Un fantasma recorre el mundo. Es el fantasma de la mediocracia. Este concepto es una de las ideas centrales de Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder[1], un ensayo del filósofo canadiense Alain Deneault (Quebec, 1970), que anteriormente había publicado en castellano Paraísos fiscales. Una estafa legalizada. Deneault, profesor de sociología en la Universidad de Quebec y director del programa Collège International de Philosophie de París, ha escrito sobre las actividades de compañías mineras en África, América Latina y Europa del Este, y en Canadá, donde la legislación facilita sus operaciones económicas. Uno de sus libros, Canadá Noir, que incluía información de numerosas fuentes sobre actividades de empresas canadienses en el extranjero, ocasionó una demanda de la compañía minera Barrick Gold (el libro fue retirado de la circulación en un acuerdo extrajudicial; el caso inspiró una modificación legislativa para proteger la libertad de expresión y de información).

“La mediocracia establece un orden en el que la media deja de ser una síntesis abstracta que nos permite entender el estado de las cosas y pasa a ser el estándar impuesto que estamos obligados a acatar”, explica Deneault. En una entrevista con Andrés Seoane en El Cultural señalaba que “ser mediocre es encarnar el promedio, querer ajustarse a un estándar social, en resumen, es conformidad. Pero esto no es en principio peyorativo, pues todos somos mediocres en algo. El problema de la mediocridad viene cuando pasa a convertirse, como en la actualidad, en el rasgo distintivo de un sistema social. Hoy en día nos encontramos en un sistema que nos obliga a ser un ciudadano resueltamente promedio, ni totalmente incompetente hasta el punto de no poder funcionar, ni competente hasta el punto de tener una fuerte conciencia crítica. Aquellos que se distinguen por una cierta visión de altura, una cultura sólida o la capacidad de cambiar las cosas quedan al margen. Para tener éxito hoy, es importante no romper el rango, sino ajustarse a un orden establecido, someterse a formatos e ideologías que deberían cuestionarse. La mediocracia alienta a vivir y trabajar como sonámbulos, y a considerar como inevitables las especificaciones, incluso absurdas, a las que uno se ve obligado”.

Escapar no es fácil: “Si reivindicamos nuestra libertad no servirá más que para demostrar lo eficiente que es el sistema”, escribe Deneault. En este sistema, toda labor es un trabajo; todo trabajo es solo un medio. Y, un poco a la manera de los enanos que según Augusto Monterroso se reconocen gracias a un sexto sentido, los mediocres se reconocen entre sí, en un clima de impostores que oscilan entre la complicidad y el miedo.

En buena parte es un libro contra las estructuras. Este “orden mediocre que se establece como modelo” florece en todos los engranajes de la sociedad (neoliberal occidental). El sistema genera lo que Enzensberger llama “analfabetos secundarios”. Recompensa a personas capaces de realizar sus tareas, cumplir objetivos de productividad, ser útiles; saben sobrevivir, empleando una autocensura obligatoria que “se presenta como una demostración de astucia”. Pero su característica principal es que no son capaces de cuestionar lo que piensan, de examinar los fundamentos intelectuales de las acciones o las estructuras en las que participan. Practican una ética y estética de la acomodación; contribuyen a crear un gigantesco trampantojo que encubre la opresión y la rapacidad.

“La norma de la mediocridad lleva a desarrollar una imitación del trabajo que propicia la simulación de un resultado. El hecho de fingir se convierte en un valor en sí mismo. La mediocracia lleva a todo el mundo a subordinar cualquier tipo de deliberación a modelos arbitrarios promovidos por instancias de autoridad”, explica Deneault. El mediocre es un elemento de la cadena de opresión, el instrumento que emplean los poderosos para ejecutar sin mancharse una “violencia simbólica”, en un sistema de naturaleza “mortífera” que oculta tras una apariencia de “moderación”, una tonalidad o temperamento siempre sospechoso para Deneault.

Como señaló el sovietólogo Robert Conquest, la forma más sencilla de entender una organización burocrática es asumir que la dirige una camarilla compuesta por sus enemigos. Esta idea, aunque sin la ironía del historiador británico, no está lejos de la visión de Alain Deneault, que aplica el concepto de la mediocracia a distintos ámbitos: la educación, el comercio y las finanzas, la cultura y la civilización. La tesis no siempre es clara, ni el motivo que permite unir los temas o los registros de escritura (a veces más ensayístico, a veces más periodístico). El ensayo une dos libros, La médiocratie y Politiques de l’extrême centre.

A juicio del autor, uno de los lugares donde prolifera la mediocracia es la universidad. Los académicos no solo deben saber más sobre cada vez menos, sino que están metidos en una especie de rueda de hámster de publicaciones tan necesarias para su carrera como irrelevantes para el progreso del conocimiento. Las servidumbres académicas aplastan el pensamiento propio, los cauces del sistema constriñen la libertad intelectual y todo el diseño conspira para evitar la originalidad. Es como si el objetivo fuera impedir que alguien levantase la cabeza y viese el mecanismo. Una configuración casi feudal propicia la supervivencia de esa estructura.

Algunas de las observaciones de Deneault son perspicaces y valiosas. Una gran cantidad de energía se destina a cargas absurdas. Muchas veces quienes provocan avances decisivos en una disciplina no son los grandes especialistas: a menudo, es interesante la perspectiva de alguien que es experto en otro campo, o la combinación de dos campos de conocimiento posibilita un cambio en la forma en que vemos una disciplina. Los sistemas pueden generar grasa superflua, pérdidas de tiempo, abusos de poder; pero los protocolos también tienen aspectos que ayudan a corregir errores.

Una de las obsesiones de Deneault, que revela cierta impronta orwelliana en un autor influido sobre todo por escritores continentales, es la desactivación de eufemismos y palabras de camuflaje. De los académicos critica una tendencia hacia la opacidad léxica que se ha convertido en una especie de shibboleth, y lamenta el triunfo de palabras como gobernanza o plurales sanitarios como opresividades. A veces es ingenioso: por ejemplo, cuando cita estudios que comparan el mundo universitario y su estructura desigual con el narcotráfico. Otras veces resulta banal o hiperbólico. Así, dice que el PowerPoint “erradica la autonomía de la mente”. Mucha autonomía no debías tener si te la erradica un PowerPoint. Citando a McLuhan, señala que Superman indica “la pérdida absoluta de la relación de este pueblo con el pensamiento estructurado”. El dibujante de cómics Art Spiegelman exponía hace unos meses una visión interesante de los cómics de superhéroes y sus condiciones de producción: en vez de la proyección de la impotencia del hombre tecnológico, él destacaba el origen inmigrante, a menudo judío, de creadores de superhéroes que, a finales de los años treinta, derrotaban a villanos poderosos.

Otras veces, simplemente, no parece saber de lo que habla. Critica, con una mezcla de desdén profesoral y virguería hermenéutica, el énfasis en las tecnologías de la serie de Superman. Podemos darle un tono casi metafísico a esa relación, como si solo fuera semiótica, pero la historia del cine (como la de la música, la de la literatura, la de la cultura) tiene que ver con el desarrollo de la tecnología, que no es solo un símbolo.

En otras partes del libro uno no acaba de entender el nexo con la mediocridad, aunque sí parecen formar parte de la visión general del autor. Deneault escribe de la financiarización de la economía, del valor del dinero por encima de todas las cosas y las tipologías psicológicas que genera. Si en la cultura se guiaba por Rancière y autores vinculados al posestructuralismo y la teoría francesa, o por la escuela de Frankfurt en otros momentos, cuando habla de dinero parece que el sociólogo y filósofo alemán Georg Simmel es su influencia principal. En algunas de las páginas más interesantes y desasosegantes del libro habla de las relaciones de las empresas y la naturaleza, de los trapicheos de grandes compañías, del papel de las ONG. La globalización, señala, habría tenido un efecto inesperado: aliar a obreros y empresas frente a las clases de otros países. (Aunque esto, que presenta como una novedad, quizá no lo sea tanto.) Algunas cosas parecen un tanto envejecidas. Ya no estamos en la fase expansiva de la globalización: el alineamiento de intereses corporativos entre empresas norteamericanas y chinas contra los trabajadores occidentales es una idea menos presente ahora que hace un tiempo.

El espíritu de carrerismo o profesionalismo -uno de cuyos ejemplos y transmisores máximos es, dice Derneault, el experto, el intelectual que se pone al servicio del poder- permea nuestro comportamiento social (“estamos dispuestos a hacer grandes esfuerzos para medrar socialmente hasta alcanzar el nivel en que nos podremos ahorrar todos estos esfuerzos psicológicos”). El llamado arte subversivo (donde las grandes fortunas fuerzan el sometimiento de los artistas) es otro ejemplo; también los economistas “oficiales”, que, dice, son “banqueros del significado”. No parece tomar la economía muy en serio como ciencia y escribe varias veces de forma despectiva sobre ella: la motivación es, ante todo, ideológica. “A los artistas se les conmina a trabajar con arreglo a los dictámenes del mercado en vez de los de su propio proceso creativo”, escribe. En la parte final ataca a los defensores de lo que llama “extremo centro”, un concepto de Pierre Serna, que resumió la trayectoria los líderes que practicaban estas políticas (“sensatas”, tecnocráticas, animadas por el propósito declarado de alejarse del extremismo) como “una historia de las retractaciones”. Es un sistema que ha fracasado, sostiene Deneault, y se basaba en la idea del crecimiento, fundado en indicadores falaces y fetiches. Los intelectuales del extremo centro, sostiene, dan legitimidad a casi todo lo que no puede gustar a una persona de bien: de la brutalidad policial a la evasión fiscal. La crítica, dice el autor, ya no es nueva: “¿Cómo podemos explicar que estamos en una posición tan estática como para que las catástrofes más terribles hayan sido presagiadas hace décadas?”. La solución tampoco: “¡Sé radical!”.

Mediocracia funciona como catálogo de referencias: puede llevar a algunos libros o estudios estimulantes. Con todo, a veces es deslavazado y arbitrario en sus recomendaciones; se guía más por la antipatía que por el rigor. Como explica el autor en el fragmento que acabo de citar, en buena medida las críticas que hace fueron formuladas hace décadas. El sistema no solo las recibió: supo incorporarlas. Mientras tanto, desde que se produjeron las críticas que Deneault reitera como si fueran más o menos nuevas (la generación de necesidades del consumismo, la estupidización de la televisión, la falta de escrúpulos de las corporaciones), gracias al capitalismo, con todos sus defectos, millones de personas han salido de la pobreza. Deneault utiliza los datos cuando le convienen y otras veces los descalifica como ejemplos de la manipulación maligna del sistema. Que la mortalidad infantil (es decir, niños fallecidos el primer año de vida) pasara de 8,8 millones de muertes en1990 a 4,1 millones en 2017 puede suceder mientras el sistema fracasa de manera formidable, como dice él. Pero sigue siendo un logro.

Si hubiera que colocar el libro en una categoría, más que como ensayo o reportaje encajaría como novela policiaca. El cadáver quizá se conozca a los postres, pero el asesino es tan amorfo como inequívoco. Es el orden económico capitalista occidental, que se puede entender con el extremo centro (donde tiene cabida, como ejemplo más desarrollado, el presidente socialista de Francia Hollande, predecesor de Macron, a quien Deneault ha acusado de forma un poco rocambolesca de dar un golpe de Estado, metafórico naturalmente): algo fácil de identificar está detrás de cada ejemplo. El autor no se toma la molestia de dar un argumento contra su propio interés, aunque fuera por coquetería, y si bien parece conocer los chanchullos de los negocios occidentales en una suerte de provincianismo intelectual no critica ningún otro sistema. Los problemas en África o en América Latina son problemas generados por Occidente, que corrompe e impulsa estructuras de opresión. Pero no hace falta ser un defensor del colonialismo militar o económico para reconocer que la opresión y la corrupción se producen también cuando no hay interferencia de Europa y América del Norte: Occidente no siempre tiene la culpa. Como escriben Ian Buruma y Avishai Margalit en Occidentalismo (Debate): “Las historias de Europa y Estados Unidos están manchadas de sangre, y el imperialismo occidental causó muchos daños. Pero ser consciente de eso no significa que deberíamos ser complacientes con respecto a la brutalidad actual de las antiguas colonias. Al contrario. Culpar del barbarismo de los dictadores no occidentales al imperialismo estadounidense, el capitalismo global o el expansionismo israelí no es solo equivocarse; es precisamente una forma orientalista de condescendencia, como si solo los occidentales fueran lo bastante adultos como para ser moralmente responsables de lo que hagan”.

Uno puede leer Una cama para una noche (Debate), el admirable y devastador estudio de David Rieff sobre el auge y el fracaso de la acción humanitaria. O puede leer a Deneault, que dice que en Haití “las organizaciones gubernamentales tienen el aspecto siniestro de una fuerza política de ocupación” y se queda tan ancho. Para él, cuando Stiglitz critica los excesos de la globalización, el fundamentalismo de mercado, del neoliberalismo, es un tipo de derechas que se hace pasar por alguien de izquierdas. Aquí estamos, entretenidos, en “una muy lucrativa lucha contra el cáncer, en lugar de los sencillos cambios alimentarios que podrían prevenirlo”. ¿Cómo no habíamos caído en que el cáncer se arreglaba con yogures y brócoli?

Si es interesante la cuestión de los impuestos y las críticas a las finanzas, no hay una visión más constructiva o la elaboración de una alternativa. En los últimos años han aparecido muchas críticas al funcionamiento del capitalismo, inspiradas por la crisis de 2007 y 2008, los descontentos con la globalización, el crecimiento de la desigualdad, el abuso de los recursos naturales. Políticos mainstream y medios liberales como el Financial Times y The Economist debaten formas de salvar el capitalismo de sí mismo, prestan atención a propuestas como la renta básica, alertan de los riesgos del capitalismo rentista, de los peligros que una desigualdad excesiva supone para la democracia liberal. Esos ajustes, sometidos a la experimentación empírica y a la deliberación democrática, parecen más útiles que una impugnación a la totalidad que no termina de concretarse.

Lo más irritante del libro no es que sea estructuralmente frágil, argumentativamente tramposo o factualmente discutible (aunque en ocasiones lo es). Lo más cargante es la sensación de que el autor piensa que está revelando algo novedoso, cuando ofrece una mezcla inconsistente de observaciones valiosas, obviedades, tópicos y teorías de la conspiración. A veces da la sensación de ser una versión tan posmoderna como inconsciente del mito de la caverna, o ese tipo un poco cargante que te toca al lado en una cena y te cuenta que el problema no es por lo que dicen todos, sino por ese otro chisme que él sabe. Es una de esas mentes sutiles, que saben un poco más: con algo de suerte, podrás acceder a su estadio de conocimiento; lograrás estar en el secreto. Al leer el ensayo incomoda la asunción de que el autor y el lector son resistentes frente a ese mundo mediocre. Un resumen del libro es la estadística que dice que el 80% de los conductores creen que conducen mejor que la media.



[1] Alain Deneault. Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder. Traducción de Julio Fajardo Herrero. Madrid, Turner, 2019.