(Fragmento)
Dondequiera que vaya, me viene bien (Montaigne en Italia). Ahí,
una norma de vida, un saber estar cuando el estar es leve, transitorio.
Amplitud: este caminar lento por el pasillo mientras julio avanza, un año
más. Desde el estudio, la luz incipiente de las nueve de la mañana
es una claridad sin peso, un estar de las cosas que parece
venir del aire mismo y darle forma, formas, puntos de anclaje. Pronto
será un garfio que arañe la nuca, por ejemplo, o ese perfil
que mira hacia la calle sin dejar de mirar, a veces con torpeza, con
impaciencia, la pantalla. Ayer, en una terraza, mientras bebíamos
cerveza con el alivio indisimulado de quien ha cumplido algún trayecto,
algún pacto consigo mismo, alguien habló con súbita agresividad. Me
habló, en realidad, aprovechando un aparte en el que los demás
se hallaban tan inmersos en su charla que no vieron, no podían ver,
el arco de los hombros tensándose de pronto, el lienzo de la frente
brillando con malicia impensada. ¿Y tú qué has hecho? Hablas y hablas,
te amparas siempre en el refrán de la supervivencia, del trabajo
pendiente,
pero todo lo has hecho por ti, para ti. Más tarde, tras volver de los aseos,
me acomodé en la silla con rara cautela, sintiendo en la columna
cada barra del respaldo, cada pliegue metálico. Mis compañeros charlaban:
cada cual con su vecino, o en grupos más amplios donde siempre
hay alguien que se pierde o se abstrae un instante, que se esfuerza en oír
y oye tan solo su ansiedad, su afán de estar en algo o con alguien. Era
hermoso verlos hablar, ver fluir las palabras como una sábana
que se dobla entre dos, o los hilos que pasan de una pareja de manos
a otra
en el juego de los cordeles. Símiles: una insuficiencia en el decir,
una explicación no pedida, pero la imagen es completa
y no carece de nada, se basta a sí misma, que es como decir:
me basta. Y, sin embargo, siempre, el deseo inexplicable
de explicarla. Seguí en ella,
con ella,
mientras volvíamos a casa y las calles nos excluían, tenaces, torcidas,
haciendo y deshaciendo sus nudos de vida irreducible. Dondequiera.
Aquí, ahora, la ventana de cristal doble arroja un saldo abrumador:
verde, castaño, aguamarina, un penacho de nube sobre la pátina
de agua estancada de los sauces, el azul profundo
haciendo más grandes los cipreses, los pinos, sus copas apiñadas
como cráneos que miran desde siempre el brillo de mica del asfalto.
Y, más allá, el ojo de cíclope del verano, el ojo único que aún espera
abrirse del todo. Escucha. Escucha. No es un error. El ojo se abre,
en efecto,
y su mirar parece coincidir con el tuyo, desde esta cristalera
que vibra levemente con el aire acondicionado y en la que posas
la frente inquisitiva, la piel tibia. Estrechez: esa obstinación
por juzgar y ser juzgados, la vigilancia mutua. También aquí,
mientras miras, mientras miro, la masa inerte de los árboles
y esas pocas figuras que se cruzan sin prisa por caminos de arena,
su caminar que la distancia misma vuelve arena. Somos en la mirada,
fatalmente,
en la medida impuesta desde fuera, en el decir y desdecir del otro,
su toma de partido. Escucha. ¿Y tú qué has hecho? He vivido mi vida
como he podido, como
me dejaron, tratando de hacer lo que se esperaba de mí, lo que yo mismo
esperaba. No te expliques. No te disculpes. No te envanezcas. No digas
nada. Fuera, un aire súbito enreda las ramas de los sauces y levanta
una pequeña nube de arena. Esa pregunta
tenía también su pequeña historia detrás, pero no importa. Lo que importa
es la nube que levanta, el eco postergado. Alguien tiene razón
cuando hace la pregunta que no has querido hacerte, cuando revela
el flanco débil (porque hay un flanco débil). ¿Qué hemos hecho? ¿Qué
saldo mostraremos cuando nos pidan cuentas? ¿Qué diremos
en nuestro descargo? Llegada la hora, lo otro, la suma
provisional, no salva. Amplitud, estrechez. La sístole y diástole
de un tiempo carcelero, la mano firme que insiste en tutelarnos
aunque nunca tuvo permiso. Sí, llamamos vida a esta ciencia
del desperdicio, este escurrimiento de un viernes a las 10
a otro viernes idéntico, dondequiera… Pero era dulce
verlos hablar, ver fluir las palabras en la mesa de juego
del aire, sentirlas cerca, como también la luz está con nosotros,
otro día,
este sol desorbitado de julio que toma la calle y la somete
y abre un claro donde los ojos respiran (un instante)
y nada rompe aún su promesa, su reserva de aliento. Estrechez,
amplitud. Aquí,
una norma de vida, un saber estar mientras las preguntas, como
vencejos voraces, se van turnando en el aire del hacer.