Leí por primera vez Largo noviembre de Madrid a comienzos de los años ochenta, pocos meses después de que se editase. Yo era un aspirante a escritor, había pergeñado tres o cuatro relatos, había publicado un par de ellos. Y me encontré con aquel libro de Juan Eduardo Zúñiga. Recuerdo la turbación primera con la que leí las primeras líneas, el primer relato, y cómo me rehice para volver a él y adentrarme definitivamente en el libro. La sensación perturbadora no me abandonó hasta que concluí Las lealtades, el último cuento, y la última frase “el dedo índice apretó a fondo el minúsculo gatillo del arma”. Alguien había disparado también sobre mí. No fue una lectura cómoda. Como cuando uno o dos años antes había leído a Juan Carlos Onetti por primera vez y poco antes, o poco después, El llano en llamas. Algo inquietante ocurría en aquellas páginas que me hacía avanzar por ellas con una gran concentración y un estado de vigilia exacerbado. Me recuerdo leyendo aquellas frases interminables, subordinada tras subordinada arrastrándome como una ola en un remolino envolvente, casi asfixiándome pero deseando que llegara un nuevo golpe, un nuevo impulso de lenguaje que me llevase a un nuevo recodo de ese territorio desconocido.

Había comprado el libro después de hojearlo someramente, esperando tal vez encontrar un complemento a otros trabajos literarios o históricos sobre la Guerra Civil a los que en aquella época me había aficionado. También, el Madrid y el noviembre del título me llevaban a un terreno personal, a la memoria interpuesta de mi padre, que en noviembre del 36 había llegado a Madrid enrolado voluntariamente como carabinero de la República y no abandonaría la capital de la gloria hasta treinta meses después. De lo leído previamente a Hugh Thomas, a Manuel Azaña o a Tuñón de Lara apenas encontré rastro en el libro de Juan Eduardo Zúñiga. De lo presentido, de lo intuido en la vida de mi padre durante la guerra, lo encontré todo.

Largo noviembre de Madrid  encarnaba la trastienda de la guerra, es decir, la verdadera guerra. Lo indescifrable, el caos que se apodera del espíritu de los hombres ante la irrupción del caos externo. La guerra como una devastación interior, como la subversión de lo establecido para adentrarse no en la muerte, sino en una nueva forma de vida. A veces más laberíntica y a veces mucho más simple, despojada de la hipocresía y los falsos rituales de la vida convencional. La muerte no es más que una cortina que se estremece y que impulsada por el aire de la guerra a veces envuelve de modo trágico pero natural a no importa quién, a cualquiera. La vida es un capricho y, lógicamente, la muerte también. Los que deambulaban por el Madrid sitiado eran plenamente conscientes de ello. No se habían habituado a lo extraordinario sino que habían comprendido que lo artificial es la paz. El hombre, nos decía Zúñiga a cada línea, es un ser mutante y dispuesto a adaptarse con prontitud a cualquier situación.

Muchas veces a lo largo de la lectura de ese libro añoré la voz de mi padre. La visión que él podría haber tenido de esos relatos, el contraste que podría haberme ofrecido entre lo que se cuenta en el libro y su vida en Madrid a lo largo de aquel tiempo. Largo noviembre de Madrid iba más allá de la literatura. Se adentraba en el misterio. En ese terreno en el que las obras importantes conquistan el vacío. La conquista era indudable no solo para un lector biográficamente implicado como era mi caso –no importa que fuera de modo indirecto-. Cualquiera que leyese esos relatos con un mínimo de atención sería consciente de estar pisando un suelo virgen y recóndito. Zúñiga cumplía el anhelo de cualquier escritor. Su arma expresiva, sus recursos narrativos, sus vicios, su uso del idioma, eran nuevos. No estaban codificados ni se parecían a los de ningún otro escritor.

“Todo pervivirá: sólo la muerte borrará la persistencia de aquella cabalgata ennegrecida que fueron los años que duró la contienda”. Con esa frase acaba el primer relato, Noviembre, la madre, 1936, y queda establecida la pauta del libro, la evocación y la descomposición lenta de los hechos a través de la memoria y de lo vislumbrado, lo imaginado, lo intuido: la verdad. La verdad hecha a base de retazos poliédricos, de perspectivas distorsionadas, de miradas esquinadas, estrábicas y completamente subjetivas. La verdad última de la guerra no estaba en los libros de Historia que había leído hasta entonces sino esos personajes que deambulaban por el libro de Zúñiga y que parecían los espectros de una realidad sepultada hasta entonces. Como esa joven del relato Nubes de polvo y humo que va de un lado a otro con una dentadura postiza en la mano buscando no al propietario de los dientes, sino buscándonos a nosotros. A unos lectores sobrecogidos.

No, aquel libro que yo había cogido casi al azar, no era un libro que ahondase en los datos que yo había ido recabando sobre la Guerra Civil. Largo noviembre de Madrid hablaba de otras guerras, de todas las guerras. También, naturalmente, de la del 36. Allí estaban calles reconocibles, fechas, huellas digitales que identificaban esa guerra, pero el libro era mucho más ambicioso. Instauraba un territorio de fantasmagorías que servían para cualquier tragedia. Creaba unos personajes que se quedaban paseando por nuestro interior como sombras dudosas pero imborrables y que en cierto modo desmentían aquella frase con la que acababa el primer cuento. Ni siquiera la muerte podría borrar ya esa cabalgata ennegrecida que Zúñiga había labrado en plomo. Ni esa sensualidad que va arrasando por encima y por debajo de la miseria, de los dramas.

La sensualidad, la tensión erótica es una de las constantes del libro. Uno no sabe si es el resultado mismo de la cercanía de la muerte o si se trata de una pulsión que ni siquiera el desastre y la muerte pueden achicar. Pero el resultado es arrollador, un gas que va recorriendo las estancias, las páginas, el lenguaje, una alteración que no deja de bombear y que espesa la sangre. El lector es un voyeur impregnado de voluptuosidad que a la luz anaranjada de un horno de pan ve maniobrar unos cuerpos desnudos arrastrándose uno sobre otro,  o que observa el cuerpo de una mujer, “desde los hombros a las piernas, piernas largas, bien modeladas en medias de seda tan tersa como si fuera la misma carne, tirante desde la parte alta, donde aparecían dos broches de liguero, hasta el tobillo que se estrechaba para entrar en el zapato negro con gran tacón y una hebilla dorada”.

La maquinaria poderosa del lenguaje. Un latido largo, una voz que iba susurrando una historia tras otra, envolviendo al lector, llevándolo de la destrucción al éxtasis sin solución de continuidad. Dieciséis relatos que daban la medida de un escritor extraordinario y que hoy, como hace treinta años cuando los leí por primera vez, me siguen perturbando, llenándome de felicidad literaria.