible hallar rincones vírgenes en la superurbanizada Gran Bretaña. Lo escribió después de Las montañas de la mente, donde refleja la influencia de la montaña en el imaginario contemporáneo.

Mientras la mayoría de estos libros se publicaban, ¿qué pasaba en España? La especulación inmobiliaria había ido arrinconando a los ecologistas, cuya voz fue bastante barrida de unos medios de comunicación que a menudo los presentaba como sinónimo de alteración o amenaza. El terreno se abonó para que las historias urbanas sepultaran a las del campo y, en general, los literatos nacionales aceptaron la coyuntura sin más. El campo y la naturaleza no humana se fueron diluyendo de la narrativa, y la literatura que los trataba se vinculó al bucolismo o a la épica rancia, como si sobre esos espacios no se pudiera escribir con la “normalidad” que se escribía de las ciudades. Como si fuera literatura de peor calidad.

Una consecuencia de tanto olvido y menosprecio fue la radicalización del movimiento ecologista, que aún dura: sus colegas europeos señalan a los españoles como los más extremos del continente. Ese nicho de rabia e impotencia al menos ha aportado a algunos grandes autores afines a la liternatura más crítica, la volcada en desenmascarar abusos contra el medioambiente. Su ídolo internacional sería Rachel Carson, quien con  Primavera silenciosa, publicada en 1962, inauguró la liternatura de denuncia, que tiene en filósofos españoles como Jorge Riechmann o Marta Tafalla y en la ingeniera ecofeminista Yayo Herrero a insignes representantes. No solo denuncian, también ofrecen modelos alternativos y escriben poemas preciosos que invitan a reconectar con el entorno, pero cuando atizan, su crítica es tan demoledora como lo puedan ser las de Paul Kingsnorth o George Monbiot. 

Hace pocos años, Inglaterra asistió a una polémica incitada por el escritor Mark Cocker, quien, abrumado ante las múltiples alertas medioambientales, recriminó a Robert Macfarlane ofrecer una visión demasiado edulcorada de los espacios naturales. Cocker pedía más furia y contundencia en los textos, menos ocultar los desastres. Macfarlane respondió que él prefería contar la hermosura para, a fin de cuentas, conseguir lo mismo que Cocker buscaba: una reacción del lector.

En su libro Naturaleza es nombre de mujer, la treintañera Abi Andrews señala que hasta ahora los libros de nature writing los han firmado básicamente hombres blancos heterosexuales, y para demostrar que la naturaleza se puede contar de otra forma, se va a Alaska siguiendo los pasos de Chris McCandless, el joven que murió al quedar atrapado en aquel norte y cuya historia inmortalizó Jon Krakauer en Hacia rutas salvajes. El resultado es una narración asilvestrada donde una joven aprende a sobrevivir mezclando experiencias propias con una crítica impíamente sostenida a la mirada tan masculina de históricos santones naturalistas, desde Thoreau al mismísimo Darwin.

Las cuestiones que plantean Cocker o Andrews pertenecen a una cultura en la que la nature writing está asentada. Por eso, los periódicos de su país no suelen hacer reportajes en los que más que nada se enumeran los libros de ese género publicados recientemente -¡oh, qué simpática sorpresa, libros de liternatura!- sino que abren debates sobre los temas que los libros proponen. La realidad en España es que, antes de 2008, cualquier debate de ese estilo habría sido impensable por la falta de libros, de autores y de una audiencia interesada.

 

Antecedentes

Para ilustrar el estado de la liternatura en España antes de 2008 recurro a un fragmento de mi libro Lagarta, donde intenté sintetizarlo:

“Si el elefante es una catedral del reino animal, Cervantes se eleva como un equivalente en el ámbito literario. Pero Cervantes no era aún CERVANTES cuando escribía, sino un hombre manco y encerrado que además de contar la historia sobre un hidalgo loco y su escudero obeso, que montaban a un caballo y un burro de nombres Rocinante y Rucio, ofreció una novela narrada en primera ¿persona? por un perro: Berganza. Al parecer, el manco que escribía sobre locos y perros en primera ¿persona? era un incondicional del pensamiento alternativo que llamó la atención sobre el descomunal maltrato que se daba a los animales en su época, basta leer a Berganza en El coloquio de los perros.

El Quijote es un libro que tiene mucho de viajes, y en eso conecta con otro “elefante” anterior, el Poema de Mio Cid, de autor anónimo, cuyo protagonista desterrado habla con los pájaros mientras cabalga a la yegua Babieca. Muchos siglos más tarde, el Juan Ramón Jiménez que se recuperaba de la ruina económica y la depresión por la que llegó a ingresar en un sanatorio, inventó al burro Platero. Y a finales del mismo XX, un deficiente mental imaginado por Miguel Delibes regaló una especie concreta al acervo mítico español: la milana. Citada en femenino.

Un manco confinado, un escritor invisible, un superviviente de la ruina y la depresión y un cazador que han pensado como un loco, un desterrado, un burro y un deficiente mental han firmado algunos de los contactos con animales más memorables de la literatura española. Da que pensar cómo había que estar para escribir literatura sobre animales cercanos, hasta hace poco”.

Ese era el panorama, más o menos. Pero en 2008 se despierta algo. El crack financiero mundial coincide con las numerosas alertas por las consecuencias del cambio climático, incluso el exvicepresidente de Estados Unidos Al Gore produce un documental a propósito. Cinco años después, la editorial española errata naturae rescata Walden y vende más de veinte mil ejemplares. El interés por esta literatura hace que afloren títulos como el magnífico ¿Para qué sirven las aves? de Antonio Sandoval, y se recuerde que Joaquín Araújo o Alejandro López Andrada llevan picando esta piedra literaria desde siempre.

De todas formas, no es que abunden las obras. En 2013 hay periodistas que de vez en cuando redactan chispeantes columnas sobre temas de naturaleza, se publica alguna novela española donde el paisaje cobra una relevancia inusual, pero quien desee impregnarse con la geografía, la flora y la fauna españolas, mejor que acuda a los libros científicos, porque no hay demasiada literatura local que haya dotado a esos seres y espacios de alma. La intimidad que establece la literatura no afecta a los bosques o el mar. Hasta 2013, cuesta leer no ya a escritores sino a biólogos, zoólogos, ornitólogos, a científicos españoles en fin, capaces de escribir con un mínimo pulso literario. La separación entre ciencias y humanidades evidencia su boquete en la falta de narraciones naturalistas.

Sin embargo, el incesante flagelo de la crisis económica y las ya indiscutibles evidencias de que el cambio climático está siendo acelerado por la acción de la especie humana provoca que un buen número de lectores comience a consumir libros de la aún llamada nature writing. Santiago Beruete publica Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines. Tafalla presenta su Ecoanimal, abordando la relación entre los humanos y su entorno desde la estética y concediendo gran importancia a los sentidos: ella misma padece anosmia, la pérdida total de olfato.

La carencia sensorial de Tafalla conecta con la prolífica línea de nature writing por la que personas, a menudo mujeres, con alguna enfermedad, discapacidad o trauma han encontrado en la naturaleza una fuerza e inspiración que les ha permitido cuajar obras fundamentales. Ahí está Annie Dillard, que se mudó a las montañas tres años para recuperarse de una neumonía y plasmó su experiencia en Una temporada en Tinker Creek.Despega con una chinche gigante acuática succionando a un sapo, y fue elegido entre los cien mejores ensayos del siglo XX en Estados Unidos. Elizabeth Tova firmó El sonido de un caracol salvaje al comer tras quedar postrada un año a causa de un fallo en el sistema nervioso. Una amiga le regaló un terrario con un caracol, y de esa relación nace un libro delicioso que logra que nos identifiquemos con nada menos que un gasterópodo, invitándonos a pensar de otro modo en el tiempo, en la velocidad. Un año en los bosques es donde Sue Hubbell narra cuánto le ayuda la granja y la apicultura a recuperarse de la separación de su marido. Y adiestrar a un halcón sirvió para que Helen Macdonald apaciguara su desasosiego tras la muerte de su padre y para hacer de H de halcón un superventas.

En la misma frecuencia autoafirmativa, e influido por los ecos acuáticos de Roger Deakin, Jordi Ballart escribió Línia de flotació. El barcelonés explica cómo nadar en aguas abiertas le ha aportado sosiego y ayudado a ubicar socialmente su homosexualidad. Después, todo el libro es disfrute de olas. Cuenta la Barceloneta como casi nadie la ha contado -nadando-, la naturaleza de la medusa inmortal o cómo afrontar remolinos en los mares del norte.

Ballart escribe en catalán, aún no le han traducido al español. Sandoval es gallego. Beruete, pamplonica residente en Ibiza. Araújo vive en Las Villuercas, Extremadura. Tafalla, Herrero, y Mercè Ibarz, Irene Solà, Noemí Sabugal, Elvira Valgañón, Leire Bilbao, Maria Josep Escrivà, Maixa Zugasti, Pilar Codony, Pilar Adón… son mujeres… la mayoría nacidas en o muy vinculadas a pueblos. Así que todas y todos estos autores se mueven, digamos, por espacios de un modo u otro excéntricos, entienden lo que es la periferia y el margen, y escriben sobre naturaleza. Nature writing, decían algunos.

Pero los nombres y apellidos de estas personas no cuadraban con ese término inglés. Y saltó la idea. Fue durante el año que pasé trabajando con pastores en La Siberia extremeña. Por la noche, en el bar de Sancti Spíritus, conversaba con mi amigo ganadero Miguel Cabello sobre las derivas de la cultura y el campo, cuando me preguntó de qué sería el libro que iba a escribir. De qué sería. Pensé en responder de nature writing pero Miguel no lo habría entendido, y me pregunté por qué se me había ocurrido en inglés cuando por entonces ya estaba escribiendo unas columnas temáticas bajo el epígrafe Litenatura, precisamente para reivindicar un espacio literario de ese estilo en la lengua propia. Pocos días después, recibí una llamada de Emma Quadrada, una periodista que quería organizar un festival de literatura de naturaleza en Barcelona y necesitaba alguien que la ayudara con los contenidos. “Se llamará Liternatura”, dijo Emma. Con erre. Le comenté que yo estaba trabajando con la misma palabra sin erre pero no tardé en convencerme de que la consonante otorgaba otra fuerza al término, más presencia. Y organizamos el festival.

El estreno público del concepto Liternatura fue en el festival celebrado en octubre de 2018 en Barcelona. Cuando preparábamos la segunda edición, la pandemia suspendió los actos culturales en la ciudad, aunque el pueblo de Tamurejo, en La Siberia extremeña, decidió llevarlo adelante bajo el nombre de Siberiana. Tamurejo ya programa su cuarto Siberiana. En 2022, Barcelona ha celebrado el segundo Liternatura auspiciado por Biblioteques de Barcelona. Poco antes, el Ministerio de Cultura había convocado un encuentro de escritores y críticos de literatura de naturaleza en Verines, Asturias, coordinado por Luis García Jambrina. Estos encuentros existen desde 1985. Nunca antes habían abordado ese tipo de literatura.

Parece que la Liternatura se extiende respondiendo a una demanda que incumbe a toda la lengua española, y por eso Mérida, México, prepara su primer festival este año, y Bogotá y San José de Costa Rica estudian sumarse no muy tarde. Varias bibliotecas y librerías están incluyendo la sección Liternatura en sus estantes, se han abierto clubes de lectura especializados, residencias internacionales de escritores del género y, sobre todo, cada vez hay más libros escritos en nuestras lenguas que encajan en esa idea. Básicamente, se trata de que la naturaleza sea una protagonista principal. Que la narración incluya sustantivos y acciones solo posibles en el ámbito rural o salvaje. Que refleje La Gran Conversación entre humanos y naturaleza que propuso el historiador y naturalista Thomas Berry.

Los libros sobre animales ilustran muy bien el alance de esta Gran Conversación. John Vaillant logró una formidable novela negra adentrándose en el espíritu de un tigre siberiano -El tigre-, J.A. Baker nos aproximó con eléctrica delicadeza al día a día del halcón en El peregrino, Geoffroy Delorme ha sublimado la sintonía humano-animal transformándose en El hombre corzo -no se lo pierdan, obra maestra del género-, y después de Javier Pérez de Albéniz y Lars Berge, entendemos de otra manera al lobo. De cualquier forma, el más atractivo encanto de la liternatura es aupar las maravillas y regalos de animales habitualmente ignorados. Patrik Svensson acaba de publicar El Evangelio de las anguilas en España, y pronto vamos a leer traducido a otro sueco amante de las arañas. Con mi Lagarta, fui a buscar lagartos gigantes a El Hierro y urogallos a Villablino para evidenciar que nuestra fauna va mucho más allá del lobo y el toro, por eso conté historias de amistad, traición y desextinciones que implicaban a humanos y animales poco vistos, incluidos el bucardo y el desmán. Y, por ejemplo en México, Andrés Cota Iriart ha dedicado un volumen al ajolote, prestando siempre atención a serpientes, escorpiones y compañía.

La liternatura, en fin, está ofreciendo algunas de las mejores obras contemporáneas, y el español y las lenguas latinas empiezan a aportar historias de este tipo asegurando que nuestro ecosistema literario será, a partir de ahora, un poco más (bio)diverso. Más aireado, más fresco, más conectado a lo que ocurre lejos de nuestro ombligo y, en consecuencia, mejor.