En la novela Atila, a partir del rescate de la figura del escritor Aliocha Coll (1948-1990), Javier Serena (Pamplona, 1982), sugiere varias lecturas de peculiar amplitud y actualidad. La primera giraría en torno a la tradición del artista incomprendido: Alioscha (el personaje) desarrolla su obra experimental en medio de desarreglos y fracasos, los cuales seguimos a través del testimonio de un periodista amigo. Dichos malestares derivarán en una enfermedad mental que, de modo inevitable, terminará por destruirle la vida, sin por ello comprometer nunca el rigor ni la ambición de su proyecto.

A partir de tal planteamiento, Serena construye una puesta en escena en la que se entrecruzan el relato y la biografía, la crónica y la fábula, sugiriendo que en la ficción el personaje puede imponerse a la anécdota -real o imaginaria-, a través de su poder de irradiación; la seducción que ejerce aquello que fascina porque no puede ser nunca cabalmente interpretado. Esta reconstrucción lineal de un proceso invisible y pleno de incertidumbre, pese a su apariencia realista, permite que Atila sea una novela que admita distintas clases de interpretaciones: la de la mera historia de un excéntrico, la de una época superada o la de nuestra propia relación con el abismo y el deterioro psíquico. 

Otra perspectiva menos evidente, sin embargo, mostraría que el desafortunado e inevitable desenlace que persigue al protagonista sería el resultado de una sociedad cuyos valores -tanto éticos como artísticos- se hallaban en un momento de transformación radical: un proceso histórico del que Alioscha, al igual que  los pocos que lo acompañaron, apenas era consciente. Así, la anhelada modernización social y artística que generacionalmente se auguraba tras el fin de la dictadura en España fue perfilándose hacia cierto conservadurismo discursivo y formal (como defendiera Fernando Savater con su defensa de una literatura comunicativa y amable en La infancia recuperada de 1976). Hoy reconocemos que este proceso, con la perspectiva del tiempo, derivó en la pérdida paulatina de nociones como la calidad literaria y la cultura como acervo, hasta llegar a que la literariedad haya dejado de ser relevante frente a las exigencias de rentabilidad por parte de la industria editorial e internet. En consecuencia, creemos de gran relevancia que la historia de Atila –la de un ambicioso escritor neovanguardista- se desarrolle en los años posteriores a la Transición, cuando el mundo editorial español, tras abandonar la censura política del franquismo, se definió fundamentalmente a partir del éxito comercial, lo corporativo y los gustos del mainstream

Yendo contracorriente, Alioscha, como escritor, pretendía legar una marca histórica, actualizando una tradición experimentalista totalmente activa en el contexto internacional, pero despreciada o desconocida en España por décadas de ostracismo. La brillantez de su formación y su cultura fuera de lo común permitieron que aquella ambición fuese reconocida por unos pocos, pero los fracasos sentimentales, su exilio parisino y la mala relación con el padre disparan en él una profunda y autodestructiva negatividad. Alioscha se sabe un privilegiado por origen, pero rechaza aquellas ventajas (atenuándose, podría haber sido parte de la renovación narrativa que conformaron Javier Marías y Vila-Matas), mostrando así la hidalguía de un auténtico espíritu aristocrático: gesto que reclama a su padre, para quien la cultura apenas supone una actividad ornamental. Y esta crítica es muy elocuente y sigue siendo justificada, dentro y fuera de la novela, al pensar los vínculos de la Cultura de la Transición y el espectro histórico de la vanguardia: una tradición preterida por una burguesía ensimismada, corta de miras, que sería pronto superada y desplazada por el mercado y sus productos editoriales.

De este modo, Atila construye una parábola de un momento de profunda reformulación artística y social, por lo que guarda cierta similitud con un clásico del cine de aquellos días, Arrebato (1979) de Iván Zulueta. Y ése es uno de los méritos de Serena, pues Alioscha, como escritor y antihéroe, es menos llamativo que un excéntrico cineasta amateur enganchado a la heroína. Tanto su degradación como sus rarezas son menores, casi entrañables, pues su cultura e inteligencia le impiden ser un maldito decimonónico, ni tampoco puede permitirse nada que lo distraiga de la ejecución de su obra. En la misma línea, el estilo y la prosa de Serena, ante todo contenidos y funcionales, tampoco realizan concesiones a favor de su personaje, pues Alioscha nunca irradia simpatía, siendo los comentarios sobre su escritura más cercanos al desconcierto que al entusiasmo.

Pareciera, entonces, que el sacrificio de Alioscha resulta encomiable, básicamente, por una cuestión moral: una perspectiva extrema y al mismo tiempo adecuada como antídoto a un tiempo en el que el éxito exige prescindir de cualquier entereza o pretensión de verdad. En conclusión, Javier Serena no solo ha empleado muy hábilmente los cruces entre la realidad y la ficción para rescatar y traer a la actualidad la figura de un escritor interesante y casi desconocido como Aliocha Coll, sino que ha deslizado muchas preguntas sobre lo que podríamos denominar los misterios de la vocación y los destinos literarios.

 

Javier Serena, Atila, Palma de Mallorca, Sloper, 2022