Estoy sentado en un banco de una plaza de la ciudad de Dallas, el suelo son baldosas que tienen defines y sirenas en relieve, y ese suelo es lo más parecido al Paraíso que ahora mismo podría llegar a obtener, a mi lado hay un árbol, el árbol tiene en su base un enchufe con un protector para la humedad y el agua, el enchufe es de plástico, no sé cómo se llama el barrio en  el que me encuentro, conecto mi ordenador portátil al enchufe-árbol, aquí parece que en los árboles ponen enchufes para que los hombres de negocios y los desocupados se conecten al más allá mientras toman fideos chinos al mediodía o fuman un cigarrillo, e inmediatamente la batería de mi Mac se pone en modo carga, inevitablemente me pregunto de dónde sale esa energía, inevitablemente pienso en la savia del árbol, inevitablemente pienso en un satélite de comunicaciones, inevitablemente pienso en un río, la mayoría de las cosas, me digo, si se piensan hasta sus últimas consecuencias terminan en la metáfora del satélite de comunicaciones o del río, ahora noto la energía de ese árbol, me aprovecho de algo que, tengo la impresión, le sobra a la ciudad o la vampirizo, no sé, pasa un tipo con una carro de la compra, pasa por la acera de enfrente, tira de él, el tipo va delante y el carro va detrás, y pienso de repente en los epílogos, sí, en lo que va detrás de las obras, al final de las obras, pienso que una obra puede tener un epílogo explícito, pensado, pero que voy a pensar en otra clase de epílogos, me refiero a los epílogos de la obras que no tienen epílogos ni explícitos ni pensados, hay dos formas de generar epílogos una vez la obra han sido publicada, 1) modificándola cada cierto tiempo, y 2) no modificándola. En el primer caso, el epílogo es evidente: las revisiones que el propio autor hace de su obra, y en el segundo caso, el epílogo es, digámoslo así, mental, puramente temporal, y vendrían a estar constituido por la suma de las relecturas de la obra, convirtiéndose así ese epílogo en un bloque de múltiples capas de epílogos, no visibles, que el tiempo va creando, porque, y esto que diré ahora es lo más importante que a este respecto pensé estando sentado en aquel banco y enchufado a un enchufe de un árbol de un parque de una ciudad llamada Dallas: las múltiples relecturas que sobre la obra va haciendo el tiempo, aunque sean contrarias, aunque propongan ángulos opuestos, no se anulan, se suman: la resta es una operación aritmética que nada significa, es ilógica, cuando del tiempo y de la evolución de una obra a través de diferentes culturas estamos hablando. Un refundido de la obra en la propia obra. Me interesan esas capas de epílogos, me dije.  El epílogo de un cuadro o de una foto analógica, además de sus relecturas, es también el polvo que va acumulando, la modificación de su propia materia, que cambia la impresión visual y táctil de la obra. En un libro eso no es posible. La naturaleza del libro se parece más a una foto digital, que no se corrompe materialmente a no ser que sea deliberadamente destruida, o cuando menos es otro tipo de corrupción más abstracta, más mental, que entronca, evidentemente, con la paranoia del lector. Pero pienso también en las ciudades, me interesan más las ciudades que cualquier libro, y me pregunto, ¿cuál es el epílogo de una ciudad? O mejor aún ¿cuál es el epílogo de un país? No creo que sea posible que algo, por definición inconcluso y siempre inacabado, como lo es un país, pueda tener un epílogo, a no ser que estemos hablando de países que ya no existen en los mapas, por ejemplo, Checoslovaquia, o la URSS. Pero no, no estoy hablando de esa clase de países. Podría pensarlo, podría pensar en esa clase países, pero ahora mismo me da pereza, ocurre muchas veces: tienes una idea, sabes que por poco que le des vueltas saldrán cosas interesantes, percibes el potencial de esa idea como un todo que aunque no esté escrito ni verbalizado ya lo estás viendo en tiempo presente, y pasas, no piensas en esa idea, y ése es ahora mi caso, porque prefiero hablar de los otros países, de los que aún salen en los mapas. En Dallas hay un lugar llamado Deeley Square, una especie de plaza en la que desde hace 45 años nada se modifica; ahí murió asesinado JFK. En esa plaza, el punto exacto en el que se encontraba el descapotable cuando la cabeza del presidente recibió el primer impacto de bala, está señalado con una equis blanca en el asfalto. Nadie la toca salvo para repintarla. Alrededor, los árboles, los edificios, el césped, la coloración de los edificios, todo, se conserva en el mismo estado en que se encontraba  aquel día, el de la tragedia. Todo parece indicar que en ese punto el tiempo se ha detenido en beneficio de una leyenda urbana, nacional, leyenda que no es el asesinato de JFK propiamente dicho, sino otra cosa que presumiblemente tiene que ver con ese asesinato, me explico: un día, en un tiempo que no queda determinado, pero hace menos de 45 años, un coche entró en lo que ya se da en llamar el “radio de acción de fenómeno” y su motor comenzó a hacer ruidos; en efecto, al llegar justo al lugar donde fue asesinado JFK, donde ahora hay una equis pintada en el asfalto, se paró. No volvió a arrancar jamás. Lo mismo ocurrió poco tiempo después con un bus de jubilados: hallándose maravillados de que en ese lugar nada hubiera cambiado [todos lo habían visto cientos de veces en la famosa grabación doméstica del asesinato], el bus se detuvo; tuvieron que bajarse e ir caminando un par de calles, donde les recogió otro bus de la misma compañía; en ese trayecto, a pie, a un anciano le dio un infarto, pero eso es anecdótico, el caso es que el bus no volvió a arrancar más. Dados estos antecedentes, y a fin de saber hasta dónde llegaba el radio de acción de ese “triángulo de las Bermudas”, se ideó el siguiente método: que un vehículo fuera en dirección a la equis hasta que se detuviera por sí solo, y dejarlo allí, no tocarlo. Después iría otro coche, que presumiblemente se pararía al lado del anterior, y tampoco tocarlo. Ya serían 2. Después otro, que se aproximaría por el lado contrario, y al que le se supone que ocurriría lo mismo, y lo dejarían allí también y así con cuantos automóviles fueran necesarios, para ir dibujando con ellos la extensión, forma y perímetro del extraño fenómeno. Por fuerza tendría que haber un punto más acá a partir del cual ningún motor se detuviera. El resultado de esa acumulación de automóviles parados arrojó una figura de un radio máximo de 38 metros, no exactamente circular, más bien abstracta, a la que, observada a vista de pájaro, algunos le encontraron parecido con la cara de JFK de perfil, otros con la de Marilyn de frente, y la mayoría con nada. Como todo lo que tiene que ver con el asesinato de JFK, la cosa quedó así. Por perplejidad, no se investigó más. Exceptuando bicicletas, actualmente el área está cerrada al tráfico rodado. A esto me refería antes cuando me preguntaba por el epílogo de un país que aún sale en los mapas. Está claro que ese epílogo no puede ser otra cosa que su dimensión fantástica, sus leyendas, en este caso leyenda urbana, que, como los números complejos, están  compuestas por una parte real y su correspondiente parte imaginaria. En el caso JFK, una vez conocida esa extensión horizontal del fenómeno, imagino que quedaría por determinar la dimensión vertical, es decir, qué profundidad bajo tierra alcanza el efecto. Para ello habría que cavar, cosa que no se ha hecho ni creo que se piense hacer [ya que, entre otros motivos, se destruiría físicamente la materia misma del mito nacional, cifrada en ese punto de asfalto marcado con una equis], y tirar al hueco automóviles para observar si se detienen, aunque supongo que bastaría con tirar motores de automóviles en funcionamiento. O hacer túneles, eso estaría mejor, construir túneles de metro a varias profundidades y ver cuál es el primero en no detenerse al pasar bajo la equis pintada en el asfalto. Eso constituiría un segundo epílogo, un epílogo al gran epílogo norteamericano, pero no sé si sería posible en un país como éste en el que toda construcción cultural se fundamenta en el espacio, en el espacio horizontal: en el horizonte. En USA, todo mito construido sobre algo que penetre verticalmente en la tierra, se consideraría monstruoso, infernal, de la misma manera que en tiempos de pioneros, los agricultores hacían pozos para buscar agua, subterránea actividad que los ganaderos y vaqueros consideraban directamente diabólica. Estoy sentado en un banco de una plaza de Dallas, a mi lado hay un árbol, el árbol tiene en su base un enchufe con un protector para la humedad y el agua, el enchufe es de plástico, desconecto mi ordenador portátil del enchufe-árbol, inmediatamente noto que comienza a bajar el nivel del indicador de batería, baja muy rápido, inevitablemente me pregunto dónde irá esa energía, inevitablemente pienso en la savia del árbol, en satélites de comunicaciones que no conozco ni jamás conoceré, en un río que idem, también noto una pérdida energética en mí, algo se aprovecha de mí, tengo la impresión de que la ciudad, el país entero, me vampiriza, y que no parará hasta que me desmaye sobre los adoquines de esta plaza, que tienen sirenas y defines en relieve y son lo más parecido al Paraíso que en estos momentos podría llegar a obtener. ¿Y los muertos de una ciudad -me digo mientras me desplomo-, qué clase de epílogo son los muertos de una ciudad?