Extrañamente, Borges estaba convencido de que había dos categorías de escritores: los que procedían de la vida y los que procedían de la propia literatura. El capitán del primer equipo era Whitman. El del segundo Emerson. El, por supuesto, militaba en el segundo equipo. Si es evidente que no todo lo vivido es literatura lo es también que todo lo leído es vida, y sin embargo, como si la literatura fuese un país que se ha independizado, que pudiera independizarse, Borges mantenía esa distinción que, falazmente, igualaba a los dos elementos. Esa afirmación sirvió apenas para que sus enemigos más acérrimos constataran que en la literatura de Borges, tan brillante, faltaba vida, como si de verdad fuera posible que la literatura  anduviera por su cuenta fuera de la vida, como si pasar las noches de farra, por alguna razón inexplicable, tuviera que ver con vivir más que pasar la noche leyendo a Dante. Para leer, lamento la obviedad, hace falta estar vivo: no hace falta estar vivo para ser leído, pero sí para leer y la literatura tiene más que ver con la lectura que con la escritura, lo que es fácil de probar: mañana mismo el gobierno podría prohibir la escritura de libros y ese decreto no acabaría con la literatura, pero si prohibiese la lectura de libros, la literatura estaría muerta, de donde es fácil deducir que no puede haber literatura separada de la vida, ni siquiera aquella que nace de la propia literatura: la división es un tópico barato para que Bukowski -vida- y Azorín -literatura- no jueguen en el mismo equipo. El tópico hizo fama, y todavía hay quien reprocha a los textos de Borges la desventaja de ser demasiado literarios y poco vividos: se ve que en alguna parte hay un termómetro que decide qué es  vida, y decide también que la literatura, por sí sola, no lo es.

En cualquier caso, por seguir jugando a la entomología, hay quienes en esa artificial y triunfante división entre escritores de la vida y escritores de la literatura andan a medio camino, en una síntesis en la que la una y la otra son perfectas colaboradoras para producir los efectos que pretendan hacer circular quienes los ponen en danza. Creo que Conget es uno de los mejores ejemplos a nuestro alcance de escritor que sabe combinar ambas esencias para producir una fragancia particular, una voz reconocible en la que lo vivido y lo leido (habiendo sido por fuerza lo leído parte inesquivable de lo vivido, una región grande de ese país inmenso, grande y potente sí, pero de independencia imposible) se enlazan como instrumentos sustanciales en una sinfonía. El modo en que, en su obra, funciona la idea de ciudad es evidencia de cómo se conjugan vida y literatura si aceptamos hacer esa distinción que, extrañamente, hacía Borges. Pero resulta en cierta medida hasta artificial estudiar -o hacer el intento de estudiar- el modo en cómo funciona esa idea en los textos de Conget porque eso daría por hecho que, de partida, hay una idea, una intención, y no creo que ni siquiera en los libros en los que parece evidente que esa idea está implícita -pues son libros dedicados a homenajear ciudades amadas: Cincuenta y Tres y Octava, su libro sobre Manhattan,  o Pont de L'Alma, su libro sobre París-, sea la que sustente los textos. Si se compara el tono y los logros, el modo de narrar y la meta, de esos libros con los de otros -el que recoge sus escritos sobre comics, Espectros, parpadeos y Shazam!, o el que dedica a unas canciones, Vamos a contar canciones-, será fácil comprobar que no varían: las ciudades, como las canciones, o los tebeos, son para Conget cosas que le han pasado, trampolines donde la experiencia ha pisado lo suficientemente fuerte como para dar el salto a la literatura -a veces de ficción y a veces de no ficción, sin que importe mucho por fortuna dónde se puede encasillar un texto. Conget sabe que la vida es más grande que la literatura y que ésta no puede, ni en el mejor de sus sueños, igualarse a aquella: lo que sí puede hacer es retener su compás, homenajearla, alimentarse de ella y de todo lo que ella ofrece, y entre las cosas que ofrece está la literatura, la de los otros, claro, de donde, sin asomo de pedantería -pues puede que Conget sea el tipo menos pedate que yo haya conocido, y a la vez, el azote más incansable de la pedantería al que me haya sido dado escuchar-, sus textos contengan múltiples homenajes literarios. En la división entre autores procedentes de la literatura y autores procedentes de la vida, Conget estaría fuera de sitio, porque, sabiamente, el niño que leía a Salgari -y todo lo que cayera en sus manos- y el lector incansable que es han alimentado al escritor tanto como sus muy "congetianas" experiencias por las ciudades en las que ha ido trazando su biografía: Lima, Londres, Nueva York, París...En un precioso artículo sobre Raymond Carver escribe Conget: "Y sobrevino esa felicidad que regala la literatura. Es el gusto por el lenguaje y la obra bien hecha, pero también, y más que nada, una intensificación del deseo de vivir, como si se descubriera que las puertas que nos encerraban en un sótano estaban en realidad abiertas desde siempre y afuera nos aguardaba por fin la aventura del mundo. Algo muy juvenil, lo reconozco sin sonrojo, pero ese es el estímulo que yo había encontrado antes en los libros y que me había abandonado." Los libros como estímulo para zambullirse en la aventura del mundo, la literatura como camino a la vida, no como su enemiga : es, precisamente, una de las lecciones del Quijote, que sale a los caminos de la vida impulsado por la magia de la lectura, una magia que para hacerse real tiene que demostrarse como insuficiente, necesitada de completarse con lo que haya más allá de los propios libros.

Es fácil pues advertir cuán llenos de vida están los libros de Conget y por lo tanto, tanto si estos unifican sus textos para hablar de canciones o de cómics o de ciudades, cuán llenos de vida, de experiencia íntima e identificativa, están los objetos que se utilizan de trampolín. Conget es un erudito del tebeo pero puede uno asomarse a cualquiera de sus textos sobre esa materia para no sentirse expulsado por su erudición: es un alquimista que convierte cualquiera de sus experiencias en literatura. A mí, que sé de tebeos lo mismo que de halterofilia, o sea, muy poco, sus textos sobre el asunto me llegan porque los protagoniza -hasta el más erudito de ellos- un niño asombrado que descubre el mundo y descubre que el mundo es un cachorro ansioso que está deseando que salgamos a jugar por él. Este amor constante a lo vivo, a la vida, es lo que hace impagables tantas páginas de Conget, más allá de cuál sea el pretexto utilizado para elaborarlas. También, claro, las páginas escritas sobre las ciudades que tan bien conoce. No diría que Conget es un escritor viajero: no es alguien que va a los sitios a contar lo que hay en los sitios para satisfacer una demanda de quienes pueden decidir, a través de esos textos, si les apetece ir a esos sitios. Es alguien que vive allí, son textos, no de un extranjero que utiliza su mirada foránea, sino de un vecino que a veces lo es de París y otras de Londres y otras de Nueva York. El ejemplo más idóneo para demostrarlo es el espléndido Pont de L'alma donde París no es esa colección de cromos más o menos pomposos y recurrentes que suele ser en tantas obras que la tienen por musa, sino algo medio fantasmal que está al otro lado de las vidrieras, una especie de promesa a la que el protagonista de las páginas del libro no consigue entregarse nunca, atareado como está con una vida que no le permite dejarse fascinar por la ciudad fascinante. Lo que me lleva a pensar que el azar ha podido elegir los destinos a los que Conget ha tenido que ir desplazándose por razones profesionales, pero sólo le ha prestado al escritor escenario más o menos prestigiados por la tradición sin imponerle ningún otro requisito ni variarle el tono: me parece que si el azar lo hubiera mandado a El Cairo o a Berlín o a Moscú, el tono de sus libros hubiera sido el que es, el de alguien al que le pasan cosas y decide contarlas y a la par que las cuenta va recordando de dónde viene creando una poética sustancia hecha de memoria y encanto.

En el texto que le dedica a Londres, 10 Rillington Place, dirección en la que entre 1943 y 1953 al menos diez mujeres fueron asesinadas y en la que años después le tocó vivir a nuestro autor, se ve bien  algo de lo que estoy tratando de decir: comienza el narrador por desmentir a quienes aseguran que la niebla de Londres es un invento de Hollywood, le encuentra antecedentes que alcanzan a Whistler y Dickens, pero enseguida nos lleva a su infancia, en la que se recuerda niño difuminando las esquinas del Soho en las historietas del Inspector Dan, y a los ocho o nueve años confirma, con la película A 23 pasos de Baker Street, que el principal atractivo de Londres residía en su fecunda producción de maldad. Conget llega a los sitios en los que va a vivir bien armado de amigos y referencias que le acompañan desde una infancia llena de tebeos, películas y libros. Y no hay el menor obstáculo para que esa cabalgata de compañeros de ficción le entorpezcan las ganas de echarse a la vida (hasta el punto de que, en el magnífico final de su texto parisino, comentando un poema de Guillermo Carnero en el que el poeta dice, emocionado ante la música de un órgano que suena en una hermosa iglesia, "Nunca hizo tanto por mí ningún ser vivo", Conget riñe: "Qué falacia, pensé. La más leve caricia del más humilde ser vivo me engancha a la existencia con mayor vigor que la más espléndidas de las catedrales construida para durar"), porque, precisamente, no hay mejorr lugar para dejarse empapar por la literatura (la leída y la que está por escribir, o escrivivir, como decía en uno de sus mejores neologismos Julián Ríos).

En un espléndido artículo sobre las ciudades de Conget, Ignacio Martínez de Pisón escribía sobre las tres grandes capitales sobre las que ha escrito o en las que ha escrito Conget:  "Esas tres ciudades son también tres momentos en la vida de un hombre. Londres es todavía la ciudad en la que el futuro está por escribirse y parece que todo será siempre posible. Nueva York tiene todos los rasgos de la plenitud, pero una plenitud no exenta de melancolía: de ahí la necesidad de retener sensaciones, de ahí esa nostalgia anticipada de quien sabe que no podrá vivir eternamente en esa ciudad. Y cerrando el ciclo está París, una ciudad que, narrada a lo largo de tres cojeras sucesivas, se nos presenta finalmente como el lugar en el que el autor cobra conciencia del paso del tiempo y del irrevocable acceso a la edad madura." Pero si las echamos a pelear, haciendo que la obra de Conget sea un ring de catch, donde los golpes entre los contendientes no pueden sino ser simulados, quizá la vencedora de entre las tres ciudades sea Nueva York: cuando se decidió a dedicarle un libro, muy en su línea de autobiografiarse a través de los otros -sean estos tebeos, películas, libros o ciudades-, decidió con muy buen tino retratar su calle. Pero también resulta indispensable Nueva York en su última y a mi parecer más potente novela, La Bella Cubana: una Nueva York que no presta sus prestigiosos escenarios por casualidad y que deja ver, en su efecto en los jóvenes protagonistas que forman la pareja principal de la novela, tanto su capacidad para deslumbrar con sus bellezas y luces como la dureza extraordinaria de su rutina, de manera que sea a la vez -y siempre a través de sus efectos en una vida- sueño y pesadilla, ilusión y realidad. Es en esa excepcional novela donde con más emoción y agilidad -sin descartas uno de los ingredientes que consigue que se mantengan tan frescos los textos de Conget: el humor- se relata el proceso de putrefacción que llamamos madurez, cómo el cinismo y la amargura de las miradas maduras acaban corrompiendo la insólita alegría de una inmadurez que tiene los días contados y las noches incontables. Uno, leída la novela, no puede imaginarla en otra ciudad que no sea Nueva York, pero eso no quiere decir que la novela sostenga en modo alguno la novela y sabe bien que sucede al contrario: son las andanzas de los personajes las que vuelven tan verdadera la ciudad por la que esas andanzas se desarrollan. La prueba de que la novela no necesita a la ciudad para golpearnos es que, comenzando como comienza en las pestilencias del Hotel Evans, culmina muy lejos de Nueva York, mucho antes de Nueva York, en uno de los finales más emocionantes que recordemos.

Conget ha ido completando el círculo mágico. Ha hecho gran literatura de su vida -¿con su vida? ¿por su vida? ¿en su vida? ¿contra su vida?: no sé qué preposición poner, creo que habría que ponerlas casi todas: una vida que llenó primero de literatura para devolverle a ésta lo que ésta le dio: asombro, emoción, humor, la sensación, la certeza, de que el mundo es más hondo que extenso. Sin que eso le hiciera sentir que estaba encerrado en ninguna torre de marfil. Porque si hay dos categorías de escritores -los procedentes de la literatura y los procedentes de la vida- Conget es de los que no podrían, de ninguna de las maneras, quedar encerrado en ninguno de los dos sin perder parte esencial de lo que es, de lo que nos ha dado.