Parece como si la poesía hubiera tenido que pasar por todos los infiernos del arte por el arte, antes de acometer la suprema tarea de someter todo esteticismo a la primacía de lo ético. Hermann Broch.

 

           De El Idiota, de Dostoievski: pudiera ser que tampoco la inteligencia fuera lo principal. No te rías, Aglaya, que no me contradigo: el burro con corazón y sin inteligencia es un burro tan desdichado como el burro con inteligencia y sin corazón. Es una gran verdad. Yo soy una burra con corazón y sin inteligencia, y tú eres una burra con inteligencia pero sin corazón: las dos sufrimos.

 

          El dolor se expresa mediante símbolos, no se expresa directamente, no vemos, tocamos o sentimos el dolor ajeno. Vemos los símbolos que de él emanan: las lágrimas, el gesto torturado del rostro; oímos los gritos, pero no sentimos el dolor que roe en silencio a una persona, que no puede pasarnos ni siquiera una pequeña parte de su carga para que la ayudemos a llevarla.

 

          Lo realmente desconocido no atrae, lo que atrae es lo intuido. Se siente atraído por algo quien intuye una nueva parcela de realidad y tiene que darle expresión para que salga a la luz. Tanto en el arte como en la ciencia, el problema se reduce a crear nuevos vocablos que nos adentren en el bosque de la realidad. Aquel que persigue buscar para el arte exclusivamente nuevas formas sin tener eso en cuenta, crea sensaciones pero no arte.

 

          El artista medieval servía a Dios si hacía un buen trabajo; su problema, al pintar un retablo, al tallarlo, al ajustar las piezas, no era Dios: era distribuir los colores, los espacios, las figuras humanas, los animales, los paisajes del cuadro o las figuras del retablo; que se sostuviera bien el andamiaje, que estuvieran bien encajadas predelas o polseras. Incluso la Iglesia desconfiaba de un artista que ligara de manera excesivamente directa su arte a Dios. Eso no era asunto suyo.

 

         Podemos perdonarlo todo, mientras no veamos a las víctimas, ¿todavía no has aprendido eso?

 

        De Musil (Diarios):

        Se refiere al Hume del Tratado de la Naturaleza Humana: Las discusiones se multiplican con el mismo ardor que si todo fuera cierto. En medio de esa furia, no es la razón la que obtiene la victoria, sino la elocuencia. Triunfan las hipótesis más audaces, con tal de que el orador posea la habilidad suficiente para presentarlas bajo una luz favorable. La victoria no la alcanzan los que llevan las armas, las espadas y picas, sino los trompetas, tambores y músicos del ejército.

 

27 de enero de 2000

          Vuelta al Decamerón. Nunca me había animado a leerlo en italiano. Lo hago ahora, y me sorprende la viveza de la lengua, que tan bien plasma la  melancolía por el tiempo ido, el perfume de las hermosas rosas de antaño, esas primeras páginas impregnadas por la tristeza de un mundo que se llevó la peste; en los cuentos, la socarrona y aguda mirada que con tanta frecuencia se encuentra entre los habitantes de las orillas del Mediterráneo y enseguida reconocemos: Petronio, Juvenal, Marcial, Martorell, el Fellini de Amarcord: una película que siempre que la veo sigue haciéndome hace reír y llorar.

          Al empezar a leer el libro, me sorprende, sobre todo, la potencia con la que Boccaccio describe los efectos de la terrible peste negra de 1348, tan cercana mientras escribía el libro. En mis lecturas anteriores nunca había introducido más que como rumor de fondo esa circunstancia que, en realidad, está en el cogollo del libro: la desolación de Boccaccio por los sufrimientos, por el horror de que ha sido testigo, es la espoleta que pone en marcha la gozosa narración. El texto surge de un impulso que hoy nos parece tremendamente moderno: la escritura combate el miedo y la angustia por sus pérdidas irreparables. Hay una sensación de inminencia en el libro, una proximidad casi escandalosa entre el mal y su curación: escrito por alguien que ha sobrevivido, su humor tiene algo de pascua gozosa; de resurrección. Una escritura desde el más allá, la mirada de alguien que, por mero azar, se ha salvado y se siente con fuerzas para levantarse sobre tanto cadáver, para entender que vivir es seguir contándole la vida a alguien, transmitir, y sobreponerse a esa deformación que han dejado en la mirada la acumulación de horror y dolor, y tantas cosas indeseables como se han visto y sufrido. Ajustar de nuevo la lente y ponerla en el tiempo anterior, en la edad dorada en la que se recogían los frutos de los árboles y la carne era lugar de acogida, refugio cálido (no podredumbre que se arroja a las fosas), y por encima de la tapia se escuchaban las risas en el huerto de los vecinos. Pero escribo estas líneas con rabia, porque el libro tiene una llaneza y una agilidad para captar la vida de las que carecen las palabras que voy escribiendo. Y es que -ya lo he dicho- la escritura, en Boccaccio, es consuelo, medicina, resurrección (todo se hundía mientras él estaba escribiendo: la palabra como esos flotadores de corcho que nos ponían a los niños en torno al pecho para que aprendiéramos a nadar). El Decamerón es de esos libros que te hacen pensar en ciertas figuritas chinas desteñidas, o ciertas verduras secas, que, en contacto con el agua, recuperan su color y su volumen. Cuando el mundo parece abandonado por los dioses, cuando el hombre parece a punto de desaparecer del reino de los seres vivos, Boccaccio nos abre su libro para que la fiesta continúe, para que no se pierda la alegría acumulada durante tantos milenios, belleza que estalla entre lo más sórdido, flor de estiércol. ¿Cómo podremos agradecérselo bastante?       

 

 

(Después de una lectura de Lukacs):

         La mera elección entre lenguaje visual y lenguaje escrito implica ya una pertinencia ideológica. Y nos lo parece especialmente hoy, porque el lenguaje televisivo ha adquirido una forma sintética, cortante, que no soporta la digresión, y cuyo modelo más perfecto sería el videoclip, triunfo de la ilusión óptica frente a la reflexión. Es la diferencia que existe entre labrar un terreno o bombardearlo. En ambos casos se remueve la tierra, pero de manera distinta. Confieso que tengo dificultades para ver muchos de los reportajes actuales: la cámara corretea, salta, las imágenes se entrecortan. Si es un reportaje de viajes, tengo la impresión de que no alcanzo a ver lo que me interesaría, los paisajes, los monumentos, los espacios urbanos; mostrar todo eso, hoy día, resulta reaccionario, anticuado, así que uno acaba viendo pedazos de muro, caras a las que ni siquiera se deja pronunciar dos frases seguidas, luces, semáforos y pasos de peatones, palmeras desenfocadas si es algo tropical… un guirigay. Echo de menos los viejos reportajes con planos largos y personajes que describen pausadamente las cosas o cuentan la historia de lo que estás viendo. Sigo necesitando saber, más que me toquen los nervios

 

 

Beniarbeig. Verano del 2000

          Leo a Chateaubriand: Memoires d’outre-tombe y, a continuación, Dostoievski: Los Hermanos Karamazov. Tomo infinidad de notas de ambos libros: me gusta guardar en los cuadernos páginas enteras de los libros que me interesan, copiar párrafos y párrafos con mi letra: yo creo que lo que me gustaría en realidad sería haberlos escrito yo.

 

          Apuntes para un artículo sobre concomitancias entre las escrituras de Lucrecio, Fernando de Rojas y Galdós: mundos sin alma, abandonados por los dioses, pero poblados por brujos que agitan sus sombras.

 

 

13 de marzo de 2005

 

           En la primera salida de Don Quijote, Cervantes no tiene piedad ninguna con su personaje: lo desprecia, casi diría que lo odia, un tipo estúpido que no se entera de nada de cuanto ocurre a su alrededor; a quien sólo la mezcla de humor y prudencia del ventero salva de un linchamiento, y cuyas únicas acciones son descalabrar a dos pobres arrieros y conseguirle una paliza suplementaria a un muchacho. El desprecio de Cervantes se resume en la frase con la que cierra la escena entre joven gañán golpeado y labrador rico, y que yo creo que resume qué es lo que Don Quijote ha conseguido con su acción: “él (el muchacho) se quedó llorando y su amo se partió riendo”. Nunca, en anteriores ocasiones en que lo había leído, me había dado tanta sensación de desprecio del autor hacia su personaje: un narrador agrio, malhumorado con su protagonista al que considera peligroso payaso, un ser inútil y dañino para su entorno, y, además, un engreído. La literatura (las novelas de caballería cuyos párrafos imagina en las descripciones) sale tremendamente mal parada, y frente a ella, el autor finge contar al margen, en una rara oralidad que rebaja las cosas de nivel, las pone a ras de suelo, las despoja de cualquier fascinación, las descarga, les quita los coturnos. Otra cosa es que luego, en las siguientes excursiones, se enamore cada vez más de don Quijote, y el personaje se le vaya escapando, tomando vida propia. En la primera salida, lo que viene a contar la novela es la sucesión de desastres que puede llegar a cometer quien mira el mundo a través de los libros fantásticos. Más bien parece una venganza  contra la literatura y contra quienes la sacralizan. Y claro que es una venganza contra la literatura, como cualquier buena novela que se precie. No hay gran literatura que no se haya escrito contra la literatura.

 

 

10 de mayo de 2006          

 

          Esta mañana, mientras me duchaba, he escuchado por la radio que el actual Conseller de Interior de la Generalitat catalana estuvo acusado de poner dos bombas, o más bien dos petardos, hace unos años. La vida se empeña en repetir los esquemas que le regala la literatura: el exagitador de La educación sentimental convertido en ministro del interior; el ministro del interior que fue poeta frecuentador de la bohemia en Luces de bohemia;  Vautrin, el gran criminal de las novelas de Balzac, convertido en jefe de la policía. En la charla de hoy, les hablaba a los alumnos de la Autónoma de la permanente disyuntiva de la literatura: ayudar a levantar el retablo de las maravillas, que encandila; o intentar echarlo abajo: la disyuntiva de toda la cultura. Nos bastaría De rerum natura como instrumento para trabajar en la tarea de demolición, claro que también nos basta un taparrabos para cubrirnos. Hay que ponerse al día, seguir las modas. El retablo renueva sus muñecos. Ahora es otra cosa, nos dice el titeretero. Voy a contaros otra historia, pero seguid atentos. La literatura, tela de Penélope, fer i desfer treball de dimonis: hacer y deshacer trabajo de diablos, dicen en valenciano. Hace algunos años, en un encuentro con un anarquista con quien mucho tiempo antes había compartido celda en la cárcel de Carabanchel, se me ocurrió hacer un chiste sobre el vicepresidente del gobierno (Alfonso Guerra). En vez de reírse como yo esperaba, se levantó de un salto (charlábamos en un café), y se alejó precipitadamente. Movía los brazos, hacía aspavientos, daba voces. Un tercero que nos acompañaba a la mesa me explicó que aquel anarquista rebelde que yo había conocido ahora era un alto cargo de prisiones y admirador entregado del vicepresidente de quien yo me había permitido hacer un chiste; años más tarde, volví a encontrármelo y durante todo el tiempo estuvo explicándome su segura posición, su garantía hasta la hora final, gracias a que se había convertido en funcionario del grado superior (no sé si el treinta, el cuarenta y tres o el cincuenta y ocho, de eso no entiendo) en el Ministerio de Agricultura, una plaza conseguida por influencias políticas y no por oposición o por méritos profesionales. Me hablaba con orgullo, marcando la distancia que nos separaba (yo era un modestísimo periodista). La vida sigue sin apartarse ni un ápice del guión marcado hace muchos siglos. La literatura nos lo ha ido contando en cada  época. Cada hornada de jóvenes que llega a escena cree representar una nueva obra cuando resulta que repite viejísimos papeles. 

 

El mismo mes de mayo… 

 

           Por cierto, el adulterio dannunziano en Il piazzere, su primera novela, es la comunicación secreta entre dos seres privilegiados que participan de la energía del espíritu, la gran cultura (dos cacharrerías de libros y objetos unidas). En estas novelas de adulterio, el marido es, la mayor parte de las veces, sólo pesado cuerpo, materia: cuerpo y dinero (lo indeseable), y el dinero es una pesada emanación corporal (una especie de sudor), que (en la dicotomía que propone esa estética), aleja del espíritu y condena al disfrute de placeres groseros. El marido grosero, monetario, del que hay que liberar a la mujer sensible es un tópico que recorre la literatura fin de siglo, la italiana, pero también la francesa y la española, el adulterio como forma de refinamiento lo encontramos mucho en nuestro Blasco Ibáñez (ya, pero el refinado en el fondo pide carne: muchos velos, malvas y rosas, pero, al final, su ración de carne). Andrea, el protagonista de la novela de D’Annunzio, tras su primer encuentro con la deseada Elena, descubre que se esfuma el velo del misterio, y, por lo tanto, que lo suyo non aveva piu nulla di comune con l’Amore. El motivo de ese desprecio es que ha descubierto que, si ella lo abandonó tras el primer encuentro, fue porque sufría apuros económicos, y se vio obligada –o eligió- a casarse con un hombre rico. Andrea no puede soportar eso, lo más degradante, un matrimonio utile. El súmmum de la vulgaridad. Él, que –como dice el narrador- tanto ha engañado, no soporta el engaño de ella porque lo hace por mezquindad, por cálculo. Maldito dinero. Elena ya no forma parte del modelo, puede ser tratada de cualquier manera: a él ya no le importa que ella sea impura, sólo carnalidad una lascivia interamente carnale comme una libidine bassa.                                                    

                        Mientras leo la novela de D’Annunzio me acuerdo de las palabras de Eça de Queiroz en la introducción que puso a sus divertidísimas Farpas (banderillas) recopiladas bajo el título Una campaña alegre. Caricaturiza así la novela portuguesa de su época empeñada en mostrar perversos adulterios: Julia, pálida, casada con Antonio, gordo, tira las cadenas conyugales a la cabeza del marido y se desmaya líricamente en brazos de Arturo, desgreñado y macilento. Para mayor emoción del lector sensible y para disculpa de la esposa infiel, Antonio trabaja, lo cual es una vergüenza burguesa, y Arturo es un vago, lo cual representa una gloria romántica. Es el modelo al que se acoge D’Annunzio  –mujer delicada, casada con robusto e insensible burgués-, una plaga que minará la narrativa europea de fines del XIX (las Farpas son de los noventa, y las escribe a partir del 70; la novela de D’Annunzio aparece en el 89). En la narrativa española abundan los ejemplos.  A Galdós, en cambio, le gustan esos burgueses sanguíneos y los pone a  luchar contra la palidez cerúlea del viejo régimen y su ñoñería de culo apretado. Agustín Caballero, el personaje de Tormento, es buena muestra de esos personajes positivos. Tienen la energía del progreso, el ímpetu de la turbina, de la máquina de vapor.  

 

 

 

 

19 de enero de 2007

 

Pan, de Knut Hamsun: la leí de joven, cuando tenía quince o dieciséis años. Recordaba un ambiente asfixiante, extraño, la presencia del bosque y un tono panteísta que la unió en el almacén de mis imaginarios a los poemas de Whitman que conocí algún tiempo después. Vuelta a leer hoy, pasados casi cincuenta años, me la encuentro rejuvenecida. Hamsun, que fue muy popular, tuvo escaso prestigio entre los jóvenes universitarios de mi generación, seguramente porque habíamos leído en alguna parte que fue colaboracionista, o directamente nazi. Asociamos su militancia con una literatura desfasada, vieja. Ahora descubro a un escritor en línea con las tendencias nihilistas de su tiempo y que conecta muy bien con ciertos rasgos actuales: novela de un yo sufriente, de un héroe torturado, incapaz de contactar con el mundo que lo rodea y destruye sus posibilidades. En realidad –según descubrimos en la carta final que escribe alguien que lo conoció- fue un hombre dotado de cualidades, seductor. El propio yo se encarga de distorsionar la imagen de sí mismo: el demonio de dentro lo arrastra a destruirse al tiempo que destruye su entorno. Incapaz de amar, pero furioso buscador del amor, ni siquiera la comunión con la naturaleza –a la que dice aspirar- le proporciona un bálsamo a su intimidad herida. Su desazón nos lleva a pensar en Dostoievski, en Kafka, en Drieu, en Camus y tutti quanti. Creo que alguien como Vila Matas se sentirá fascinado por un libro tan rabiosamente moderno como éste. A mí me toca constatar una vez más la capacidad que tienen las novelas para remozarse: a Hamsun lo abandonamos hace medio siglo por viejo, y hoy nos fastidia por demasiado moderno. Como el personaje que la protagoniza, la novela de Hamsun parece no encontrar su sitio: es un libro incómodo, esquinado, precursor de un malestar que, cuando fue escrito, aún se anunciaba como una sombra en el horizonte. Nos fascina la cualidad del clima que construye, peculiar textura que parece traernos el alma nórdica, espacio entre psicológico y geográfico o meteorológico, que se resuelve en sensibilidad herida a su (peculiar) manera. Se me viene a la cabeza una reflexión de Jünger que he leído días atrás en sus memorias, y en la que viene a decir algo así como que el sur (el mundo solar) facilita la relación del hombre con el tiempo. Hay una radical soledad en los seres sufrientes que nos llegan del norte, traídos por el pintor Münch, el cineasta Bergman, el dramaturgo Strindberg. Pienso ahora en todas esas torturadas figuras que, en el gran parque de Oslo, levantó el escultor Vigeland. Como diría la Gaite: son seres que, cuando se comunican entre sí, da la impresión de que lo hacen por frotamiento y no por ósmosis.