Una mujer se dispone a dormir en un vagón de tren, enfundada en una piyama de seda azul. Ha tomado un somnífero para viajar como si flotara. Sin embargo, antes de que la pastilla surta efecto, inicia otra travesía: una revista que creía tener bien guardada cae a sus pies, y no puede evitar la lectura o, más precisamente, la relectura, pues quien escribe es Guillermo, su marido, del que se encuentra separada, pero que le ha dado a leer todos sus manuscritos.

Así comienza “Mephispto-Waltzer”, uno de los relatos más excepcionales del idioma, escrito por Sergio Pitol en Moscú en 1979, y publicado en su libro Nocturno de Bujara, de 1981.

La protagonista, que carece de nombre en el relato, se encuentra en un paréntesis de su vida; ha interrumpido su matrimonio y experimenta “el sobrio placer de vivir separados”.

La revista, y el cuento que ahí publica Guillermo, la devuelven a una realidad que no quería encarar. Leer el texto significa, en cireta forma, leerse a sí misma, recuperar escenas de su propia vida, establecer resonancias con algo que ya parecía disuelto en el pasado.

La separación de Guillermo la ha llevado a descubrir su voz como autora. En los últimos meses, ha podido trabajar con fluidez en una monografía sobre la pintura de Agustín Lazo. Se siente más libre, más segura.

Leer el cuento implica volver a los días en los que la voz preeminente era la de él, el escritor de la pareja. El cuento trata de un concierto en Viena donde un virtuoso interpreta el “Mephisto-Waltzer”, de Franz Liszt. Thomas Mann exploró en Doktor Faustus los enigmas del talento musical que, al desbordarse, parece requerir de una explicación diabólica. Paul Valéry sintió el mismo encantamiento y lo resumió en una frase: “¡El estilo es… el Diablo!”

Pitol agrega un capítulo esencial a tema canónico: el pacto fáustico. Guillermo, protagonista del relato y autor del cuento que la mujer lee en el tren, no es gran conocedor de música. Su trama se basa en un concierto que presenció en compañía de su esposa en París, pero traslada la escena a Viena, donde ha pasado una temporada reciente.

A ella nunca le ha convencido lo que escribe su marido. Se define  ante él como “el abogado del diablo”. Busca fisuras y defectos en sus textos, con un celo acrecentado por la cercanía y el trato de muchos años, cosa que él agradece y necesita.

Esa noche en el tren, vuelve a juzgar con severidad a Guillermo. El cuento le parece interesante pero mal resuelto. A diferencia del pianista, el narrador no descubre su propia fuerza ni se entrega a ella.

El “Mephisto-Walzer” de Liszt está inspirado en el momento en que el diablo aparece ante Fausto en el Auerbachs Keller, taberna de Leipzig. El compositor revive en el teclado el impulso demoníaco del pacto fáustico. Guillermo es incapaz de esa pasión. No hay mejor testigo para ello que su mujer, el abogado del diablo.

Pitol escribe un relato maestro con el desperdicio de otra historia. Guillermo no consigue rematar su trama. De la tensión entre esa escritura fallida y la interpretación de otro personaje, la mujer que lo critica, surge un relato único.

Guillermo no entiende de música pero pretende hacerlo. Para escribir su cuento, parece haberse basado en las notas de algún programa de mano o en un ensayo sobre Liszt; lo cierto es que reproduce opiniones que no ha asimilado. Hay varios niveles de impostura en el relato. El primero de ellos es la música misma. A lo largo de quince años de relación, fue ella quien se interesó en oír conciertos. Él la siguió con tranquila aquiescencia, fingiendo reconocer las obras más evidentes, pero casi siempre perdido en el bosque sonoro. Sólo una vez mostró fervor por el tema. Fue en Roma, cuando escucharon a Sviatioslav Richter interpretar el Carnaval de Schumann. En aquella ocasión, Guillermo se exaltó en forma inopinada, acusó al virtuoso de militarizar la partitura y esquivar la impronta lírica del romanticismo alemán; criticó a la obsecuente multitud que ovacionaba al pianista y peroró sin freno hasta que ella le dijo: “por favor, Guillermo, no digas tonterías”. A continuación, se precipitó en un mutismo hermético y no aportó una sola palabra durante la cena.

A ella le sorprendió el exabrupto, pero no lo tomó mayormente en cuenta. Sin embargo, al leer el cuento mientras viaja en tren, el episodio cobra otro peso. Ella había interpretado la música para él y lo había guiado entre los sonidos. ¿De dónde venía el súbito afán decir algo propio, caprichoso, intemperado?

Fueron a aquel concierto en compañía de Ignazio, un amigo italiano que acompañó a la pareja. No sabemos nada de este personaje, pero su mención en un cuento de efectos tan calculados no puede ser casual. Después del concierto, Ignazio lleva a la pareja una trattoria en Trastevere, una fonda “más allá del río”. Han cruzado una frontera.

Ignazio es el “tercero incluido”. ¿Qué significa en el relato? En diversas versiones del Fausto, el diablo aparece como extranjero y suele aparecer como italiano (Valéry eleva el juego a la segunda potencia y lo hace hablar italiano con acento ruso). Sin decir casi nada, Pitol crea una presencia tentadora e inquietante. En la música medieval, el tritono fue considerado el diabolus in musica, una disonancia adversa que equivalía a convocar al diablo y a promover el desenfreno sexual. Entre las muchas causas que llevaron a gente a la hoguera, se contaba el uso de esa temible disonancia. En el Fausto, la ópera de Gounod Mefisto entra a escena acompañado por un tritono. Pitol no dice quién es Ignazio, pero el efecto de ese tercer personaje es el de un tritono; ante él, el escritor ignorante en música habla como intoxicado.

La pasión que Guillermo echó en falta en Richter aparece en el pianista que toca el Vals de Mefisto en su cuento. Se llama Gunther Prey y es observado por un escritor en el público. Aquí interviene otra impostura. Pitol escribe un cuento sobre Guillermo, quien escribe un cuento sobre Manuel Torres, quien escribe otro cuento. El nombre de este tercer autor del relato ahonda el juego de espejos, pues alude a un amigo y colega de Sergio Pitol, compañero de sus años polacos: Juan Manuel Torres).

Gunther Prey “parece mantener con el piano una relación sanguínea, umbilical”. Sorprendido por este vínculo orgánico con la música, Torres escribe notas atropelladas en el programa de mano. Le asombra, entre otras cosas, la belleza del músico, una belleza que no puede describir. En su afán de caracterizarlo lo compara con “un galgo con un toque felino”. ¿Puede haber combinación más absurda y menos atractiva? En aras de definir la armonía del rostro, el torpe narrador construye un perro-gato. ¡Cómo envidia la soltura de Tolstoi para describir “con gozosa naturalidad los labios, los dientes o el talle de Vronski”!

Manuel Torres, doble de Guillermo pero no de Pitol, fracasa en su intento por captar la sensualidad del pianista, del mismo modo en que, en aquel concierto de Roma, Richter fracasó en recrear con pasión el Carnaval de Schumann. 

Incapaz de describir el erotismo que emana del pianista, el narrador cede a una tentación compensatoria: se demora exageradamente en la voluptuosidad de un personaje secundario, una catalana que no pasa el examen del abogado del diablo. La mujer que lee arrullada por el bamboleo del tren “siente allí un exceso de curvas, de redondeces, una figura demasiado plena que la hace evocar caderas como ánforas y pechos iguales a mascarones de edificios en exceso barrocos. Hay una obsesión de brocados, terciopelos y encajes, de ‘veronesería’, como exclamó en un momento de hartura, que siempre le molesta en sus personajes femeninos”. La amanerada sensualidad que Guillermo otorga a esas mujeres contrasta con el cuerpo de su esposa, delgado, de pechos pequeños, caderas angostas, pelo corto. Una presencia un tanto masculina, con un “estilo lineal de vestir”. De haber sido la autora del relato, ella habría difuminado a la suntuosa catalana.

De Hemingway a Piglia, numerosos cultivadores del género, han reflexionado en el hecho decisivo de que el relato moderno cuenta dos historias, una explícita y otra, soterrada, más insinuada que dicha, que da sentido profundo a la primera historia (la anécdota importa porque alude a un conflicto oculto que deseaba ser evitado). El relato musical que Guillermo bajo el nombre de Manuel Torres esconde otro, más intenso, que le otorga auténtico significado. La ejecución de “Mephisto-Waltzer” despierta en el escritor una sensación de deseo insatisfecho. En su afán de aprehenderlo, crea un juego de suposiciones. Manuel Torres oye los trabajos del diablo en el teclado y descubre a un singular personaje en un palco. A través de esa figura, busca explicar la confusión que siente.

No es casual que la única pieza que exaltó a Guillermo a lo largo de su relación matrimonial llevara el nombre de una mascarada: el Carnaval, de Schumann. Pitol, que años después dedicaría una trilogía novelística al tema, prosigue su baile de máscaras. Torres siente un contacto eléctrico con el pianista; percibe la belleza masculina y el transgresor erotismo de que emerge del teclado sin poder precisar sus emociones. Envidia la libertad de Tolstoi para exaltar el cuerpo de un varón. Incapaz de alcanzar ese registro, toma prestada una frase de su esposa y describe al virtuoso como un fauno que acabara de hacer el amor. Transfiguración de los sexos: la mujer de cuerpo andrógino aporta una clave mitológica para definir lo que su marido siente ante el pianista.

En Pitol todo es inagotable: varias posibilidades se insinúan. ¿Guillermo experimenta una atracción homoerótica o envidia al fauno que suda después de copular con una rubicunda mujer digna del Veronese? “Dos almas, ¡ay!, anidan en mi cuerpo, y la una pugna por separarse de la otra”, exclama el Fausto de Goethe. Lo decisivo, en el caso de Guillermo, es que el Vals de Mefisto le revela un deseo perturbador y definitivo. Lo sugerente es que no sabemos esto por el relato, bastante plano, que él escribe, sino por la lectura que de él hace su mujer, es decir, por el relato magistral que escribe Sergio Pitol. Mientras el pianista interpreta “Mephisto-Waltzer”, su mujer, abogado del diablo, interpreta a Guillermo.

El juego de espejos que se ha puesto en marcha alcanza un momento de condensación. La música custodia una zona de silencio, un secreto que no se reverla pero se insinúa: ante el pianista sudoroso, tocado por la gracia y la adoración del público, Guillermo habla como su mujer; por un momento, es ella.

Luego se distancia de esta atracción y la desplaza a otro personaje, oculto en un palco. Un hombre mayor observa al joven talento. En su papel de avatar de Guillermo, Manuel Torres piensa en alternativas que podrían justificar una trama. Imagina a un viejo militar que abomina de la bohemia profesión de su nieto y asiste al concierto para repudiarlo. O quizá se trate de un maestro de música, ya muy enfermo, que contempla por última vez a su alumno predilecto. Puede haber otra opción, más compleja. Un hombre decide envenenar a su esposa, que le es infiel. Planea con cuidado un asesinato lento, imperceptible. Le da una dosis mínima de toxinas y ella comienza a padecer un malestar; los médicos ignoran de qué se trata, él finge mimarla mientras ella empalidece. Durante esa dilatada agonía ella no deja de tocar “Mephisto-Waltzer”. Finalmente muere. El concierto ocurre cuando él ya es un anciano. La melodía le recuerda su crimen. Esta tercera variante se ubica en Barcelona; las atmósferas Sezession de Viena se trasladan al modernismo catalán. Durante el concierto, el asesino piensa que acaso supo que era envenenada y tocó aquella música como un sacrificio a plazos. Quizá eso explique la “mirada cadavérica del anciano que contempla al pianista tiene una carga de voluptuosidad y otra igualmente poderosa de odio”. Eros y Tanatos. El amante despechado no depuso su pasión; la convirtió en ultraje.

La mujer de Guillermo ha tomado un somnífero y su cuerpo pierde fuerza mientras lee. Su marido no ha escrito una historia sino las tres posibilidades de una historia. En forma típica, no se decide por ninguna de ellas y entrega el desenlace a la parda normalidad de la vida. “La realidad es rica en golpes bajos, no en grandes hazañas”, advierte Guillermo. El narrador que lo representa en el relato aprovecha el intermedio del concierto para pasear por la sala. Encuentra al anciano en el vestíbulo y presencia los honores que le tributan. Se trata de un hombre famoso, un célebre director de orquesta que años atrás descubrió al pianista, lo convirtió en su favorito y luego en su amante. Una vulgar historia de amor y manipulación, ya imposible por la diferencia de edad, sólo prolongada a través de la música.

La tres variantes imaginadas eran más atractivas que el desenlace real. La vida, en efecto, es rica en golpes bajos. El encanto se disuelve. Así termina Guillermo su relato. “Para ella, la parte más interesante comenzaba en el punto donde su marido cerraba el relato”, escribe Pitol. El cuento decepciona, ahogado por esa solución común. Una historia previsible sobre las debilidades del cuerpo.

El desenlace de Pitol es muy superior al de Guillermo, pero no depende de agregar una acción, sino de la mirada de la mujer que lee el relato. ¿Qué es lo que ella entiende? La impotencia de su marido, no sólo para concluir el texto, sino para expresar su deseo.

En esta singular versión del pacto fáustico, Guillermo no tiene a quién vender su alma o, peor aún, no sabe qué pedir a cambio de ella. No elige y esa es su tragedia; no elige. “La verdadera pasión sólo se encuentra en la ambigüedad y la ironía”, le dice el Diablo a Adrián Leverkühn en Doktor Faustus. Pero también la ambigüedad debe ser elegida. Por eso, el propio Leverkühn  le dice a su biógrafo Serenus Zeitblom: “la música es la ambigüedad erigida en sistema”. A diferencia del personaje de Thomas Mann, Guillermo carece de voluntad para escoger o para aceptar dos alternativas. Es el indeciso que no opta por una cosa o dos cosas a la vez, sino que las cancela una a una. No sabríamos esto si no fuera observado por su mujer. La lectora de “Mephisto-Waltzer” es uno de los personajes más sugerentes de la literatura. No habla, no actúa: interpreta.

El giro fundamental del relato consiste en hacer depender el cuento de la pasajera que lo lee mientras viaja en tren. Este papel se hace extensivo al lector externo de la historia. En sus Lecciones de literatura rusa, Nabokov señala que el mayor personaje que puede construir un escritor es su lector. La fuerza de un universo narrativo se mide por la necesidad de ser leído de otro modo. Pitol construye sucesivas capas de sentido, analizadas por la lectora ficticia del relato, hasta desembocar en el lector real, último protagonista de la trama, el testigo que entiende lo que ella descubrió en el texto.

La mujer abandona la revista. Ha leído un relato fallido. En esas páginas entrevió “algo que en algún momento tuvo que ver con el amor” y que le permite cerrar un episodio de su vida.

El tren avanza, el somnífero ha surtido efecto, aunque no tanto como la lectura. Reconciliada con su soledad, la mujer deja de buscar conexiones mentales y siente la caricia de la piyama de seda. “Sumida en una torpeza que no deja de serle agradable”, se entrega a la realidad del sueño.