Alguno de nosotros había leído
los usos y costumbres del Olimpo
en algún volumen infantil
prestado del bibliobús.
Llegamos a la playa
con una cesta llena de uvas
y otros celestiales manjares afanados
en las cocinas de casa
y en el recodo junto a la roca,
donde el charco grande y la ría,
nos pusimos hojas entre el pelo,
nos desnudamos 
y nos pusimos a hablar en griego.

Lo mejor es el agua, dijo uno
mientras se lanzaba desde la roca
ignorando que los dioses
suelen tener poca filosofía.

El celestial empleo no acarreaba mucha tarea
así que tras un rato de hablar en jerigonza
y compararnos disimuladamente las pollas
el Olimpo se volvía algo aburrido.
Alguien volvió al idioma de casa
y a toda prisa nos pusimos el bañador,
abandonamos los aperos divinos
y corrimos hacia el escondrijo de la ría
donde ellas se bañaban desnudas.