“Depende, claro está, de lo que se entienda por normalidad. ¿Qué es normal? ¿Lo que más abunda? Pues, entonces, no hay duda, soy raro. Ser raro, sin embargo, no es malo. Puede ser, incluso, un piropo. Quevedo decía que el sol, para hacerse estimar, no habría de salir cada día”, respondió en una ocasión Javier Tomeo Estallo (Quicena, Huesca, 1932-Barcelona, 2013) a propósito de su indiscutible singularidad. Fue un escritor distinto, sin patrón, inclasificable, solitario y, más que marginal, periférico, como lo calificó en varias ocasiones su gran amigo Félix Romeo Pescador (Zaragoza,1968-Madrid, 2011). Fue un escritor que venía del cómic y de la literatura popular, bajo el nombre de Franz Keller, de Kafka, de Valle-Inclán, a quien citaba mucho más que leía o que había leído, pero le fascinaba aquello de “la deformación expresiva y grotesca de la realidad” del esperpento, y Sigmund Freud, al que recurría una y otra vez para explicar la escisión permanente, esa forma de abismo en vida de sus criaturas. Declaró: “Mis personajes son seres reales, forman parte de la realidad. Pero son personajes quintaesenciados; los ofrezco en condiciones de ser digeridos plenamente. Personajes arquetípicos, con una pretensión de universalidad. Seres, por lo general, incomprendidos y solitarios”. Sin duda, pero también anómalos, con distintas patologías, casi siempre víctimas de una obsesión, de una enfermedad real o imaginaria o de las pulsiones atávicas, que era la nuez o la espiral expansiva sobre la que montaba sus novelas.

Esa extrañeza tan peculiar y única, su forma de percibir el mundo, su condición de visionario de la incomunicación, de la soledad y de la angustia, harían de Javier Tomeo un escritor desubicado, fuera de contexto, un tanto apocalíptico, sin pretenderlo, alguien que anda por ahí, fuera del carril, en las regiones de lo incierto, acaso como un sembrador de monstruos. Javier Tomeo, que podía ser muy ingenioso y certero en sus análisis, daba claves de su poética en cualquier instante: “La gente perfecta, feliz y simétrica, carece del interés literario que poseen aquellos individuos que revelan algún tipo de anomalía. Los pueblos felices no tienen historia. Hay que entender esta monstruosidad de mis novelas como una suerte de metáfora (...) Los monstruos son difíciles ejercicios de amor (…) Todos llevamos un monstruo dentro”.

Con todo, Javier Tomeo encontró su sitio y fue editado y reeditado, elogiado por doquier (por Rafael Conte, José-Carlos Mainer, Jesús Ferrer Sola, Nora Catelli, Fernando Valls, entre muchos otros), tuvo un gran éxito en el teatro, a pesar de que solo escribió una pieza netamente teatral, como Los bosques de Nyx (Xordica, 1995). También fue traducido a las principales lenguas del mundo. En los años 80 y 90, sobre todo, vivió momentos de popularidad. Apenas recibió galardones oficiales de España, pero sí recibió el Premio Aragón de 1994 y fue Medalla de Oro de Zaragoza en 2005, ciudad que en 1999 presentó su candidatura oficialmente al Premio Nobel de Literatura.

¿Cómo se forjó la personalidad de Javier Tomeo? ¿Cómo labró su singular trayectoria? De entrada conviene decir que era hijo único y que formó parte de la diáspora aragonesa a Barcelona. Solía decir, con algo de coquetería y de autoleyenda, que había sido fugazmente tercer portero del Huesca y que, algunos años después, mandó al periódico de su ciudad una crónica de un choque entre el Sant Andreu y el Huesca.  Allí, en cierto modo, sugería que había nacido el escritor, aunque en realidad Javier Tomeo haría un poco de todo: trabajó de negro, haría traducciones, “sin saber muy bien inglés”, y daría por aquí y por allá su primeros coletazos literarios con los relatos. “Publiqué en los años 50, en El Noticiero Universal, una colección de relatos que se llamaba Cuentos del Sábado. Eran breves y supongo que se percibiría el influjo de las lecturas de Carson McCullers, una escritora norteamericana, y supongo que aún no habría superado la fase imitativa. Además, me publicaron otros cuentos que he perdido, por los que me pagaban 200 pesetas, que era mucho. Julio Manegat fue esencial porque me dio alas”, explicó en una ocasión.

Sería en 1967, en la editorial Marte, que llevaba Tomás Salvador, donde publicaría su primer libro: El cazador (1967). Narraba la historia de un hombre que se encierra en su habitación con la firme determinación de no volver a salir jamás. Según el propio Tomeo, por entonces no había leído a Franz Kafka; a medida que iban pareciendo sus nuevos libros, como Ceguera al azul (Tábano, 1969) -donde cuenta el relato de un hombre que desea ir a Beluchistán, pero que no acierta a sacar su billete- fue su amigo el citado Julio Manegat quien le recomendó que leyese al autor de La metamorfosis. Tomeo, con su habitual sentido del humor o con su sentido de la irrealidad, lo hizo y le dijo: “Este tío me copia”. Tomeo contaba que ese libro aparecía en una colección de autores no premiados y que era consciente que lo que él hacía no se adaptaba muy bien a lo que se llevaba en España en ese momento: el realismo social, que iba a dar paso a destellos de experimentalismo y poco después a lo que se llamó “la nueva narrativa española”, que empezó con algunos libros claves: La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza, El río de la luna de José María Guelbenzu y la tetralogía en marcha, Antagonía, de Luis Goytisolo.

En ese momento, como haría siempre, trabajador ya en la fábrica Olivetti, Javier Tomeo iba a su marcha, al amparo de los citados Tomás Salvador y Julio Manegat, Juan Ramón Masoliver y de Ramón de Goicoechea, que fue el primer marido de Ana María Matute y se convertiría en una especie de interlocutor o alter ego en sus artículos, en sus cuentos y en algunos de sus libros. Dijo de él: “Mi amigo, y personaje de mis textos, Ramón o Ramoncito me decía siempre que había gente que sacaba a pasear a sus monstruos a las cuatro o cinco de la mañana. Decía que estaban ocultos durante el día y que salían de madrugada y por poco tiempo. Es probable”.

En 1971, El unicornio ganó el premio de novela ‘Ciudad de Barbastro’, que publicaría el sello Bruguera. Aquel galardón fue importante en su carrera: le hacía mucha ilusión. Significaba volver a casa y era un espaldarazo. Eso sí, Javier Tomeo seguía a la suya, anclado en la obsesión, el disparate y el absurdo. En una representación teatral, sin que medie nada, los espectadores empiezan a morir uno tras otro. Tomeo introduce aquí otra de sus pasiones: los animales imaginarios o soñados (sería un pertinaz y divertido creador de bestiarios), y un nuevo procedimiento narrativo: articula el relato en forma de cuaderno con acotaciones teatrales.

En esa carrera sigilosa, que lo vinculaba más con Joan Perucho y Álvaro Cunqueiro que con nadie, Javier Tomeo seguiría publicando libros: Los enemigos (Planeta, 1974), y su primera gran obra, quizá una de sus mejores novelas: El castillo de la carta cifrada (Anagrama, 1979), título que suponía, además, el salto a la que va a ser la gran editorial de su vida, Anagrama. Su editor Jorge Herralde, que le ha dedicado muchas palabras y elogios, lo define en Un día en la vida de editor y otras informaciones fundamentales (Anagrama, 2019) como “glorioso autor de teatro internacional sin haber escritor jamás una pieza teatral”, y dice que “el gran crítico Rafael Conte y yo rivalizábamos en nuestro entusiasmo por la obra de Tomeo”. El castillo de la carta cifrada es una ficción en la que un noble abandona el mundo y se recluye en una fortaleza; intenta establecer relación con un antiguo enemigo y no puede hacerlo. El clima del surrealismo y del absurdo está presente de nuevo, sazonado por fogonazos líricos, y el autor afinaba aquí más la sinrazón y el extrañamiento que nunca. El desabrido desconcierto existencial.

Al año siguiente aparecía Diálogo en re mayor (Anagrama, 1980), otro texto en que el Javier Tomeo indaga en el tema capital de su obra: la incomunicación. La novela plantea una situación claramente tomeana y paradójica: dos hombres, Juan y Dagoberto, uno virtuoso del trombón de varas y el otro apasionado del violín, intentan conversar y entenderse en un vagón de tren durante cinco horas. Constatan que son los únicos viajeros, y ahí Tomeo sigue desarrollando su querencia por la claustrofobia, los espacios cerrados, angostos, casi como si fueran espacios escénicos. En este clima opresivo se debaten muchos asuntos: la memoria de los personajes, la singularidad de los instrumentos, la necesidad y la imposibilidad de la relación. Como se percibe, Javier Tomeo no daba puntada sin hilo. Era un autor nítidamente contemporáneo que le daba vueltas a un asunto eterno pero capital en nuestros días: el enigma de la identidad. ¿Quiénes somos, cuál es nuestro lugar en el mundo, cómo es el mundo, qué fuerzas telúricas y sociales lo descomponen y nos descomponen? Desde el punto de vista del estilo, se alternan los diálogos, llenos de sorpresas y excursiones narrativas y evocadoras, con sus descripciones minimalistas, despojadas de retórica. El escritor oscense, que sería bautizado como “el Kafka de Huesca”, no tardaría en reconocer otros influjos, a los ya conocidos, como Luis Buñuel, que para él era Dios, Baltasar Gracián y el Goya de las pinturas negras. Algunos años después, en una entrevista, y dio cientos, diría: “Me sacan los colores los que me comparan con ese gran genio que es Kafka, pero bueno... No está nada mal. Prefiero que digan que me parezco a Kafka que a Rafael Pérez y Pérez, por ejemplo. Bromas aparte, con Kafka coincido a través de Freud y del subconsciente. Yo soy el escritor del ello, en mis personajes lo que prevalece es el ello –atávico, irracional, agresivo- frente al yo –civilizado, contemporizador–. Y Gregorio Samsa es la gran metáfora del ello”.

Cinco años después, publica el libro que le va a dar fama y a reclamar atención para su poética: Amado monstruo (Anagrama, 1985), que fue finalista del Premio Herralde; le ganó un futuro Cervantes, el mexicano Sergio Pitol. El joven aspirante a un puesto de vigilante, entabla un diálogo con un director de un banco, y ahí, en una novela teatralizada, con unidad de tiempo y lugar, como dijo el crítico y editor Luis Suñén, se barajan muchas cosas: la lucha de clases, la relación entre el amor y el esclavo, la dependencia del joven de su madre; en realidad, los dos personajes sufren idéntica sumisión. Javier Tomeo, entre otras particularidades, anota una anomalía: el protagonista, cautivo cuando menos psicológicamente, tiene seis dedos en una mano.

Por otra parte, Javier Tomeo demostraba que venía para quedarse. A partir de entonces, su presencia será constante. Más que constante, pertinaz, porque él era un escritor metódico que escribía a diario, de noche y de día, y con siempre con luz artificial. Y casi puede decirse que entregaría, casi hasta su muerte, uno o dos o hasta tres libros por año. Fue eso también lo que llevó a diversificar su presencia en otros sellos: Planeta, muy especialmente, Destino, Alpha Decay, Mondadori, Xordica, Huerga & Fierro, Páginas de Espuma y Prames, entre otros.

Su nombre desde Amado monstruo ya no pasaba inadvertido; al contrario, aunque era mayor que casi todos ellos, se asoció a la Nueva Narrativa Española que integraron, entre otros, Álvaro Pombo, veterano como él, José María Merino (con quien tendrá algunas afinidades: la pasión por el microrrelato y el interés por la literatura fantástica), Luis Mateo Díez, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares, Rosa Montero, Cristina Fernández Cubas, Jesús Ferrero, Javier García Sánchez, Enrique Vila-Matas, Justo Navarro, Miguel Sánchez-Ostiz, Féliz de Azúa, Vicente Molina Foix, etc., y entre ellos también figuran sus paisanos Soledad Puértolas, Ignacio Martínez de Pisón, José María Conget y, en cierto modo, Ana María Navales, que publicaría sus mejores libros en los años 80 y 90 también. Javier Tomeo figuraría con El castillo de la carta cifrada y Amado, en un único volumen, en una colección de 1989 del Círculo de Lectores, que tenía algo de inventario de ese grupo, al que no puede llamarse generación. La Nueva Narrativa Española renovaba la escritura, había asimilado muy bien la novela negra y el cine, era muy cosmopolita y reivindicaba el jazz, el peso de nuestra historia literaria, la creación de personajes y el viaje, y tenía en Vladimir Nabokov a una de sus figuras de referencia.

Javier Tomeo se convertirá en un autor de culto. Citado, respetado, elogiado, y sobre todo llevado a la escena. Serían Jacques Nichet, Jean Jacques Préau, Paco Ortega y José María Pou, por citar algunos nombres, quienes trasladarían a las tablas muchas de sus novelas: Amado monstruo se llevó la palma, y conoció adaptaciones en varias lenguas, y estrenó en los tres grandes teatros de París. En 1987 publicó El cazador de leones (Anagrama), otro de esos libros que gustaron mucho en el teatro: un hombre solitario quiere hablar por teléfono con una mujer, a la que le va cambiando de nombre. El oscense ensaya de nuevo algo que forma parte de su estilo: el monólogo, una suerte de perorata que refleja sus cambios de humor, sus veleidades y la inclinación a cambiarle el nombre a la mujer imaginaria que está al otro lado de la línea. Rafael Conte, como glosaba más arriba Jorge Herralde, fue a París con motivo de sus éxitos teatrales y fue en ese viaje cuando percibió que el escritor aragonés se inspiraba para una nueva novela. Escribió en ‘El País’ en enero de 1989: “En la pasada primavera, un día de sol, sentado en un café y frente al amasijo genial de chatarra del Centro Pompidou de París, Tomeo miraba las palomas que se paseaban picoteando entre las piernas de los clientes. Luego lo contará en un periódico. Y ocho meses después vemos el resultado, una nueva novela, discreta, misteriosa, que oscila entre el humor y el terror, La ciudad de las palomas, que estos días aparece en las librerías. Tomeo era apreciado, caía bien, pero nadie parecía confiar demasiado en él, como si fuera un diamante en bruto; pero ya parece estar bastante pulido y empieza a brillar con su extraña y propia luz”. La cita es un poco larga pero muy valiosa. Jorge Herralde añade un detalle gracioso que quizá no sea nada exagerado, “Tomeo debía estar persiguiendo a una chica o algo similar”, extremo literario o pícaro que también recordaría el escritor y crítico Marcos Ordóñez en su necrológica.

La ciudad de las palomas era un paso más en su mirada desoladora sobre la urbe, los avances tecnológicos, la televisión y, de fondo, la imposible convivencia. De nuevo irrumpía su desazón y su advertencia al futuro: “No hay nada más frustrante que un teléfono que no suena, y a la vez la telefonía móvil se vuelve alienante. La televisión es la versión eléctrica y actual del demonio”, dijo con motivo del libro. Más adelante, añadiría un matiz: “No soy en absoluto partidario de la televisión, pero solo se puede escribir desde la mala leche, y la televisión es, en este país, el instrumento ideal para cargarse de mala leche”.

Javier Tomeo ya estaba lanzado en las letras españolas. Conquistaba su sitio título a título, de argumento leve. La anécdota era como el hueso puro, y a partir de ahí crecía todo desde la obsesión, la presencia del sexo, la melancolía, la locura, el virtuosismo de la dialéctica, la repetición y la profunda desconfianza en el ser humano. Si La ciudad de las palomas fue una gran metáfora de la incomunicación y el recelo ante las nuevas tecnologías, en otros libros como El mayordomo miope, Problemas oculares, El discutido testamento de Gastón de Puyparlier y Zoopatías o zoofilias, nos asomamos al mundo de las deficiencias, las taras, las amputaciones, las perplejidades: no es que criticase algo de eso exactamente sino que a través de la deformación y la caricatura habla de la imperfección del alma, de la maldad, del descrédito de existir, del sentido de la vida y de las cicatrices insondables. Lo cotidiano se volvía absurdo, patético e inverosímil, como el detritus informe de una pesadilla. Lo cual no quiere decir que en sus libros no haya instantes de ternura y de poesía: todo lo contrario. Su obra, con humor negro, con ironía y sarcasmo, con huidas hacia lo fantástico y el terror incluso, es como el llanto que no cesa del hombre, del monstruo perdido en la madrugada, y es la exposición con variaciones de un escritor, más intuitivo que moralista, que analiza la condición humana. “Me sirvo de la ficción para señalar dónde nos aprieta más el zapato de nuestras imperfecciones”, dijo una vez.

Javier Tomeo ha tenido tantas lecturas que se le ha emparentado con otros autores, además de los acarreados hasta aquí: Eugene Ionesco, Samuel Beckett, Dino Buzatti, Gómez de la Serna, Miguel Mihura, hasta se han visto en él ecos de Edgar Allan Poe en algunos de sus cuentos. Junto a ellos, es muy difícil aludir a autores contemporáneos: rara vez se le oía citar a un compañero de generación, con el que podía viajar a cualquier sitio, a congresos, a un viaje por Alemania. Lo cual no quiere decir que fuera desagradable o dado al desaire. Suscitaba simpatía, pero iba a su bola, con esa intuición centelleante y sin filtro que en él era una forma de inteligencia o su detector de visiones. En cambio, él sí era citado, leído y reconocido, e incluso parecía intranquilizar un poco su éxito. O despertar interrogantes. El propio Juan Benet, referencia de muchos escritores y no pocos críticos, se acercó a sus libros, y dijo que con ellos le pasaba como con las croquetas, que todos le sabían igual. La reacción de Tomeo fue variada: al principio, le enojó; después, le restó importancia con más indiferencia que rencor, y finalmente, la aceptó, con somardería, y más de una vez dijo: “Benet tiene razón”. El propio Tomeo reflexionó en varias ocasiones sobre el hecho de que sus novelas fuesen una y otra vez adaptadas al teatro: “Mis novelas son situaciones dramáticas con un principio, un desarrollo y un desenlace. Pocos personajes, economía de palabras, situaciones en tiempo real… todo esto a los que hacen teatro les motiva y estimula. Algunos han dicho que mis novelas tienen una visión anticipada de lo que puede ocurrir en el escenario, y eso hace que sea relativamente fácil adaptarlas al teatro”.

Su producción, con algunos descensos, nunca dejó de crecer. Ahí están libros tan importantes como La agonía de Proserpina (Planeta, 1993), donde irrumpe la mujer con energía y carisma por primera vez en un libro sobre la relación de pareja; El crimen del cine Oriente (Plaza & Janés, 1995), donde intenta hacer una novela clásica con argumento, basada en hechos reales, con atmósfera de realismo social; La máquina voladora (Anagrama, 1996), sobre un hombre que desea volar y de cómo interfiere la brujería; El canto de las tortugas (Planeta, 1998), la vuelta a un caserón familiar en pleno campo de un joven con un complicado historial clínico, y Napoleón VII(Anagrama, 1999), el relato de un esquizofrénico que se siente Napoleón y convoca a diversos personajes en un contexto palaciego y departe con ellos, en uno de esos libros donde la imaginación se dispara y se proyecta sin límites hacia el infinito.

Tomeo aportó muchas cosas a la narrativa española: hizo una apuesta constante por los animales, por los bestiarios, con ecos de Aristóteles y Claudio Eliano, pero también de Ambroise Paré, Buffon y Borges, Perucho y Kafka, y creó sus propios híbridos (su favorito fue el gallitigre, título de una novela), firmó varios libros de ese asunto y publicó un Bestiario en 2007 en el sello Prames, ilustrado por Natalio Bayo; desarrolló su propio lenguaje del género breve, en Historias mínimas, sobre todo, y se sintió muy cómodo en el microcuento, como se vio en su libro póstumo El fin de los dinosaurios (Páginas de Espuma, 2013), y también en muchos textos de sus Cuentos completos (Páginas de Espuma, 2012), edición que hizo Daniel Gascón.

¿Qué vínculo tiene su literatura con El jinete polaco o Sefarad de Antonio Muñoz Molina, con las ficciones de Javier Marías y Pérez Reverte, con Juegos de la edad tardía de Luis Landero, ¿Qué me quieres, amor?, de Manuel Rivas con La señora Berg de Soledad Puértolas o con El día de mañana de Ignacio Martínez de Pisón. En apariencia, no demasiado. Quizá esté más próximo a algunos libros de Juan José Millás, de Enrique Vila-Matas, o Francisco Ferrer Lerín, con quien comparte la afición a lo breve, a los juegos apócrifos, a los animales y a la visión de la realidad como un espejismo de fastidios, de sombras y de deseos invencibles.

Ocupó su sitio, estuvo en boca de muchos, fue atendido y requerido por los medios de comunicación. Como José Antonio Labordeta, con quien coincidió muchas veces en Casa Emilio, festivales de cine o reuniones de colegas, conectó con generaciones jóvenes: fue un entrañable amigo de los escritores Félix Romeo, Cristina Grande, Lus Alegre e Ismael Grasa, que de alguna manera fueron sus protectores en Aragón, y también conectó con Daniel Gascón, tuvo una relación entrañable con jóvenes editores como Enric Cucurella, de Alpha Decay, Juan Casamayor, de Páginas de Espuma, y Chusé Raúl Usón, de Xordica, y suscitó la admiración de cineastas como David Trueba o Pedro, que llevó al cine El crimen del cine Oriente, y de actores como Javier Gurruchaga, Gabino Diego, Jorge Sanz o José María Pou. No nos cabrían en estas páginas el eco que generó, sus actividades, sus colaboraciones en prensa, en Heraldo de Aragón, El mundo o ABC. Fue objeto, entre otras, de una tesis de Ramon Acín Fanlo, uno de los primeros que fijó su atención en sus obras y autor de Aproximación a la narrativa de Javier Tomeo (Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2001); José Luis Calvo Carilla coordinó el volumen colectivo La obra narrativa de Javier Tomeo (Institución Fernando el Católico, 2015). No recibió reconocimiento alguno, pero ha dejado su poso: su originalidad, su extravagancia, su lucidez, su percepción caricaturesca del mundo, su conocimiento del alma humana y sus paradojas, y ha puesto su prosa depurada al servicio de la ficción y de sus fábulas morales.

La literatura española de los últimos años no sería fácil de entender sin las aportaciones del hombre que descansa a los pies casi del castillo de Montearagón. Es probable que él, desde allí, ponga en práctica los secretos del oficio: “Escribir es abrir una ventana y ver el paisaje y contárselo a los que no están asomados contigo”.