Si no he de conocerte nunca,

haz al menos que te extrañe

James Jones

 

 

 

 

 

 

 

Llegué al balneario por un doble motivo: el anuncio para la provisión de la plaza de médico-director de los baños y la enfermedad de mi hermano Darío. Acababa de terminar los estudios de Medicina y esperaba suplir la falta de experiencia con la carta de recomendación de un tío de mi madre, Don Matías, que había hecho fortuna introduciendo el pan de Viena en la península ibérica. Sentado en la sala de espera intentaba alisar mi único traje, algo maltrecho tras un infernal viaje en tren y

diligencia. El diploma enmarcado de la Exposición de Amsterdam, que le acreditaba como la mejor instalación hidroterápica de España, presidía la sala. Me asomé a la

ventana. Hacía una mañana luminosa y el viento rizaba el mar Cantábrico, arrojando destellos a los cuatro puntos cardinales. Se abrió la puerta y un hombre obeso y taciturno, de cuidada barba entrecana, me dio una mano de cal fría y, sin mirarme a los ojos, me invitó a pasar. Parecía acostumbrado a manosear criadas y extender pagarés.

 

-Doctor Pío Baroja. Vascongado.

-Así es, nací en San Sebastián. Pero el trabajo como ingeniero de minas de mi padre nos llevó a Madrid.

-Madrid…Demasiado ruidosa para mí. Recién doctorado, por lo que puedo ver. ¿Sobre qué versaba su tesis?

-Sobre el dolor. Presenté un estudio de psicofísica, una aproximación literaria al padecimiento humano.

-Como sabrá, Señor Baroja, la inesperada defunción del Doctor Pastor nos obliga a cubrir su plaza. ¿Dónde leyó el anuncio del puesto que ofertamos?

-En La voz de Guipuzcoa, a la que mis padres están suscritos desde hace años.

 

Llamaron a la puerta. Requerían su presencia en otra sala. Me quedé curioseando los objetos del despacho. Tras un biombo japonés se ocultaba la sombra de un diván, donde lo imaginé haciendo la digestión con un orujo de hierbas apoyado en el pecho. En un mueble de caoba descubrí una edición en piel de La Eneida, probablemente del siglo XVI o XVII, soldados de plomo, miniaturas de porcelana italiana, un cráneo de un oso adulto, cinco monedas romanas enmarcadas y cosas rescatadas del mar. De las paredes colgaban una serie de óleos antiguos con motivos cortesanos y los retratos de los socios fundadores. Las cortinas eran gruesas como muros de carga; al descorrerlas, la luz se apoderó de cada objeto con una violencia de tropas de ocupación.

 

Al regresar, pidió disculpas.

 

-Era importante: el marqués de Comillas ha confirmado su estancia la semana próxima. ¿Por dónde íbamos, Señor Baroja? Sí, ahora recuerdo. ¿Qué conoce de nuestro

balneario?

-Conozco la fama de la Fuente del Hígado. Los beneficios higiénicos y curativos de estas aguas son su mejor publicidad.

-En realidad, buscamos pregoneros de esa fama y de ahí la importancia del puesto que ofrecemos. Contamos con algunos clientes que regresan desde hace más de veinte años a tomar las aguas, la cura de reposo y los baños de olas. Y la gente satisfecha corre la voz. Veo que su hermano Darío está enfermo.

-Así es. Enfermó hace dos meses: tos crónica con esputo sanguinolento, fiebre, sudores nocturnos, pérdida de peso…Los síntomas de la tuberculosis.

-Nos visitan más de ochocientos enfermos de tuberculosis al año. Pero también epilépticos, enfermos de sífilis, parejas con problemas de fertilidad o personas que sufren accidentes nerviosos. Incluso tuvimos a un industrial astillero que vino a tratarse su mal genio, como si el mal genio pudiese despacharse tomando vasos de agua. Pero sobre todo, contamos con gente adinerada que quiere y puede descansar. La salud también es un estado mental. ¿Cuándo llegaron?

-Ayer, a última hora de la tarde –Y dejé escapar un suspiro, sin poder evitar acordarme de las horas de tren y estación, de los chasquidos del látigo y la voz del

mayoral animando a los caballos y guiando la diligencia, de la respiración entrecortada de mi hermano y de su palidez, de la belleza de la playa desierta y del sol adentrándose en las aguas, de la algazara de curiosos que se asomaban por las ventanas y de la gloriosa sensación de dejarme caer en la cama del hotel y desmayarme. Diez horas después me encontraba en una entrevista de trabajo.

 

-Su tío es benefactor del balneario. Y eso es bueno para usted. ¿Qué cree que es la Medicina, Señor Baroja?

-Yo diría que es la ciencia o el arte de curar.

-Una visión muy utópica. Discrepo, más bien sería el arte de mentir al paciente. Y la mentira es un placebo inmejorable. Someteré al consejo de administración su candidatura y en el plazo de seis semanas recibirá nuestra contestación. Muchas gracias, Señor Baroja. Que su estancia en nuestro balneario sea inolvidable y que su hermano se recupere pronto.

 

Nos dimos un apretón de manos y salí del despacho. Me sentía eufórico, convencido de haber conseguido la plaza, el inicio de mi carrera como médico.

 

Dejé a mi hermano en una bañera de cobre estañado. Le habían prescrito un tratamiento intensivo de inhalaciones y debía seguirlo a rajatabla. Al cerrar la puerta, en el preciso instante que conectaban la estufa de desinfección, me pareció que Darío miraba al otro mundo. Recuerdo haber leído algo inquietante al respecto: para el doctor

Charkovsky, el agua desarrollaba la clarividencia y la telepatía. Me dirigí al café, donde un ejército aburrido mataba el tiempo bebiendo vino cosechero. Se lo escuché a un poeta borracho: hay tantas maravillas en un vaso de vino como en el fondo del mar. Los parroquianos bostezaban una y otra vez, en una epidemia no declarada, contemplando las pajareras de jilguero que colgaban de las vigas o asomándose a los recuerdos. El camarero, adivinando mis pensamientos, me contó que los propietarios planeaban

construir un Casino para llenar las horas muertas.

 

-Una buena táctica -le contesté-. Por la mañana sanarán los nervios que el juego ha destrozado por la tarde.

-La gente quiere sentir la adrenalina de ganar y el vértigo de perder, señor -sentenció con gravedad mientras frotaba las copas con un paño.

 

Me senté al fondo del local, junto a los ventanales, en una mesa de mármol de Carrara, y le pedí prestado El Imparcial a un notario riojano. Es una basura, una sarta de mentiras y modernidades, me dijo al entregármelo, escandalizado, estrecho de miras como un católico ferviente. Los notarios tienen las caderas anchas y la mirada hueca de escriturar cada mañana su decadencia ante el espejo, apunté en mi dietario. Atentado en Madrid contra Alfonso XIII el día de su boda con Victoria Eugenia de Battenberg. Al parecer, el anarquista Mateo Morral había arrojado un ramo de flores con una bomba hacia la carroza real, matando a tres oficiales, cinco soldados y tres civiles que contemplaban el cortejo desde los balcones. Pude leer una nueva excentricidad de la actriz Sarah Bernhardt. Se acababa de retratar en el interior de un féretro, con un vestido de raso blanco, las manos cruzadas, cerrados los ojos como si estuviese muerta. Y tan encantada había quedado con el retrato, que inmediatamente había dispuesto en su testamento que si muriese joven la enterrasen de esta manera. El resto no era más que palabrería comprada por el Gobierno, asaltos de bandolero narrados sin ningún talento literario y anuncios de Zarzaparrilla Bristol -lo mejor para la corrupción de la sangre- o Perlas Vitales -para enfermedades incurables-.

 

Aire y sólo aire.

 

A nuestra llegada, el recepcionista del hotel nos había explicado las normas y horarios del complejo. A las ocho, el desayuno. De nueve a once, inhalaciones, baños y

tómas de agua. Después de la comida, paseo por la playa o pequeñas excursiones por la arboleda. Y de siete a ocho de la tarde, la llegada del correo y de los nuevos bañistas. A las nueve, la cena de bienvenida que inauguraba la temporada. La noche se reservaba para el descanso o el amor.

 

Salí a pasear. Permanecer allí, en invierno, cuando la galerna se apoderase de tu ánimo y el cielo se cerrase sobre sí mismo, atrapado entre pensamientos y días tristes, podría resultar algo claustrofóbico. Pero el trabajo me permitiría sacar el tiempo necesario para encarar la escritura de una novela que no dejaba de acosarme; dejar salir, de una vez, a la abeja laboriosa que llevaba dentro. Pasar a la posteridad. O preparar el final perfecto de todo escritor secreto: el seudónimo en la lápida.

 

Dos estudiantes de la Escuela Naval para Oficiales se batían en una carrera a nado hasta una boya de madera. El vencedor donaría las 1.000 pesetas del premio a los huérfanos acogidos en el balneario. Los huérfanos, niños de cabeza rapada incubando el bacilo de Koch o la mala suerte, contemplaban a los nadadores con la apatía de los gatos caseros. Los nadadores alcanzaron la boya y regresaron al punto de partida; uno de ellos empezó a distanciarse brazada a brazada, para terminar rebasando a su contrincante por varios cuerpos de distancia. El ganador alzó los brazos y miró abiertamente a las mujeres, que no dejaban de aplaudirle, antes de besar la mejilla tísica de un huérfano. Si uno adaptaba las pupilas a la luz, se podía adivinar las infidelidades encubiertas en los pequeños gestos de las damas y los caballeros. Un cura agrupaba a los huérfanos con silbidos de cabrero. Me alejé para escapar de la muchedumbre y sumergirme en Historia de dos ciudades, de Charles Dickens.

 

Recuerdo que Darío no se encontraba bien y que no bajó a la cena de gala; se quedó, arropado entre almohadones, escribiendo en su diario. En ese tipo de actos sociales me sentía como Jonás en el interior de la ballena, pero me pareció descortés saltarme el protocolo. Componían la mesa central el afamado oculista Doctor Rovirosa, el niño Losada, prodigioso violinista cántabro, el actor catalán León Fontova, el cónsul de España en Kingston, Señor Valls, Américo Núñez, conocido por sus ácidas caricaturas de la clase política, y el mago y escapista Mr. Laffitte, capaz de hacer desaparecer, según proclamaba la propaganda de su espectáculo, cualquier objeto y cualquier recuerdo.

 

Diluidas entre conversaciones, murmullos y risas, un pianista tocaba sonatas de Mozart. El salón era un hervidero de grillos, un baile de máscaras no declarado.

Decenas de cabezas de ciervos colgaban de las paredes. Me instalaron en una mesa de cinco comensales, junto a un hombre de aspecto apagado que se apellidaba Bérges y la

mujer más hermosa que había visto en mi vida. De inmediato, sentí un deseo marino sazonado de vulgaridad. Se presentó como Nora Orlova. Su belleza cosmopolita, iluminada por las lámparas de queroseno, hacía daño; una mujer así podía influir en mareas y terremotos. Debía de tener mi edad, pero yo me estaba quedando calvo, era melancólico y poco agraciado, y por mucho que lavase mi cara en el manantial de la belleza, nada se podía hacer. La imaginé dirigiendo un circo ecuestre o una academia de sordomudos. Un matrimonio francés de mediana edad, señor y señora Feuilette, corresponsal de prensa él, poeta ella, completaba el círculo. La señora Feuilette sufría en la piel leucorreas, también llamadas flores blancas.

 

Tras el discurso de bienvenida –los políticos hablaban lento para mentir rápido-, nos sirvieron una rica ensalada de queso de cabra y pasas y un estofado de jabalí bañado con un vino de la tierra que me resultó desconcertante y delicioso. El universo tiene que ser la distancia entre el paladar y el cerebro, dijo Nora Orlova. Y yo me asomé a sus ojos verde clorofila para verla charlar, en un perfecto francés, con el matrimonio, gesticulando cuando había que gesticular, sonriendo cuando había que sonreír, tan inalcanzable como el centro del sol.

 

Supongo que mi juventud, mi condición de médico y el exceso de vino le dio al hombre apagado la confianza necesaria para entablar conversación. Me relató que había trabajado toda su vida en el Instituto Anatómico de Córdoba, en Argentina, como profesor de Higiene. Ante la pérdida de Danella, su única hija, decidió que no podía vivir sin volver a verla y donó su cuerpo a la Universidad. Varias generaciones de estudiantes de Medicina habían realizado sus prácticas con ella, ganándose el sobrenombre de La Bella Durmiente. Me lo contó con los ojos iluminados, con orgullo de padre y una tristeza congénita, y yo le sonreí entre el pavor y la lástima; sin duda, algún día regresaría sobre mis pasos para escribir aquella historia. Crucé algunas miradas tímidas con Nora Orlova, pero nada más. Me retiré a mis aposentos en el preciso instante que le pedían al niño prodigio Losada que tocase su violín.

 

No se pudo negar.

 

La fiebre alta de Darío me tuvo dos días al lado de su cama, leyendo a ratos Arroz y tartana, de Blasco Ibáñez, tomándole la temperatura casi todo el tiempo.

 

Una tarde encontré a Nora Orlova en la pequeña sala que servía de biblioteca. Consultaba unas cartas de navegación con la intensidad en la mirada de una viuda

enterrando a su único hijo. Sentí el vértigo en las entrañas, el desajuste entre lo imposible y lo improbable, un enamoramiento a escala de Dios. Carraspeé para no

asustarla y me acerqué, quitándome el sombrero. Me dio la mano con delicadeza y se la besé. A una mujer así uno no le besa la piel, le besa el destino y las vidas anteriores.

Desde niña me obsesiona la historia de un barco perdido: el Elsken -me relató.- Partió de la Isla de Luzón, cargado de oro y seda, el 6 de diciembre de 1784, con once cañones y la mar en calma, pero nunca llegó a puerto. Me gusta especular con las posibles rutas que pudo tomar. Sin duda lo reclamó el océano, me dijo cerrando el tomo de golpe y levantando una nube de polvo en suspensión. Quiso devolverlo a la estantería, pero pesaba lo suyo y me ofrecí a ayudarla. Después, olvidando el motivo que me había llevado hasta allí, supongo que envalentonado o borracho de alegría, le propuse dar un paseo. Para un melancólico, el rechazo de una mujer bella es algo con lo que ya se cuenta. Si declinaba mi invitación, llovería sobre mojado. Pero el mundo pertenece a los valientes y, como decía un buen amigo, sucede menos veces de las que esperas, pero sucede.

 

Sorprendentemente, aceptó.

 

Se descalzó en la arena, abrió una sombrilla china y caminamos por la playa. El olor de la cena preparándose volvía locos a los perros que aullaban a las corrientes de aire. Una niña volaba una cometa bajo la atenta supervisión de su institutriz; los huérfanos la miraban con las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos, con ojos tristes de los que no han visto nada, pero lo han sentido todo.

Nos sentamos en un banco del paseo marítimo. Un manco dibujaba a carboncillo un navío bautizado como Sventure. Un pescador amenazaba al mar con el puño por cada gusano robado y arrojaba el sedal tan lejos del rompeolas como le era posible.

 

Nora Orlova me contó que había vivido en todas partes, atravesado los desiertos de Persia oriental, Turquestán, Afganistán y Beluchistán. Contrajo la malaria al este del

Caspio y se estaba recuperando camino de su siguiente aventura. Por sus venas corría sangre tártara y francesa y se había criado con una condesa sajona sin descendencia que

le había convertido en su heredera. No creía en las religiones, pero sí en la inteligencia y en el mundo interior. No tenía residencia fija y no quería perder el tiempo con maridos y maternidades. El amor se estropea como la fruta, sentenció. Me dijo todas estas cosas con los ojos sin miedo, la sonrisa torcida, el espíritu indomable. La besé bajo un cielo plomizo de tormenta. Me llevó a su habitación y me enseñó las reglas de la inmortalidad: el arte de desnudar a una mujer y la tristitia post coitum.

 

Al día siguiente se marchó sin despedirse, sin dejar una nota o una carta de navegación.

 

Al regresar a Madrid, descubrí que mis posibilidades para la plaza de médico-director de los baños y aguas minerales eran inexistentes. El marqués de Colldecarrera, algo más que un benefactor, accionista mayoritario de la sociedad, había pactado la llegada de su sobrino.

 

Y el dinero manda.

 

La enfermedad se llevó a mi hermano Darío a los pocos meses. Acababa de cumplir veintitrés primaveras. Pude llegar a tiempo desde Cestona, Guipuzcoa, donde ejercía como médico, y desearle buen viaje. Le prometí leer y luego destruir los diez grandes paquetes de cuartillas que componían su diario. Todavía no he podido abrirlos.

 

Veinte años después volví a encontrar a Nora Orlova en la fotografía de un periódico: la habían detenido por su implicación en el atentado de Sarajevo que terminó con la vida del archiduque Francisco Fernando de Austria y de su esposa, la condesa Sofía Chotek.

 

Fue fusilada al amanecer, los ojos sin miedo, la sonrisa torcida, el espíritu indomable.