Fuiste Derrida y yo Paul de Man.

Y el abismo se abrió en el vértice de la palabra.

Hoy cumples una edad adolescente.

Yo, anteayer, un certificado de tránsito.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Éramos caballeros que montan el mismo caballo,

cristos podridos, diría el pianista canadiense,

formas y sonidos / geometría y música (Tommy Lasorda).

Por las rutas reales hervíamos en aceite

los cuatro pedazos del ajusticiado para que duraran más tiempo                                                                                                      

y depilábamos cadáveres (tú lo reclamaste),

ese oficio poco remunerado.

Zapadores de largas piernas,

más que podridos

crispados, eso sí con heridas purulentas; ¡oh, Grünewald!

¡oh, Braque, patrón!

 

Al llegar,

qué regreso,

bebimos té negro sujetando terrones de azúcar entre los dientes

como las tías abuelas italo-rumanas,

permanecimos al lado del asno

frente al perro rojizo que dormía; ese refugio, el universo,

ante el viento de superficie. El mar,

según el excelente señor Auger,

fue licor de vida para los cuerpos de la ciudad (los billetes

del Waqf

estaban en francés). El mar

predecía

el final del desatino.

Y sí, me olvidaba,

me olvido casi siempre,

en Turquía se camina

con zapatos de cuero. La cualidad,

que perdura en el arte,

es la visión propia del mundo:

laystall.

  

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Edward Hopper, Escritos, Elba, Barcelona, 2012.

Stefano Faravelli, Istanbul, Confluencias, Almería, 2011.

Francisco Arago, Historia de mi juventud, Austral, Buenos Aires, 1946.

Jean Paulhan, Braque le patron, Gallimard, París, 1952.

Claude Roy, Arts fantastiques, Delpire, París, 1960.