Referida a uno de los escasos escritores cuyo nombre se ha convertido hace ya tiempo en un símbolo, esta pregunta le parecerá a cualquier lector ingenuamente absurda. Y ello seguramente porque el mundo literario de Franz Kafka ha adquirido a día de hoy tal magnitud que el nombre de su autor se ha desligado de la persona y se ha independizado de los escritos hasta el punto de conseguir preformar nuestras interpretaciones de la realidad y nuestros modelos de percepción abusando de él hasta convertirlo en un adjetivo, «kafkiano», que el diccionario de la Real Academia define como calificador de una situación absurda o angustiosa. El autor y su mundo han saltado, pues, las barreras de lo literario para entrar en nuestra vida cotidiana en el marco del absurdo y la angustia, algo verdadera y asombrosamente calificable como auténticamente kafkiano, pues su vida cotidiana fue, sin más, el eje en torno al que giró en verdad toda su escritura.


Además, la pregunta no dejaría de resultar absurda en tanto que a Kafka se lo conoce incluso sin haberlo leído, pero lo cierto es que ni siquiera el largo siglo transcurrido ya desde su muerte nos permite darle una respuesta satisfactoria. Y ello aun a tenor de que es más que probable que ningún otro autor se haya visto sometido a tantas incursiones en su biografía ni a tantas interpretaciones de su obra, las cuales, y a pesar de que sus escritos permanecen invariables, continúan cambiando sin cesar al hilo de las modas y los dictados de nuevas ideas y formas de pensar, sin que en realidad ninguna interpretación sistemática haya sido capaz de abarcar todos los posibles significados de su obra. Así lo ponía de manifiesto Susan Sontag en su ensayo Contra la interpretación (1964):

La obra de Kafka […] ha estado sujeta a secuestros en serie por no menos de tres ejércitos de intérpretes. Quienes leen a Kafka como alegoría social ven en él ejemplos clínicos de las frustraciones y la insensatez de la burocracia moderna, y su expresión definitiva en el estado totalitario. Quienes leen a Kafka como alegoría psicoanalítica ven en él desesperadas revelaciones del temor de Kafka a su padre, sus angustias de castración, su sensación de impotencia, su dependencia de los sueños. Quienes leen a Kafka como alegoría religiosa explican que K. intenta, en El castillo, ganarse el acceso al cielo; que Josef K., en El proceso, es juzgado por la inexorable y misteriosa justicia de Dios...

A Kafka se le ha ensalzado también como pensador, pero sus pensamientos, recogidos en aforismos, cartas y diarios, están llenos de paradojas, contradicciones y ambivalencias, pues precisamente su singularidad como escritor reside en el hecho de haber construido una obra plena de numerosas facetas y escasas certezas, expuestas siempre con la ironía y la ambigüedad, tan propias de su escritura y que tanto han contribuido a su vez a la construcción de esa idea de «lo kafkiano». Pero la escritura de Kafka no trata más que de reflejar las inquietudes del día a día de un hombre que vivió en un momento difícil (la última etapa del reinado del emperador Francisco José, el breve reinado del emperador Carlos y la primera Guerra Mundial) y en un entorno difícil (el reino de Bohemia determinado en su cotidianeidad por el conflicto entre checos y alemanes), una vida verdaderamente difícil, marcada por situaciones sociales y personales que hicieron de él ya en vida y a pesar de sus escasas publicaciones, un autor reconocido, aunque fuera únicamente entre un selecto grupo de artistas e intelectuales de Praga y Viena, que lo consideraban un escritor prometedor, que impresionaba sobre todo por su estilo y su sintaxis. Que esto fuera así se debió seguramente a que supo acabar con los corsés literarios de corte clasicista que constreñían las formas literarias al uso para dejar que entraran en sus textos los procesos de modernización económica y social que generarían numerosas experiencias de crisis en sus coetáneos y sobre los que siempre reflexionó con cierto tono de escepticismo, utilizando recursos, como el de la exageración, que generaron en sus escritos visiones grotescas, a veces incluso caricaturescas, que distorsionaban la realidad únicamente con el fin de hacerla más reconocible. Dotado de una perspicacia y un poder de expresión extraordinarios, sus largas, a menudo tortuosas, frases y diálogos han impresionado tanto a críticos y lectores, que se llegó a asumir que su estilo era esencialmente el de los periodos largos e intrincados. La amplificación y la matización son, en efecto, una característica importante de su palabra y expresan vívidamente la incertidumbre y la confusión que dominaban su vida; sin embargo, sus largas frases están invariablemente equilibradas por otras cortas, las conversaciones laberínticas y las reflexiones enrevesadas por descripciones vivas, acciones tensas e incidentes llamativos. Es más que probable, pues, que la multiplicidad de interpretaciones que se han ofrecido de su obra proceda directamente de este carácter tan particular de su escritura, a través del que Kafka comparte pensamientos y sentimientos con muchos escritores y pensadores del siglo XX, con los que compartió también dudas similares y con los que supo reflejar esa misma pérdida de fe en algo que pudiera dar sentido a la vida, dejando a la vista la falta de un sistema de orden universal.

Como punto de anclaje al que aferrarse en su encrucijada vital, marcada desde la infancia por un constante sentimiento de culpabilidad ante la imposibilidad de cumplir las expectativas paternas, Kafka escogió la literatura como medio a través del cual dar rienda suelta a su voz interior. Ya en una carta fechada en enero de 1904, esto es, cuando solo tenía 20 años, escribe a su amigo Oskar Pollak: «[…] un libro ha de ser el hacha que resquebraje el mar helado que hay dentro de nosotros». Precisamente durante aquellos años en los que Kafka presentía ya que su interior se convertiría en un mar helado sin espacio para otra cosa que no fuese la palabra escrita, el futuro escritor leía los diarios y cartas de autores como Hebbel, Goethe, Schiller, Kleist, Grillparzer, Mörike, Stifter, Dickens, Dostoievski o Flaubert. Para él este tipo de escritura diarística poseía un valor mucho mayor que las obras de ficción de estos mismos autores, pues a través de ella daban voz a su propio mundo interior, algo difícil de llevar a cabo con la misma soltura en la ficción. Es evidente que con estas lecturas buscaba en otros autores experiencias en cierto modo similares a las suyas, que pudieran iluminar su situación personal y ayudarlo a conseguir una vía de expresión escrita para su complejo mundo interior. Tal vez por ello sea en las numerosas cartas y diarios que escribió a lo largo de su breve vida donde se ocultan las principales claves para entender quién era Franz Kafka y, con ello, el conjunto de su producción literaria.

Fue Pollak precisamente quien debió animarle a escribir ya muy pronto, durante sus años de estudiante. Por desgracia, no se ha conservado ningún texto de aquella época, solamente apuntes al respecto en sus diarios y cartas. En su propia casa nadie se interesaba por ello, pues ninguno de sus miembros consideraba la escritura como una actividad adecuada para el único hijo varón, predestinado como tal ya desde pequeño a continuar con el negocio familiar. El padre, Hermann Kafka, nacido en el seno de una familia de carniceros en un pueblo del sur de Bohemia, había emigrado a Praga una vez finalizado el servicio militar. Hablante de checo y alemán, contrajo allí matrimonio con Julie Löwy, hija de una acomodada familia judía de Podiebrad, entre cuyos miembros se contaban médicos, hombres de letras y algunos solterones. De constitución débil en general, Kafka manifestó siempre sentirse atraído de forma particular por los miembros de esta rama de su familia, de cuya sensibilidad, introversión y timidez se consideraba heredero. Tras el matrimonio, el padre abrió un negocio de accesorios de moda y complementos que les fue proporcionando cada vez mayores ingresos y, con ellos, su ascenso en la escala social, hecho que conllevaría a su vez diversos cambios de domicilio, así como también de sinagoga, de la checa a la alemana.

En aquella época Praga era una ciudad socialmente explosiva y culturalmente efervescente. La ciudad contaba con 450.000 habitantes, el 90% de los cuales eran checos, y de ellos 14.000 judíos; de los 34.000 germanohablantes, 11.000 eran judíos, una proporción mucho más elevada. La clase alta de la burguesía praguense estaba constituida principalmente por alemanes, que ocupaban la mayor parte los cargos de la administración pública y residían en la ciudad antigua y el distrito de Malá Strana, mientras la población checa, mayoritaria y en expansión, habitaba la ciudad nueva y el extrarradio. A pesar de que la práctica religiosa no llegó a tener en el seno de su familia el peso y la importancia que hubiera sido de esperar (las primeras manifestaciones del interés de Kafka respecto de la cultura judía tuvieran lugar muy tarde, en 1917, tras la entrada en contacto con un grupo de teatro yídico), Hermann Kafka, como miembro de la minoría judía de habla alemana, sabía muy bien de la necesidad de asimilarse al primer grupo si quería alcanzar mayor prestigio e influencia social, para lo cual decidió enviar a sus hijos (Elli, Valli, Ottla y Franz, Georg y Heinrich no habían llegado a cumplir siquiera dos años de edad) a escuelas alemanas. De este modo, sus descendientes continuarían hablando también ambas lenguas: alemán en la escuela y en la familia, checo en la calle y con el personal de servicio. Allí, en la escuela, y más tarde también en la universidad, sería donde el futuro escritor encontraría la motivación de la que carecía en su casa para empezar a escribir sus primeros textos literarios en el entorno de la clase media judía, culturalmente desarraigada, que vivía en una crisis de identidad continua y que, pese a la actitud ambivalente de la mayoría de los judíos hacia la monarquía austriaca, mantenía la idea de que el gobierno de Viena, que se encontraba ya en una situación débil y claudicante, era el único medio de garantizar la ley y el orden frente a los crecientes ataques del antisemitismo checo, que no solo tenía raíces culturales y políticas, sino también económicas (tal vez a esa esperanza se debiera precisamente la elección del nombre del emperador para el hijo primogénito). Esa crisis se manifestaba también en la propia lengua que hablaban y que para Kafka supuso un problema constante, pues dudaba de su capacidad para describir la realidad que lo rodeaba, el día a día que tanto le importaba y de donde nacía su necesidad de expresión literaria. Estas dudas fueron incrementándose, sobre todo porque era consciente de que su alemán, el alemán de Praga, era una lengua aislada, incluso artificial, resultado de la mezcla con el yídico de las comunidades rurales emigradas a la ciudad en busca de una mayor tolerancia, una variante difícil de entender incluso por aquellos que tenían el alemán como lengua materna. Esta situación lingüística originaba un grave problema entre los escritores praguenses de su época, que se reflejaba por lo general en una acusada necesidad de diferenciar entre esta lengua hablada y la lengua escrita, que había de estar libre de todas estas mezclas. Precisamente por ello el alemán de Kafka resulta en algunas ocasiones ciertamente peculiar tanto en lo relativo a la sintaxis como al léxico, un hecho reforzado a su vez por la exigencia de escribir en un alemán correcto que el autor constantemente se imponía a sí mismo.

El hecho de que Kafka encontrara tan pronto refugio en la escritura no es en absoluto el argumento que explica la calidad de sus textos, pero sí el hecho de que su literatura se desarrollara en esa dirección concreta que hace su obra tan peculiar, y que, paradójicamente, no es más que una consecuencia de las condiciones tan poco favorables en las que se desarrolló su vida. Precisamente por ello, su obra presenta ese sesgo diferencial del constante afán de lucha por el reconocimiento en todos los sentidos: la lucha por el reconocimiento de su persona en la casa paterna (le prohibían leer por la noche y para que no lo hiciera le apagaban la luz), la lucha por el reconocimiento de su propia lengua y su identidad étnica y cultural (que tuvo que defender incluso en la escuela), la lucha por el reconocimiento de su voluntad de ser escritor (que le llevó a enfrentarse directamente con su padre), la lucha por el reconocimiento del público lector (acostumbrado entonces a una literatura de tonos bien diferentes), y también la posterior lucha entre sus intérpretes por incluirlo dentro de una u otra escuela literaria (que lo convirtió, por ejemplo, en el modelo de la decadencia capitalista y burguesa en el marco del realismo socialista). Llevado, pues, por esta aspiración, el 3 de enero de 1912 anota en su diario:

En mí es posible encontrar perfectamente la concentración necesaria para escribir. Cuando en mi organismo se hizo evidente que la literatura era la manifestación más productiva de mi personalidad, todo se inclinó hacia ella y dejó vacías todas las facultades que se orientaban hacia los placeres del sexo, de la comida, de la bebida, de la meditación filosófica, y principalmente de la música. Me atrofié en todos los aspectos. Esto fue necesario, porque mis energías, en su totalidad, eran tan escasas que solo reunidas podían ser medianamente utilizables para la finalidad de escribir. Naturalmente, no di con esta finalidad de un modo autónomo y consciente; fue ella la que se encontró a sí misma y ahora se ve obstaculizada, únicamente, pero de un modo radical, por la oficina.

Esta actividad en la oficina era un mal necesario, pues Kafka era consciente de que jamás podría vivir de sus trabajos literarios; debido a ello se había decantado por estudiar algo que le permitiera una subsistencia digna y, tras algunos escarceos con la química y la filología, había concentrado sus esfuerzos en la jurisprudencia, no tanto por presión de su padre, sino con la idea de que un trabajo en este campo le dejaría tiempo suficiente para la escritura. Los amigos que hizo en la Universidad y los círculos que frecuentó resultaron decisivos para su posterior carrera literaria: Max Brod, Felix Weltsch, Oskar Pollak y Oskar Baum mitigaron la tendencia de Kafka al aislamiento y le animaron a dar rienda suelta a sus inclinaciones. A pesar de que los primeros síntomas de enfermedad empezaban a manifestarse levemente y de acudir a algunas curas en diversos sanatorios, durante este periodo Kafka vivió unos años de apertura hacia el exterior como no había conocido hasta entonces y, como miembro del «Aula de Lectura y Oratoria de los estudiantes alemanes», tuvo acceso a una biblioteca tan completa que le permitió ampliar en buena medida, junto con las numerosas conferencias a las que allí asistió, sus conocimientos. Así fue como durante los años de estudio empezó a trabajar en un primer relato al que puso un título enormemente gráfico: Descripción de una lucha. A este seguiría poco tiempo después, una vez concluidos los estudios y llevado a cabo el obligado año de prácticas, otra de sus grandes narraciones: Preparativos de boda en el campo. El recuerdo de aquel periodo de la vida, en el que había disfrutado con la lectura más que con el estudio (Kleist es ahora uno de sus autores favoritos y lee con pasión todos sus escritos, sobre todo el Michael Kohlhaas, la historia de un rebelde que pronto se convertirá para él en modelo inexcusable), y en el que aún no se había visto enfrentado al mundo laboral, encontró asimismo un espacio en sus textos.

También en el marco de su actividad laboral la escritura desempeñó siempre para él un importante papel. El escritorio, representante, pues, de la dualidad de su vida (la vida segura de la administración, del trabajo, del orden, y la vida incierta de la escritura, de la transformación, de la voluntad, del desorden), se convirtió así para él en su herramienta vital, tanto de día como de noche, y no resulta extraño, por tanto, que sea precisamente esta pieza de mobiliario la que se convierta en el objeto «por excelencia», siempre presente en el entorno de sus protagonistas en los momentos cruciales de unas biografías que Kafka describe con sumo detalle. Baste recordar la intensidad con la que Gregor Samsa se aferra a él cuando tratan de retirar el mueble de su habitación, de la misma forma, quizá, en que el autor se aferrará a la corrección de las galeradas de su última obra como si fueran, cual escritorio, papel y pluma, su única posibilidad de salvación.

Efectivamente, en su vida profesional Kafka llegó a demostrar amplias capacidades y, a pesar de sus reiteradas bajas por enfermedad, consiguió varios ascensos a lo largo de su carrera, debido seguramente a la calidad de sus informes y de sus inspecciones laborales para el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia,  donde el horario de ocho a dos le dejaba tiempo suficiente para leer y escribir, al contrario de lo que le había sucedido en su primer encuentro con el mundo laboral en una compañía de seguros, la Assicurazioni Generali, un puesto que había conseguido por mediación de su «tío de Madrid», Alfred Löwy, amigo de Joseph Arnold (José Arnaldo) Weissberger, quien por aquel entonces representaba a la compañía en la capital hispana. No obstante, este primer trabajo le había abierto las puertas al mundo laboral, así como a la posibilidad de salir de Praga, o al menos de soñar con ello: «Aun con todo […] tengo esperanzas de poder sentarme yo también algún día en los sillones de países remotos, contemplar desde las ventanas de mis despachos plantaciones de caña de azúcar o cementerios musulmanes». Al Instituto de Seguros, a través del cual la monarquía estaba introduciendo importantes reformas en la vida laboral de los trabajadores, había llegado también gracias a la ayuda de Ewald Feliz Příbram, hijo del presidente de la compañía, lo que suponía una exigencia mucho mayor que, al principio, le llevó más tiempo de lo esperado. Pero tres meses antes de empezar su nueva actividad había visto la luz su primera publicación: ocho breves textos en prosa que, con el título de Contemplación, había enviado a finales de 1907 a la revista Hyperion.
Es cierto que hasta comienzos de 1912 publicó muy poco. La publicación más importante de este periodo vino directamente relacionada con un viaje que hizo en septiembre de 1909 a Riva, a orillas del lago de Garda, con Max Brod y su hermano Otto: «Los aeroplanos de Brescia» apareció el 28 de noviembre de ese mismo año en el diario Bohemia de Praga y es un temprano testimonio del interés del autor por los avances técnicos que estaban teniendo lugar en esos años. Además, los viajes supusieron para él una liberación que se percibe en las notas escritas en esos momentos, así como en el testimonio de Brod, que fuera de la ciudad lo encontraba siempre como transformado, pues «todas las preocupaciones, todos los sinsabores se quedaban en Praga». Y no carecía de ellos, porque a las presiones familiares y laborales había venido a sumarse otra de tipo económico: las quejas de la familia por su nula implicación en la compañía de amianto Prager Asbestwerke Hermann & Co., de la que era socio, y que llevó a Ottla, que siempre lo apoyaba en todo, a ponerse del lado del padre. A un mejor estado de ánimo durante este periodo de tiempo contribuyó sin duda su encuentro con la mencionada compañía de teatro yídico, cuyas representaciones lo fascinaron tanto que llegó a entablar una estrecha amistad con uno de los actores, Jizchak Löwy, y aunque su postura al respecto fuera en estos momentos aún un tanto ambivalente, sí que influiría posteriormente en su voluntad de emigrar a Palestina.

En cualquier caso, es evidente que el ejercicio de la redacción de los informes laborales influyó en el tono de neutralidad que supo infundir posteriormente a toda su obra y que, al excluir cualquier manifestación de tipo intimista, hace que el trasfondo biográfico de la misma no logre nunca salir del todo a la luz. Al margen del trabajo, el resto del día lo pasaba siguiendo un plan muy estricto: almorzar, leer la prensa, poner al día la correspondencia, dormir unas horas, pasear, cenar con la familia y, a partir de las diez de la noche, escribir hasta que aguantaran sus fuerzas. Esta «vida de maniobras», como él mismo la denominaba en sus cartas a Felice Bauer y a Milena Jesenská, dos de las mujeres de su vida, lo llevaba a menudo hasta la extenuación y, a la larga, se demostraría casi como imposible, tal como le manifestó al doctor Rudolf Steiner con ocasión de una de sus visitas a Praga, donde este había sido invitado a impartir una serie de conferencias:

[…]: mi felicidad, mis aptitudes y cualquier posibilidad de ser útil en algún aspecto residen desde siempre en lo literario. […] O sea, que no puedo entregarme completamente al trabajo de la literatura, como debería ser, y no puedo hacerlo así por razones diversas. Al margen de mis relaciones familiares, yo no podría vivir de la literatura a causa de la larga gestación de mis trabajos y de su carácter insólito; además, mi salud y mi carácter me impiden asimismo entregarme a una vida que, en el mejor de los casos, sería incierta. Por ello soy funcionario de un organismo de seguros sociales. Pero resulta que estas dos profesiones nunca podrán tolerarse entre sí ni dar lugar a una feliz convivencia. La menor suerte en una de ellas viene a convertirse en una gran desgracia en la otra. Si una noche he escrito algo bueno, lo quemo al día siguiente en la oficina y no soy capaz de acabar nada. Este ir y venir es cada vez más desagradable. En la oficina cumplo con mis obligaciones externas, pero no con mis obligaciones internas, y toda obligación interna no cumplida se convierte en una desdicha que ya no se aparta de mí.

Las consecuencias que este conflicto entre las obligaciones externas e internas le traía consigo se reducían en realidad al continuo sentimiento de culpabilidad que tuvo siempre respecto de su familia y que, para el propio Kafka resultó determinante en el proceso de su enfermedad. La noche del 12 al 13 de abril de 1913 vomitó sangre por primera vez. La imagen de una herida ensangrentada la utilizaría después en el relato Un médico rural, escrito en unos pocos meses en la casita de la Alchemistengasse, que Ottla le había alquilado para que pudiera trabajar en soledad. Más tarde vería siempre en él una especie de premonición, tal como le escribe a Brod: «Yo mismo lo predije. ¿Te acuerdas de la herida en Un médico rural?». Apenas un mes después de ese primer vómito los médicos diagnosticaron una tuberculosis, que Kafka siempre interpretó como la manifestación física de una enfermedad psíquica, una idea novedosa por aquel entonces que ha llevado a los estudiosos de la psicosomática a mencionar con frecuencia sus manifestaciones al respecto. Al igual que la metamorfosis de Gregor Samsa, desde un principio Kafka consideró la propia enfermedad como liberación de todos los conflictos y ataduras que le impedían escribir y que se habían vuelto insoportables. A Max Brod le escribe a mediados de septiembre de 1917:

Sigo buscando una explicación a la enfermedad, porque no me la he pillado yo solo. A veces me parece como si el cerebro y el pulmón se hubieran puesto de acuerdo sin que yo lo supiera. «Así no podemos seguir», dijo el cerebro y cinco años después el pulmón se declaró dispuesto a ayudar.

Cinco años duró precisamente su lucha interna en lo relativo a la relación con Felice, a la que había conocido en 1912, una lucha de la que, sin duda, la enfermedad le ayudó a salir y que, reelaborada literariamente en El proceso, terminó, a pesar de sus numerosas dudas («con ella no puedo vivir y no puedo vivir sin ella»), en el fracaso de todos sus intentos de contraer matrimonio, fundar una familia y tener hijos, y que intentó superar también a través de un buen número de cartas, esta vez a Grete Bloch, la amiga de Felice que había tratado de mediar entre ambos para que no rompieran su compromiso, y con la que mantuvo una abundante correspondencia pararela, que ha hecho correr a su vez muchos ríos de tinta. Aunque conocer a Felice le había ayudado a salir de una profunda crisis, que le había robado la capacidad de escribir y cuya feliz conclusión fructificó en La condena, una clara reescritura de la relación paternofilial, renunciar a su vida de soltero era para él tanto como traicionar a la literatura, en la que veía su único destino, tal como escribe en 1914:

La vida de funcionario podría ser buena para mí si estuviese casado. Me ofrecería un buen respaldo en todos los sentidos, frente a la sociedad, frente a la esposa, frente a la literatura, sin exigir demasiados sacrificios y sin degenerar por otra parte en una vida comodona y carente de independencia; porque, estando casado, no tendría que temer semejante cosa. Pero, como soltero, no puedo llevar a buen fin una vida así. […] Desde el punto de vista de la literatura, mi destino es muy simple. El sentido de la descripción de mi ensoñadora vida interior ha desplazado todo lo demás al terreno de lo accesorio y se ha atrofiado de un modo terrible, y no cesa de atrofiarse. Nada más podrá satisfacerme nunca.

Este pasaje de los diarios resulta decisivo para poder comprender la producción literaria de Kafka en su conjunto, pues pone de manifiesto de manera muy clara las dudas que siempre albergó tanto respecto de sí mismo como de todos y cada uno de sus textos literarios. La descripción de su «ensoñadora vida interior» fue siempre un hecho imprevisible, incalculable, que para él solo acontecía rara vez, pero que, sin embargo, podemos leer en todas y cada una de sus obras. Es evidente que, sin percibirlo, Kafka tuvo muchos momentos afortunados en los que se dio esa asociación perfecta entre su «ensoñadora vida interior» y su lenguaje, aunque también fueron muchas las ocasiones en las que él mismo constató un fracaso total.

La enfermedad daba señales de no mejorar en absoluto, sigue vomitando sangre («Diez minutos o más duró el chorro de la garganta, pensaba que no iba a acabarse nunca», escribe a Felice) y en 1917 consigue una baja de medio año que aprovecha para visitar a Ottla en Zürau (hoy Siřem), al noroeste de Bohemia. Allí se siente verdaderamente libre y agradece a la enfermedad el haberle ofrecido un motivo para romper su compromiso con Felice. Son meses alegres, libres de conflictos, los que pasa en el campo paseando, cortando madera, incluso trabajando en el huerto de su hermana, hasta el punto de que jugó con la idea de dejar la ciudad y trabajar como campesino. Su salud mejora e incluso engorda. Pero con la vida en el campo Kafka experimentó también cierto distanciamiento de la literatura, una fase que, con breves intervalos, duraría hasta 1921. Tan solo escribe textos muy breves, aforismos, contemplaciones, la práctica totalidad de ellos sobre cuestiones fundamentales de filosofía y teología, acontecimientos históricos, motivos literarios o mitos bíblicos y de la Antigüedad Clásica. Y también cartas, como las muchas que desde Merano escribiría a partir de 1920 a Milena, la joven rebelde, casada con el también literato Ernst Pollak y con un pasado muy similar al suyo, que quería traducir sus textos al checo. Su relación se sostuvo gracias a la incesante correspondencia (lo mismo que había sucedido también con Felice Bauer y Grete Bloch), pues tras haberse conocido brevemente en un café en Praga, se vieron en muy contadas ocasiones hasta que poco después, en 1921, Kafka le pidió que no le escribiera más. A pesar de la confianza que habían desarrollado a través de su intercambio epistolar, la situación vital de ambos no se avenía en absoluto a esta relación. La distancia relativa de la literatura acentuó su mirada escéptica hacia los textos que había escrito hasta entonces. Ninguno se libró de sus críticas, con excepción de La condena. Aun con todo, y a pesar de sus constantes inseguridades, Kafka consideró algunas de sus narraciones como dignas de ser publicadas. Entre ellas se cuentan Primer sufrimiento, Una mujercita, Un artista del hambre y Josefina la cantante; el resto de relatos, incluida la novela fragmentaria El castillo, debía ser destruido junto con todo lo que quedara de sus primeros años. Kafka le pidió a su amigo Max Brod que se encargase de ello en dos notas manuscritas que se encontraron entre sus papeles tras su muerte, una de las cuales le había mostrado al amigo en el curso de una conversación. Brod se había negado tajantemente y, como tras esta negativa Kafka no designara a ningún otro albacea, se atribuyó el derecho a conservar el legado de su amigo, puesto que él tampoco lo había destruido y así, tras editar primero una serie de volúmenes aislados, comenzó en 1935 la publicación de sus Obras completas, una edición que acabaría siendo prohibida por los nazis y que tuvo como consecuencia el hecho de que Kafka no fuera ampliamente conocido en Alemania hasta después de la II Guerra Mundial, cuando ya era objeto de culto en ciertos círculos de Francia, Gran Bretaña y América. En la segunda disposición testamentaria, no obstante, Kafka había ido incluso más lejos, pues en ella sostenía que si las pocas obras que consideraba como acabadas y publicables (La condena, El fogonero, En la colonia penitenciaria, Un médico rural y Un artista del hambre) se perdieran, no pasaría absolutamente nada, pues respondería a sus propios deseos, una muestra más de rigurosidad que, aunque ambigua, debe entenderse como una evidente insatisfacción con todo lo que salía de su pluma.

Poco a poco, en 1922, vuelve a escribir, y en mayor proporción de lo que lo había hecho hasta entonces. Sus ganas de retomar el trabajo literario, así como de sacar de su interior a través de él un nuevo fracaso, esta vez el de su relación con Julie Wohryzek, la joven a la que había conocido en Schelesen, donde se recuperaba como él de una enfermedad pulmonar y con la que también llega a prometerse, fructifican en una novela: El castillo. La lucha que Josef K. había mantenido con las autoridades para saber realmente cuál era su culpa se convierte aquí en la lucha del agrimensor K. con las autoridades del castillo a fin de que reconozcan su identidad. De nuevo una lucha contra el poder, cuyas instancias superiores se mantienen ocultas, y de nuevo una muestra más del sometimiento a las estructuras de poder al que se ve obligado el individuo en el marco de su entorno social. El final tampoco es positivo y, como muchos de sus protagonistas, también el agrimensor acaba muriendo, tal como le comentara a Max Brod, «por falta de fuerzas». Todo aquel que pretende seguir su voluntad perece, no hay otra salida. Georg Bendemann, Karl Rossmann, Josef K., Gregor Samsa… ninguno de ellos se libra de su trágico destino, como tampoco Kafka pudo librarse del suyo. Son individuos comunes igual que él, que nunca dicen algo brillante ni son dueños de un ingenio destacable. Y tampoco sus actos son desaforados, extraordinarios, heroicos o demenciales. De características un tanto quijotescas, en realidad resultan ser la más clara evidencia de la confusión entre los límites de la realidad y el ensueño, del conflicto que el individuo vive al intentar en vano descubrir la verdad sobre sí mismos o sobre el mundo que los rodea a través de la razón, indignándose especialmente ante la aparente falta de lógica de todo aquello a lo que han de hacer frente, viéndose así inmersos en una lucha sin fin contra las condiciones adversas que se les oponen y que, en el desesperado intento de recuperar su dignidad, les impiden ver la realidad tal como es. Inconsistentes con la realidad empírica persiguen objetivos que tan solo tienen vida en el interior de las palabras, lo que plantea a su vez una clara reflexión sobre la relación del individuo con las formas de opresión totalitaria propias del mundo moderno.

La lucha contra el poder encuentra también su expresión en la Carta al padre, resultado de la negativa de Hermann Kafka al compromiso de su hijo con Julie y a la denigrante propuesta que este le hace a modo de justificación:

Probablemente se puso alguna blusa bien escogida, como saben hacer las judías de Praga, y entonces, por supuesto, decidiste casarte con ella. Y lo antes posible, en una semana, mañana, hoy. No te entiendo, eres adulto, estás en la ciudad, y no sabes hacer otra cosa que casarte enseguida con una cualquiera. ¿Es que no hay otras posibilidades? Si te da miedo, yo mismo iré contigo.

De ahí que no resulte extraño que viera en una frase de Jonathan Swift en su Gulliver en Liliput («De entre todas las personas, a los padres es a los que menos hay que confiar la educación de los hijos») la mejor manera de reflejar la idea de que la familia no es en realidad más que un organismo animal regido por un amor irracional, resultado de una ley de la naturaleza, que tiene como único objetivo confirmar y perpetuar la especie. Citando esta frase escribió a Elli, preocupado por la educación de su sobrino, pidiéndole que enviara al niño a un internado y lo liberara de «la jaula de los adultos», la familia, tal vez el mayor de sus fracasos, y que, seguramente por ello, recorre la práctica totalidad de sus grandes obras. En América, la otra gran novela, el tema desempeña un importante papel, en tanto que el joven Karl Rossmann es expulsado por sus propios padres de su patria europea y ha de madurar, aprender a ser adulto, en una cultura ajena. Vista desde esa perspectiva, la obra es, evidentemente, una novela de formación enormemente moderna en todos los sentidos, pues el «viaje de formación» no es un viaje emprendido aquí de forma voluntaria y con ese objetivo, sino que es un viaje impuesto, obligado, y no precisamente un viaje a cualquier parte, sino un viaje hacia aquel país en el que Kafka veía también un proyecto de futuro y modernidad. La elección de los Estados Unidos como nueva patria en la que empezar una nueva vida no deja, al fin y al cabo, de ser un testimonio de la realidad de aquel momento y un claro reflejo de las noticias que el autor leía a diario en la prensa. En ella tiene cabida, además, otro de los temas privilegiados por el autor, el de la relación filiopaternal, en tanto que es el padre el que decide la marcha del joven protagonista. El hecho, además, de que la estatua de la libertad que Kafka dibuja no porte una antorcha, sino una espada, ha dado pie a más de una conjetura sobre este tema.

La cuestión no es, ni mucho menos, irrelevante. En 1913 Kafka había escrito al editor Kurt Wolff proponiéndole la edición de tres de sus relatos en un volumen conjunto que podría llevar por título Los hijos. Se trata ni más ni menos que de El fogonero, La metamorfosis y La condena. Los tres son una recreación literaria del conflicto que Kafka mantuvo con su padre durante toda su vida, y que puede entenderse como una atadura que lo ligó de por vida a algo que lo privaba de tiempo para su vocación literaria, extrapolable además a otras tantas que recorrieron su vida: la atadura a la casa paterna (no solo al padre, sino también a la madre y a las hermanas), la atadura al puesto de trabajo (donde dependía de sus superiores) o la atadura a las mujeres (con las que nunca fue capaz de llegar a un compromiso real), entre otras tantas. En los tres relatos, además, el final es prácticamente el mismo, pues los deseos de libertad acaban siendo sometidos por las instancias del poder patriarcal.

Fue también ese extraño destino que lo había perseguido durante toda su vida el que quiso que se acelerara su final. La gripe española, de la que se contagió en 1918, no hizo más que agravar su frágil estado de salud. Empezó entonces un periplo por diversos balnearios, en los que, dado lo avanzado de la enfermedad, no consiguió ninguna mejoría. En el de Müritz, en el Báltico, conoció a Dora Diamant. Con ella decide abandonar Praga y trasladarse a Berlín. La ilusión de un cambio de vida le hizo creer en la posibilidad de un futuro, pero muy poco tiempo después volvió a ser ingresado en un sanatorio y, ya muy enfermo, regresó a Praga, donde fue testigo de un buen número de manifestaciones antisemitas. Con la laringe atacada ya por la tuberculosis, no puede hablar, y solo el papel y el lápiz, los instrumentos que tanto amaba, le permitirán comunicarse con el mundo exterior, dando claro testimonio de que escribir hasta el final era en realidad su verdadero destino. Aunque ya no redacta ningún texto nuevo, corrige con detalle las galeradas de Un artista del hambre, cuya publicación está prevista para agosto. Kafka es consciente de que no llegará a ver el texto publicado, por eso esta actividad no deja de resultar llamativa y deja al aire una cuestión difícil de resolver, teniendo en cuenta que su intención era que, tras su muerte, se destruyeran todos sus escritos y que incluso aquellos que consideraba publicables podían destruirse también. ¿Acaso preveía Kafka ya su posterior fama universal y, en medio de sus indecisiones, jugaba con la posibilidad de llegar a ser tras su muerte el escritor que le habría gustado ser en vida? A sabiendas de que el tiempo apremia y mientras reflexiona sobre su «vida no vivida», piensa sin más en ofrecer un nuevo texto a los lectores, en hacer que la vida siga fluyendo a través de su pluma, en un intento, tal vez desesperado, de esquivar por el momento, ese momento feliz que proporciona la obra de arte concluida, la llegada de la muerte, un personaje que de principio a fin ha recorrido con él su obra y su vida: «He estado muriendo toda mi vida y ahora voy a morir de verdad […]. A veces me parece como si fuera la vida lo que me molestara». Una vida a la que, paradójicamente, pero como él bien sabía, fue capaz de sobrevivir en sus textos, a los que, con la ambigüedad que lo caracteriza, también quiso condenar a una temprana muerte, sabiendo, probablemente, que en manos de un amigo que, aunque fiel, era consciente de su verdadero valor literario, esta muerte, al contrario que la de su cuerpo, nunca llegaría a tener lugar, sino que se convertiría en su bien más preciado gracias al cual su amigo lograría vencerla definitivamente para convertirlo en un breve espacio de tiempo en un escritor de magnitud universal.

En manos del amigo Kafka superó así sus miedos a publicar una obra de arte inacabada, imperfecta, descargando sobre él el peso de darle, como diría Walter Benjamie, el «ímprimase» que él tanto temía, de manera que la fidelidad con la que Brod siguió sus deseos fue precisamente la de descargarlo de la responsabilidad de tener que hacer frente a sus más profundos temores, asumiendo la arriesgada tarea de dar luz a lo que él más amaba, lo que verdaderamente era para él la felicidad, su escritura, todo un mundo de lápiz y papel, que, aún hoy, en medio de esa dicotomía entre temor y placer, tras cien años de las más diversas lecturas e interpretaciones, nos sigue haciendo vacilar y preguntarnos si sabemos verdaderamente quién era y qué quería Franz Kafka.