
Manuel Vilas (Barbastro, 1962) ya es un autor de nuestro canon poético. Absolutamente reconocible, tanto en su faceta como novelista como en sus poemarios. Su estilo híbrido de su primera época ha ido decantándose en prosa cada vez más aceptada por el gran público, mientras que sus versos siguen conteniendo un poso de experimentación y ritmo que es impronta y sello personal. Sus lectores vienen de Roma (Visor, 2020), unida en lo temático y estilístico a este Ciudades en venta (Visor, 2025), mientras que El hundimiento (Visor, 2015) o Gran Vilas (Visor, 2012) -obras menores frente a los revolucionarios textos incluidos en Calor (Visor, 2008) o Resurrección (Visor, 2005), que, junto a El cielo (DVD, 2000) son una trilogía fundamental para la poesía española del cambio de siglo-, ya estaban recogidas en su poesía completa, editada en 2019 también por Visor.
La obra de Vilas cabalga en tiempo y espacio buscando la totalidad, la humanidad que aparece en sus versos se orienta hacia una explicación o hacia la necesidad de superar la mirada occidental. Vilas es un poeta español que se expande en sí mismo para descongestionar la visión del hombre como construcción cultural. En este caso, y a través de sus propias palabras en el prólogo del libro, se trata de una relación de posesión entre el sol y las ciudades, entre el paganismo y el urbanismo del turista: “El sol es el dueño de todas las metrópolis de la Tierra, pues las hace visibles y las ciudades nacieron bajo la luz del sol”. A partir de esta especie de declaración de principios el poeta construye un panteón de ciudades, de amistades/dedicatorias, una memoria de verso largo, casi versículo religioso, donde el escritor es un ente fantasmal, ávido de soledad en habitaciones de hotel.
Un libro sobre el autor frente al espejo, el reflejo del baño en lugares de una noche, en días repetidos como salidos de una fotocopiadora estropeada, fruto de charlas, lecturas y encuentros. Ahí, en los poemas, plasma una búsqueda constante de elementos constantes en las distintas urbes, la inmutabilidad de la conjunción de calles, edificios y aeropuertos: el café y el frío, el calor y las sábanas. Temperaturas naturales, clima artificial, muchas veces las calles le resultarán extrañas y el poeta, en el hotel, siempre en el hotel, encontrará un lugar seguro, aséptico, un lugar de paz: camas para el sexo, teléfono para el amor. Repite acciones, como se repiten los poemas en recitales intercambiables, fruto de la fama y el reconocimiento. Recordamos que existe un dueño que ha decidido colocar el cartel de “se vende” en todas las ciudades, cansado de ellas “Como hace cincuenta millones de años”. Una especie de Ragnarök cíclico, de calendario maya postmoderno.
No hace falta citar todas las ciudades ni todas las dedicatorias: Cartagena de Indias, donde leemos: “Todo sol, dueño el sol de todo”. La cita a Santiago Gamboa, narrador de la Colombia última resulta más evidente que la de Cristina Consuegra, gestora cultural, que aparece en Zagreb, con guiño austrohúngaro incluido. El poema sobre la capital croata incluye versos como “Un ejército de sombras/que aún se agarraban/a las fachadas de los edificios” o la sentencia absoluta, muy habitual en la obra de Vilas, donde su perspectiva, sea válida o no, siempre es definitoria. En este caso, sobre un humilde museo: “es el museo más verdadero que han visto mis ojos/que arderán en la nada como los vuestros”.
Amigos de largo recorrido como Pere Rovira o Carlos Marzal, afines generacionalmente, van apareciendo en el libro, como también la figura del padre, en este caso en Montevideo, en la habitación del hotel, en el palacio: “no me mires”, añade, “soy yo, sí tu padre, /, pero no me mires”, insiste “no estoy/muy presentable hoy”. Recuerdo y afán: “la vida estaba descendiendo a los sótanos de la muerte”. Vuelve el fantasma y se enfrenta a un poeta de las estancias: “la Tierra para mí es diminuta/tan pequeña”. Italia es un destino repetido: Perugia, Florencia, Venecia, Bari y Roma, claro. Volvemos a la duda: ¿es importante listar las ciudades? ¿Quiere el poeta que resulten intercambiables para el lector? Manuel Vilas las unifica desde su perspectiva de turista. Quizá sería mejor usar la palabra visitante, pero ciertamente las urbes terminan vulgarizadas atrapadas en el recuerdo de los hoteles y su limitación euclídea (tiempo y distancia) frente al ciudadano.
De todas maneras, la visión de Manuel Vilas, su capacidad de asimilar de una manera lírica y personal las distintas naturalezas de las ciudades hacen que su cosmogonía resulte más nutricia que la del turista, estudioso, impostado, que intenta adquirir naturaleza indígena en unos pocos días. Otra vez los fantasmas: “los vi, en congregación, cuerpos/que una vez usaron este viejo transporte”. Sobre el café, la varianza térmica, la ceguera lumínica y monumental, sobre lo mundano y trascendente, se construye el libro. Estocolmo: “llena de ángeles a sus pies/con dolorosas nubes en sus manos”.
No falta Lisboa, de ceniza y azúcar, el trasunto de la Guerra Civil que es el escenario de Gettysburg, ni Nueva York: “soñé que era pobre, que estaba enfermo, /Pero aún me sobraban fuerzas para caminar/durante ocho horas seguidas”. Nueva York, una de las primeras amantes del Vilas cosmopolita, sueño cumplido del poeta que habitó la mitológica Zeta, donde ya nadie recuerda ni dioses ni edificios De Nueva York escribe: “no eres una ciudad sino un destino” o “no eres una ciudad sino la cristalización de las almas”. En Buenos Aires, la imagen, millones y millones de seres humanos se convierten en metáfora frente a la inflación desbocada, la devaluación de la moneda endémica. París, también referente, agoniza por el amor exprimido: “en estos mil años de millones de fluidos corporales/intercambiándose con rabia”.
Los lectores de Vilas conocen su escritura cardinal como herramienta para lo ordinal, la exageración cualitativa a través de la enumeración cuantitativa. Aquí vuelve, como lo hacen Elvis Presley y, por supuesto, Johnny Cash. Un instante, el turista, se envuelve en “Mystery Train” de Jim Jarmush, como un juego de espejos. Montevideo, Buenos Aires, Cartagena de Indias y Caracas, donde se produce la identificación de lo salvaje con lo ardoroso en la ciudad: “atrévete, seas quien seas, atrévete a quedarte dormido/aquí dentro, siente toda la oscuridad de este mundo, /porque tú la ves”. La gente muerta son los frutos que la dictadura hunde en la tierra, pobres, asesinados, desdentados. El discurso político es primario, en línea con el carácter absoluto del que hemos hablado. Bien y mal son lugares comunes, exagerados. La visita a Roma, adelantada en libros anteriores y en este mismo texto, nos ofrece un repertorio de ángeles y cafeína, de poetas/políticos y políticos/poetas. En el poema dedicado a Luis García Montero se lee: “me llevan en un mercedes de la embajada, /hablo con el embajador:/te lo ruego, haz bien tu trabajo, /que no sea en vano el uso del mercedes”.
Hemos pasado de poemarios afines a Luis Alberto de Cuenca a aquellos en los que aparece, se sugiere, se hace presente, el coche oficial. Luis Cernuda y Ezra Pound, supremos fantasmas en sus tumbas. Para volver, claro, a España, a las miles de Españas, mil veces, cien mil veces, dice Vilas: “más vieja que yo”. En Sevilla, Madrid, Logroño, en España: “vi reyes huyendo por el Guadalquivir a ninguna parte”. En Túnez, la imitación de la vida, dejando un cabo suelto para el lector que se acerque a “Ciudades en venta” más como dietario que libro de poemas, ¿Dónde quedó Vilas? ¿Volvió a Barbastro el poeta o una imitación, la mejor que pudo encontrar en su periplo? Manuel Vilas, con su estilo único, reconocible, situado ya al final de los libros de texto de Bachillerato por méritos propios, domina el poema como una oración total, una letanía con la que aspira a conseguir el planeta. Como el poema final, dedicado a sus hijos, titulado Barbastro, que dice: “si me amas/pon en venta todas las ciudades del mundo”.
Manuel Vilas, Ciudades en venta, Madrid, Visor, 2025

