Con anterioridad a La huida del cangrejo, Angélica Morales ha publicado otros textos narrativos y, en estos últimos años, se ha movido con una enorme eficacia tanto en ese registro como en el lírico, quizás porque entiende que la escritura literaria va más allá de los límites genéricos, no conoce cortapisas ni respeta convenciones que atenten contra la imaginación, esto es, contra la libertad. Porque, y esto me parece innegable, para ella decir literatura es decir libertad.

 

Del mismo modo que la escritura se prolonga en la lectura, donde adquiere algún tipo de sentido, la lectura puede verse como una proyección de la vida. Morales se ha referido a la importante función que la lectura ha desempeñado en la suya, en general, y en la construcción de esta novela, en particular. He escrito novela, y compruebo enseguida que con este término no hago justicia a lo que Morales nos ha entregado porque este texto va más allá de lo que entendemos habitualmente como novela. Palillos chinos es lenguaje en libertad, lenguaje que busca un lector cómplice, dispuesto a internarse por esas vías por las que se adentra la palabra liberada de todo tipo de gregarismos, tópicos y prejuicios, lenguaje que se atreve a experimentar, que huye de los clichés establecidos y avanza con la intención de ofrecernos una cartografía de paisajes y emociones inéditas, y todo ello lo hace con un registro no marcado, nada fosilizado, atento a la pluralidad del mundo, sensible a la diversidad de las conciencias que lo habitan.

 

La novela no tiene desperdicio y el suspense está garantizado desde el inicio: “Los ojos del chino/guardan un secreto” (p. 17), estas son las palabras con las que se abre la novela; más adelante, leemos que otro personaje, Pilar, “tiene los ojos tan hundidos/que parece que miran/desde el fondo de la tierra” (p. 30). Configurada con ingredientes teatrales (ahí se aprecia una de las grandes pasiones de su autora) y cinematográficos, se incorpora magistralmente la oralidad, ese registro tan habitual de otras épocas y otras culturas, una novela, además, que hace un uso tremendamente eficaz de algunos de los soportes comunicativos más extendidos en la actualidad (redes sociales, correos electrónicos, chats, facebook, etc.). Y más allá de eso, estamos ante un texto con un elevadísimo voltaje poético en donde las metáforas y las imágenes son ingredientes esenciales, en el que las palabras no son solo correa de transmisión sino que alcanzan un fin en sí mismas. Morales ha jugado sus cartas y ha asumido sus riesgos. Digo esto porque un texto como este probablemente no resulte cómodo a un lector lastrado por una idea de la literatura excesivamente convencional, condicionada por diferentes clases de órdenes y jerarquías. Esos riesgos son precisamente aquellas puertas que algunos traspasan y que abren las heridas de la posibilidad. Morales ha sido valiente porque ha hecho su apuesta y esa apuesta no era precisamente a caballo ganador, quiero decir que no ha jugado sobre seguro (el juego, sin ese riesgo, no es tal juego, es trampa, costumbre, tópico…), y la autora de esta novela ha evitado esos lugares comunes.

 

Con la ayuda de ciertos recursos narrativos y el despliegue de toda una galería de diversos y variopintos personajes cuyas historias acaban entrecruzándose, asistimos al gran teatro de la vida, donde se dan la mano lo alto y lo bajo, lo heroico y lo miserable, la comedia y la tragedia, la belleza y la mugre, la alegría y la desesperación. Esos personajes funcionan muy bien como iconos de la pluralidad del mundo, proceden de distintos orígenes geográficos, utilizan varios códigos lingüísticos, son exponentes de diversos imaginarios sentimentales y culturales y todos se entremezclan en ese puzle extraordinariamente bien tejido e hilvanado que resulta al final Palillos chinos. Huyendo del tópico y la convención más ciegas, se expresan de modos particulares, sienten y actúan de maneras muy diferentes. Así, Morales se ha multiplicado y ha sabido ponerse en la piel de sus personajes y dar voces diferentes a todos ellos, construyendo unos diálogos extraordinariamente fluidos y dinámicos, dejando que esos mismos personajes le arrebaten su palabra y sean ellos mismos los que, al contarse a sí mismos, cuenten las historias.

 

La novela es una estremecedora e impactante alegoría de la soledad y el aislamiento en un mundo en el que, como nunca antes, abundan las vías comunicativas, ofreciendo de paso un diagnóstico certero de todos esos elementos que, por encontrarse en la cara oscura de nuestra conciencia y no haberse materializado expresamente, han acabado por configurar lo esencial de nuestra personalidad. Una novela que vela por lo desaparecido y nos enfrenta a emociones, situaciones, estados de ánimo y acontecimientos de no fácil digestión.

 

            En suma, Palillos chinos es un extraordinario ejemplo de literatura disidente, transformadora y dinámica, que ofrece al lector un abanico amplísimo de posibilidades, una disidencia en la que cada decisión estética conlleva una implicación ética, desde la elección de un registro deliberadamente lírico, configurado en modo versicular, hasta la supresión de las comas, demandando así un lector activo, dispuesto a llevar a cabo los esfuerzos de reconstrucción necesarios que este tipo de escritura demanda. Morales recoge el testigo insurgente de algunas vanguardias históricas y de ciertas modalidades del experimentalismo, de todo aquello que provoca desconcierto, desasosiego o incluso malestar en el receptor. Aparentemente, la configuración orgánica se ha desvanecido pero al final el lector percibe que todas esas elipsis, supresiones, instantáneas y fragmentos con los que Morales arma su texto han sido convocados al servicio de una cierta coherencia y cohesión textual, y así consigue recomponer el puzle y descifrar el enredo en el que se había adentrado. La propuesta está ahí, a la espera de un lector que se adentre en este sugerente laberinto de ideas, personajes y acontecimientos que es Palillos chinos.  El viaje, sin duda, merece la pena.- ALFREDO SALDAÑA.

 

 

Angélica Morales, Palillos chinos, Zaragoza, Mira Editores, 2015.