Aquella primera mañana, la primera de tantas, un centenar de cigüeñas invadió el patio de recreo, compartiendo su latido, tan misterioso y nuevo, con nadie más que con la niebla. No somos predadores directos, había explicado a mis alumnos, apenas tres o cuatro días antes, en un mundo que nunca más sería, ni siquiera, un poco nuestro. Esa es la única razón por la que la Ciconia ciconia convive con el ser humano.

Pero aquella primera mañana, la primera de tantas, el espacio y el tiempo arrinconaron, hasta lo más hondo de su esencia, a todos los hombres y a todas las mujeres convivientes.

Yo me había conectado a mi primera clase online. Me había puesto una camiseta de colores vistosos y unos vaqueros, y había colocado el teléfono móvil frente al punto más luminoso del salón. Estábamos comentando unos versos de La tierra baldía, de T.S. Eliot, cuando un millar de crotoreos se coló por el micro, inundando el espacio físico y virtual.

¿Habéis visto lo mismo que yo?

Las cigüeñas aterrizaron en la pista gris y, desde allí, se dispersaron hacia la pista roja. Igual que habíamos estado haciendo a diario otros, recorrieron la distancia del Ram al Loscos, del Loscos al Ram. Buscaban, como buscamos nosotros, algo con lo que reforzar sus nidos. La idea de familia. De nudo. De hogar. Era 16 de marzo y ellas parecían tenerlo algo más claro.

Los seres humanos hemos dispuesto de la moral y de la carne para contar (para contarnos) un relato (el nuestro) en su versión más amable, dije a mis alumnos mientras una cigüeña alzaba el vuelo, llevándose con ella las últimas huellas del patio. Pero hay otras historias que no podemos contar. Miradnos ahora, tan fuera de la vida y de la Historia.

Poco a poco, la primavera fue revelándose desde dentro de la tierra. Y en los troncos de los árboles. Y en las yemas. Llegamos a ver en flor las almendreras, pero nos perdimos el estallido del cerezo, del melocotonero y del ciruelo, que siguieron su ciclo tan propios y tan ajenos. La espera nos salvará, pensé entonces.

En aquel tiempo, sin tiempo ni espacio, el silencio atrajo más silencio y eso permitió que abandonasen sus escondrijos los animales que sí suelen temernos. Yo confié en ellos, lo hice más que en cualquier promesa de cambio, de la inmensidad que salió de todos aquellos balcones humanos. Por una vez, dejamos, nosotros, de sentirnos tan a salvo. Y por una vez, deseamos que aquellas aves anidasen en nuestros tejados.