Estoy delante de tu recuerdo.

Miro aquella fotografía donde apareces vestida de negro

y la casa se ve al fondo.

Alguna vez vienen destellos de luz y cal blanca,

pero enseguida me oprime la garganta el dolor,

tu figura encorvada,

las hormigas trepando por tus piernas de carne acostumbrada y olvido.

Querías hablar con Dios antes de morirte

pero en su lugar apareció un hombre viejo,

con la barba descuidada y un suéter azul

que tomó tu mano y pronunció tu nombre sin saber muy bien si eras tú

o si se trataba de un espectro.

Tú lo miraste un momento y le preguntaste:

¿Es usted Dios?

Él contestó:

No, señora A, soy el señor F.

Y ya no hubo más conversación.

Cambiaste la dirección de tus ojos

y te quedaste pensando en los inviernos.

Quién sabe si conociste por primera vez los bosques de Dinamarca

o te diste de bruces en el sueño contra una muchacha con el ombligo roto

y un piercing en el corazón.

El caso es que no regresaste a la vida.

Respirabas pedacitos de ausencia y un sorbo de agua

que, de vez en cuando, una enfermera te obligaba a beber.

Permaneciste ida de tu cuerpo,

ida de tus huesos,

con la sangre revuelta en otro lugar,

con la tierra batiendo palmas cerca de tus vestidos,

con tus piernas echando raíz en aquellas fotografías que empezaban a tener fiebre

y a besar el color amarillo.

Sencillamente cerraste el telón.

Recuerdo que no había pájaros cerca de la ventana

y que alguien puso la cafetera al fuego.

Pensé que la noche siempre trae muertos hermosos

y una maleta de plata donde meter el ruido.