Manca terra es un libro original y necesario: critica la poesía muerta y propone otra que nazca del contacto con la tierra, con la vida. Tiene carácter político porque ansía cambiar la realidad.

Consta de cuatro partes perfectamente vertebradas. La primera es una invocación y una poética, en cuanto que reclama “lo intacto, / el barro primero / habla de un lenguaje que no sea adquisición” (p. 26). La segunda es un retablo de desposesión y de muerte: campos de concentración, vidas truncadas. La tercera, que da nombre al libro, trata de la naturaleza y de los seres humanos en extinción. La cuarta y última parte aporta una posible solución, que pasa por la rebeldía y por aproximarnos, aprojimarnos, a todos los seres humanos, a la tierra, al árbol. Vuelve a la poesía para afirmar que ha de ser un canto de derrumbe, puesto que “La demolición requiere su música y sus poetas” (p. 50).

Manca terra es un libro incómodo, políticamente incorrecto, que reniega del lenguaje “poético” para hallar otro nuevo que sea “una súbita floración en la rama calcinada” (p. 18). Para ello hay que “fracturar la senda de las palabras, extremar sus límites y resistencias”. También han de nacer las palabras como frutos, como cantos: “una columna vencida / retornando a su patria” (p. 18). En Manca terra respira el exilio, se construyen casas de la infancia, “camino hasta la puerta de la casa: sus cimientos en el aire (…) Giro la llave: todas las pérdidas se agolpan en el costado izquierdo como refugiados en una única frontera” (22).

Al final del libro reivindica el poema-canto. Es importante hablar desde un no-lugar, de exilio, desde el que poder conectar con todos los seres humanos y con la tierra: “La tierra que no está en ninguna parte / esa es la verdadera patria” (87). Porque la salvación viene de la desposesión, de volver a lo esencial. El canto que nos salve ha de ser “canto del derrumbe, la exaltación de lo roto, pura ley del caos. Que hablen los elementos, madre saqueada, expoliada, un canto salvífico, un himno, canto de lo que cae, de lo que espera no caer del todo” (101). Hasta que volvamos a la infancia, “hasta que vuelva a latir el árbol de la infancia” (105). Porque la infancia “es el árbol salvado de la quema / por su savia transparente / no maderable / todavía” (42). Ese canto ha de ser testimonio y rebeldía. Ha de ser para la vida, no para la Literatura. Ha de contar el ecocidio en que nos ha tocado vivir, la agonía de aquella vida que conocimos en la infancia. Para ello “Lo poético (debe estar) a salvo de los poetas”. Porque lo poético respira en otro lugar “tan frágil / como un parpadeo entre dos mundos o las lilas de Celan. A veces, por un instante, nos toca con su gracia” (91). Canto del derrumbe, rebelión y vuelta al latido del árbol de la infancia, no para refugiarnos en él, sino para empezar de nuevo. “Escribir es una forma de viajar a aquella niña / de ocho años y decirle: no me acostumbré. / Su ortopedia para sobrellevar el horror no funcionó” (p. 27). De ahí, de esa constatación y de la rebeldía, de nombrar las cosas y la vida con una lengua verdadera, hecha de semillas y de tierra, vendrá la esperanza.

Manca terra muestra un mundo apocalíptico, sin vida, hecho de i-phones fabricados por manos esclavas “navegando lustrales aguas de banda ancha” (p. 54) y en soledad total, porque se ha abandonado “la matriz telúrica del árbol” (p. 54).

Frente al desastre, está la resistencia, “el amor que no sabe que sabe”; “amor en el pino negro / que dobla su espalda / bajo el peso de la piedra / que arrastró el último alud” (p. 78).

Ha llegado el tiempo de la lucha, de encielarse, de hundirse en la tierra o en el cielo. Hay que devolver el latido a las palabras. La poesía no puede ser un “parque protegido /, un gesto exquisito y vacuo en medio de la matanza” (p. 84).

La compasión, que etimológicamente procede de πάθος, nos puede salvar porque “nos hace ingresar en la trama de lo vivo, en el dolor de los otros” (p. 89).

El mundo es uno. El poema debe nacer como la flor, las palabras nacen como frutos, como cantos. Todo debe regresar: “el polvo al polvo” (p. 20). Porque existe “una sustancia que no se pierde (…) / una especie de amor que nos enhebra” (p. 52). Todo es “comunidad, tejido viviente” (p. 92) Porque nunca escribimos solos: nos acompañan “nuestros desaparecidos, esos árboles que siguen creciendo dentro” (p. 100).

Un enorme esfuerzo el de Laura Giordani para reparar el mundo, la tierra de la infancia; para buscar “el barro primero”, para inclinarse hacia la infancia (p. 26).

El dolor y la tortura conducen al ser humano hasta el límite. Pero puede sustraerse a él. La escritura “como último gesto humano” (p. 39). Porque hay que “tender andamios transparentes en el aire”” (p. 33).

Con mirada lúcida expone los errores pasados y presentes. Terrible ha sido el dolor y el mundo apocalíptico y alienado en el que vivimos “en el que la luz del móvil eclipsa el presente, colapsa el tiempo” (p. 46).

Manca terra en los árboles de “raíces peligrosamente expuestas” (p. 52). Como el árbol de Yggdrasil, el fresno sagrado, que une el cielo con la tierra, así debemos volver al círculo, a la matriz telúrica del árbol” (p. 55). El poema, “región intermedia entre el cielo nocturno y el suelo (p. 99), al igual que los seres humanos crecen como un árbol que une, ya lo hemos dicho, cielo y tierra.

Falta el sustrato, la vida natural y Laura Giordani denuncia esa carencia biológica. Asimismo, denuncia la explotación de los seres humanos y de la tierra. Apodícticos son los siguientes versos: “Mírate bien en los escaparates / hasta no tener ninguna duda: / tu vestido sangra” (p. 58). “Tan seco tu pan / tan seca tu simiente / están creando una patente / para el árbol de tu infancia” (p. 67).

Ante esta destrucción de la vida en el sentido más amplio, no podemos permanecer impasibles: “Haber visto / y seguir como si no pasara nada” (p. 71). La escritura abre un camino “al que le creció la hierba” (76); facilita el regreso al monte para trazar “conexiones / entre las luminarias heladas y las vísceras” (p. 77).

Juan Gil-Albert dijo en su Breviarium vitae: “La verdad no convence a nadie. La verdad existe”. Manca terra sigue esa línea: denuncia la poesía-reserva, al igual que los bosques-reserva. Las flores, “un balbuceo del oscuro alfabeto de la tierra” (p. 93), saben lo que es la vida, quizá también sin saber.

La vida se mantiene gracias a los ancestros, a su simiente que aún nos sostiene (p. 60). En “Hijo de la luz y de la sombra”, dice Miguel Hernández  que nuestros muertos se besan en nosotros.

Manca terra es implacable porque nuestra vida es implacable: lo abandonamos todo: nuestro pasado; hipotecamos la naturaleza, convertida en estos momentos en suelo industrial, sin valor su vida, sus nutrientes muertos. Hechizados por la tecnología y el dinero vamos hacia la sexta extinción: “Harán las guerras suficientemente lejos / lejos las manos que cosen tu vestido /, segarán la espiga por ti / cerrarán los ojos a tus muertos” (p. 92).

Un mundo aséptico que envuelve su podredumbre en inmortalidad. De esa sociedad aséptica nace una poesía que es “un trozo de muerte / sobre una salsa de palabras que apenas llega a camuflar la podredumbre del lenguaje” (…) “Si con tus pensamientos creas el mundo / párate a contemplar / -si puedes-/ lo que has creado” (p. 73). Una acusación que no deja lugar a componendas. Una acusación urgente como algunos poemas de Miguel Labordeta: “Severa conminación de un ciudadano del mundo” o “Un hombre de treinta años pide la palabra”. Poemas que muerden como los de Otero o Celaya, que sentencian a su tiempo. Pero no se trata de rebelarse ante un momento histórico, cercado por la guerra. Se trata de mostrar algo peor: la extinción.

A pesar de todo L. Giordani aún cree en la utopía: con el canto que nace del derrumbe hay esperanza. Hay que “encontrar las hebras de resistencia en el lenguaje / los últimos árboles de pie”, “en algún lugar donde las flores no perezcan / tan rápido” (p. 74). Por eso ofrece un plan para salir adelante: hay que nombrar las plantas, olvidando los herbarios, hay que escribir pisando la tierra o hundiéndose en el cielo.

Se trata de lograr una poesía viva, que deje atrás el antiguo debate entre poesía minoritaria o mayoritaria, de esencia o de existencia. La poesía que reclama Laura Giordani ahonda en la tierra para que podamos hablar con palabras que sean árboles, piedras, personas. Lo poético “cerca de lo que nos deslumbra y luego se desvanece sin reclamar posteridad alguna” (p. 91). Ese mundo de reparación tiene su anclaje en otras poetas como Alejandra Pizarnik, a quien dedica el último poema; Emily Dickinson, que tanto amó la tierra; Blanca Varela. Todas ellas barro que repara las heridas desde el derrumbe. No olvidaremos esta Manca terra constelada de futuro.

 

Laura Giordani, Manca terra, La Garúa, 2020